Y así termina la historia que me contó el hermano Jeremías.
Durante cinco días seguidos nos estuvimos viendo en aquel jardín paradisíaco del monasterio. Durante cinco días, como los cinco días de la creación que salieron del pincel del florentino, bebí con fruición las palabras que pronunciaban sus labios, en aquella casucha de madera, sin atreverme a hacerle ni una sola pregunta que pudiese interrumpir su discurso. El jardincillo del monasterio, la caseta de madera, pero sobre todo aquel monje barbudo, se me hicieron familiares durante aquellos cinco días; pero también el hermano Jeremías había llegado a confiar en mí. Si en el primer día en que nos vimos aún hablaba tartamudeando y con reservas, su discurso fue haciéndose cada vez más fluido día tras día, sí, hasta parecía como si apresurase y tuviese prisa en acabar su relato, porque temía que pudiésemos ser descubiertos en cualquier momento.
Al sexto día subí como de costumbre por la escalera de piedra que conducía al jardín. Llovía a cántaros, pero la lluvia no desmerecía en nada la belleza del jardincillo. Empapadas en agua, las flores se inclinaban pesadamente hacia la encharcada tierra, y grande fue mi alegría cuando entré al fin en la seca casita de madera. Ese día había tomado la firme resolución de hacer algunas preguntas al hermano Jeremías; pero el hermano Jeremías no se presentó. Y como no sabía qué había podido ocurrir que impidiese venir a Jeremías, me pasé todo el tiempo solo en la cabaña, a solas con mis pensamientos. La lluvia azotaba el tejado de cartón embreado, haciéndolo redoblar como un tambor. ¿Qué podía hacer? ¿Debería ir al monasterio a preguntar por Jeremías? Pero eso sólo hubiese servido para hacer recaer sobre mí las sospechas y perjudicar a Jeremías.
Así que esperé hasta el día siguiente, el séptimo. El sol brillaba de nuevo y de nuevo abrigaba yo nuevas esperanzas, al pensar que había desaparecido el estorbo de la lluvia, pues eso sería lo que le habría impedido venir a visitarme al jardín. Pero el monje tampoco se presentó al séptimo día. Recordé sus palabras, cuando me dijo en cierta ocasión que huiría si pudiera hacerlo; mas, ¿cómo podría haber huido Jeremías con sus piernas paralíticas?
De la capilla del monasterio llegaban hasta mis oídos los cánticos que acompañan a las vísperas. ¿Se encontraría Jeremías entre los frailes cantores? Me quedé esperando hasta que hubo terminado el ritual y luego me dirigí por el camino más corto al edificio del monasterio. Uno de los monjes con los que me tropecé en el largo pasillo, al oír mi pregunta, me indicó cómo ir hasta el despacho del abad. Lo encontré sentado, parapetado detrás de dos puertas, en una gran sala desprovista de muebles, cuyo piso era de tablones de madera ya desgastados por el tiempo y las pisadas, rodeado de antiguos legajos y de una planta de interior que llegaba hasta el techo, un caballero de imponente figura, calvo completamente y con unas gafas sin montura en los cristales.
Dando muchos rodeos, traté de explicar al abad cómo había llegado a conocer al hermano Jeremías; pero antes de que pudiese terminar y sin darme tiempo a que lo hiciera, aquel religioso me interrumpió y me preguntó por qué le contaba todo aquello. La verdad es que no entendía su pregunta. ¿Por qué?, le repliqué, pues porque todo había ocurrido en ese mismo monasterio durante los últimos siete días y porque en ese monasterio se retenía por la fuerza al hermano Jeremías en contra de su voluntad. ¿El hermano Jeremías? En ese monasterio no había ningún fraile que se llamase hermano Jeremías, y ni mucho menos un fraile que tuviese que ir en una silla de ruedas.
Sentí como si me hubiesen dado un mazazo en la cabeza y conjuré al abad para que me dijese la verdad. Sabía perfectamente que a Jeremías se le mantenía apartado del mundo exterior, que se le trataba como si hubiese perdido el juicio, pero también sabía que Jeremías no estaba loco, podía poner mi mano en el fuego.
El abad me miró con los párpados entornados, meneó la cabeza con gesto de compasión y permaneció callado. Pero yo no me di por satisfecho. De algún modo, todo encajaba a la perfección en la terrible historia que me había contado el enigmático monje. Me atrevería a asegurar, le dije, que al hermano Jeremías sólo le habían puesto ese nombre para ocultar su verdadera identidad, pues sospechaba que detrás del hermano Jeremías se ocultaba en realidad el cardenal Joseph Jellinek, prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, y que había sido empujado a la muerte por la curia, pero que había logrado sobrevivir a su intento de suicidio.
Al abad no parecieron impresionarle mis palabras. Finalmente se levantó de su asiento, se dirigió a una estantería y cogió un periódico que estaba guardado entre los libros. Me lo puso sobre el escritorio y sin dirigirme la palabra me señaló un artículo en la primera página. El periódico era del día anterior. En grandes titulares se leía:
LA INSCRIPCIÓN DE LA CAPILLA SIXTINA NO ES MÁS QUE UNA FALSIFICACIÓN
Roma. En lo que respecta a la inscripción que habían descubierto los restauradores en la Capilla Sixtina, se trata de una falsificación. Tal como habíamos informado anteriormente durante la limpieza de los frescos de Miguel Ángel, los restauradores encontraron unos caracteres incoherentes, lo que dio lugar a todo tipo de especulaciones en los círculos del Vaticano y a la convocatoria de un concilio extraordinario. Al parecer, Miguel Ángel habría dejado un mensaje cifrado en la capilla que fue construida durante el pontificado del papa Sixto IV (1475-1480). Tal como dio a conocer el cardenal Joseph Jellinek, director del concilio extraordinario y prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, durante una rueda de prensa celebrada ayer en Roma, esos caracteres inexplicables fueron pintados en la bóveda en el curso de unos trabajos de restauración que se realizaron en el siglo pasado. De ahí que tenga que descartarse por completo cualquier tipo de relación con el pintor Michelangelo Buonarroti. Durante el proceso de restauración han sido borrados esos signos. El catedrático Antonio Pavanetto, director general de la Secretaría general de monumentos, museos y galerías pontificias, fue presentado ante los periodistas como el nuevo director de restauraciones en la Capilla Sixtina.
En una foto podía verse al cardenal durante la rueda de prensa.
Sentí que me asfixiaba. ¿No habría sido simplemente un sueño todo cuanto le había contado?, me preguntó el abad, pues ocurre a veces que se sueñan cosas y luego se cree uno haberlas vivido de verdad. ¡No, no!, grité, me había estado reuniendo durante cinco días seguidos con aquel monje y había escuchado con gran atención sus palabras. Conocía muy bien su rostro, podría describir hasta la más mínima arruga en sus facciones, distinguiría en seguida su voz entre un centenar de voces distintas. Aquello no podía haber sido un sueño. El hermano Jeremías existía realmente, era un hombre paralítico y desvalido, al que todos los días había tenido que traer al jardín del monasterio otro fraile, que le llevaba en su silla de ruedas, ¡Dios mío!, ésta era la verdad.
Pues tendría que estar equivocado, replicó el calvo, ya que si en ese monasterio viviese un monje paralítico, él tendría que saberlo. Y como quiera que un acontecimiento de esa índole no era de su conocimiento, podría darme perfecta cuenta de que me había equivocado, sin lugar a dudas.
Una rabia ciega se apoderó de mí, mezcla de ira y de impotencia, me di cuenta entonces de cómo habría tenido que sentirse el hermano Jeremías y salí de aquel despacho sin despedirme del abad, luego me precipité por el largo pasillo, bajé de dos en dos los escalones de la escalera de piedra que conducía a la planta baja y entré en el jardín por la alta y estrecha puerta. Dos frailes vestidos con ropa de trabajo se encontraban allí, atareados con sendos rastrillos, borrando las huellas que la silla de ruedas había dejado marcadas en el caminillo de arena.
Desde aquel día no he dejado de preguntarme si sería mejor hablar o callar, si debería contar cuanto el monje me confió. Cierto es que un discurso puede ser pecaminoso, pero el silencio también puede ser pecado.
Muchas de las cosas que conciernen a esta historia continúan siendo un misterio para mí, y lo más probable es que jamás lleguen a ser esclarecidas. Hasta ahora no he encontrado ninguna explicación para el hecho de que la A, la letra inicial del nombre de ABULAFIA, que se encuentra estampada en el rollo de pergamino que tiene a sus pies el profeta Jeremías, no haya sido borrada hasta la fecha. Quien tenga ojos para ver, la podrá descubrir en aquel sitio hoy mismo… en cualquier momento.