El lunes siguiente al quinto domingo de cuaresma se reunieron de nuevo los miembros del concilio. Sobre la gran mesa ovalada de sesiones reposaba El libro del signo, bajo la cubierta que llevaba por título El libro de Jeremías.
Tras inaugurar la sesión y después de haber invocado al Espíritu Santo, los eminentísimos y reverendísimos señores cardenales y obispos, los ilustrísimos monseñores y los frailes, todos a una acosaron a preguntas al cardenal Joseph Jellinek, pues querían saber dónde había sido encontrado el ejemplar de El libro del signo, y el cardenal informó que en el archivo secreto le había llamado la atención un libro que no tenía por qué estar en ese lugar, ya que no era de índole confidencial ni pesaba sobre él prohibición alguna: El libro de Jeremías.
Pero al examinarlo de cerca se pudo comprobar, sin embargo, que del llamado Libro de Jeremías no había más que la cubierta y algunas pocas páginas y que en ese volumen se ocultaba una obra que había salido de la pluma del cabalista Abraham Abulafia.
Intervención del cardenal Giuseppe Bellini:
—¿De ese Abulafia que se encuentra inmortalizado en la bóveda de la Capilla Sixtina?
—Precisamente del Abulafia que mandó quemar vivo su santidad el papa Nicolás III.
—¡Pues entonces no se ha extraviado la obra!
Todos los presentes se pusieron a hablar a la vez, pegando gritos, en medio de una gran confusión, mientras Pio Luigi Zalba, de los siervos de María, se santiguaba repetidas veces como si en ello le fuera la vida.
Jellinek contempló a su auditorio con gesto de desesperación.
—¿Cómo he de explicárselo a ustedes? —dijo con cierta turbación—. Tal como se puede apreciar, la página fundamental de ese libro ha desaparecido, falta, ha sido arrancada.
Entonces el cardenal Bellini perdió los estribos y se puso a vociferar, afirmando que todo eso le parecía un vulgar truco de cartas, que algunos miembros del concilio tendrían que conocer ya desde hace tiempo la solución de aquel misterio y que incluso en el caso de que esa solución fuese terrible e incompatible con la fe y no hubiese más remedio que ocultarla ante los ojos de los fieles, los miembros de ese concilio sí tenían el derecho a enterarse de las razones ocultas de ese funesto asunto.
Y a continuación, el cardenal Jellinek, acalorado:
—Si usted, hermano en Cristo, pretende insinuar con eso que yo he podido arrancar esa página, rechazo enérgicamente esa acusación. Como prefecto de este concilio, nada deseo más que el esclarecimiento de este asunto. ¿Y qué interés podría tener yo, por cierto, en ocultar la verdad?
El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone exhortó a Bellini a la temperancia y expuso sus dudas acerca de si la página que faltaba en El libro del signo tendría en verdad tanta relevancia y sería la clave para la solución del problema.
—¿No nos mostró acaso el padre Augustinus —insistió Cascone— en la última reunión un pergamino en el que se decía que al judío Abulafia le había sido confiscado un libelo, señor cardenal? ¿No es mucho más probable que el misterio de Miguel Ángel esté relacionado con ese escrito?
El cardenal Frantisek Kolletzki, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Educación Católica, objetó entonces:
—Pero un libro como ese del místico judío no se publicaba únicamente una sola vez. Para un hombre como el padre Augustinus no tendría que resultar difícil conseguir otro ejemplar de alguna otra biblioteca.
—Hasta ahora —replicó Augustinus— todos los pasos que hemos dado en esa dirección han sido infructuosos. En ninguna parte se encuentra archivada una obra que se titule El libro del signo.
—¡Porque se trata de un libro judío, a fin de cuentas! ¡Tendríamos que pedir información a bibliotecas judías!
Haciendo caso omiso de esa discusión, el cardenal Joseph Jellinek se puso en pie, se sacó una carta del bolsillo de la sotana, la levantó en alto y dijo:
—En el lugar donde faltaba esa página en El libro del signo he encontrado esta carta. Ha sido escrita por una persona a la que todos conocíamos muy bien, por el padre Pio Segoni, ¡que Dios se apiade de su pobre alma!
De repente se hizo el silencio. Todos se quedaron mirando fijamente la cuartilla que sostenía en su mano el cardenal. Jellinek la leyó despacio, deteniéndose entre cada palabra, dando a conocer así la advertencia del fraile benedictino, que exhortaba a suspender en ese punto las averiguaciones, antes de que fuese demasiado tarde.
—¡El padre Pio lo sabía todo, lo sabía todo! —exclamó el cardenal Bellini con voz apagada—. ¡Dios mío!
Jellinek hizo circular la carta y cada uno de los presentes leyó el escrito sin mover siquiera los labios.
—¿No nos quiere explicar de una vez lo que está escrito en ese Libro del signo —inquirió el cardenal secretario de Estado—, al menos hasta esa parte que ha desaparecido de un modo tan misterioso?
El cardenal Jellinek aclaró que se trataba fundamentalmente de una exposición sobre la epistemología cabalística y que ésta no tenía la más mínima importancia ni para la Santa Madre Iglesia ni para el caso que estaban tratando. Pero que, al final de la obra, Abulafia hablaba de su maestro, el cual le había transmitido todos sus conocimientos tras haberle sometido a tres pruebas, que logró superar. Y entre el bagaje de ese saber se encontraban también ciertas cosas que afectaban al papa y a la Iglesia, y todo esto culminaba en la declaración de que el evangelista san Lucas mentía.
—¿Que san Lucas mentía? —exclamó Kolletzki, golpeando en la mesa con la palma de la mano.
—Eso es lo que afirma Abulafia —le espetó Jellinek.
—¿Y hay más datos, alguna pista? —insistió Kolletzki.
—Sí —replicó el cardenal Jellinek—, en la página siguiente. Y es ésa la página que falta.
Un silencio prolongado se extendió por el concilio. Finalmente pidió la palabra el cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone:
—¿Quién nos dice en realidad que en la página que falta tenga que encontrarse la aclaración, hermano en Cristo? Y aun cuando esto fuese así, ¿quién nos dice que la alusión de Miguel Ángel se refiere a Abulafia? Me parece que hemos caído en la trampa de una de las jugarretas del florentino.
—A fin de cuentas —intervino el padre Augustinus—, esa jugarreta, como usted ha tenido a bien llamarla, eminencia, fue para el padre Pio lo suficientemente importante como para que se quitase la vida.
Al finalizar las discusiones, los eminentísimos señores cardenales y obispos, los ilustrísimos monseñores y los reverendísimos frailes acordaron suspender las deliberaciones del concilio hasta que se encontrase alguna copia de El libro del signo.
A altas horas de la noche se reunían Cascone y Canisius en la secretaría cardenalicia de Estado.
—Lo sabía —dijo Cascone—, y tú dudabas de que esa ridícula inscripción pudiese llegar a ser peligrosa. Las investigaciones siempre fueron funestas para la curia. ¡Piensa en Juan Pablo I!
Canisius contrajo el rostro en una mueca de dolor, como si tal fuera lo que le provocaba la simple mención de ese nombre.
—Si Juan Pablo I —insistió de nuevo el cardenal secretario de Estado— no se hubiese puesto de repente a husmear en actas secretas, metiendo su nariz en lo que no le importaba, todavía podría seguir con vida en el día de hoy. Si se hubiese celebrado realmente aquel concilio que quedó desierto, las consecuencias hubiesen sido inimaginables. Juan Pablo I hubiese hundido a la Iglesia en una crisis de fe. ¡Oh, no, inimaginables!
Canisius hizo un gesto de asentimiento. Se cruzó las manos a la espalda y se puso a dar vueltas de un lado a otro por delante de Cascone, que se había apoltronado en una butaca de estilo barroco, tapizada en terciopelo rojo.
—Ya solamente el propio tema del concilio —dijo Canisius— hubiese tenido efectos devastadores para la Iglesia. ¡Un concilio sobre un dogma de fe fundamental! ¡Suerte tuvimos en que sus proyectos no se diesen a conocer oficialmente!
—¡Sí, una suerte inmensa! —corroboró Cascone, haciéndose repetidas veces la señal de la cruz mientras se inclinaba en leve reverencia.
De repente Canisius se detuvo en seco, apuntando:
—Ese concilio sobre el asunto de la Capilla Sixtina ha de terminar lo antes posible, pues la situación se parece ya bastante a la que tuvimos entonces con Juan Pablo I. Por doquier andan todos metiendo sus narices en lo que no les importa. ¡Ese Jellinek no me hace ninguna gracia, y mucho menos me gusta ese padre Augustinus!
—Si hubiese podido sospechar siquiera —dijo Cascone— todo lo que arrastraría consigo esa inscripción, puedes tener la certeza de que hubiese mandado raspar esas letras.
—¡No tendría que haber permitido jamás que volviese ese Augustinus!
Cascone, acalorado, elevó el tono de voz:
—Lo despedí cuando me enteré de que andaba recopilando documentos sobre todos los papas que gobernaron sólo por poco tiempo, incluyendo también la documentación sobre Juan Pablo I. Pero entonces se nos metió por en medio el suicidio de Pio Segoni…, tuve que hacerle volver. Al manifestar claramente mis antipatías por esa persona, no hubiese logrado más que hacerme sospechoso.
—En la situación actual —replicó Canisius— no veo más que una posibilidad: tendrías que disolver el concilio, ex officio. El concilio ya ha cumplido con su misión. Miguel Ángel pretendería vengarse de la Iglesia al escribir el nombre de un hereje en la bóveda de la Capilla Sixtina. Esa explicación ha de ser más que suficiente. Ni la Iglesia ni la curia sufrirán daño alguno.
El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone prometió hacer lo que el otro le pedía.