Durante el concilio que se celebró el viernes de la segunda semana de cuaresma los allí reunidos abordaron principalmente el problema del carácter pseudoepigráfico de las principales obras cabalísticas y sus puntos de contacto con la Iglesia católica, sin que les fuese dado llegar a ningún resultado concreto, que hubiese parecido apropiado para esclarecer el significado del nombre de Abulafia en la bóveda de la Capilla Sixtina. En el transcurso de las discusiones, el padre Augustinus presentó un documento de la época del pontificado de su santidad el papa Nicolás III, en el que se decía que durante la permanencia de Abraham Abulafia en el claustro de los franciscanos se le había confiscado una escritura de índole secreta, un libelo en contra de la fe y los dogmas cristianos. Pero el padre Augustinus añadió que la búsqueda de ese libelo había resultado infructuosa y que lo más probable era que lo hubiesen quemado.
Esa noticia provocó gran excitación y acaloramiento entre los miembros del concilio, los cuales discutieron durante horas enteras, haciendo hipótesis sobre cuál podía haber sido el contenido de aquel escrito del místico judío, y Mario López, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, exhortó a los presentes a reflexionar sobre el hecho de que si en verdad Miguel Ángel se había basado en aquel pasquín para lanzar su mensaje cifrado, esto sería prueba de que aquel documento tendría que haber estado circulando todavía en el siglo XVI y que a partir de aquellas fechas no tenía que haber habido motivo alguno para destruirlo, ya que, en todo caso, el nombre de Abulafia no volvía a aparecer en los anales del Vaticano.
Después de lo cual se tomó la decisión de aplazar el siguiente concilio hasta una fecha todavía no determinada, a la espera de que se estuviese en posición de nuevos resultados.
Por la noche se reunieron Jellinek y monseñor Stickler en la casa del cardenal para jugar al ajedrez, después de haberse pasado mucho tiempo sin hacerlo, pero tanto el uno como el otro no parecían poder concentrarse de verdad en el asunto para el que se habían reunido. La partida transcurría maquinalmente, jugada tras jugada, sin las sutilezas de costumbre y sin la elegancia que les era habitual, lo que se debía a que sus pensamientos rondaban en torno a algo muy distinto.
—¡Gardez! —apuntó lacónicamente Stickler, más bien como de pasada, tras haber amenazado con una de sus torres a la dama de las blancas, y eso precisamente después de la novena jugada, obligando así al cardenal a emprender la huida.
—Creo —sentenció al fin Jellinek— que estamos con nuestros pensamientos dándole vueltas al mismo asunto.
—Sí —respondió Stickler—, eso es lo que parece.
—Usted… —empezó a decir Jellinek, titubeando un poco—, ¿simpatiza usted con Bellini, monseñor?
—¿Qué significa simpatizar? Estoy de su parte, si es esto lo que me pregunta, y esto tiene sus razones.
El cardenal alzó la cabeza, sorprendido.
—¿Sabe usted? —prosiguió Stickler—, el Vaticano es una configuración estatal en pequeño, con un gobierno y con partidos que se combaten entre sí y que forman alianzas entre ellos, y en ese maremágnum hay poderosos y menos poderosos, gente accesible y gente hosca, personas simpáticas y personas antipáticas, pero por encima de todas las cosas hay hombres peligrosos y otros que son inofensivos. He servido a tres papas y sé muy bien lo que me digo. De la religiosidad devota a la locura criminal no hay más que un paso, muy corto, por cierto, y uno tiende a olvidar que la curia está compuesta de hombres y no de santos.
—¿Qué tiene que ver Bellini con ese asunto? —preguntó el cardenal Jellinek a bocajarro.
Monseñor Stickler permaneció un buen rato callado y al fin contestó:
—Confío en usted, señor cardenal, tengo que confiar en usted aunque sólo sea por el hecho de que, al parecer, tenemos los mismos enemigos. Bellini se encuentra a la cabeza de un grupo de personas que están convencidas de que Juan Pablo I no murió de muerte natural y que mantienen hasta el día de hoy las averiguaciones sobre ese caso, pese a las órdenes recibidas por las instancias supremas, concretamente por la secretaría cardenalicia de Estado. El paquete con los objetos personales del papa se lo enviaron, evidentemente, con la intención de ejercer sobre su persona una amenaza contundente, con el fin de que usted diese por terminadas sus investigaciones, pero también podemos considerar eso como una prueba más de que no todo el monte fue orégano en lo que respecta a la muerte del último papa.
—¿Conoce acaso los nombres de los que participaron en esa conjura? ¿Qué interés pueden haber tenido esos hombres en la eliminación del papa?
Monseñor William Stickler tumbó su rey sobre el tablero, indicando así que daba la partida por terminada, y a continuación, mirando al cardenal a los ojos, le dijo:
—He de pedirle que mantenga silencio sobre esto, eminencia, pero, ya que nos encontramos los dos navegando en la misma barca, voy a decirle lo que sé.
—¿Cascone? —preguntó Jellinek.
Monseñor Stickler asintió con la cabeza.
—Ha de saber —dijo— que el documento que desapareció de un modo tan misterioso tras la muerte de Juan Pablo I contenía instrucciones muy precisas sobre una reestructuración de la curia. Diversos cargos deberían ser ocupados por gente nueva, y otros serían disueltos. Encabezando esa lista de cambios había tres nombres: el cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone, el director general del Istituto per le Opere di Religione, Phil Canisius, y Frantisek Kolletzki, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Educación Católica. Quisiera expresarlo de este modo: si Juan Pablo I no hubiese encontrado la muerte aquella noche del mismo día en que redactó el documento, esos tres caballeros no estarían hoy en día ocupando los cargos que ocupan.
—¿Pero se puede destituir tan fácilmente a un cardenal secretario de Estado?
—No hay ley ni ordenanza alguna que lo prohíban, aun cuando eso no haya ocurrido desde tiempos inmemoriales.
—He de confesar que siempre tuve a Cascone y a Canisius por personas rivales entre sí.
—Y lo son. En cierto sentido, ambos son rivales, amén de muy diferentes y cada cual un extraño para el otro. Cascone es una persona educada, hombre de una gran cultura, acostumbrado a ensalzar con orgullo la casta a la que pertenece; Canisius, por el contrario, es un campesino de nacimiento, y un campesino patán es lo que sigue siendo. Nació en una localidad de las inmediaciones de Chicago y siempre quiso llegar a ser algo, pero lo único que alcanzó fue ser obispo en la curia, e incluso la dignidad episcopal es ya para él una lisonja. El IOR era una institución bastante insignificante cuando se encargó de ella, pero Canisius, gracias a un cierto talento para los negocios, la convirtió en una empresa financiera de gran renombre, siempre con la intención de desempeñar un papel destacado en el mundo de los grandes negocios. Posee un instinto natural para el dinero, vendería a los norteamericanos la tiara del sumo pontífice si se lo permitieran, sus transacciones han hecho de él uno de los hombres más poderosos de la curia, y todo, naturalmente, para gran disgusto del cardenal secretario de Estado, que es, a fin de cuentas, la encarnación del poder terrenal del Vaticano. Creo que los dos se odian en lo más íntimo de su ser, pero el interés que tienen en común es el de guardar ese secreto. ¿Me comprende ahora?
—Le entiendo. Y por lo que me ha dicho, Bellini es enemigo de Cascone, Kolletzki y Canisius. ¿No es así?
—No de un modo declarado, eminencia. Bellini no fue más que la primera persona en la curia que abrigó dudas sobre la muerte natural de Juan Pablo I y que las expuso también abiertamente. De ahí que Cascone, Kolletzki y Canisius hagan todo lo posible por evitar el trato con el cardenal Bellini. Y, sobre todo, me rehúyen a mí. Sospechan que conozco el texto del documento desaparecido y que sé que los cargos de esos hombres tenían que corresponder a otras personas. Estoy convencido de que para los tres fue una gran tragedia el que su santidad me eligiese de nuevo como ayuda de cámara.
—¿Conoce su santidad esa historia?
—Ahí tengo la obligación de callar, eminencia, incluso ante usted.
—No tiene por qué responderme, monseñor, pero puedo imaginármelo.