El cardenal Jellinek leía la carta por enésima vez:
Eminencia, los escándalos relacionados con el hallazgo en la Capilla Sixtina me mueven a comunicarle que quizá pudiese indicarle alguna pista sobre el particular. Haga el favor de llamarme por teléfono.
ANTONIO ADELMAN director general
¿Qué querría el banquero de él? ¿En qué podría consistir a esas alturas su contribución a la solución del problema? Y sin embargo, dada la situación en que se encontraba, el cardenal tenía que agarrarse aunque fuese a un clavo ardiendo. Le asaltaba la impresión de estar dando vueltas como un asno alrededor de una noria. A veces creía estar de pie ante una espesa cortina de niebla, ya muy cerca de una meta que no alcanzaba a ver. Quizá se empecinase en no dar con la solución, pues sentía que estaba siguiéndole la pista, pero que no avanzaba ni un solo paso. ¿Y ese libro que había encontrado en el archivo? Todo ese asunto era en verdad fascinante, pero ¿qué tenía todo eso que ver con Miguel Ángel?
Jellinek llamó a su secretario y le ordenó que le trajese el automóvil; quería viajar a los montes Albanos. Quizá no hiciese más que perder el tiempo. Pero la esperanza se nutre de la paciencia. Volvió entonces el secretario y dijo al cardenal que no debería abandonar la sede del Santo Oficio por la puerta principal, ya que una jauría de periodistas tenía bloqueada la entrada. A raíz de eso, el cardenal hizo que le llevasen el Fiat azul hasta la puerta trasera, precaución que resultó inútil, como advertiría cuando ya era demasiado tarde: cuando el cardenal salió a la calle, se vio rodeado inmediatamente por dos docenas de reporteros, que lo acosaron a preguntas, gritando desaforadamente y acercándole al rostro un montón de micrófonos.
—¿Por qué el Vaticano no da ninguna declaración sobre el hallazgo?
—¿Cuándo se podrán tomar fotografías de la inscripción?
—¿Se oculta algún código secreto detrás de esa inscripción?
—¿Qué movió a Miguel Ángel a poner ahí ese escrito?
—¿Fue Miguel Ángel un adversario de la Iglesia?
—¿Qué está ocurriendo con los frescos?
—¿Continúan los trabajos de restauración?
El cardenal trató de abrirse paso entre aquella horda enardecida, replicó que nada tenía que declarar al respecto, que no podía hacer ningún comentario, que para todas esas preguntas era competente la oficina de prensa del Vaticano. No sin grandes esfuerzos logró el secretario hacer entrar a Jellinek en el automóvil, cerrarle la portezuela y salir disparado con el coche. Y desde su asiento todavía pudo escuchar Jellinek los gritos de los que iban corriendo detrás del vehículo:
—¡Lo descubriremos todo!
—¡Nada nos podrá ocultar, eminencia!
—¡Ni siquiera de specialissimo modo!
Se habían citado para la tarde en la ciudad de Nemi. Esa localidad pintoresca se encuentra enclavada en los montes Albanos, dominando el lago del mismo nombre, y el local que habían elegido como centro de reunión se llamaba El Espejo de Diana. En uno de los tranquilos saloncitos de la primera planta, en donde se conservaban en un armario con puertas de cristal los álbumes de los visitantes, bellamente encuadernados en cuero —hasta el mismo Johann Wolfgang von Goethe había estampado allí su firma para la posteridad—, se reunieron por primera vez en sus vidas el cardenal y el banquero. Sólo se conocían de nombre.
Antonio Adelman, director general de la Banca Unione de Roma, era un hombre de unos sesenta años, de cabello prematuramente encanecido, con un rostro de finas fracciones y una mirada despierta que denotaba inteligencia.
—Se habrá asombrado, con toda seguridad —comenzó a decir el banquero inmediatamente—, de que le haya solicitado este encuentro, eminencia, pero desde que oí hablar del problema que a usted le ocupa, no hago más que reflexionar sobre el asunto y no dejo de preguntarme si, con lo que sé, no podría darle quizá la pieza de un mosaico que le sirviera para dilucidar el enigma.
Un camarero, que llevaba puesto un largo delantal blanco, les sirvió vino de Nemi en altas garrafas.
—Se encuentra con un oyente atento —replicó Jellinek—, pese a que…, o mejor dicho: precisamente porque ya le había estado dando vueltas al tipo de indicación que podría esperar justamente de su parte. ¡Soy todo oídos!
—Eminencia —comenzó a decir el banquero con grandes circunloquios—, por si no lo había sabido hasta ahora, he de decirle que soy judío y que la historia que tengo que contarle se refiere única y exclusivamente a ese hecho.
—¿Y qué tiene eso que ver con Miguel Ángel, señor mío?
—Pues sí, es una historia larga y confusa. Tendré que remontarme muy atrás.
Los dos hombres alzaron sus copas para brindar y bebieron cada uno a la salud del otro.
—Sabrá, eminencia, que después de la caída de Mussolini y de la firma del tratado de alto el fuego con los Aliados, los alemanes ocuparon Roma en septiembre de mil novecientos cuarenta y tres. Al mismo tiempo desembarcaban los norteamericanos al sur del país, en las cercanías de Salerno, y en Roma cundía el pánico sobre lo que podría pasar, sobre todo entre los ocho mil judíos que vivían en la ciudad. Era yo en aquel entonces un hombre joven y estaba de aprendiz en el banco de mi padre. Mis padres temieron que los judíos romanos pudiesen correr la misma suerte de sus correligionarios de Praga, por lo que mi padre se dijo que si lográbamos sobrevivir a los primeros tres días, tendríamos alguna posibilidad de salvarnos. Por la noche de aquel diez de septiembre… jamás olvidaré aquella fecha… abandonamos en sigilo nuestra casa, mi padre, mi madre y yo, y nos dirigimos al garaje de un amigo de mi padre, que no era judío, y allí nos escondimos en una vieja furgoneta que se utilizaba para el reparto de mercancías. Por las noches escuchábamos con ansiedad cualquier paso, cualquier sonido, siempre con el miedo a ser descubiertos. A los tres días me aventuré a salir por primera vez de nuestro escondite, impulsado por el hambre, y me enteré de que los nazis estaban dispuestos a dejar en paz a los judíos a cambio de una tonelada de oro.
—He oído hablar de eso —apuntó Jellinek—. Al parecer no lograron reunir nada más que la mitad y trataron de pedir prestada al papa la otra mitad.
—No fue nada fácil juntar tanto oro, pues la mayoría de los judíos ricos ya habían huido. Uno de nuestros correligionarios se dirigió a un amigo suyo, que era abad del Oratorio sobre el Aventino, y le pidió que obtuviese del Vaticano el oro que faltaba. El papa dio su consentimiento para que se nos entregase el oro en calidad de préstamo. El veintiocho de septiembre nos dirigimos en varios automóviles privados a la central de la Gestapo en la Via Tasso y entregamos el oro. Después de haber cumplido con aquella exigencia, los judíos romanos bajaron la guardia, creyéndose a salvo. Pero fue un error. Hubo allanamientos de moradas, los nazis robaron los tesoros de nuestra sinagoga, y al hacerlo cayó también en sus manos el único fichero que había con las direcciones de los integrantes de la comunidad judía. Pocos días después, sería a eso de las dos de la madrugada, escuché fuertes golpes en la puerta de la casa. Nuestro vecino nos dijo en voz baja: «¡Vienen los alemanes en camiones!» Huimos de nuevo al garaje que ya nos había servido una vez de escondite. Dos días permanecimos allí, y al tercer día abandonó mi padre el refugio, pues quería sacar un par de cosas importantes de nuestra casa. Mi padre no regresó jamás. Luego me enteré de que al día siguiente había partido de la estación de Tiburtina un tren con mil judíos en dirección a Alemania.
El cardenal Jellinek guardó silencio, visiblemente afectado por lo que había oído.
—Roma —prosiguió Adelman— es una ciudad enorme, con una gran confusión de callejuelas, plagada de ocultos rincones, así que la mayoría de los miembros de nuestra comunidad pudo ocultarse por doquier en iglesias y conventos, algunos hasta encontraron refugio en el Vaticano. Yo mismo sobreviví, junto con mi madre, en el Oratorio sobre el Aventino. Eminencia, ahora se preguntará, naturalmente: ¿pero qué tiene todo esto que ver con la misteriosa inscripción en la bóveda de la Capilla Sixtina? Sin embargo, esta historia no carece de cierta ironía: precisamente en aquel Oratorio, que durante el dominio nazi nos ofreció refugio a nosotros, los judíos, precisamente allí, una vez que todo aquel infierno había pasado, encontraron también asilo los antiguos miembros de las SS. Pero de esto me vine a enterar mucho después. La organización de los antiguos miembros de las SS, de la ODESSA, utilizó el Oratorio sobre el Aventino como cabeza de puente para la emigración de sus afiliados.
—¡Eso no lo creo! —exclamó el cardenal Jellinek—. No puedo creerlo, francamente.
—Ya sé que el asunto parece descabellado, señor cardenal, pero fue así como ocurrieron las cosas. La operación se llevó a cabo con el consentimiento de las más altas instancias, hasta le era conocida al Vaticano.
—¿Pero sabe realmente lo que está diciendo? —preguntó Jellinek, acalorado—. ¿Pretende afirmar en serio que la Iglesia católica, con conocimiento del papa, ayudó a los criminales nazis a huir al extranjero?
—No de motu propio, eminencia, no por voluntad libre y espontánea… y con esto abordo el tema: cundió en aquel entonces el rumor de que los nazis tenían entre manos algo muy importante contra la Iglesia, algo de consecuencias tan devastadoras que a la Iglesia no le quedaba más solución que doblegarse ante las exigencias de ODESSA.
Y en relación con esa murmuración se barajaba también el nombre de Miguel Ángel. Se trataba, al parecer, tal era al menos lo que se escuchaba, de un asunto que estaba relacionado con Miguel Ángel.
El cardenal se quedó mirando fijamente la copa de vino que tenía ante sí sobre la mesa. Parecía estar petrificado. Durante algunos momentos callaron los dos, luego empezó a hablar Jellinek, y sus palabras no eran más que un murmullo balbuceante y a duras penas inteligibles:
—Si le he entendido bien…, eso significaría…, pero es que no me lo puedo ni imaginar…, ¡Dios mío!, en el caso de que tenga usted razón, eso significaría que los nazis utilizaron a Miguel Ángel. ¡Por los clavos de Cristo, si Miguel Ángel hace ya cuatrocientos años que murió! ¿Cómo puede haber servido Miguel Ángel de causa para una coacción? ¿Qué daños podría haber causado a la Iglesia?
—Eso es precisamente lo que puede significar —replicó Adelman, prosiguiendo su discurso—. Tiene que entender una cosa, eminencia, en aquel entonces, cuando oí hablar del caso, todo aquel asunto había sucedido hacía ya veinte años, y por muy asombrosa que me pareciera aquella historia, la verdad es que no volví a preocuparme de ella. Yo había querido terminar de una vez por todas con el pasado, le había puesto punto final. Tampoco deseaba que se me recordara aquella época funesta; pero ahora, cuando me he enterado de lo de esa inscripción de Miguel Ángel, me volvió a la memoria una historia que me contó muchos años después el anciano abad del Oratorio, y pensé que quizá podría serle de alguna ayuda. Y esto ha de entenderlo como algo que no es completamente desinteresado por mi parte. Soy banquero y hago negocios con la banca vaticana, no hay nada que desee más que una solución rápida a ese problema; los negocios bancarios requieren serenidad, ya que las épocas de inquietud son siempre malas para el comercio financiero… y espero que entienda lo que quiero decir.
—Lo entiendo —contestó Jellinek, sumido en sus propios pensamientos—, las épocas de inquietud no son buenas para el comercio.
Después de esa conversación, el cardenal Jellinek ya no era capaz de pensar con claridad. Los dos hombres se despidieron. El cardenal se dejó caer en el asiento de atrás de su Fiat de color azul oscuro.
—¡A casa! —dijo al conductor, con el que no estaba dispuesto a intercambiar ni una sola palabra más.
Estaba oscureciendo, y la ciudad eterna, que se alzaba ante él al fondo de la ancha explanada, comenzaba a brillar con sus miles de luces. Jellinek miró a través del parabrisas hacia la lejanía. Pensaba en la advertencia del padre Pio de suspender las pesquisas a tiempo, pero inmediatamente se sintió enfurecido por su propia cobardía y apretó los puños hasta hacerse daño en las manos. Tenía que dilucidar ese misterio. Quería dilucidarlo.
En esos mismos momentos se encontraba sentado el padre Augustinus, con los codos apoyados en una de las mesas del Archivo Vaticano e inclinado sobre el extraño libro de Jeremías, en el que se ocultaba El libro del signo de Abulafia. Observó la signatura y sacudió la cabeza, meditabundo. La signatura era de fecha mucho más reciente que el libro, el cual no tendría que haber entrado en el archivo hasta finalizada la segunda guerra mundial. ¿Pero a cuento de qué había ido a para al archivo? Augustinus leyó con esfuerzo la letra diminuta de la traducción al latín:
El más insignificante de todos, yo, el desconocido, he profundizado en mi corazón, buscando los caminos de la expansión intelectual, y he descubierto así tres tipos de conocimiento progresivo: el público, el filosófico y el cabalístico. El camino público, el conocido de todos, es el que siguen los ascetas, que utilizan todo tipo posible de artimañas para expulsar de sus almas las imágenes del mundo que nos es familiar. Cuando una imagen proveniente del mundo espiritual incide en sus almas, aumentan de tal modo sus facultades imaginativas, que son capaces de profetizar, y se sumen entonces en un estado de trance. El tipo de conocimiento filosófico se basa en la adquisición de conocimientos provenientes de las ciencias, los que son incluidos por analogía en las ciencias naturales y finalmente en la teología, con el fin de delimitar un centro cognoscitivo. De ese modo llega el estudioso al conocimiento de que determinadas cosas están imbuidas de profecía, y cree entonces que son la consecuencia de la ampliación y la profundización de la razón humana. Pero en realidad son las letras las que, imbuidas del pensamiento y de su fantasía, influyen sobre él, determinando sus movimientos. Pero si me planteo la trascendental pregunta de por qué pronunciamos letras, y las movemos, y tratamos de lograr ciertos efectos con ellas, la respuesta radica entonces en el tercer camino, que consiste en provocar la espiritualización, y quisiera informar aquí de las cosas que he descubierto en ese campo.
El padre Augustinus leía con avidez. Sus ojos seguían, página tras página, las líneas impresas en caja diminuta, que tan difíciles eran de descifrar, y mientras leía se iba olvidando completamente del motivo por el cual se hallaba investigando.
Pongo a Dios por testigo de que antes tuve que fortalecer mi alma en el ejercicio de la fe judía y en los conocimientos que adquirí con el estudio de la Torá y del Talmud. Pero aquello que me enseñaron mis maestros por la senda de la filosofía no me bastó, hasta que me encontré con un hombre favorecido por la gracia de Dios, con una persona que venía de las filas de los sabios, con un cabalista que poseía el saber antiquísimo del pasado, que es excelso y terrible al mismo tiempo, según las creencias que tenga cada cual. Me enseñó los métodos de las permutaciones y las combinaciones de las letras, así como la doctrina mística de la numerología, y me ordenó no apartarme de esas enseñanzas y profundizar en ellas. Y en cierta ocasión me mostró libros compuestos íntegramente por combinaciones incomprensibles de letras y por números mágicos, obras que sólo podía entender el iniciado y que jamás serán comprendidas por el mortal común, porque tampoco han sido escritas para él. Poco después se arrepintió de lo que había hecho, lamentó haber empleado ese medio de persuasión para hacerme conocer los estados superiores del éxtasis, se llamó loco y tonto y trató de alejarse de mí; no obstante, atraído por sus mil y un secretos, lo perseguí de día y de noche y comprobé que en mí se producían fenómenos raros y asombrosos. Como un perro dormí en el umbral de su puerta, hasta que se apiadó de mí y mantuvo conmigo una conversación profunda, en el curso de la cual me enteré de que eran necesarias tres pruebas antes de que él iluminado pudiese comunicarme todo su saber. Las pruebas —me dijo en tono amenazante— exigían un silencio absoluto, pues eran como someterse a la prueba del fuego, y sobre las mismas quiero callar. Pero no pienso callar sobre aquellas cosas que afectan al papa y a su Iglesia, y me he propuesto sacar a relucir cuanto sé y proclamar que Lucas, el evangelista, miente; si con intenciones mezquinas o por falta de conocimientos, eso ya es algo que no puedo decir. Pero declaro aquí expressis verbis[87] que…
Augustinus pasó la hoja, pero faltaba la continuación, es más, el bibliotecario comprobó que la página siguiente había sido arrancada del libro. Augustinus pasó hoja tras hoja, en la esperanza de encontrar la página que faltaba, pero al llegar a la guarda final tuvo que reconocer que alguien se habría apoderado en alguna ocasión del libro, arrancándole el verdadero secreto.
El padre Augustinus se pasó la mano por los ojos y la frente, como si quisiera enjugarse el cansancio del rostro. Luego se levantó y se puso a pasear de un lado a otro delante de su pupitre. Sus pisadas retumbaban en los vacíos aposentos del archivo. Con las manos ocultas en las mangas de su hábito, tal como suelen hacer los monjes, se puso a recapitular lo leído, de lo que muchas cosas le resultaban incomprensibles, y reflexionó largo rato sobre la parte en la que se afirmaba que Lucas, el evangelista, mentía. ¿Qué querría decir Abulafia con esto?
Lucas había sido uno de los primeros cristianos gentiles, uno de los colaboradores del apóstol san Pablo, cuyos hechos inmortalizaría más tarde en sus Hechos de los Apóstoles. No escribió el primero de los evangelios, pues el primero fue, como se había logrado saber entretanto, Marcos, cuya redacción sería compuesta probablemente por el año sesenta después de Cristo y que sirvió de fuente tanto a Lucas como a Mateo, mientras que el último de los evangelios, el de Juan, apenas coincide en el tiempo con los otros. Aún cuando de un modo distinto, en todos los evangelios se cuenta la misma historia de la vida y la muerte de Jesús y de la aparición del Señor resucitado. ¿A qué se refería entonces Abulafia cuando llamaba mentiroso precisamente a Lucas? En ese punto se quedó estancado el padre Augustinus en sus reflexiones.
Para poder acercarse más a la solución, el padre Augustinus sólo veía una posibilidad: encontrar un segundo Libro del signo, del que nadie hubiese arrancado esa hoja. ¿Pero dónde podía encontrar un segundo libro? La tirada de los libros era tan pequeña en aquellos tiempos, que con frecuencia no se conservaba más que un solo ejemplar. A esto se añadía que un libro cabalístico como aquél no encontraría cabida así como así en una biblioteca eclesiástica.
Por la mañana del día siguiente se reunieron el cardenal Jellinek y el padre Augustinus. Pero mientras que el cardenal no decía nada nuevo al oratoriano, Jellinek se quedó mudo de asombro al enterarse de que faltaba la página decisiva. Pero lo que ambos no alcanzaban a entender era la relación oculta que podría haber entre todas esas cosas.
—A veces creo —opinó Jellinek— que estamos muy cerca de solucionar el enigma de Miguel Ángel, pero al momento siguiente empiezo ya a dudar de si daremos jamás con la pista de esa maldición.