EL JUEVES SANTO

Por la tarde del jueves santo pasó Jellinek por la Sala di Merce para ver cómo iba la partida. Al entrar se encontró inesperadamente con Cascone, quien le dirigió un breve saludo, casi sin hacerle caso, como si estuviese distraído, y que de repente pareció tener mucha prisa por salir del aposento.

En la decimoctava jugada Jellinek había movido su alfil desde e4 a c5, y su adversario había contestado llevando su torre desde e6 a g6. El alfil de las blancas bloqueaba, junto con la dama blanca, la mayoría de los peones que tenían las negras en el ala de la dama. Jellinek se quedó muy asombrado ante esa rápida reacción de su adversario. Era evidente que éste le había tendido una trampa, haciéndole caer en ella, y que ahora trataba descaradamente de darle jaque mate. ¿Iba Jellinek a darse por vencido? De momento no tenía ninguna suerte. El concilio había sido disuelto en contra de su voluntad y tampoco en el ajedrez la ventaja estaba de su parte. Contempló con deleite las piezas artísticamente elaboradas, cuya belleza y perfección artesanal no dejaban nunca de fascinarle. Pues no, no era tan desesperada su posición, veía una salida.

Pronto podría emplear a fondo su mayoría en el ala del rey. Y esto cambiaría fundamentalmente el juego, tenía que cambiarlo, y de ese modo quedaría él en ventaja, y hasta era posible que la maniobra imprudente de su contrincante fuese decisiva en resumidas cuentas a la hora de culminar el juego a su favor. Tomando una pronta resolución, el cardenal movió su torre de e1 a e3. ¿Era acaso realmente monseñor Stickler contra quien estaba jugando? Ese juego precipitado y agresivo no se correspondía en modo alguno con el táctico prudente al que estaba acostumbrado a tener por adversario.

Jellinek rechazó la idea. De momento le asaltaban otros problemas. Se había quedado estancado en su búsqueda del Libro del silencio. Aun cuando ya había hojeado centenares de legajos y había revisado centenares de libros, en la esperanza de encontrar aquella obra dentro de algunas tapas que tuviesen un título distinto, todas sus pesquisas habían resultado hasta la fecha infructuosas.

Al salir de la Sala di Merce le vino al encuentro Stickler. Jellinek no pudo resistir la tentación de decirle al otro en tono malicioso:

—¡No parece que se inclinen las cosas a su favor, hermano en Cristo!

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Stickler.

—¡A usted le toca, monseñor!

—No entiendo nada, señor cardenal. ¿De qué me está hablando?

—De nuestra partida. Puede darse a conocer tranquilamente.

—Lo siento, pero no sé de qué está hablando, eminencia.

—¿No pretenderá decirme que usted no es el misterioso adversario contra el que estoy jugando desde hace muchas semanas?

Jellinek hizo entrar a Stickler por la puerta de la Sala di Merce y le mostró el juego de ajedrez.

—¿Usted cree que yo estaría…? —dijo Stickler—. Pues tengo que desilusionarle, eminencia. Es francamente bello ese juego de ajedrez, pero ¡jamás he jugado con esas piezas!

Jellinek se quedó estupefacto.

—Aparte nosotros dos —prosiguió Stickler—, hay ajedrecistas de gran talla dentro de los muros del Vaticano. Piense, por ejemplo, en Canisius.

—No —contestó Jellinek, sacudiendo la cabeza—. No es ésa su estrategia, sé cómo juega.

—O piense en Frantisek Kolletzki, o en el cardenal secretario de Estado Cascone, un estratega extraordinario pero osado, que se deleita en poner la zancadilla al adversario, al igual que hace en la vida real, si me permite la observación. En el juego de ajedrez no se puede ocultar el verdadero carácter. Todos los que he mencionado son maestros en el juego del ajedrez y tienen muchas oportunidades de pasar por aquí, debido a la cercanía en que se encuentran sus despachos y aposentos.

Jellinek dio un suspiro.

—¿Así que estoy jugando desde hace tiempo contra un adversario al que no conozco?

Stickler se encogió de hombros y Jellinek se quedó meditabundo.

—En realidad —apuntó el cardenal—, no es cosa que me asombre, pues ¿quién conoce en este lugar a su verdadero enemigo?

—Puede fiarse de mí, eminencia —replicó Stickler—, y hasta creo que se fía de mí, pero no confía en mí, ésa es la diferencia. ¿Por qué no confía en mí?

—Confío en usted, monseñor —replicó Jellinek—. Pero éste no es el lugar indicado para sostener una conversación confidencial. ¿Dónde podemos hablar sin que nos molesten?

—Venga usted —dijo Stickler, y juntos se encaminaron hacia la vivienda del ayuda de cámara de su santidad.

Stickler habitaba en un pequeño apartamento en el palacio pontifical. En comparación con el lujo pomposo de las habitaciones privadas del cardenal, la vivienda de Stickler tenía un aspecto extraordinariamente modesto. El oscuro mobiliario era antiguo, pero no valioso. En un rincón del cuarto de estar, donde había alrededor de una mesita un sofá y dos butacas cuya tapicería estaba ya desgastada por el uso, los dos hombres tomaron asiento, y el cardenal Jellinek se puso a contar cómo había recibido la visita de un hermano llamado Benno, que venía de un monasterio en el que los frailes guardaban voto de silencio.

El hermano le había comunicado cosas francamente asombrosas en relación con la inscripción de la Capilla Sixtina, cosas que le quitaban a uno el sueño.

Stickler rogó al cardenal que le hablase un poco más sobre lo que aquel fraile le había revelado.

Jellinek le dijo entonces que el hermano Benno le había hecho entrega de una carta de Miguel Ángel, en realidad una copia, pero en la que se hacía alusión a ciertos documentos que él, Jellinek, no había logrado encontrar todavía. Le expresó entonces sus temores de que sin esos documentos no veía posible poder dilucidar del todo el enigma de la inscripción. ¿Cómo había llegado la copia de la carta a poder de ese hermano?

Benno, contestó Jellinek, había estado en Roma en un viaje de estudios, dedicándose a investigar sobre Miguel Ángel. Debido a una serie de circunstancias, había llegado a su poder el original; pero esa carta autógrafa de Miguel Ángel, en la que hacía esas misteriosas alusiones, la había entregado, al parecer, al papa Juan Pablo I. En este punto de su relato, el cardenal Jellinek preguntó a Stickler si podía acordarse de algún hecho parecido.

Stickler repitió varias veces seguidas el nombre de Benno y dijo que le parecía haber escuchado ese nombre en alguna ocasión. Pues sí, recordaba haber visto una carta antiquísima sobre el escritorio de su santidad. En aquellos días Juan Pablo I había ido con mucha frecuencia al archivo secreto, y él había imaginado que también aquella carta provendría del archivo. Por lo demás, no había otorgado la más mínima importancia a aquella carta. Por lo que pudo deducir en aquel entonces de las palabras de Juan Pablo I —y rogaba al cardenal que considerase esa información como de índole estrictamente confidencial y secreta—, se estaba preparando la celebración de un nuevo concilio. ¿Un concilio? Jellinek no pudo ocultar su espanto. Nunca había oído hablar de que Juan Pablo I hubiese tenido un proyecto de ese tipo.

Y era imposible que hubiese podido oír hablar de ello, apuntó Stickler, pues Juan Pablo I no tuvo tiempo de dar a conocer públicamente sus planes. Aparte Cascone y Canisius, nadie sabía de los proyectos de su santidad, a excepción de su modesta persona, por supuesto, agregó Stickler, en un tono que revelaba un cierto orgullo.

Cascone y Canisius, sin embargo, habían sido enemigos acérrimos de aquel proyecto. Con frecuencia les había oído hablar con su santidad sobre el asunto y recordaba los muchos esfuerzos que hacían por convencer al papa para que renunciase a sus proyectos, advirtiéndole que serían perjudiciales para la Iglesia; hasta habían osado contradecir a Juan Pablo I, y en varias ocasiones se produjeron altercados de carácter violento. A través de las cerradas puertas había podido escuchar con gran frecuencia discursos acalorados y acusaciones mutuas, pero Juan Pablo I se había mantenido firme y había insistido en que tenía que convocar ese concilio. Pero cuando el papa estaba dispuesto a dar a conocer públicamente sus planes, justamente el día anterior al que tenía fijado para hacerlo murió su santidad en circunstancias harto misteriosas, las que ya le serían conocidas a su eminencia, el cardenal.

Jellinek manifestó su extrañeza ante el hecho de que el sucesor no hubiese recogido los proyectos para aquel concilio, pero Stickler le replicó que aquello ya no había sido posible, entre otras cosas porque habían desaparecido todos los documentos y apuntes sobre el caso. De todos modos, él, Stickler, podía afirmar con toda certeza que Juan Pablo I se había ocupado de aquel proyecto incluso en la noche en la que se produjo su muerte. Con el fin de tener las manos libres, pensaba introducir cambios en la curia.

—¿Creía que esos documentos habían sido robados?

—Sí, eso es lo que creía, respondió Stickler. La monja que encontró a Juan Pablo I por la mañana, muerto en su cama, dijo que su santidad sujetaba entre sus manos varios folios de papel. Sin embargo, en la declaración oficial sobre la muerte del papa se afirmaba que Juan Pablo I había fallecido mientras se encontraba leyendo un libro, y a aquella religiosa le fue impuesto el más estricto voto de silencio y fue enviada a un convento situado en un lugar muy apartado. De un modo oficial, él no sabía absolutamente nada de todo aquello, por supuesto; pero, como ayuda de cámara de su santidad, había estado bien informado de todos los actos del papa.

—Me asalta —dijo Jellinek, titubeando un poco— una sospecha tremenda. Con excepción de usted, tan sólo dos personas tenían conocimiento de los planes del papa, precisamente dos enemigos acérrimos de sus planes, dos prelados a los que el papa quería destituir de sus cargos, así que su muerte…, justamente en esos momentos…, los documentos extraviados…, no queda más que una conclusión…, que Cascone y Canisius…, ésos son los que han tenido que…, ¡oh no!, no me atrevo a decir lo que pienso.

—Esa sospecha —apuntó Stickler— es también la que yo tengo, pero carezco de pruebas, y de ahí que sea necesario callar.

Jellinek carraspeó con nerviosismo antes de decir:

—Bellini me habló hace poco de una logia secreta. ¿Ha oído hablar de eso?

—Por supuesto.

—Me explicó que hay también miembros de la curia militando en esa agrupación ilegal. ¿Cree usted que hay alguna relación entre esa logia y las personas que hemos mencionado?

—Estoy seguro de ello. Existe una lista de los miembros de la logia, y ha llegado a mis oídos que los nombres de los dos están incluidos. Lo más probable es que no las tuviesen todas consigo y empezasen a barruntar el peligro cuando usted inició esas averiguaciones, por lo que utilizaron a mediadores para que le trasmitiesen sus amenazas. ¿Quiénes si no iban a utilizar zapatillas y gafas como medio de presión más que aquellos que han tenido que ser los responsables de la desaparición de esos objetos personales?

—Apenas puedo creer todo esto. Tan espantoso es lo que me cuenta. Pero, monseñor, volvamos de nuevo al concilio: ¿cuál era el tema del mismo?

—Se trataba de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

—¿La resurrección de Cristo?… ¿Así que las cartas y los documentos que manejaba Juan Pablo I en aquellos días desaparecieron igualmente el día de la muerte del papa?

—No al principio —respondió Stickler—. Lo recuerdo muy bien, ya que como ayuda de cámara de su santidad, una de mis obligaciones consistía en ordenar el escritorio de Juan Pablo I. Y entre sus papeles encontré algunos legajos antiguos, y también cartas viejísimas, y un manuscrito en hebreo, que apenas se podía descifrar. El papa se había pasado noches enteras inclinado sobre esos documentos, y recuerdo que cuando yo entraba a su despacho, los ocultaba.

—¿De qué manuscrito se trataba, no podría decírmelo?

—Lo siento, eminencia. En aquel entonces no concedí ninguna importancia a esas cosas. No me parecieron importantes, así de simple. Por otra parte, Cascone no hacía más que meter prisa. Todo tenía que hacerse lo más rápidamente posible. Así que recogí las últimas actas con las que había estado trabajando el papa y las metí dentro de su legado.

—¿Y dónde se encuentra el legado papal?

—En el archivo, donde se guardan los legados de todos los papas.

Jellinek se levantó de un salto y exclamó excitado:

—¡Stickler, ésa es la solución! Por eso no encontraba los documentos en el archivo secreto, que era donde tenían que estar y de donde procedían.