DESDE EL SÁBADO DE GLORIA A LA PASCUA DE RESURRECCIÓN

Ni siquiera en el viernes santo, con sus representaciones sagradas del martirio y la muerte de Nuestro Señor, pudo el cardenal Jellinek encontrar ni el más mínimo resquicio de paz interior. ¿Hallaría el Libro del silencio? Esa pregunta hacía incluso que se despertase sobresaltado por las noches, robándole el descanso del sueño. ¡Si al menos Stickler tuviese razón! Y tenía que tener razón, pues, en todo caso, ésa era la única explicación plausible: a cambio de la operación de la ruta de los monasterios, los dirigentes de la ODESSA tenían que haber devuelto al Vaticano toda aquella documentación, que habría ido a parar a la riserva, donde se guardaría sin que a ella tuviesen acceso las personas no autorizadas. Y allí habrían permanecido esos documentos, inviolables y olvidados, ya que el archivo secreto era como una tumba para aquellas cosas que no están destinadas al conocimiento del público. Y como quiera que el nombre de Abulafia había sido desterrado del fichero general, ese secreto seguiría siendo un secreto por los siglos de los siglos si el hermano Benno no hubiese informado a Juan Pablo I sobre los estudios que había realizado en Roma. Juan Pablo I tuvo que haber sacado el manuscrito de Abulafia del archivo secreto y haber esbozado después el proyecto de un nuevo concilio ecuménico.

Pero ¿qué podía contener, domine nostrum!, ese Libro del silencio como para que el papa se viese obligado a dar un paso de tan magna trascendencia? Una cosa era evidente: por eso mismo tuvo que morir.

Parecía como si ese escrito misterioso pugnase por salir de las tinieblas, luchando una y otra vez por alcanzar la luz del día. Primero estuvo almacenado en el Oratorio sobre el Aventino, sin que nadie le prestara atención, luego pasó al archivo secreto y ahora se encontraba entre los papeles del legado papal, y en circunstancias normales nunca más hombre alguno le hubiese echado ni un vistazo. ¿Quién podía estar interesado en revisar el legado de un papa? Y sobre todo: ¿quién tenía acceso a esa sección?

Jellinek no estaba dispuesto a esperar hasta el martes, cuando el archivo abriese sus puertas tras las festividades de la Semana Santa; tenía que esclarecer el asunto con absoluta certeza hoy mismo, en el sábado de Gloria. De ahí que hiciese venir al custodio de las llaves, al que informó de que debía realizar algunos estudios de suma importancia, ordenándole que le entregase las llaves y que le dejase solo. Se dirigió entonces directamente a una de las puertas más ocultas del Archivo Vaticano, por la que se entraba a un recinto en el que el cardenal jamás había puesto los pies, y con cada paso que daba iba aumentando su expectación. Aún estuvo titubeando durante unos instantes antes de atreverse a meter la llave en la cerradura. ¿Qué sorpresa le depararía el destino? ¿Qué verdad tan terrible se revelaría ante sus ojos? Con firme resolución, abrió la pesada puerta.

No conocía aquella habitación y tuvo que ir acostumbrándose primero a la oscuridad, pues el recinto estaba sumido en una penumbra que era iluminada a duras penas por la parca claridad que difundían unas lámparas de cristal opalino que colgaban del techo. El cuarto le pareció una tumba. En las estanterías de las paredes había cajas y cofres de metal. Despedía el recinto un olor indefinido, no el aroma típico del papel y del cuero, como en la riserva, sino más bien una pestilencia insípida, propia de los lugares herméticamente cerrados. Ese lugar era un mausoleo, que se utilizaba para guardar los objetos personales de los papas. En cada una de esas cajas mortuorias de latón se conservaban los objetos más íntimos, las pertenencias más personales de los papas, y cada una de ellas llevaba un nombre: León X, Pío XII, Juan XXIII…, formando una larga fila continua. Y allí estaba también el nombre de Juan Pablo I, grabado en una sobria lámina de cobre, no con adornos, como muchos otros, sino sencillo, tal como había sido aquel papa en vida.

Jellinek sacó con todo cuidado la caja —mediría un metro de largo por medio metro de ancho— y la depositó sobre una mesa colocada contra una pared lateral. Luego se quedó contemplando durante un rato aquel recipiente de un color parduzco. En aquel momento, cuando se encontraba tan próximo a la solución del enigma, cuando sólo se tenía que armar de valor para abrir aquella caja, las fuerzas parecían abandonarle. Pero aún mayor era el miedo que experimentaba ante lo desconocido. ¿Qué sorpresa le tendría preparada el destino? ¿Qué verdad oculta se abriría ante él? ¿Tenía acaso derecho a husmear en el legado del papa? Si era la voluntad de Dios Nuestro Señor que ese manuscrito fuese retirado una y otra vez de la circulación para que permaneciese olvidado, ¿era realmente justo que él, Jellinek, lo sacase de nuevo a relucir? ¿Podía hacerse responsable de ese acto? ¿Estaba autorizado acaso a investigar aquí por su cuenta, sin hacérselo saber a nadie? ¿No tendría que comunicárselo a los miembros del concilio?

Todas estas preguntas asaltaban y conmovían al cardenal en esos instantes; entonces rompió el sello con el que estaba precintado el sencillo cierre. En el interior de la caja, cuyo contenido estaba ordenado en montones, había cartas, documentos y actas manuscritas, y allí se encontraba el original de la carta que Miguel Ángel había escrito a su amigo Ascanio Condivi. Las manos del cardenal comenzaron a temblar, pues debajo de aquellos papeles sintió el tacto de un pergamino poroso y desgastado. Al sacarlo, reconoció inmediatamente los garabatos de la escritura hebrea, pálidos y amarillentos por el transcurso de los años, y leyó el título que rezaba: El libro del silencio.

Descifrar aquella caligrafía costaba grandes esfuerzos. Jellinek se entregó con paciencia a la tarea:

Yo, el innombrado, el más humilde de todos, he recibido de mi maestro los conocimientos que abajo expondré, los que mi maestro recibió también de su maestro, y éste, por su parte, también de su maestro, siempre con el encargo de transmitir ese saber a quien tuviese por digno y capaz, para que éste lo transmitiese igualmente a otra persona digna y capaz, con el fin de que esa sabiduría no llegase a perderse por los siglos de los siglos.

El cardenal reconoció en seguida el estilo característico del cabalista Abulafia, y en medio de grandes esfuerzos fue leyendo línea tras línea. Había redactado ese escrito, decía Abulafia, porque dudaba de si podría transmitir oralmente el secreto al verse perseguido por la Inquisición. Pero con el fin de que no llegase a ser olvidado, había decidido componer ese escrito en el que transcribiría las palabras reveladas por su maestro. Pero a todo aquel que fuese ajeno a la cábala le estaba prohibido leer ni una sola línea de ese Libro del silencio, so pena de hacerse merecedor de la maldición del Altísimo.

Esta amenaza no hizo más que avivar la curiosidad del cardenal, y así se puso a leer ávidamente, lo más aprisa que podía, y leyó cuanto allí estaba escrito sobre la transmisión del secreto y sobre la fortaleza de espíritu y la confianza en la fe, pero no llegaba a enterarse, sin embargo, de adonde quería ir a parar el cabalista zaragozano, hasta que se topó con el meollo del escrito, en unos párrafos en los que se decía textualmente:

Me enteré de este secreto en beneficio de la humanidad, para que vuelva a la fe verdadera, alcance el conocimiento total y abjure de toda doctrina falsa. Ese Jesús al que nosotros consideramos un profeta mortal, y en contra de lo que creen aquellos que lo tienen por el hijo de Dios, no resucitó al tercer día de entre los muertos, sino que su cadáver fue robado por gentes adictas a nuestra doctrina, que se lo llevaron a Safed, en las tierras altas de Galilea, donde Simón ben Jeruquim le dio sepultura en su propia tumba. Hicieron aquello con el fin de prevenir la difusión del culto que empezaba a formarse alrededor de la muerte del nazareno. Por supuesto que nadie podía adivinar que aquella acción fuese a desembocar precisamente en todo lo contrario y que los seguidores del profeta utilizarían aquel hecho como pretexto para aseverar que Jesús había subido al cielo en carne y hueso.

Y a continuación se daban los nombres de treinta personas que habían revelado ese secreto a sus respectivos sucesores; y la lista era completa.

A Jellinek se le cayó el manuscrito de las manos, dio un brinco, sintió que se asfixiaba y se desabrochó el botón superior de la sotana.

Luego se dejó caer de nuevo sobre la silla, recogió los pergaminos, se acercó la página a los ojos y leyó el pasaje por segunda vez en voz alta, aunque susurrante, como si quisiera representarse el texto mediante su propia voz, y apenas había terminado, cuando lo leyó en voz bien alta una tercera vez, y también una cuarta, pero ahora a gritos, vociferando como si estuviese poseído por algún demonio. Un horror paralizante se había apoderado de él, la asfixia se le hizo insoportable, ahogándose, se apretó los puños contra el pecho. El manuscrito, al igual que todo cuanto le rodeaba, comenzó a tambalearse. ¡Dios Santo, no podía ser verdad lo que allí estaba escrito! ¿Así que ésa era la verdad que quiso ocultar el papa Nicolás III? ¿Así que ésa era la verdad que habían revelado los cabalistas a Miguel Ángel? ¿Ésa era entonces la verdad que tanto aterró a la Iglesia, hasta el punto de doblegarse ante la coacción de los nazis? ¿Tal era, pues, la verdad que obligó al papa Juan Pablo I a acariciar el proyecto de convocar un concilio ecuménico sobre el tema de la fe?

Y al hacerse estas preguntas, Jellinek dejó caer el manuscrito sobre la mesa, como si en sus manos tuviera un tizón ardiendo. Le temblaban las manos, sintió un tic nervioso en los párpados. El miedo a morir asfixiado le hizo salir corriendo de la habitación, en precipitada huida, sin prestar atención al manuscrito. Acosado por el horror, se precipitó tambaleante por los oscuros y solitarios pasillos, por salas y galerías, arrastrando los pies para no caerse. Hueco y vacío se le antojó de repente el boato que le rodeaba. Sin rumbo fijo, se deslizó por las dependencias vaticanas, en las que no había ni un alma, ya no tenía ojos para los cuadros de un Rafael, de un Tiziano o de un Vasari, había perdido todo sentido del tiempo, sus piernas le conducían de un modo mecánico. Si Jesús, se repetía una y otra vez como idea martilleante en su cerebro, si Jesús no había resucitado, todo cuanto le rodeaba ahora, todo ese lujo y pompa, todo quedaba en tela de juicio. Si Jesús no había resucitado, la Iglesia católica se veía despojada de su principal dogma de fe, y todo cuanto predicaba la Iglesia carecía de sentido, era absurdo, nada más que una ilusión gigantesca, un engaño colosal. Jellinek vio ante sus ojos una escena horripilante: millones y millones de personas, desprovistas de sus esperanzas, perdían todo control, arrojando por la borda sus principios morales. ¿Tenía derecho él, Jellinek, a transmitir esa verdad?

Trepó por la escalera de piedra hasta la torre de los Borgia, dejó atrás la sala de las sibilas y los profetas y entró en la sala del Credo, que recibió ese nombre por los profetas y los apóstoles que están distribuidos por parejas en las lunetas. Entre sus manos sostienen rollos de pergamino con los versículos del credo: san Pedro con Jeremías, san Juan con David, san Andrés con Isaías, san Jacobo con Zacarías… El cardenal Jellinek trató de rezar el credo, pero no le salieron las palabras, por lo que siguió adelante.

En la sala de los santos se detuvo al fin: si ponía de nuevo en su lugar El libro del silencio, si se lo confiaba de nuevo al legado de Juan Pablo I, ese descubrimiento volvería a caer en el olvido, quizá durante algunos siglos, quizá por toda la eternidad. Pero en seguida rechazaba esa idea: ¿concluiría así el problema? La desazón impulsó al cardenal a seguir deambulando. Pensaba en el profeta Jeremías, al que Miguel Ángel había dado las facciones de su propio rostro y que se encontraba allá arriba, con la mirada perdida en el infinito, torturado por sus pensamientos, sumido en la más honda desesperación. Miguel Ángel no había puesto al lado de Jeremías a ningún santo, sino que le había asignado figuras paganas, y lo había hecho con toda intención. ¡Ay, si jamás hubiese abierto la caja con el legado de Juan Pablo I!

Ya se había hecho de noche, la noche del sábado de Gloria. Desde la Capilla Sixtina le llegaban los cánticos del coro ensalzando al Señor. Los oía y tendría que estar participando en aquellas ceremonias, pero no podía. Jellinek siguió errando por aquellas galerías solitarias, mientras escuchaba la música celestial que llegaba a sus oídos desde la Capilla Sixtina.

Mi-se-re-re[89] retumbó en la cabeza del cardenal, voci forzate[90] de claridad celestial, voces de castrados entonadas por tenores de timbre metálico, por bajos de inmensa tristeza, todo sonido reflejaba el alma entera, el amor y el dolor. Nadie que haya escuchado durante el Triduum sacrum[91] las antífonas, los salmos, las lecciones y los responsorios, cuando todos los cirios se apagan, menos uno, en señal de que Jesús se encuentra ahora abandonado por todos, cuando el pontífice, acompañado por la antífona del traditor, se arrodilla ante el altar, envuelto ahora en un silencio sobrecogedor, hasta que suenan tímidamente los primeros versículos y se alza poco a poco el grito agudo de ¡Christus factus est![92], nadie que haya escuchado al menos una vez la música sacra de Gregorio Allegri podrá apartar jamás de su cerebro esos cánticos. Sin los acordes del órgano y sin ningún tipo de acompañamiento instrumental, a capella, desnuda como los cuerpos de Miguel Ángel, esa música nos hace derramar las lágrimas, nos estremece, nos subyuga y nos incita al placer, como la Eva salida del pincel del florentino…, miserere.

De un modo totalmente involuntario fue a parar el cardenal a la Biblioteca Vaticana, al mismo sitio donde todo aquello había empezado.

Abrió una ventana, desesperado por respirar aire fresco. Demasiado tarde advirtió que era la misma ventana de cuyo travesaño se había ahorcado el padre Pio, poniendo fin a sus días. Y mientras aspiraba los aires de la noche y llegaba a sus oídos la música de Allegri como un llanto fúnebre, sufrió un vértigo, sintió los bramidos del mar retumbando en su cabeza y los coros comenzaron a entonar las partes más altas, en la que se ensalza a Nuestro Señor Jesucristo, que ya ha ascendido a los cielos, y Jellinek tomó impulso y se echó hacia adelante, no de un modo muy brusco en realidad, pero sí lo suficiente como para que el peso de su cuerpo se inclinara al vacío, precipitándose por la ventana. Al caer percibió un airecillo fresco, luego le embargó por breves instantes un dulce sentimiento de felicidad, y después ya no sintió nada.

Uno de los centinelas, que había observado la escena, declaró después que el cardenal había lanzado un grito durante su caída. No podía decir con certeza lo que había gritado, pero le había parecido oír algo así como:

—¡Jeremías!