El cardenal Jellinek recibió al hermano Benno en la sede del Santo Oficio. El cardenal llevaba una sencilla sotana oscura con bordados de púrpura; su rostro denotaba seriedad, y en su frente se advertían dos profundas arrugas que la surcaban a todo lo ancho. Sus cabellos blancos, bajo el rojo bonete, lucían un corte severo, como el de un funcionario consciente de su deber. La boca, por encima de la prominente barbilla hendida en dos mitades, parecía pequeña, con los labios fuertemente apretados. En ese rostro no era posible leer los pensamientos que cruzarían por la cabeza de aquel hombre. Todo el aspecto de aquella figura parapetada tras el enorme y antiguo escritorio tendría que provocar en un visitante indeseado una sensación de veneración sobrecogedora.
—El padre Augustinus me ha hablado de usted —dijo Jellinek, tendiéndole la mano—. Ha de entender la actitud reservada de la curia ante todo este asunto. En primer lugar, se trata de una cuestión muy delicada, y en segundo lugar, hay centenares de personas que creen poder contribuir en algo para la solución de este caso. Al principio escuchábamos todos los argumentos que nos presentasen, pero ni uno solo sirvió para acercarnos en lo más mínimo a la solución. De ahí nuestras reservas, como podrá entender.
El hermano Benno hizo un gesto de asentimiento. En actitud hierática se mantenía sobre su asiento ante el cardenal. Al rato, sin pestañear siquiera, se puso a hablar:
—Llevo un peso en mi alma, que amenaza con triturarme desde hace muchos años. Creí poder vivir con mi saber en un monasterio apartado. Creí ser tan fuerte, que no necesitaría revelar jamás ese saber a ningún cristiano, ya que, una vez que lo hubiese revelado, ese secreto acarrearía desdichas siempre nuevas. Pero entonces me enteré del hallazgo en la Capilla Sixtina y de las investigaciones que se estaban realizando, y me dije: quizá puedas contribuir a poner coto al daño si explicas la amenaza de Miguel Ángel a la persona adecuada. Traté de hablar con el papa, no para dármelas de importante, sino debido a la transcendencia de lo que tengo que comunicar.
—El papa —le interrumpió Jellinek— no se ocupa de ese asunto. De ahí que tenga que conformarse conmigo. Yo dirijo ex officio el concilio que ha sido expresamente convocado con ese fin. Dígame una cosa, hermano, ¿pretende afirmar con toda seriedad que conoce el significado del nombre de Abulafia, tal como lo dejó en mensaje cifrado el florentino Miguel Ángel en su gigantesca representación pictórica del techo de la Capilla Sixtina?
El hermano Benno se quedó titubeante, sin saber qué responder. En esos instantes le cruzaron por la mente miles de cosas, evocó su vida entera, que tan trágica le parecía; y al fin contestó:
—Sí.
Jellinek se levantó del asiento, salió de detrás del escritorio, se acercó al hermano Benno, se quedó de pie ante el hombre sedente, inclinándose sobre su cabeza, y le dijo en voz baja, en tono que era casi amenazante:
—¡Repita lo que ha dicho, hermano en Cristo!
—¡Sí —replicó el hermano Benno—, conozco los nexos causales, y eso se debe a una razón concreta!
—¡Cuente usted, hermano, cuente usted!
Y entonces el hermano Benno se puso a contar al cardenal toda su vida, tal como ya había hecho con el padre Augustinus, le habló de su infancia en un hogar de la alta burguesía acomodada, de sus padecimientos de la vista, que ya le habían hecho sufrir en sus años mozos, obligándole a llevar gafas de gruesos cristales, lo que le condenaba a llevar la vida de un marginado, por lo que su única satisfacción fue la de lograr las notas más altas en la escuela. Sí, había sido un hijo de mamá, tras la muerte prematura del padre, y fue por deseo de la madre por lo que dedicó su vida al arte. De este modo fue a parar a Roma, para realizar investigaciones sobre Miguel Ángel, y pronto dio con la biblioteca del Oratorio sobre el Aventino, en la que se conservaban ciertos escritos del legado del florentino. Entre toda aquella documentación descubrió una carta de Miguel Ángel, dirigida a su amigo Condivi, en la que el artista hacía referencia al Libro del signo de Abulafia. Él mismo no le había otorgado ninguna importancia al principio, pero la alusión al cabalista había despertado su curiosidad, y por eso se puso a buscar algún ejemplar de El libro del signo, que al fin encontró en la biblioteca del Oratorio. ¿Acaso el cardenal lo conocía?
—Por supuesto —respondió Jellinek—, pero…, no advierto qué relación puede haber entre ese libro y la inscripción de la Capilla Sixtina.
—Pero ¿ha leído El libro del signo?
—Sí —respondió el cardenal, titubeando.
—¿Completo?
—Con excepción de la última página, hermano.
—¡Pero si es de ésa de la que se trata! ¿Por qué pasó por alto la última página?
—Faltaba en esa edición. ¡Alguien la había arrancado!
El hermano Benno miró al cardenal fijamente a los ojos.
—Eminencia, en esa página se oculta, como creo, la clave de todo el misterio, o al menos una alusión importante al problema. Encierra una verdad amarga para la Iglesia.
—¡Pero hable de una vez! ¿Qué se dice en esa página?
—Abulafia escribe que por mediación de su maestro se ha enterado de una verdad sobrecogedora, que afecta al dogma y a la Iglesia, y dice también que había expuesto la documentación sobre el caso en su obra El libro del silencio. Fue precisamente ese Libro del silencio el escrito que quiso entregar Abulafia al papa Nicolás III, pero por medios desconocidos, los espías de la Inquisición dieron a conocer al papa el contenido de esa obra antes de que pudiera producirse el encuentro entre los dos. El papa Nicolás III consideró tan peligroso el texto de ese escrito, que hizo todo cuanto estaba a su alcance para apoderarse del documento. Sin embargo, antes de que pudiese detener a Abulafia ante las puertas de la ciudad y arrebatarle el escrito, el papa Nicolás III murió. De todos modos, Abulafia fue apresado y conducido al Oratorio sobre el Aventino, donde le confiscaron la obra y donde se conserva hasta nuestros días. Durante la prisión de Abulafia, le amenazaron para que no volviese a mencionar en toda su vida lo que se revelaba en aquella obra. Esto es lo que escribe el cabalista, y en El libro del signo se queja de que la curia romana está integrada por personas que anteponen su poder personal a todas las cosas de este mundo. En su obra se dan las pruebas de una verdad que conmovería los cimientos de la Iglesia, que cambiaría los principios sagrados y trastocaría la imagen terrenal de la Iglesia, sí, hasta haría necesaria una reforma del dogma; de ahí que la Iglesia lo enterrase en el silencio. La Iglesia se negó a estudiar sus pruebas y ocultó aquella tremenda verdad, envolviéndolo en el silencio eterno, acallándola para siempre; pero no por un sentimiento de responsabilidad ante la creencia y los creyentes, sino por ansias de poder. La Iglesia, escribe Abulafia, es un coloso con los pies de barro. Y la prueba de ello se encontraría en su Libro del silencio.
—¿Encontró usted El libro del silencio?
—Sí, lo encontré junto con la documentación sobre Miguel Ángel. Es evidente que nadie concedió jamás particular importancia a ese escrito.
El cardenal alzó la voz, acalorado:
—¡Hermano en Cristo, no hace más que insinuar cosas de índole terrible! ¿No me quiere revelar de una vez lo que se dice en ese Libro del silencio?
—Señor cardenal, el Libro del silencio es un manuscrito redactado en hebreo. Ya sabe lo difícil que resulta descifrar esa escritura. Yo no llegué más que hasta la mitad de la obra, pero lo que descubrí en esa primera parte fue ya lo suficientemente terrible como para que perdiese la paz del alma. Abulafia cuenta lo que le había transmitido su maestro, a saber, que las Sagradas Escrituras no son correctas y que el Evangelio de san Lucas parte de premisas falsas. Abulafia afirma lo siguiente: Lucas miente…
—¡Lucas miente! —exclamó el cardenal, interrumpiéndole—. Eso es algo que también hemos discutido. Pero ¿por qué Lucas? ¿Qué hay de tan particular en san Lucas?
—Durante todos estos años —respondió el hermano Benno con mucho tacto, como si no se atreviese a asesorar en cuestiones del Evangelio a todo un cardenal, y guardián por añadidura de la doctrina de la fe— me he estado ocupando mucho de ese asunto. Ya sabe, eminencia, que los primeros evangelistas coinciden bastante en lo que respecta a los hechos de Jesús. En este punto dependen todos de san Marcos, quien describe la vida terrenal del Redentor. Pero esa relación termina en el momento en que se excava la tumba; la última parte, la de la resurrección y la ascensión de Cristo, fue añadida posteriormente y fue redactada en una época en que ya estaban escritos los demás Evangelios.
—Pensáis entonces que san Lucas…
—Sí, san Lucas fue precisamente el primero en describir el fenómeno de la resurrección. ¿Y no recuerda ahora que fue también uno de los discípulos de san Pablo, el hombre que escribe en la epístola primera a los corintios, ya antes de san Marcos, antes de los Evangelios, de un modo reservado y como si lo supiese de oídas, de segunda mano, su confesión de fe sobre el Cristo resucitado?
—Conozco esos pasajes —respondió el cardenal Jellinek, sonriéndose ante sus propios recuerdos, pero al momento se hicieron más hondas las arrugas de su frente—. «Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras…» Esas palabras siempre han significado mucho para mí.
—Es la misma epístola —prosiguió el hermano Benno— en la que se dice más adelante: «Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana nuestra fe. Seremos falsos testigos de Dios, porque contra Dios testificamos que ha resucitado a Cristo, a quien no resucitó si en verdad los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, ni Cristo resucitó, vana es vuestra fe, aún estáis en pecado. Incluso los que murieron en Cristo perecieron. Si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres.» Y un poco más adelante: «Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados.» ¿Cuántas veces no me habré preguntado por qué esa legión de eruditos que se dedica a analizar el Antiguo Testamento, en su búsqueda tras el significado de los frescos de Miguel Ángel, no emplea mejor sus fuerzas leyendo el Nuevo?
—¿Se refiere a la relación que ahí se establece entre el antiguo Adán y el nuevo, representado en la figura de Cristo?
—Yo fui historiador del arte… y lo sigo siendo, en la medida en que eso no se puede olvidar. He estudiado a fondo los frescos de la Capilla Sixtina. Y siempre he buscado una explicación para el hecho de que el florentino coloque al comienzo de su obra la embriaguez de Noé y el diluvio universal; siempre me he preguntado por qué prosigue con ese pecado apocalíptico, con el que se destruye la creación del mundo, que para él dura sólo cinco días, y termina con ese espantoso Juicio Final, en el que un Dios iracundo, terrible creación de sí mismo, arroja a los hombres de nuevo en las profundidades del averno. Ante eso, ¿qué otra cosa más podríamos hacer que no fuese seguir el ejemplo de Noé, tal como dice el mismo apóstol san Pablo al afirmar que «si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos»?
—¿Consiste entonces en eso el secreto de la Capilla Sixtina? ¿En que Miguel Ángel, su creador, niega la resurrección de Cristo y con ello la resurrección de la carne?
El cardenal Jellinek se había levantado de nuevo. Sentía vértigo y mareos, y esto no sólo le ocurría porque se había dado cuenta de repente de que esa interpretación encajaba a la perfección en el conjunto del enigma, al igual que explicaba muchas cosas que le habían resultado hasta entonces inexplicables. Nada de extraño tenía que el florentino temiese tanto a la muerte. Pues si Cristo no había resucitado, como el primero entre los muertos, entonces tampoco quedaba esperanza alguna para aquellos que nacieron después de él. En ese caso los cimientos de la Santa Madre Iglesia no únicamente estaban amenazados por la erosión en alguna que otra parte, sino que todo el inmenso edificio había sido erigido sobre unas peligrosas arenas movedizas…
—¡Herejía! —gritó el cardenal Joseph Jellinek, prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, corporación que en tiempos no muy remotos había ostentado el nombre de Santa Inquisición—. ¡Herejía! —vociferó, dando un fuerte puñetazo sobre la mesa—. Pero la Iglesia ya ha sobrevivido a otras falsas doctrinas. Maniqueístas, arrianistas, la secta impía de los cátaros. ¿Quién los recuerda hoy en día?
—Pero, eminencia —apuntó el hermano Benno con voz ronca por la emoción—, Abraham Abulafia no afirmó que él creyese que Nuestro Señor Jesucristo no había resucitado al tercer día. Aquel hombre tenía la prueba de lo que afirmaba, y esa prueba se encuentra en El libro del silencio.
—¿Y en qué consiste esa prueba?
—No pude llegar tan lejos —confesó el hermano Benno—. En mitad de mi trabajo fui llamado a filas, y las SS, ante cuyos miembros había dado una conferencia precisamente el día anterior, me impidieron el acceso a la biblioteca.
—Nunca había oído hablar de ese Libro del silencio —dijo Jellinek.
—Y sin embargo, Miguel Ángel tuvo que haber conocido ambas obras, tanto El libro del signo como El libro del silencio. Estaba al tanto del curso entero de la vida de Abraham Abulafia.
El hermano Benno se sacó entonces un papel de uno de los bolsillos de su hábito y añadió:
—Miguel Ángel hace referencia en esta carta a Abulafia, y aquí se encuentra también la clave para entender la inscripción en la Capilla Sixtina.
—¡Tráigala aquí, hermano! ¿Qué clase de carta es ésa?
—Durante mis investigaciones en la biblioteca me llevé esa carta para copiarla y después ya no me fue posible ponerla de nuevo en su sitio, una vez llamado a filas. Durante todos estos años he guardado este escrito como oro en paño.
—¡Démela!
—Pero lo que ahora tiene en sus manos no es más que mi copia. La carta original se la entregué al papa Juan Pablo I, en cierta ocasión en que me martirizaba en demasía mi conciencia. Como puede ver, soy ya un anciano, y no quería morir llevándome ese secreto a la tumba. Juan Pablo I me recibió de buen agrado, y yo se lo conté todo a él, al igual que se lo estoy contando a usted. El papa se quedó muy afectado, muchísimo diría yo. Le dejé la carta y volví a mi monasterio. Mi misión estaba cumplida.
—¡Pero esa carta jamás llegó a conocimiento de la curia!
—No sé si esa carta de Miguel Ángel pondría en movimiento ciertas cosas, pero Juan Pablo I tuvo que reaccionar, no me cabe la menor duda, pues sólo él pudo haber sido quien envió a un hombre al Oratorio sobre el Aventino. El abad Odilo me contó que un enviado del Vaticano se había presentado hacía muchos años en el Oratorio preguntando por la documentación sobre Miguel Ángel. El abad ya no podía acordarse de aquello con exactitud, no sabía cuándo había sido; pero ante mis insistencias, me comunicó que habría sido después del cónclave en el que fue elegido papa Juan Pablo I, es decir, aproximadamente por la misma época en que yo me presenté ante el papa. Pero Juan Pablo I sufrió una muerte prematura, y no sé si inició averiguaciones o si otros las iniciaron por él. En todo caso, las noticias que leí en estos días en los periódicos me hicieron comprender que tenía que venir de nuevo aquí.
—Pues sí —asintió Jellinek—, ha hecho muy bien en venir, es una suerte tenerlo aquí.
Y el cardenal leyó entonces la carta, escrita en letra menuda y con una caligrafía plagada de arabescos:
Mi querido Ascanio:
Me haces una pregunta y voy a contestártela como sigue: puedes tener la certeza absoluta de que desde el momento de mi nacimiento hasta el mismo día de hoy jamás se me ha pasado por la mente el hacer algo que pudiese estar en contra de la Santa Madre Iglesia, ni en lo que respecta a pequeñeces ni tampoco en lo que atañe a cosas de mayor envergadura. En aras de la fe me he echado sobre las espaldas una pesada carga, sin escatimar penalidades ni trabajos, desde que dejé Florencia y vine a Roma, y puedo asegurarte que he soportado más de lo que puede soportar el común de los cristianos, y todo para amenizar la vida de los papas y quitarles el aburrimiento. Los escultores cumplen con su deber, luchan con las piedras, arrancándoles las formas que se presentan ante el artista en su mundo visual imaginario, y esto es algo que se logra o no se logra. Nada más puedo decir al respecto. Los pintores, por el contrario, y tú lo sabes mejor que nadie, se distinguen por ciertas originalidades, particularmente aquí, en Italia, donde se pinta mejor que en cualquier parte del mundo. La pintura de los Países Bajos se considera por regla general como más piadosa que la italiana, porque esa pintura arranca lágrimas de los ojos a los hombres que la contemplan, mientras que la nuestra los deja fríos. Los holandeses tratan de seducir la vista, representando objetos amorosos y agradables, cosas que llaman la atención por su aspecto, pero que, en verdad, nada tienen en sí mismas de arte auténtico. Censuro sobre todo a ese tipo de pintura la tendencia a acumular en un solo cuadro una gran cantidad de cosas, de las cuales con frecuencia una sola de ellas podría llenar por sí sola toda una obra de arte. Siempre he pintado del modo en que lo hago y no tengo por qué avergonzarme de ello, y esto lo digo sobre todo con relación a los frescos de la Capilla Sixtina, que los pinté inspirado en el espíritu de la antigua Grecia, pues nuestro arte es el arte de los griegos antiguos. Tendrás que darme la razón en esto, aun cuando el arte no sea privativo de ningún país en concreto, ya que es un don que nos viene del cielo. No tengo por qué avergonzarme de los frescos de la Capilla Sixtina, pese a que los señores cardenales despotrican en su contra y condenan como obra del demonio la libertad desenfrenada con la que ha osado mi intelecto abordar esa representación pictórica, cuya única meta final no era más que la conjunción de todos los sentimientos piadosos. Me echan en cara haber pintado a los ángeles sin su esplendor celestial, y a los santos sin el más mínimo indicio de pudor terrenal; es más, hasta me critican el haber utilizado como tema la violación de la castidad, convirtiéndola en todo un espectáculo. En su afán por condenarme, papas y cardenales llegaron en su ceguera a pasar por alto lo más importante, precisamente aquello que introduje subrepticiamente en la trama de los frescos de la bóveda. Tú habrás de saberlo, querido Ascanio, pero para ti lo guardarás mientras yo viva, pues serían capaces de dilapidarme vivo si les dijese la verdad. A ninguna de esas personas, que tanto se escandalizan con la desnudez de mis figuras, se le ha ocurrido hasta ahora fijarse en la gran dedicación a la lectura de que hacen gala mis sibilas y mis profetas, vestidos de un modo tan austero; nadie ha advertido el hecho de que todos esos personajes andan muy atareados con sus libros y sus rollos de pergamino, y es así que ya había creído que tendría que llevarme mi secreto a la tumba, hasta que tú, querido Ascanio, descubriste esas ocho letras y me preguntaste por su significado. Aquí tienes mi respuesta: esas ocho letras representan mi venganza. Tú, al igual que yo, simpatizas con la cábala y conoces a uno de sus más grandes representantes, a Abraham Abulafia. Y para todos aquellos que están iniciados en los misterios cabalísticos he colocado allá arriba signos de inmensa trascendencia. Pues Abulafia tenía conocimiento de una verdad que podría hacer temblar los cimientos de la Iglesia. Fue un hombre honrado, de integridad a toda prueba, al igual que Savonarola; ambos fueron acosados como perros por los papas y fueron perseguidos por herejes, pues la Iglesia no es lo que la Iglesia debería ser. Toda verdad que pueda representar un peligro para la Iglesia es reprimida, ocultada.
Así le pasó a Abulafia, así también le ocurrió a Savonarola. Savonarola fue condenado a la hoguera, lo quemaron vivo. A Abulafia le robaron sus escritos. De esto me he enterado por mis amigos. En contra de toda razón humana, se mantuvo en secreto todo cuanto Abulafia pudo comprobar. Los papas se comportan como los amos del mundo, y la Iglesia en nada ha cambiado desde los tiempos de Abulafia. Ya sabes cómo me han tratado a mí. Pero allá arriba, en el techo, he estampado mi venganza, yo, Michelangelo Buonarroti. Vendrán nuevos papas, y cuando las miradas de los papas se alcen hacia el techo de la Capilla Sixtina y se fijen en el honrado profeta Jeremías, el más honrado de todos los honrados, advertirán entonces su honda preocupación y su silencio desesperado. Y es que Jeremías conoce la verdad. Y se darán cuenta entonces de la alusión que he hecho yo, Michelangelo Buonarroti, dejándola visible para todos e invisible también, al mismo tiempo. Pues en el rollo de pergamino que está a los pies de Jeremías se puede leer: «Lucas miente.» Y algún día se dará cuenta el mundo de lo que quise decir.
MICHELANGELO BUONARROTI en Roma
Jellinek permaneció callado. El hermano Benno se quedó contemplando al cardenal. Entre los dos se hizo un largo silencio.
—¡Una venganza diabólica! —exclamó al fin el cardenal Jellinek—. Una auténtica venganza diabólica por parte del florentino. Pero ¿qué es lo que dice ese Abulafia, de qué habla? ¿Hay alguna prueba? ¿O se trata de una conjura antiquísima contra la Iglesia y contra el mundo entero?
—¡Esa sola idea me atormenta desde entonces, señor cardenal!
—¡Paparruchas de herejes! Pero… ¿dónde se encuentran los volúmenes con los que usted trabajó entonces, dónde está el legado de Miguel Ángel, dónde El libro del silencio?
—Aparte esta única carta, todo lo dejé en la biblioteca del Oratorio. Allí he estado buscando, pero no encontré ni un solo documento, y los bibliotecarios no podían recordar haber visto jamás un volumen sobre Miguel Ángel o alguno de los documentos que integraban su legado. El mismo abad Odilo pudo recordar que incluso aquel delegado del Vaticano, con el que habló años atrás, no encontró nada y tuvo que irse con las manos vacías.
—¡Qué extraño! ¿Por qué habrán desaparecido esos escritos? Y ante todo, ¿adónde habrán ido a parar?
El cardenal se quedó reflexionando. ¿Acaso no había encontrado él en el archivo secreto cartas y documentos de Miguel Ángel? ¿No se había preguntado entonces por qué se guardaban aquellas epístolas en la riserva? Quizá se tratase de aquel legado de Miguel Ángel con el que había estado trabajando en otros tiempos el hermano Benno, aun cuando, pensó, poniéndose a dudar de nuevo, nunca había visto esa carta de Miguel Ángel cuya copia tenía ahora en sus manos, así como tampoco había visto El libro del silencio.
Jellinek pidió al hermano Benno que hiciese un esfuerzo por recordar cuáles eran los documentos y las cartas que había en el legado de Miguel Ángel.
El hermano Benno le respondió que aquello había sucedido hacía mucho tiempo, pero que si mal no recordaba, aquel legado contenía unas dos docenas de cartas, cartas a Miguel Ángel y cartas de Miguel Ángel, lo que ya era en sí bastante extraño, pues ¿quién guarda sus propias cartas? No obstante, entre la correspondencia mencionada había además algunas otras cartas dirigidas a Condivi, así como cartas al papa, cartas a su padre en Florencia y también, por supuesto, cartas a Vittoria Colonna, su amor platónico.
Cuando el cardenal Joseph Jellinek llegó esa misma tarde al palazzo Chigi, tenía todo el aspecto de un hombre derrotado. Incluso Giovanna, que le salió al encuentro en el rellano superior de la escalera, incluso aquella mujer no pudo despertar en él interés alguno.
—Buona sera, signora[88] —dijo el cardenal, con aire distraído, mientras cerraba la puerta a sus espaldas.
Una vez solo en su biblioteca, leyó por enésima vez la carta de Miguel Ángel. El contenido de la misma amenazaba con aplastarlo. A lo mejor Jesucristo Nuestro Señor no había resucitado. No lo podía entender, así que se puso a recapitular: ahí estaba la inscripción de puño y letra del propio Miguel Ángel y ahí estaba también esa extraña representación pictórica de índole programática en la bóveda de la Capilla Sixtina; tenía la copia de una carta de Miguel Ángel, cuyo original había sido entregado al papa Juan Pablo I, pero que ahora se encontraba extraviado; ahí estaba El libro del signo de Abulafia, encuadernado en tapas que no eran las suyas y donde faltaba la página más importante de todas; y existía también un legado de Miguel Ángel, que por razones desconocidas se guardaba en el archivo secreto; y finalmente, tenía que haber también una obra titulada El libro del silencio, cuyo texto completo nadie conocía y que ni siquiera se encontraba en el archivo secreto.
El cardenal no lograba aclararse entre todos aquellos elementos; su agudo intelecto, tan penetrante por lo común, se negaba a sacar de todo eso las conclusiones correspondientes. Y una duda le asaltaba: de todo cuanto se había enterado hasta entonces, ¿podía en verdad informar de todo ello ante el concilio de los cardenales, los obispos y los monseñores? No, ni podía ni debía. Demasiado grande era el peligro que implicaban esas circunstancias. Y por eso decidió el cardenal Jellinek empezar primero con el padre Augustinus y discutir con él ese asunto.