El mundo parecía haber quedado detenido en la biblioteca del Oratorio; apenas había allí algo que se hubiese transformado con el tiempo, y el hermano Benno estaba completamente seguro de que tampoco en el futuro nada cambiaría. El hermano Benno desplegaba una actividad febril, buscaba signaturas en el fichero, consultaba libros y tomaba apuntes; finalmente se dirigió con aire decidido a una de las estanterías y se detuvo en seco, contemplándola con perplejidad.
—¡Hermano en Cristo! —gritó a uno de los bibliotecarios, haciéndole señas para que se acercara—. Aquí, en esta parte advierto que algo ha cambiado. Parece ser que alguien ha emplazado aquí una sección nueva.
—No, que yo sepa —replicó el aludido—, en todo caso no puedo recordar que se haya cambiado algo en esta biblioteca, y ya llevo más de diez años en este lugar.
—Hermano —dijo Benno, sonriéndose—, aquí he trabajado hace cuarenta años, y en esta parte estaban en aquel entonces los volúmenes relativos a la obra de Miguel Ángel. Había documentos muy interesantes.
—¿Libros sobre Miguel Ángel?
Y al hacer esta pregunta, el religioso llamó a otro de los bibliotecarios, y éste llamó a un tercero, y al final se reunieron los tres frailes ante la estantería, contemplando con desconcierto las tablas en las que no había más que sermonarios del siglo XVIII. Uno de los bibliotecarios sacó un libro, lo abrió por la página de la portada y leyó el interminable título: Theologia Moralis Universa ad mentem praecipuorum Theologorum et Canonistarum per Casus Practicos expósita a Reverendissimo ac Amplissimo D. Leonardo Jansen, Ordinis Praemonstratensis[86]. Pues no, dijo, jamás había visto en esos estantes ninguna documentación sobre Miguel Ángel.
Durante la cena en el refectorio se encontraba sentado el huésped a la diestra del abad, tal como se estila en los conventos, y Odilo le preguntó si avanzaba en su trabajo y si ya había encontrado lo que buscaba.
Respondió el hermano Benno que había logrado orientarse perfectamente, pero que, pese a que conservaba aún con toda claridad en la memoria la distribución de la biblioteca del monasterio, precisamente lo que andaba buscando no se encontraba ya en su lugar, y más aún, al parecer lo que le interesaba se habría extraviado.
Las palabras del huésped parecieron despertar la curiosidad en el abad. Haciendo una ligera reverencia, dijo que era para él un honor poder prestar algún servicio al investigador, pero que también le interesaría saber, de todas formas, qué era lo que estaba buscando en realidad.
El hermano Benno contestó que en la época de su primera estancia en Roma había realizado algunos estudios en torno a algunos problemas secundarios que se presentaban en los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina y que en ese monasterio se conservaban documentos muy importantes sobre los años en los que Miguel Ángel estuvo trabajando en aquellas pinturas.
El abad hizo un gesto de asombro y manifestó su admiración por el hecho de que esa documentación pudiese estar guardada precisamente en ese Oratorio sobre el Aventino.
El hermano Benno le comunicó entonces que la explicación del caso era simple y evidente: Ascanio Condivi, discípulo y amigo de confianza de Miguel Ángel, quiso ocultar una gran cantidad de documentos y cartas de su maestro para que no fuesen a parar a manos ajenas, y como quiera que mantenía lazos de amistad con el abad que estaba en aquel entonces al frente del Oratorio, vio justamente en ese monasterio el lugar más seguro para guardar aquellos escritos.
El abad permaneció callado, parecía estar meditando; al cabo del rato dijo que guardaba un vago recuerdo de que en cierta ocasión, haría de esto ya muchos años, un sacerdote le preguntó por los volúmenes de Miguel Ángel.
El hermano Benno apartó de sí su plato y se quedó contemplando al abad. Daba la impresión de estar hondamente agitado y acosó a su anfitrión con preguntas, instándolo a que tratase de recordar quién había sido ese sacerdote y de qué lugar provenía.
Aquello había ocurrido hacía ya mucho tiempo, insistió el abad Odilo, ya en vida del penúltimo papa, o quizá no, quizá habría sido durante el último pontificado, pero tendría que comprender que en aquel entonces no había concedido al asunto ninguna importancia, aun cuando, si mal no recordaba, ahora caía en que el sacerdote le había dicho que la documentación era requerida por el Vaticano, puesto que la necesitaban, pero no conservaba nada más en su memoria.
Y mientras dos cofrades retiraban los platos de la mesa, el abad Odilo preguntó tímidamente al hermano Benno si no deseaba regresar a su monasterio, ya que no había logrado encontrar lo que buscaba, pero el hermano Benno rogó al superior que le permitiese hacer uso de la hospitalidad del Oratorio durante algunos días más.
El abad le dio su permiso, pero el hermano Benno se dio perfecta cuenta de que su presencia no le era grata y que al otro le hubiese gustado desembarazarse de él cuanto antes.