EL LUNES SIGUIENTE AL TERCER DOMINGO DE CUARESMA

El lunes siguiente al tercer domingo de cuaresma el cardenal Jellinek descubrió algo de lo más extraño en el Archivo Secreto Vaticano.

Por razones para él mismo inescrutables, no se había atrevido a volver más a esa parte del archivo donde se había tropezado, haría ya de esto más de tres semanas, con aquel misterioso visitante furtivo, pese a que desde entonces le asaltaba y le mortificaba el vago presentimiento de que había pasado por alto alguna cosa en aquel lugar, alguna pieza de un mosaico, que no llegaba a encajar del todo en el conjunto, pero que podría resultar al fin la piedra de toque en la solución de su rompecabezas. Lo cierto era que la última conversación que había mantenido con monseñor Stickler le había infundido valor en cierto modo, y ahora se decía a sí mismo que aquellos pies que había visto en la biblioteca tenían que haber sido realmente los pies de algún visitante indeseado y no los de un fantasma, al igual que el tétrico mensajero que le hizo llegar el paquete con las gafas y las zapatillas rojas no había sido un ser sobrenatural, sino un agente terrenal al que alguien habría contratado. Y también las alucinaciones que había tenido en la biblioteca le parecían ahora, al mirar hacia atrás, más bien las consecuencias de una gran tensión nerviosa que los actos de una instancia superior.

Y de este modo, titubeando entre una explicación racional y el temor irracional, se dirigió con paso silencioso pero firme al infierno de la biblioteca.

Lo primero que le llamó la atención fue el antiquísimo volumen encuadernado en cuero, porque sobresalía un palmo de la estantería, como si alguien lo hubiese vuelto a poner en su sitio con gran precipitación. Pero cuando lo cogió en sus manos pudo leer, esta vez a la luz del día, en letras estampadas y cuyo oro estaba en parte desprendido y en parte oscurecido por el tiempo, el mismo título que se le había presentado aquella noche durante su extraña visión:

LIBER HIEREMIAS

Ponía a Dios por testigo de que no había razón alguna en este mundo para guardar en el archivo secreto ese libro del profeta. Jellinek se sabía el comienzo casi de memoria: «Palabra de Jeremías, hijo de Helcías, del linaje de los sacerdotes que habitaban en Anatot, tierra de Benjamín, a quien llegó la palabra de Yahvé en los días de Josías, hijo de Amón, rey de Judá, en el año decimotercero de su reinado, y después en tiempo de Joaquim, hijo de Josías, rey de Judá, hasta la deportación de Jerusalén en el mes quinto.» Pero, para su gran asombro, el texto de ese libro era distinto. En la página de la portada, bajo el título de El libro de Jeremías, se encontraba impreso un segundo título que rezaba: El libro del signo, sin mención del autor. En el libro, la primera página del texto se encontraba desgastada, borrosa, y la parte de arriba faltaba por completo, pero lo que allí estaba escrito no se diferenciaba mucho de las propias palabras de Jeremías, pese a que el significado era muy distinto. El cardenal pudo leer:

Y dije: «¡Heme aquí!» Y Yahvé me mostró entonces la senda justa, y me despertó de mi abotargamiento, y me inspiró a escribir algo nuevo. Nada igual me había ocurrido nunca en este mundo, y fortalecí mi voluntad y osé elevarme por encima de mis facultades. Me llamaron hereje e incrédulo porque había decidido servir a Dios con la verdad y no como aquellos que tropiezan y dan tumbos por las tinieblas. Sumidos como están en el abismo, mucho se hubiesen alegrado, ellos y los de su condición, si hubiesen podido envolverme en sus vanidades y en sus maquinaciones oscuras. Pero Dios impidió que cambiase el camino verdadero por el falso.

Extrañas palabras proféticas, pero no las palabras del profeta Jeremías, que escribió sobre el mismo tema:

Llegome la palabra de Yahvé, que decía: «Antes que te formara en el vientre te conocí, antes de que tú salieses del seno materno te consagré y te designé para profeta de los pueblos».

Pero si todo esto ya se le antojaba bastante incoherente, el siguiente hallazgo perturbó aún más al cardenal: entre las amarillentas páginas desgastadas y borrosas del libro había una carta cuya firma rezaba: Pio Segoni, OSB. Aún tuvo que pasar un buen rato antes de que el cardenal Jellinek se diese cuenta de la gran importancia que tenía el simple hecho de que ese escrito se encontrase en aquel lugar. Se quedó petrificado ante la magnitud de ese hecho, aun cuando todavía no había leído la carta. ¡El padre Pio! ¡Claro! Él tuvo que haber sido el desconocido al que sorprendió en el archivo secreto en la dominica de la septuagésima. Tuvo que abrirse paso con la llave de repuesto que él mismo guardaba, en su condición de director del Archivo Vaticano. El cardenal no podía creerlo.

Jellinek leyó la carta:

Quienquiera que descubra esta pista en este mismo lugar ha de saber que se encuentra tras la pista del secreto. Pero ha de saber también, si es fiel a los dogmas de la Santa Madre Iglesia, que aún está a tiempo de echarse atrás y de suspender toda pesquisa antes de que se le haga demasiado tarde. A mí, Pio Segoni, Dios Nuestro Señor me ha impuesto la carga insoportable de vivir con ese saber. No puedo. Que el Altísimo me perdone.

Pio Segoni, OSB.

Jellinek volvió a meter la carta en el libro, lo cerró y corrió hacia la puerta, aferrándose a su hallazgo con ambas manos.

—¡Augustinus! —gritó—. ¡Venga aquí inmediatamente!

El padre Augustinus se acercó corriendo desde alguna parte del archivo. Sin pronunciar palabra alguna, el cardenal colocó sobre un atril, ante los ojos de Augustinus, el tomo encuadernado en cuero, lo abrió y entregó la carta al archivero. Éste la leyó y exclamó luego con voz ronca:

—¡Santísima Madre de Dios!

—Encontré la carta dentro de este libro —dijo Jellinek—. ¿Qué tiene que ver el padre Pio con la inscripción de la Capilla Sixtina?

—¿Y qué se le ha perdido al libro de Jeremías en el archivo secreto? —replicó Augustinus, echando una ojeada al título.

—El libro de Jeremías no es el libro de Jeremías, ese libro extraño sólo lleva ese título en la cubierta. ¡Hojéelo, por favor!

Augustinus hizo lo que el cardenal le pedía.

—¿El libro del signo? —preguntó el padre, contemplando a Jellinek—. ¿Le dice algo?

—Ciertamente, eminencia. El libro del signo es obra de Abulafia. Se llama en hebreo Sefer ha-’oth y fue publicado en el año mil doscientos ochenta y ocho. Tuvo que ser compuesto después de aquel extraño encuentro con el papa Nicolás III.

—El difunto padre Pio llevaba en un bolsillo un papelito con la signatura del papa Nicolás III. La vi con mis propios ojos.

—Pues con eso la situación no se nos pone precisamente más cristalina.

El padre Augustinus acarició el libro con la diestra, luego cogió algunas páginas entre el pulgar y el índice de su mano izquierda e hizo que se deslizasen entre sus dedos. Se quedó un rato pensativo y comentó:

—En el caso de que se trate realmente de ese libro, todo este asunto se me antoja doblemente enigmático. Habrá probablemente varias copias de ese Libro del signo, y éste que aquí tenemos no es, en mi opinión, más que una copia. Pero esto, por supuesto, es algo que solamente podría esclarecerse si pudiésemos comparar y analizar con todo detalle las distintas ediciones, e incluso de este modo no sé si avanzaríamos gran cosa, para serle sincero.

—¡Pero algún sentido tiene que haber en el hecho de que el padre Pio viese precisamente en ese libro la clave de acceso al misterio de la inscripción en la Capilla Sixtina!

—Pero ¿cuál? —preguntó Augustinus—. ¿Dónde podría encontrarse la solución?

El cardenal se tapó el rostro con las manos y exclamó:

—¡Ese Miguel Ángel era un demonio! ¡Un auténtico demonio!

—Eminencia —comenzó a decir Augustinus en tono vacilante—, por lo que parece, hemos llegado a un punto en el curso de nuestras pesquisas en el que podemos seguir adelante, pero en el que también estamos a tiempo de renunciar a nuevas averiguaciones. Quizá deberíamos seguir el consejo del difunto padre Pio y abandonar todo este asunto, quizá deberíamos dejar las cosas como están en este punto y declarar públicamente que el florentino, al dejar una clara alusión a la figura de Abraham Abulafia, un cabalista, pretendía denigrar a la Iglesia, pues deseaba vengarse de todas las injusticias que le habían infligido los papas.

El cardenal Jellinek interrumpió en esos momentos al padre Augustinus:

—Ése, hermano en Cristo, sería el camino errado; pues de algo puede estar seguro: si suspendemos nuestras averiguaciones, otros se encargarán de proseguir esa tarea y se lanzarán a la búsqueda del verdadero secreto, y llegará el momento, tenga la certeza, en que la verdad saldrá a relucir.

El padre Augustinus asintió con la cabeza. Se preguntó para sus adentros si no debería hablar al cardenal de las revelaciones que le había hecho el abad sobre lo que se guardaba en los sótanos del Oratorio. ¿No habría en eso, quizá, algún nexo causal? No obstante, rechazó esa idea en el mismo momento de tenerla, pues le parecía algo realmente absurdo el que hubiese alguna relación entre Miguel Ángel y los nazis.

—¿Pone en duda mis palabras, padre? —preguntó Jellinek.

—¡Oh no!, por supuesto que no —replicó Augustinus—, pero me asalta el miedo cuando pienso en el futuro.