Por la mañana del miércoles santo se reunieron los miembros del concilio en sesión extraordinaria. El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone había solicitado con urgencia esa nueva reunión.
Cascone dio comienzo a la asamblea preguntando a los presentes si alguno de ellos podía aportar algo nuevo a las investigaciones. Los congregados dieron una respuesta negativa y apuntaron que era ahora Jellinek quien tendría que resolver el enigma con la ayuda de la página que faltaba en El libro del signo. Sólo cuando se supiese qué era lo que había escrito Abulafia en esa página podrían aventurarse nuevas interpretaciones. ¿Qué motivo había entonces para que el cardenal secretario de Estado convocase ahora ese concilio, a mitad de la Semana Santa?
La Semana Mayor, replicó Cascone, era una fiesta de la paz para la Iglesia, y él se preguntaba si no se debería dejar en paz también ese enojoso asunto, cuanto más que no se había avanzado ni un solo paso desde hacía ya bastante tiempo. La solución ya había sido hallada: Miguel Ángel había pintado el nombre de un cabalista en el techo de la Capilla Sixtina; también se había hablado hasta la saciedad de sus inclinaciones cabalísticas, y él no hacía más que repetir aquí cosas conocidas. Faltaba por saber si al cardenal Jellinek le habrían llegado noticias nuevas.
Jellinek dijo que no, que nada había encontrado que fuese más allá de lo que ya se sabía. Había puesto patas arriba el archivo y la riserva, pero ni en un sitio ni en el otro había aparecido ese escrito que la Inquisición había confiscado a Abulafia, así como tampoco se había podido dar con nuevas referencias a la figura del cabalista hebraico español. Las investigaciones emprendidas en las bibliotecas judías no habían arrojado hasta la fecha ningún resultado concreto y él no había podido encontrar ningún segundo ejemplar de El libro del signo. Ya había perdido las esperanzas de descubrir dentro de los muros del Vaticano algo que pudiese contribuir al esclarecimiento del caso. O bien se habían perdido los documentos con el correr del tiempo o el padre Pio los había destruido antes de su muerte. Esta última posibilidad no podía descartarse, si uno recordaba lo que había escrito el difunto en su última carta. Lo único que había de nuevo era que un fraile, tras haber leído en un periódico una de las noticias sobre el caso, le había entregado una carta de Miguel Ángel en la que éste anunciaba su venganza en el techo de la Capilla Sixtina. Se trataba de un escrito que había sido confiscado en aquel entonces por la Santa Inquisición. Todo lo demás era ya del conocimiento de los honorables miembros del concilio.
Cascone argumentó entonces:
—¡Señor cardenal, todo eso no nos hace avanzar ni un paso! Y no puede hacernos avanzar, porque ya hemos dado con la solución. Movido por la rabia contra el indeseado trabajo y encolerizado por los malos tratos que le infligió el papa, Miguel Ángel dio rienda suelta a su descontento. ¿De qué nos servirían nuevas interpretaciones? El enigma ya ha sido descifrado. ¿Qué más queremos saber sobre un hombre al que la Iglesia no ha considerado digno de mención durante siglos? Y esto lo digo refiriéndome al zaragozano. La búsqueda de las obras de Abulafia no puede servir más que para ocasionar daños. Ya sabemos lo suficiente. Miguel Ángel simpatizaba con la cábala. Y por eso, señores míos, es por lo que les he convocado aquí. Estamos malgastando nuestro tiempo, cada uno de nosotros tiene cosas realmente importantes que hacer.
—¡Pero, señor cardenal secretario de Estado! —gritó Parenti—. ¡Esa solución no me satisface! ¡Y tampoco satisface a la ciencia!
—¡Aquí estamos tratando un asunto eclesiástico —vociferó Cascone, interrumpiendo a Parenti—, no un asunto científico! ¡A nosotros sí nos satisface! Y por esto mismo es por lo que propongo aquí, y exhorto encarecidamente a los presentes para que secunden mi solicitud, que disolvamos este concilio y que sigamos tratando este asunto de specialissimo modo.
—¡Nunca, jamás podré estar de acuerdo con esa propuesta! —gritó Parenti.
—Ya encontraremos una solución para usted, profesor —le espetó Cascone—. ¡La Iglesia nunca olvida y tiene un brazo muy largo! ¡No lo olvide!
También Jellinek se opuso rotundamente; si bien era verdad que no avanzaba nada de momento, tenía la certeza de estar ya tras la pista de una solución.
El cardenal secretario de Estado tenía razón, afirmó Canisius, interviniendo en la discusión, y la mayoría de los presentes hizo gestos de asentimiento. También él era partidario de disolver el concilio. Todas las investigaciones que se hiciesen de ahora en adelante no podrían redundar en provecho alguno, pero sí ocasionar graves perjuicios.
Y de este modo terminó el concilio, cuya disolución fue aprobada por simple mayoría. Jellinek fue destituido ex officio de su cargo; se acordó tratar también en el futuro de specialissimo modo todo cuanto se había discutido en los marcos del concilio. Parenti tendría que presentar en las siguientes semanas una propuesta sobre la declaración, que se publicaría para informar a la opinión pública, y entonces se decidiría lo que habría que hacer con las letras.
Jellinek abandonó la sala en compañía de Bellini.
—No esté tan deprimido, cardenal.
—¡Estoy desilusionado! Cascone fue siempre un adversario de mis investigaciones, desde un principio prefirió cualquier explicación, con tal de que fuese rápida, a los estudios bien fundamentados. ¡Creí que al menos usted se encontraría de mi parte! Había contado con su ayuda. Veo que me he equivocado con usted. ¡Y también con Stickler!
—He de dar la razón a Cascone, tenemos en verdad cosas mucho más importantes de las que ocuparnos. ¿De qué sirve estar hurgando en cosas que ocurrieron hace siglos, cuando el pasado inmediato nos presenta tantos enigmas no aclarados? ¡Bastantes culpas hay que aún no han prescrito!
—Quizá sea así. En algunos momentos pensaba que mis investigaciones no conducían a ninguna parte. Había demasiados rastros que se perdían en la arena. Pero soy una persona que siempre ha llevado hasta el fin su trabajo; no me echo atrás tan fácilmente. De lo contrario no estaría aquí, en este lugar. Y me niego simplemente a renunciar ahora…, cuando lo más probable es que esté al borde de la solución.
—Tenemos que renunciar con harta frecuencia, hermano en Cristo —objetó Bellini—. La vida exige concesiones. ¿Cree usted que a mí siempre me resulta fácil mi trabajo? También yo tengo que hacer muchas veces de tripas corazón. ¿Recuerda nuestra conversación de hace algunas semanas junto con Stickler? Sigo manteniendo lo que le dije entonces.
—Pues tanto más hubiese necesitado de su apoyo contra los miembros del otro bando.
—Como ya le he indicado, hay que saber hacer concesiones para sobrevivir. Y por cierto…, ¿no recibió ninguna otra visita inesperada?
Jellinek denegó con la cabeza antes de contestar:
—Todavía sigo sin saber a qué atenerme en lo que respecta a aquella extraña advertencia. ¿Por qué he tenido que ser precisamente yo quien recibiera ese paquete?
—Entretanto he estado reflexionando sobre ese asunto. Tengo la sospecha de que usted, señor cardenal, ha ido a parar sin darse cuenta entre los engranajes de una organización secreta, debido a que las investigaciones sobre la inscripción de la Capilla Sixtina van mucho más lejos de lo que podía haberse esperado en un principio. Hay círculos que tienen miedo a que se siga investigando.
—¡De ahí, por tanto, ese extraño paquete con las zapatillas y las gafas del papa!
—Así es, exactamente. Para aquellos que no están iniciados en el misterio, el paquete resulta algo incomprensible. Pero para quien haya ido tan lejos en sus averiguaciones como para advertir las razones ocultas, para esa persona el paquete es una amenaza que no puede pasar por alto. ¡Hermano, su vida corre peligro, hasta puede decirse que vive en peligro mortal!
Jellinek, presa de un gran embarazo, se puso a juguetear con los botones púrpuras de su sotana. No era un hombre al que fuese fácil infundirle miedo, pero de repente escuchó los latidos de su corazón y sintió que le faltaba el aire.
—Ya habrá oído hablar —dijo Bellini, siguiendo el hilo de su discurso— de esa logia secreta que lleva el nombre de P2. Pues bien, esa organización está muy lejos de haber sido destruida. El objetivo de sus miembros consiste en acumular poder, influencia y riqueza más allá de las fronteras de Italia. Sus tentáculos se extienden hasta Sudamérica, y sus militantes se encuentran en las esferas más altas de los gobiernos, en los ministerios públicos, en la industria y en la banca. Ya hace tiempo que corre el rumor de que miembros de la curia, sacerdotes, obispos y cardenales, forman parte de esa logia clandestina. En lo que respecta a ciertos cardenales y obispos —agregó Bellini, haciendo una pausa—, estoy completamente seguro. Y dicho sea de paso, también hay una relación estrecha con los círculos más elevados de las altas finanzas. Los negocios monetarios de nuestro administrador financiero episcopal en el Vaticano, y se trata de transacciones monetarias y de proyectos financieros de dimensiones gigantescas, no son siempre cosa exenta de problemas y requieren la mayor discreción posible. Seguramente habrá oído ya la célebre frase de que no hace falta más que entrar en el Vaticano con un maletín lleno de dinero para que queden invalidadas todas las leyes fiscales del mundo terrenal. Cualquier escándalo en la curia o sobre la curia implica un grave peligro para el curso normal de los negocios. Sus investigaciones atraen demasiado la atención sobre lo que ocurre en la Santa Sede.
—¡La simple militancia en una logia ortodoxa es ya para la Iglesia motivo de excomunión!
Bellini se encogió de hombros.
—Al parecer —dijo—, eso es algo que preocupa a muy pocas personas. Esa lacra se ha extendido mucho por el Vaticano en los últimos años. La P2 mantiene un auténtico servicio de espionaje. Reúne expedientes sobre gente importante, trata de descubrir sus partes débiles para aprovecharse de ellas. Se dice que cada uno de sus miembros tiene que confesar, para poder afiliarse, algún secreto que pueda ser utilizado en su contra. Todavía no lleva mucho tiempo en Roma, señor cardenal. ¿No le estarán vigilando también a usted, por casualidad?
—¡La cabina telefónica ante mi casa! —exclamó Jellinek, alzando la voz—. ¡Y Giovanna, esa mujerzuela! ¡Todas esas cosas no son más que triquiñuelas!
—No lo entiendo, hermano.
—Ni falta que hace, cardenal Bellini, ni falta que hace.
De este modo se separaron los dos, y Jellinek reflexionó largo rato sobre lo que el otro le había dicho. Se daba perfecta cuenta del porqué de aquellas llamadas nocturnas frente a su ventana y de las visitas de personajes extraños. Y ahora sabía la razón de esas simpatías que Giovanna mostraba por él; pero aun cuando los favores de esa mujer no se centrasen en su persona, sino que estuviesen destinados a perseguir fines muy distintos, en su interior abrigó la esperanza de que la portera siguiese espiándolo. Y dominado por pensamientos libidinosos, emprendió el camino de su casa.