SEGUIMOS EN EL MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA

Muchos de los descubrimientos realizados por la humanidad no hemos de agradecérselos al cerebro humano, sino a la simple y pura casualidad, y no otra cosa sucedió también en este caso, por el que se empezaron a interesar las más variadas personas y por los motivos más distintos. Quiso el azar que el padre Augustinus informara al abad de su monasterio sobre el Aventino acerca de lo mucho que se habían acalorado los ánimos a raíz del descubrimiento de esa inscripción en la bóveda de la Capilla Sixtina, que había provocado ya una gran confusión en el seno de la curia, sin que el florentino hubiese tenido que levantarse de su tumba para hacer de las suyas.

—No sé, francamente —concluyó el padre Augustinus—, qué clase de embrujo ejerce Miguel Ángel sobre la posteridad, pero desde que descubrieron esa inscripción parecen haber cobrado vida los espíritus del pasado.

El abad, un hombre anciano, calvo y de pequeña estatura, que atendía al nombre de Odilo, escuchó con atención las palabras de su cofrade y dijo:

—Mi voto, hermano, me impone el deber de la sinceridad, pero también me ha impuesto la custodia de este monasterio, y ahora estoy dudando sobre a cuál de los votos he de dar mi preferencia. Si digo la verdad y te cuento todo lo que yo sé, esa verdad resultará terrible, pero si callo a conciencia, estaré sirviendo a este monasterio, quizá también a la Iglesia. Es una pesada carga la que llevo sobre mis hombros. ¿Qué debo hacer, hermano Augustinus?

El padre Augustinus no entendió las palabras de su abad y dijo que, en su opinión, cada cual tenía que consultar con su propia conciencia aquello sobre lo que estaba dispuesto a hablar o sobre lo que prefería callar.

—Escúchame bien, hermano —le interrumpió el abad—, en los sótanos de este monasterio se encuentran almacenados ciertos documentos que son una mancha para el alma inmaculada de esta orden, es más, también para la Iglesia. Me temo que puedan ser aireados en las turbulencias de estas investigaciones, por lo que me gustaría, hermano, decirte la verdad. ¡Ven conmigo!

Augustinus bajó en compañía del abad por la angosta escalera de piedra de la torre. La fresca corriente de aire que les azotó el rostro representó al principio un auténtico placer en medio del calor de la primavera, pero cuanto más descendían en las profundidades de la torre, tanto más húmeda y agobiante se volvía la enrarecida atmósfera.

Al llegar ante una puerta de hierro, de arco ojival, el abad se sacó una llave del bolsillo y abrió la cerradura. La puerta chirrió con agudo lamento, como chirría cualquier puerta que haya permanecido cerrada desde hace mucho tiempo. Tanteó con la mano izquierda la pared, buscando el interruptor, y accionó el circuito de la iluminación eléctrica, que consistía en bombillas sin lámparas. Se expandió así un difuso resplandor por una sala que parecía infinitamente grande, con estantes de madera en las paredes repletos de cajas y cofrecillos, que estaban llenos de libros y documentos y que se integraban dentro de un conjunto que sólo podía ser calificado de horrible caos infernal.

—¿No habías estado nunca aquí, hermano? —preguntó el abad, tomando la delantera y abriéndose paso a lo largo de una estantería que se había desplomado al suelo.

—No —contestó Augustinus—, ni siquiera sabía de la existencia de esta bóveda. ¿Qué se guarda aquí?

El abad se detuvo, cogió un mamotreto, sopló sobre la portada, hasta que quitó la gruesa capa de polvo que la cubría, y abrió la tapa.

—¡Mira aquí! —ordenó y se puso inmediatamente a leer—: «En el día de la fiesta de la Candelaria del año de gracia de mil seiscientos sesenta y seis se registran en la Confoederatio Oratorii S. Philippi Neri ochenta y nueve sacerdotes y doscientos cuarenta seglares sin votos, que siguen los mandamientos del Evangelio y que dedican sus vidas a la ciencia y a las obras piadosas de la conducción de almas. Hay que mantener a trescientas veintinueve almas en un año con los siguientes medios, los cuales, adquiridos hasta ahora por economía propia, limosnas de personas caritativas y ocho casos de herencia…»

—¡Pero si ésa es la contabilidad del monasterio! —exclamó el padre Augustinus.

—Exactamente —replicó el abad—, desde la fundación del Oratorio en el año de 1575 por Filippo Neri hasta finales de la última guerra. Desde entonces hay despachos nuevos para la contabilidad.

El abad Odilo se acercó a un montón de toscas cajas de madera.

Las tapas estaban cerradas con clavos. Odilo se sacó una navaja del bolsillo y al poco rato había logrado abrir la primera tapa, haciendo palanca con el instrumento.

—Lo que vas a ver ahora —dijo el abad, mientras se esforzaba por levantar la segunda tapa— no se cuenta precisamente entre las glorias de nuestra orden y mucho menos entre las de la Iglesia católica.

—¡Ave María Purísima! —exclamó el padre Augustinus, sin poder contenerse.

Lingotes de oro, joyas y piedras preciosas se amontonaban en desorden como si fuesen baratijas, por lo que el padre Augustinus preguntó discretamente:

—¿Es auténtico todo eso?

—Bien puede decirse, hermano —replicó el abad, mientras se encontraba trajinando con la segunda de las cajas—. Las cajas que ves aquí están llenas de esas cosas.

—¡Pero si eso vale millones!

—Infinidad de millones, hermano, tantos millones, que resulta completamente imposible vender todo eso sin llamar la atención.

Odilo había logrado abrir entretanto la segunda caja, pero el padre Augustinus, que estaba esperando nuevos tesoros, exclamó desilusionado:

—¡Carnés de identidad, pasaportes y documentos!

Odilo le plantó ante los ojos al padre Augustinus un pasaporte de color pardo, sin hacerle el más mínimo comentario, y de repente advirtió Augustinus la esvástica estampada en la cubierta. También los demás documentos llevaban el sello de la esvástica.

—¿Qué significa esto? —preguntó Augustinus, revolviendo con sus manos los documentos, de los que habría algunos centenares.

—¿Nunca has oído hablar de la ruta de los conventos, hermano?

—¡No! ¿De qué se trata?

—¿Entonces tampoco te es conocida la organización secreta llamada ODESSA?

—¿ODESSA? Pues no, nunca había oído hablar de ella.

—Al finalizar la segunda guerra mundial hubo por toda Europa un continuo ir y venir. Muchos de los que habían tenido que exiliarse por culpa de los nazis regresaron a su patria, y por el contrario, muchos militantes del partido nacionalsocialista trataron por todos los medios de huir al extranjero. Pero las fronteras europeas se encontraban cerradas a cal y canto y por doquier se desataba la persecución a los antiguos nazis. En aquel entonces surgió ODESSA… ODESSA son las siglas de la llamada Organisation der ehemaligen SS-Angehörigen, es decir, de la «Organización de los antiguos miembros de las SS». Esos antiguos nazis, cuando se dieron cuenta de que el Tercer Reich tenía perdida la batalla, acumularon dinero y tesoros artísticos, que trasladaron en buena parte a otros países en los que pensaban asentarse. Mucho oro fluyó en aquel entonces a las cajas del Vaticano. No pretendo afirmar en modo alguno que se supiese desde un principio de dónde procedía aquel dinero y cuáles eran los fines a los que estaba destinado, pero cuando la curia descubrió todo aquel tinglado, ya era demasiado tarde, así que tanto el Vaticano como la ODESSA abrigaban el interés común de mantener aquel asunto en secreto. El truco que se habían inventado los antiguos nazis era francamente genial, pero no hubiese sido posible sin el consentimiento de la curia. En primer lugar, todas aquellas gentes, dondequiera que se encontrasen en aquellos momentos, bien fuese en Alemania, Austria, Francia o Italia, empezaron a entrar en los monasterios. Pero en los monasterios no pasaban más que un par de días, y después se marchaban, llevándose por regla general una carta de recomendación firmada por el abad, para meterse de nuevo en algún otro convento, en el que pasaban tan sólo unos pocos días, para ir en busca de otro. Y de este modo iban desapareciendo poco a poco todos los rastros. Y al final todas aquellas personas terminaban…

—¡Permítame comunicarle una sospecha! —le interrumpió el padre Augustinus—. Al final todas aquellas personas terminaban en este Oratorio, disfrazadas con los hábitos de nuestra orden.

—Así ocurrió, exactamente.

—¡Dios mío! ¿Y qué sucedió al fin con toda aquella gente?

—La Santa Sede les extendió documentos falsos, legitimó sus hábitos, les dio nombres nuevos y les adjudicó nuevas direcciones de origen, y no hay más remedio que confesar, viendo todo aquello con mirada retrospectiva, que el procedimiento de asignación del lugar de residencia no carecía de cierta ironía, ya que las direcciones fueron precisamente las de las sedes episcopales en Viena, Munich o Milán. Uno se alegraba de que aquellos falsos frailes quisieran partir para el extranjero, en su mayoría a Sudamérica, porque así se libraba uno de ellos. Toda aquella operación fue dirigida por un tal monseñor Tondini, al que asistía su jovencísimo secretario Pio Segoni. Tondini era a la sazón el director de la Oficina de Emigración Vaticana, que luego se llamó también Comisión Católica Internacional de Emigración. Segoni actuaba de mediador entre los naufragados monjes y las autoridades de la Santa Sede y se cobraba a cambio el servicio con dinero y objetos de valor.

—¿Pio Segoni, eso es lo que ha dicho, ha dicho usted realmente Pio Segoni?

El abad hizo un gesto afirmativo y prosiguió:

—Por eso mismo te he hecho bajar hasta aquí. Ninguna persona creería que este Oratorio fue la meta final de la llamada ruta de los monasterios y que aquí operaba un hombre que recibía oro y dinero de los nazis, encubriendo sus acciones bajo el manto de la caridad cristiana y el debido amor al prójimo. Bien es verdad que el padre Pio no se enriqueció personalmente, al menos tal es lo que creo, pero sus actos no redundaron precisamente en beneficio de una mayor gloria de Dios.

El polvo y el aire enrarecido empezaban a afectar los pulmones de los dos hombres. El padre Augustinus trató de respirar con breves resuellos.

—Me pregunto —dijo al fin Augustinus, esforzándose por abrir la boca lo menos posible—, me pregunto, y es la única duda que tengo, ¿por qué me ha enseñado todo esto?

—Ciertamente —replicó el abad— yo soy quizá la única persona que sabe de la existencia de esos pasaportes y de esos tesoros en esta bóveda, pues este secreto me fue revelado por mi predecesor, bajo el voto del silencio. Soy un hombre muy viejo, Augustinus, y así como tuve que echar sobre mis espaldas esa carga, así mismo tendrás tú ahora que cargar con ella. Sé que sabes callar, hermano en Cristo, y sé que eras la persona más allegada a los documentos de esa época desdichada. Todos ellos se conservan en el Archivo Vaticano, y tenía necesariamente que temer que llegases por ti mismo a descubrir ese secreto, durante el curso de las investigaciones en torno a la inscripción de la Capilla Sixtina, o que otros llegasen a descubrirlo. Y ahora que conoces el secreto, ahora tendrás que vivir a solas con tu saber.