Los castellanos de Montgeil, en el país de Sault, eran personas tan creyentes que no iban nunca a la iglesia. De sus hijos, sólo el mayor estaba bautizado.
Si algún viajero que se dirigiese de Limoux a Foix dando un rodeo por el valle del Blau preguntaba a los campesinos cómo eran los propietarios de la pequeña torre que dominaba la ribera desde lo alto, se enteraba de que los señores de Montgeil seguían la vida buena; y los que no temían subir el incómodo sendero por el cual se accedía a esta casa siempre eran bien recibidos, ya fuesen ricos o pobres.
Montgeil, a decir verdad, no era un castillo, sino sencillamente una casa fortificada y bien situada, bastante deteriorada por otro lado, pues el amo actual del lugar tenía otras preocupaciones que el mantenimiento de los muros.
Ricord de Montgeil era el cazador más capaz de la región, a pesar de tener más de cuarenta y cinco años. Recorría el país a pie, solo o con sus tres mozos, vestido siempre con su jubón de cuero y tachones de cobre, de quince años de antigüedad e impregnado de grasa como un pergamino, y con la cabeza descubierta tanto en invierno como en verano; los que se cruzaban con él le saludaban con respeto, ni más ni menos que si hubiera poseído tres castillos. No tenía disputas con nadie, él mismo ayudaba a los campesinos a cazar furtivamente en sus tierras, no entregaba a la justicia a los ladrones ni a los vagabundos, y no exigía el servicio de prestación más que en casos de urgencia, como una sequía o el vencimiento de una deuda.
Ricord tenía cinco hijos vivos: cuatro chicos y una chica. Mientras que los muchachos recorrían los campos, la joven permanecía en casa, ayudando a su madre en los quehaceres domésticos, pues en Montgeil no había más mujeres que las amas y dos criadas entradas en años.
Gentiane y su madre vivían en lo alto de la torre. La casa, en realidad, sólo comprendía esa torre y dos cobertizos de piedra sin pulir. Una estacada flanqueaba la torre, al norte, al este y al oeste.
El monte de enfrente estaba cubierto de abetos negros. Los primeros rayos del sol no surgían por detrás de la cima hasta que el cielo perdía su color rosado y todos los habitantes de la casa llevaban mucho rato en pie. Cuando Gentiane se despertaba (y era madrugadora), su madre ya había terminado sus oraciones y encendía el fuego en la sala común.
—Cuando te cases —decía la madre—, yo me iré de casa.
Gentiane no quería casarse. Diversos pequeños propietarios del valle ya la habían pedido para sus hijos; tenía diecisiete años. Era morena de cabello y de piel, pero alta y hermosa, con los ojos color de cielo gris.
La madre y la hija se parecían, y la madre, a pesar de sus cuarenta años, seguía siendo una de las mujeres más guapas del valle. Arsen de Cadéjac era una mujer piadosa, que pasaba más tiempo cuidando de los enfermos y visitando a los pobres que ocupada en la casa. No llevaba a su hija en sus visitas, por temor a los malos encuentros. Gentiane no se aburría: tascaba el freno. No siempre es fácil ser hija de padres creyentes; la joven sabía leer, acompañaba a sus padres a los sermones todos los meses, trabajaba duro y pensaba todo el día. Y los pensamientos de una joven de diecisiete años son más vivos e invasores que las malas hierbas.
A menudo, Ricord partía una hora antes del alba y no volvía hasta la noche, o hasta el día siguiente. Cuando los hombres traían su sangriento botín, Arsen y Gentiane se instalaban cerca del hogar con las criadas, desplumaban las aves, picaban la carne para los patés y aderezaban las piernas de cordero y los perniles para ahumarlos. Con sus cacerías, Ricord no sólo alimentaba a todos los habitantes de la casa, sino a media aldea. Arsen, ante cada animal muerto, se sentía en el deber de pedir perdón, y llevaba a cabo su trabajo en silencio, con los labios apretados, pensando con nostalgia en el tiempo en que ya no tendría que hacerlo.
Los cuatro hijos de Ricord poseían un caballo cada uno; en ello residía su riqueza y su tormento, pues para alimentar y mantener a sus monturas necesitaban recorrer las tierras sin cesar en busca de dinero. ¿Dónde puede hallar dinero un muchacho pobre y libre? Lo que uno ganaba en el juego, el otro lo perdía; empeñaban los arneses, los retiraban, los vendían de nuevo, los compraban, y los cuatro caballos se alimentaban en las cuadras de la tierra de Foix, pues a los cuatro hermanos no les faltaban amigos. Como nunca se separaban, los llamaban los cuatro hijos Aymon.
Al igual que su padre, eran esbeltos, secos, morenos, y su sonrisa descubría unos dientes blancos y fuertes como los de los caballos jóvenes. Llevaban las mismas ropas grises tanto en invierno como en verano, ceñían sus finas cinturas con correas a guisa de cinturones, y se sentían los iguales de los jóvenes más ricos del país.
Imbert, el menor, a veces subía a Gentiane a la grupa de su caballo para llevarla a casa de los vecinos; nadie se escandalizaba de ver salir a la joven sin su madre, todos los señores del valle eran más o menos primos entre sí. Los jóvenes se instalaban sobre la paja, cerca del hogar, y las doncellas cantaban a coro o por turnos; la voz de Gentiane era la más grave y la más ardiente.
Un día, Guillaume, el segundo hijo del señor de Frémiac, le dijo:
—Vuestros bellos ojos hacen que no pueda comer ni dormir. Si mi padre os pide a sire Ricord, ¿me querríais?
Gentiane vaciló un instante. Los ojos de Guillaume estaban tan abatidos que sintió lástima.
—¡Ah! Ya lo sé —repuso él—, lo sé muy bien. No queréis ser de ningún hombre para salvar vuestra alma. Os da igual que se pierda la mía.
—Guillaume, creo que no os amo lo bastante para olvidar mi pudor a causa de vos.
Aquella misma noche, Gentiane le confesó a su madre:
—Guillaume de Frémiac ha pedido mi mano. ¿Qué he de contestarle?
—¿He de decírtelo yo? —De pie ante el lecho, Arsen desenredaba sus largos cabellos antes de trenzarlos de nuevo, para pasar la noche—. Yo no te apuro, pero estás en edad de tomar marido.
En sus grandes ojos castaños ardía un fuego intenso, como el de los rescoldos que anidan bajo el carbón.
—Que sepas que no me iré de esta casa mientras estés tú. No te dejaré mientras no tengas casa y un marido que te defienda.
Tendida sobre el jergón cubierto de pieles, Gentiane no lograba conciliar el sueño. Su madre, sentada en el baúl bajo la lamparilla de aceite, leía un gran libro abierto sobre sus rodillas, y la joven veía sus labios moverse y sus ojos cerrarse de vez en cuando, como si repitiera de memoria lo que acababa de leer. Luego, la mirada ardiente de sus grandes ojos se volvía a clavar en las páginas del libro. La luz de la lámpara sólo alumbraba las dos páginas blancas, la mancha también blanca de la camisa, su larga mano y un lado de la cabeza inclinada. Hacía frío. Por la noche, Arsen permanecía todo el tiempo en camisa y descalza.
* * *
Era una mañana tan brumosa que desde la puerta no se veían las estacas de la empalizada; no había ni montaña, ni valle, ni bosque, nada más que aquella neblina lechosa que dejaba adivinar un sol muy cercano. Detrás de la grada que se entreveía apenas entre las sombras de dos cobertizos, resonó el cuerno.
Los dos viajeros que llegaban a pie sin más equipaje que sus alforjas y sus bastones cruzaron el patio como largas sombras negras y silenciosas; los mozos, y luego los amos, flexionaron las rodillas a su paso. Les condujeron a la estancia baja de la torre, donde el fuego de gruesos leños ardía en un hogar grande como una cabaña de campesino. También allí reinaba la neblina, luminosa y amarillenta a causa de las llamas de la chimenea.
Las mujeres corrieron a por manteles limpios y vasijas de agua templada; los hombres se llevaron deprisa las piernas de cordero preparadas para la comida de la mañana y las escondieron en la bodega. Ricord fue a buscar dos pellejos del mejor vino de sus viñas y Arsen descolgó dos salmones ahumados y puso tortas de trigo blanco a calentar ante el fuego.
Los dos hombres, después de lavarse, rezaron sus oraciones en un rincón cerca de la ventana, donde, por discreción, les dejaron solos.
En casas como las de Ricord no necesitaban prepararse la comida ellos mismos; no les servirían un pastel o una sopa que contuviese una sola gota de leche o de manteca.
Después de la comida, la neblina se levantó lentamente, despejando el valle; las montañas seguían sumergidas en el vapor blanco y, más abajo, el río parecía una larga nube de humo. Por el camino que serpenteaba a lo largo de la pendiente, se veían ya, a un cuarto de legua, las gentes de la aldea vecina, que caminaban hacia la torre de Ricord; las buenas noticias circulan con rapidez.
El mayor de los dos hombres, Raymond de Ribeyre, era diácono desde hacía varios años; aún no era anciano, tenía unos cincuenta años. Su atuendo negro le hacía parecer pálido, y tenía los cabellos más rubios que grises, tan ensortijados que hubiera podido creerse que se los rizaba expresamente. Su rostro era muy fino, parecía moldeado por algún espíritu celeste y no por la vulgar naturaleza. Se sabía que su madre, una mujer muy piadosa, le había alimentado desde su nacimiento con leche de almendras, miel y caldos vegetales; en su vida, nada impuro había tocado sus labios. A causa de aquello, su piel, aunque firme y sana, tenía la transparencia del alabastro. Sus ojos, de un azul de espliego, eran grandes y límpidos como los de un niño.
Arsen le había oído predicar muchas veces, pero aquélla era la primera que él se dignaba a pedirle hospitalidad. Cuando ella le comunicó su alegría, respondió:
—Hermana, llegan tiempos en que no será ninguna alegría recibirnos, sino un duelo y un peligro.
—¿Cuándo vendrán esos tiempos? —preguntó ella.
—Ya llegan, pero no sabemos el día ni la hora. El Anticristo se arma poderosamente contra la Iglesia de Cristo y se aproxima para marcar a los fieles con su signo. En ese tiempo, se oirá un gran clamor en Roma y profundos lamentos, pues Raquel llorará a sus hijos y no querrá que la consuelen. Hermana, Raquel es la Iglesia, y sus hijos, los fieles. Y el Anticristo le quitará sus almas, pues las tentaciones serán grandes y diversas y no les veo fin.
—La cosecha es abundante —dijo Arsen—, y hay pocos cosechadores. Decidnos lo que hemos de hacer para prepararnos ante esas grandes tentaciones.
—Que los que están en Judea huyan a las montañas, que quien esté en el campo no vuelva atrás en busca de su manto.
Arsen bajó los ojos, entristecida.
—¿Y qué palabras dirigiréis a los servidores que quieran quedarse, con la lámpara encendida, a esperar la llegada del maestro?
El hombre no respondió. Se acercó a la chimenea, se sentó sobre la paja y se puso a contemplar las llamas que prendían en la leña húmeda. Tenía el rostro impasible; no parpadeaba, pero sus ojos reflejaban tanto dolor que Gentiane, de pie junto al fuego, se llevó las manos a la frente y se echó a llorar.
Por respeto, nadie osó pedir al venerable huésped que tomara asiento; su compañero se levantó del banco y se acercó también al fuego, poniendo mucho cuidado en no rozar a Gentiane al pasar. Al verla llorar, le preguntó a media voz la razón de sus lágrimas.
—Mirad —le dijo ella, señalando con los ojos el rostro del maestro—, ¿se ha visto nunca un dolor semejante? Si él se aflige, ¿quién no va a llorar?
—Tened cuidado —advirtió el hombre, frunciendo el entrecejo—, ésas son lágrimas frívolas, pues vos no conocéis ni la causa ni el objeto de su dolor. Sois como un niño que grita porque oye gritar.
—Desearía tanto no ser como un niño… —declaró Gentiane, con amargura.
—La voluntad no basta —contestó el hombre. Pero al echar una mirada al hermoso rostro de la joven, tembloroso y empapado en lágrimas, pensó que tal vez se tratara de un alma elegida. Y añadió, con voz impasible en la que, sin embargo, se percibía cierto calor—: Está escrito: llamad y os abrirán. Nunca se prohíbe llamar.
En general, evitaba hablar con mujeres; pero aquélla, con sus ropas bastas y su mirada directa, parecía casi exenta de los defectos de su sexo.
—No se puede llamar al vacío —dijo Gentiane—, Hay que encontrar la puerta justa.
—Estoy seguro de que vos la encontraréis.
Ella miró el fuego, sin atreverse, por modestia, a volver la cabeza hacia quien hablaba.
—¡Ay! —suspiró—, ¡si estuvierais en lo cierto, monseñor!
El hombre de negro, para cortar en seco aquella conversación, se alejó de la chimenea y fue a apoyarse a la chambrana de la puerta que daba al patio. Se quedó allí, con los brazos cruzados, mirando la bruma que avanzaba lentamente por las copas de los abetos más cercanos. No tenía costumbre de hablar cuando su compañero rezaba o meditaba; aguardaba, como un mozo aguarda en silencio el despertar de su amo.
Aicart de la Cadière todavía era joven; se acercaba a los treinta años, y no representaba en absoluto su edad a causa de su extrema delgadez. Era alto, esbelto y más vigoroso de lo que se pudiese creer a primera vista. Su rostro tenía una belleza severa pero noble, de las que se ven en los gentil-hombres catalanes (era catalán por su línea materna), y sus ojos, grandes y castaños, más bien soñadores, le dificultaban las relaciones con las personas del otro sexo. Pero como era, por así decirlo, la sombra, el guardián y el brazo derecho del venerable Raymond, casi no disponía de tiempo para ocuparse de las almas de los fieles; hacía sobre todo la función de secretario.
El patio ya estaba lleno de visitantes. Aicart se dijo: «Todos no cabrán en la sala». Salió y dio la orden de encender un fuego; el sermón se celebraría en el exterior.
Raymond de Ribeyre, pues, predicó en el patio. El aire era helado; los hombres y mujeres, en pie o sentados sobre haces de leña seca, se arropaban con sus mantos. Los jóvenes alimentaban el fuego, rama a rama, para impedir que se apagara. Raymond, encaramado a un grueso tronco de roble talado, derecho y rígido como una estatua, hablaba, hablaba con su voz un tanto monótona, pero sonora y bonita. Su rostro claro, dorado por el fuego, parecía una llama que vacila sobre un largo cirio negro.
Hablaba del versículo 37 del capítulo séptimo del Evangelio según San Juan:
—En el último día de la fiesta, que era el más solemne, Jesús, puesto de pie, exclamó con voz fuerte: «Quien tenga sed, venga a mí y beba. Quien cree en mí, como ha dicho la escritura: ríos de agua viva correrán de su seno». Esto lo dijo refiriéndose al espíritu que habían de recibir los que creyeran en él.
Raymond de Ribeyre hablaba de la sed saciada, saciada incesantemente, y del agua viva más pura que el cristal, más brillante que el diamante, más fresca que el rocío de la mañana; de esa agua de la que nunca se bebe bastante, pues la sed se convierte en un gozo que renace sin cesar, y la fuente del corazón no deja de manar. Y para esa sed no hay sosiego, pues el alma unida al espíritu es como la planta que siempre necesita sol y sube hacia él y crece y se extiende, y produce semillas en su momento; es como el fuego que consume su alimento y lo deja parecido al sol; y ya no puede vivir más que creciendo y buscando a su amor más alimentos…
Caía la noche. La hoguera empezaba a proyectar largas sombras negras en las paredes de la torre e inundaba de luz rojiza las caras de los que se encontraban cerca del fuego; los oyentes se apretaban unos contra otros, para estar más cerca del hombre que hablaba y para calentarse.
Cuando el sermón tocó a su fin, los fieles desfilaron durante una hora larga para recibir su bendición. Como no podían partir aquella noche, se instalaron en los cobertizos, en los cuartos de la torre y en el patio, alrededor del fuego, compartiendo las provisiones que habían llevado consigo, en silencio o hablando a media voz. La voz de Raymond parecía seguir flotando en el aire, comunicaba una paz que nadie tenía el valor de turbar.
El sol se había puesto hacía mucho rato y los dos visitantes sólo aceptaron un poco de pan empapado en agua; Ricord y su familia quisieron imitarles, por respeto; Raymond les respondió con suavidad que a su compañero y a él les bastaba con ayunar ellos solos, sin sufrir la carga de causar a sus anfitriones incomodidades inútiles. Era un hombre cortés y de humor afable, y lamentaba el fervor indiscreto que le había impulsado a tener a su grey al aire libre, con riesgo de hacerles coger sabañones y malas toses. Aicart, que delante de su maestro apenas levantaba la voz en público, osó, con todo, hacerle observar que el espíritu pasaba por delante del cuerpo.
—No siempre —contradijo Raymond, con su sonrisa ligera como un rayo de sol fugitivo—; no siempre, amigo mío, ni mucho menos: cuando un niño llora de hambre, ¿vais a alimentarlo con sermones? Y muchos fieles son todavía niños de espíritu. Quien lo olvida falta a la caridad.
Aicart respondió sólo con una sonrisa que cruzó de largas arrugas verticales sus delgadas mejillas; una sonrisa a la vez contrita y confiada que decía mucho sobre la amistad que unía a los dos hombres.
—Señor —dijo Gentiane de repente, muy sonrojada pero decidida—, todo el rato que habéis hablado no he sentido frío, sino un gran calor en el corazón. Sin duda, soy ignorante de espíritu, pero creo que podría alimentarme de sermones toda la vida.
—Pues yo he tenido frío —contestó el diácono, no sin cierta malicia—. Mi sangre es vieja, y la vuestra joven.
—Perdonad a mi hija —intervino Arsen, confusa—. No he sabido enseñarle buenas maneras.
—Está escrito: «Padres, no entristezcáis a vuestros hijos». Vuestra hija ha hablado según el corazón.
Gentiane, ayudada por las dos criadas, sirvió en las escudillas la sopa de guisantes; ella se había prometido no comer nada aquella noche, tenía mucha hambre, pero se sentía ligera como una pluma. Veía ante sus ojos el rostro resplandeciente de Raymond y sus ojos azules ahítos de luz, y pensaba en el agua viva que brilla como el diamante.
—Se acerca el momento —decía Arsen al diácono— en que podremos entrar en probación y vestir el hábito, si la Iglesia nos juzga dignos de ello. Por mi parte, espero a que mi hija esté asentada, y mi marido dejará la casa a nuestro hijo mayor cuando hayamos pagado nuestra deuda a la Iglesia.
Desde la muerte de su hermano, Ricord no siempre lograba pagar el legado de quinientos sueldos que éste había prometido a los buenos hombres; le quedaba por pagar todavía ochenta sueldos, y en tierras de montaña el dinero escasea.
—¿Habéis encontrado, al menos, un marido de buena familia y creyente para vuestra hija?
—No faltarían maridos así —suspiró la anfitriona—, pero mi hija los ha rechazado a todos.
El compañero de Raymond preguntó si no era una lástima empujar a la joven hacia un estado inferior.
—El dinero no es problema —declaró—. Mi tía, doña Adalays, la aceptaría de buena gana sin dote en la casa que tiene en Foix durante un tiempo de probación, si es que la muchacha lo deseara y mi hermano Raymond aprobase mi propuesta.
—¿Qué puedo aprobar yo, el último de los hombres según la carne? —replicó Raymond de Ribeyre, sin levantar los ojos, lo que significaba una llamada al orden para el discípulo.
—¡Ah! Sé muy bien que ella lo desearía fácilmente, monseñor —contestó Arsen—. Sin embargo, como está escrito, hay que preguntarse durante mucho tiempo si uno no marcha al campo con cinco mil hombres contra un ejército de diez mil; antes que exponerse a la vergüenza, más vale enviar emisarios al enemigo. Así lo hizo mi santa madre por mí. Muchas jóvenes confunden su orgullo natural con el deseo de Dios.
—Hablad, Aicart, amigo mío —pidió entonces Raymond, con una voz algo cansada pero vibrante de ternura; se reprochaba el dominarle excesivamente, pero si tenía que hacer caso a Aicart, la casa de su tía Adalays debía de ser tan grande como la ciudad de Foix, tanto ardía el joven en deseos de salvar almas.
«Quién sabe —pensó el diácono—, me hago viejo, tal vez él conozca a los jóvenes mejor que yo…».
Aicart habló de los peligros de un vínculo que corría el riesgo de perder a la vez el cuerpo y el alma, y de causar la perdición de almas jóvenes; un alma todavía nueva se vuelve hacia Dios con más ardor y aprende con mayor docilidad las lecciones del espíritu. Es cruel empujar a una joven al matrimonio contra su deseo.
—¡Ay, monseñor! —dijo lentamente Arsen—, los deseos de las muchachas son como las flores del manzano. ¡No es ese deseo el que hay que sentir por Dios!
Gentiane escuchaba, sentada en las sombras, sobre el suelo, detrás del banco. «¿Por qué tengo que esperar a la vejez para conocer el verdadero júbilo? —pensaba—, ¿De qué me servirá el espíritu de Dios cuando esté ajada, decrépita y mustia?…». Lloraba, porque la belleza celestial del rostro y de las palabras de Raymond le penetraba el corazón, y se decía: «¿Qué no lograría yo, si recibiese el conocimiento del espíritu?».
Aquella misma noche, en su alcoba, cayó a las rodillas de su madre y lloró largo rato, y sollozó y suplicó. La madre también lloraba, en silencio.
—Madre, ¿tan indigna soy de una vida buena?
Sentada sobre su baúl, bajo la lamparilla, Arsen permanecía quieta, con las manos juntas sobre las rodillas, los grandes ojos abiertos y llenos de lágrimas como los de un ciervo de los bosques.
—Yo deseo que seas feliz —murmuró—, con un marido que te ame y hermosos hijos. Sin duda, es un deseo culpable, pero es tan fuerte que mi corazón no puede luchar contra él. Querida mía, tengo miedo por ti de la vida que deseas, creo que te conozco demasiado bien. Si alguna vez entraras en una vía semejante para arrepentirte a continuación, ciertamente más valdría que no hubieses nacido nunca.
—No soy cobarde —dijo Gentiane—; el miedo no me hará renunciar a lo que quiero.
—Gentiane, si no soportas el tiempo de probación y te mandan a casa, ¿no guardarás rencor contra ti misma o bien (lo que es mucho peor) contra Dios y la iglesia?
—Si me mandaran a casa me mataría.
—¿Y puedo yo consentir en exponerte a semejante sufrimiento? —preguntó Arsen, asustada.
—Madre, el sufrimiento ya existe, ¡ya ha llegado! ¿Quién sabe si mañana caerá un rayo sobre nuestra casa? ¡Y yo moriré antes de beber de la fuente de la vida! ¡La muerte no me da miedo, pero no quiero vivir en la ignorancia, como los animales silvestres! ¿En qué seré mejor que los animales, si no tengo lugar alguno en el espíritu?
—Ve, entonces —aceptó la madre, con voz entrecortada—; antes que verte llorar más, me arrancaría el corazón con un cuchillo. Vete, déjanos, mi loca paloma salvaje. El corazón me dice que tu vida no está allí, pero el corazón de una madre está cegado por la piedad y yo no sé nada más de ti. Mañana hablaré con tu padre y con los santos varones. Creo que el señor Aicart hablará en favor de tu causa.
Ricord, según su costumbre, habló poco. No es que tuviera un talante taciturno, sino que su modestia natural le impedía levantar la voz delante de hombres investidos por el espíritu santo, pues él era un pecador. Creía que no correspondía a un hombre hablar de materias que conocía mal, y dejaba a su mujer el cuidado de interpretar su pensamiento. Estaba triste. No pensaba que el momento de separarse de su hija llegaría tan pronto, y de aquella manera.
* * *
Ricord y sus vecinos acompañaron a los dos viajeros hasta Chalabre. Ricord prestó al diácono su único caballo, que él mismo llevó de las riendas: el honor le pertenecía por derecho, como amo de la casa donde se había recibido a los buenos hombres. El compañero de Raymond obtuvo el caballo del señor de Frémiac.
Incluso los viajeros que tenían los caballos disponibles caminaban a pie, para demostrar su respeto a los siervos de Dios. El cortejo avanzaba por el valle. Por el sendero que corría junto al río, unos campesinos acababan de arrojar paja Cresca bajo las patas de los caballos, algunos llegaban a extender sobre el suelo sus capas de lana; no cada día el diácono Raymond visitaba aquellas tierras. Tenía tal reputación que incluso entre los católicos se le consideraba un santo varón.
Al desmontar de los caballos, a la entrada del burgo de Chalabre, los dos hombres tuvieron que bendecir una vez más a todos los fieles, por turno; en su fuero interno, Aicart consideraba que perdían mucho tiempo de esa manera; pues cada uno debía arrodillarse y prosternarse tres veces, según la regla. Raymond de Ribeyre no temía perder tiempo, siempre iba con retraso. A veces, en la reunión más solemne se hacía esperar durante dos horas, pues los fieles se pegaban a él como moscas a un tarro de miel, y era de un talante excesivamente paciente.
—Jamás olvidaré este día, monseñor —dijo Ricord—. Pedid a Dios que me haga digno de servir a la Iglesia.
Con la mano, se aguantaba los cabellos que el viento le despeinaba y echaba por encima de su cabeza; tenía uno de esos semblantes graves que sólo sonríen con la mirada, pero la felicidad que irradiaban sus ojos era sencilla y franca y le rejuvenecía diez años. Ya había olvidado completamente a su hija, sus preocupaciones domésticas; sólo era el hombre que había tenido la suerte de acompañar al diácono y prestarle su caballo.
—Que Dios haga de ti un buen cristiano. Satanás nos prepara profundos padecimientos. Cuídate de sucumbir a la tentación… Ya sabes a qué tentación me refiero.
—Monseñor, que se me seque la mano antes que…
—No hables así —dijo el diácono con una triste sonrisa—. Un día, lo lamentarás.
El baile y los primeros burgueses del lugar acudieron a recibir a los dos hombres de negro y los condujeron a la iglesia, un edificio secularizado hacía mucho tiempo, donde las imágenes de santos habían sido cuidadosamente encaladas y del que se habían retirado las cruces. Allí, Raymond podía predicar sin temor a profanar su ministerio.
La jornada de los dos hombres estuvo muy ocupada: en el burgo había dos enfermos graves que reclamaban el bautismo, y muchos fieles inquietos por el rumor de la guerra y deseosos de oír los consejos del diácono. A éstos, Raymond les contestaba lo mismo que había dicho a Ricord: cuidaos de sucumbir a la tentación. Por la noche, a pesar de los ruegos del baile de Chalabre, Raymond de Ribeyre y su compañero dejaron el burgo.
—Hermanos y amigos, no creáis que es por desprecio o por falta de afecto para con vosotros: el Señor me ha hecho saber que no debo entretenerme aquí. Por el amor de Dios, os lo suplico, no nos acompañéis más de media legua, esta noche no necesitamos ni guías ni guardia.
—Monseñor, si habéis oído hablar de algún traidor, o de algún bandido vendido a los católicos, sabed que en nuestra tierra semejantes gentes nada pueden contra vos.
—Amigos, nunca he temido a ese tipo de gente. El domingo, sin ir más lejos, hablé en una asamblea en la que participaban clérigos y abades; y nunca me apartaría diez pasos de mi camino por miedo a los enemigos de nuestra Iglesia. ¡Que Dios os guarde de creerme desconfiado! Sé que en vuestra tierra se honra dignamente la fe de Cristo desde los tiempos de nuestros antepasados.
Hacía una noche fría. El fuego crepitaba sobre las ramas secas y hacía que el cielo sembrado de estrellas pareciese negro; y del vasto paisaje nocturno que se extendía a los pies de los dos hombres no se veía más que algunos pinos iluminados por la hoguera.
Aicart sabía hacer fuego para todo momento y con todo tipo de madera: a su amo le gustaba dormir al raso; en las casas se ahogaba, nunca tenía bastante aire, ni bastante espacio, necesitaba rezar bajo el cielo abierto. Preferiblemente, en las alturas, lejos de todo lugar habitado.
—¿Os impongo una penitencia demasiado dura, amigo mío? —(Jamás decía «hermano», ni «compañero», siempre «amigo» mío). ¿Una penitencia? Un gracia, más bien. Desde su juventud, Aicart había aprendido a entender el terrible gozo de aquellas noches solitarias, al frío, en silencio… con el cuerpo agotado por el cansancio y el hambre y el sueño combatido; el alma enajenada por el vértigo a los grandes espacios negros poblados de espíritus sin voz y sin forma.
Encendían el fuego; si la sed era demasiado imperiosa bebían un poco de agua de la cantimplora, aunque ello supone una falta a la regla de la que es preciso purificarse de antemano, por medio de oraciones tan largas que a veces uno olvida su sed. Hacía años que Raymond había tomado la costumbre de no manchar sus labios con ninguna bebida ni alimento desde el ocaso hasta la salida del sol. El hambre es la mejor amiga del cuerpo; cuando uno está unido a ella de por vida, ya no teme gran cosa en este mundo.
Compañeros del pan sobresustancial, del agua espiritual, del hábito místico y del fuego celeste, sombras entre los vivos, adultos entre los niños de espíritu…
—Oh, vida eternamente sobresaltada, vida abrasada por los fuegos de Pentecostés, ofrecida de una vez por todas: desde el día en que se recibe la ordenación, ni siquiera en el sueño se cierran los ojos. La noche es luz. De la vida secreta, animal y cálida que todo hombre lleva en sí y que lo separa de los demás, ya nada nos queda. Hombres públicos, expuestos a la mirada de Dios y de los hombres, día y noche.
Raymond rezaba, en pie, con los brazos levantados, apoyado en el tronco de un pino. Podía permanecer así durante horas; era delicado y friolero, pero no sentía el alcance del frío cuando rezaba; le podrían golpear y no notaría el golpe, quemarle con carbón incandescente y no rechistaría. Brutalmente alumbrado por el fuego, su rostro se desprendía tanto de su apariencia carnal que parecía modelado por las llamas… La boca entreabierta, los ojos desmesuradamente dilatados, todos los músculos temblorosos e inmóviles al tiempo, tensos como si fueran a romperse… ¿Cómo soportaba alguien tan frágil ese esfuerzo, que se repetía cada noche? Aquel día, su plegaria era más dolorosa que de costumbre, y más intensa; manaban lágrimas de sus ojos y la frente sudaba hasta tal punto que tenía las cejas empapadas. Aicart, que todavía no había alcanzado el conocimiento de una oración semejante, permanecía clavado en el sitio, sin aliento, sin pensar, tensándose para mantenerse derecho, como si un viento demasiado fuerte le curvase los hombros.
El fuego moría; había que avivarlo con ramitas y hojas secas, luego con ramas cortadas. El hombre, en pie, seguía rezando, con los labios extendidos en una extraña sonrisa, serena como la de un muerto. Sus ojos resplandecían intensamente. «… Maestro, yo moriría por vos, maestro, no puedo soportar veros sufrir. Habladme, maestro, contadme el dolor que tanto os atormenta…». Aicart sabía mejor que nadie lo que había de júbilo oculto en los ojos de Raymond; pero todavía más que por su júbilo le amaba por su dolor, por ese dolor del que él era el único testigo y que era como un secreto entre su maestro y él. Sobre todo en los últimos tiempos. «¿Puede ser que los rumores de guerra turben así a un hombre como él?». Aicart miraba el fuego que se reavivaba con alegría y hacía recorrer llamitas azules y amarillas entre las ramas. Ahora baila, y sube, ha encontrado alimento, crece, se convierte en un estandarte de luz. «La vida —pensaba Aicart—, ésta es la imagen de la vida; una llama alimentada sin cesar, destruyéndose y destruyendo su alimento. Amiga y enemiga: amiga en apariencia de aquéllos que no se comprometen a fondo; acerco la mano y su calor es agradable, la sumerjo y el dolor me traspasa hasta el corazón… "No renegarás de tu fe por temor a la muerte en el fuego, en el agua, ni a ninguna otra muerte." En el tiempo de probación del noviciado, uno piensa en ello con la alegría que la juventud encuentra en el peligro, se pone a prueba en secreto, extendiendo el brazo sobre un ascua en llamas… dolor desmedido, voluptuosidad del orgullo y de los sentidos. Vanidad de la niñez.
»Antes de recibir el bautismo todavía tienes elección. Una vez consolado, te conviertes en un hombre que ya no tiene poder sobre su propia vida, un cuerpo entregado a la regla como ese leño se entrega al fuego. El cuerpo se acostumbra a todo, salvo a la muerte en el fuego tal vez, pero una vez en él es demasiado tarde para retroceder. ¿Quién sabe? Todo puede llegar».
Aicart se decía que las noticias de la cruzada que se preparaba en el norte volvían a algunos católicos ofensivos y arrogantes; empezaban a mostrarse altivos, a jurarle a uno la hoguera por una palabra más alta que otra. ¡Un buen argumento, y digno en efecto de los paganos que son!
Raymond dormía como un cadáver: rígido, exangüe; no se le veía respirar. A veces, Aicart creía que el alma abandonaba realmente a aquel débil despojo para regresar en el momento que deseara volverse a servirse de él. Con toda certeza, si es verdad que las almas bienaventuradas se reencarnan a veces, no para la expiación de los pecados sino por amor hacia los hermanos desposeídos, el alma de Raymond debía de ser de aquéllas: en ocho años de compañerismo, Aicart no había podido encontrar en su maestro ninguna imperfección, sino, en todo caso, su excesiva paciencia con respecto al mal. ¿No trataba el propio Jesús a los fariseos de hipócritas? «¿Acaso soy yo Jesús?», replicaba Raymond.
Por ese motivo, Aicart velaba junto a su maestro hasta el agotamiento de sus fuerzas, y a veces acercaba la mano al brasero para no quedarse dormido. Aparte de él, pensaba que Pedro, Santiago y Juan habían sido hombres bastante pobres (antes de su bautismo con el fuego), pues pudieron dormirse en el monte de los Olivos.
Echado sobre la tierra fría, los brazos cruzados detrás de la cabeza, Aicart contemplaba el perfil del diácono dormido, iluminado por el fulgor rojizo del fuego que moría. Los rizos de sus largos cabellos ensortijados, pegados a la frente y a la mejilla, concedían a aquella cabeza sin edad un aire juvenil, casi gracioso. Una barba de tres días cubría de sombra el mentón y el labio superior, recordando de forma inesperada que el venerable Raymond también era un hombre como los demás, obligado a emplear la navaja. El frío era intenso y el aire puro, en el cielo las estrellas palidecían; Aicart cerró los ojos, repentinamente vencido por el sueño. No había nada que temer, podía contar con Raymond para que le despertara a la hora de la oración matutina; incluso durmiendo sabía qué hora era, como las bestias y los pájaros.
A la salida del sol, Aicart vio, a los pies de la ladera, unos veinte hombres y mujeres de Chalabre, sentados en grupitos en el pinar joven, a varios centenares de pasos del lugar donde los buenos hombres habían pasado la noche. Aquellas gentes debieron de seguirles de lejos y los encontraron gracias al fuego; debieron de velar y rezar allí, sin atreverse a encender un fuego para ellos por miedo a descubrir su presencia…
—Hermano, ¿no iréis a hablarles? ¡Me parece que se lo merecen!
—No lo necesitan —respondió Raymond, despacio—. Venid, pasemos por este bosque para que no sepan qué camino tomamos.
—¿Podéis marcharos sin decir una sola palabra a unas gentes que han dado prueba de una fe semejante?
El semblante del diácono era impasible, casi duro.
—Esta generación busca señales —dijo—. Pongo a Dios por testigo de que no quiero ser una señal para ellos. Lo que tenía que decirles, se lo dije ayer, no he predicado para las paredes. En realidad, si su fe es como vos la creéis, ya no me necesitan.
—Normalmente, mostráis más paciencia con personas que lo merecen menos —observó Aicart.
—Aicart, amigo mío, ¿no estáis diciéndoos acaso: «Soy el compañero de una antorcha de la Iglesia, de un hombre tan glorificado por Dios que sólo le queda hacer que le lleven vivo al cielo en un carro de fuego, como el falso profeta Elías»…? Es así como los esclavos de la bestia honran a sus jefes. No toméis mis palabras por amargura ni burla, pues en verdad os quiero más de lo que he querido nunca a ninguna criatura: por el amor de Dios, no glorifiquéis en vuestro corazón a quienes no merecen que se les glorifique, pues un día lo pagaréis caro.
Aicart caminaba delante, sin decir palabra, apartando con la punta del bastón las ramas bajas que amenazaban con rozar el rostro de su amigo. No se sentía herido, tenía merecido el reproche. Tres meses antes, durante una reunión general de los hermanos de la Iglesia de Cristo, se trató de la creación de una nueva diócesis para la región de Foix; el proyecto se abandonó a causa de la amenaza de la guerra, y también porque los obispos de Tolosa y Carcasona, monseñor Gaulcem y monseñor Bernard, muy ancianos ambos, podían entristecerse con aquella decisión: al fin y al cabo, los fieles de la región de Foix no tenían nada que reprocharles, pero deseaban un obispo propio por motivos de comodidad y de prestigio; decían que en su tierra la verdadera fe se había establecido y honrado antes. En fin, en un momento dado, algunos hermanos, y no los menos, habían pensado en Raymond de Ribeyre, que era originario de Foix y, a pesar de su relativa juventud, célebre por sus virtudes cristianas. Aquel día, Raymond le había dicho a su compañero: «Si deseáis verme obispo, ¿por qué no ibais a desear verme papa? Todavía no os habéis liberado de las apetencias carnales». ¿Y quién sí, a los treinta años? Cuando se vive según la regla, la concupiscencia natural se convierte en ambición o en pasión por la controversia. «… ¡El germen de los fariseos y de los saduceos, amigo mío! —decía Raymond—. Los sacerdotes católicos que llevan una vida impura no son, ni de lejos, los peores».
—«Ay, maestro —respondió entonces Aicart—, es por amor a la Iglesia que desearía yo veros obispo, ¿qué otro hombre serviría a la Iglesia mejor que vos? ¿Acaso viven nuestros obispos en palacios? ¿Visten hábitos dorados? ¿Hacen que milicias armadas recojan sus diezmos?».
—Hermano, ¿por qué os habéis negado a hablar a esas gentes de Chalabre, mientras que en Montgeil acabáis de pasar la noche en casa de un hombre casado, padre de familia y antiguo soldado?
—Su mujer es un alma elegida —dijo Raymond—, La veo destinada a grandes glorias. Pero por muy pecadores que sean los fieles, su hospitalidad es siempre un honor demasiado grande para nosotros. Amigo mío, viene el tiempo en que tendremos que decirles: allá adonde vamos, no podréis seguirnos. ¡Y esta separación será tan dolorosa que hay días que desearía no haber nacido nunca!
—¡Hermano! —exclamó Aicart, trastornado—, ¿hasta ese punto sufrís? ¿Qué tememos? ¿Persecuciones? En todo tiempo las ha habido. ¿Acaso no crece diariamente la fe de los fieles? ¿No honran la Iglesia los príncipes y barones de nuestra tierra? Hemos oído hablar bastante de la guerra, ¡en Carcasona, en Limoux, en Termes y en Lavaur!…, la guerra siempre es mejor que la peste. Si osan hacer esta cruzada contra los cristianos, ¿no desenmascararán a la Ramera de una vez por todas? ¿No habrá llegado el día en que le arranquen las vestiduras por fin, como dicen las Escrituras?
—No me consoléis, no soy ningún niño —dijo Raymond con tierna tristeza—, Aicart, amigo mío, que mi debilidad no sea motivo de escándalo para vos. Solamente los hijos de la Ramera pueden creerse siempre fuertes. Engañados por las mentiras de la carne se toman por criaturas de Dios.
»¿Decís que la desenmascararán? ¡Ay de nosotros, si esperamos sacar provecho del duelo público, y ser los buitres que engordan devorando los cadáveres! ¿También vos intentáis atraer a las almas por el odio de nuestros enemigos, y no por medio del amor a Cristo? ¡Ciertamente, esas almas estarán más perdidas que si permaneciesen bajo el yugo de Babilonia!
—Hermano, esas palabras son duras y amargas —protestó Aicart—, Es justo odiar el mal.
—Aicart, no se nos permite matar a una rata, ¿y habláis de odiar a hombres? Pues quien dice «odio el mal» se engaña profundamente; no ve el mal, sino solamente los hombres a quienes cree malos. Por decir injurias a nuestros hermanos nos llevarán ante el sanedrín, por tratarlos de insensatos nos entregarán a la gehena del fuego. Ya que a nosotros, que hemos aceptado su ley, se nos aplicarán al pie de la letra todas las palabras del Señor. Ese juicio es justo, pero el odio nunca es justo.
—Vuestras palabras son difíciles de comprender —dijo Aicart, con la cabeza baja—. Pedidle a Dios que me ilumine por medio de su santo espíritu, pues mi conocimiento es demasiado imperfecto y no puedo aprobar las palabras que me decís.