EL MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA

Para el día siguiente el cardenal Jellinek había convocado a una reunión privada al catedrático Riccardo Parenti, al restaurador jefe Bruno Fedrizzi y al director general de los monumentos, museos y galerías pontificias, catedrático Antonio Pavanetto, con la intención de interpretar los cuadros de los frescos para ver si de ese modo era posible dar con alguna pista que permitiese abordar aquel misterio.

—Generaciones de historiadores del arte —dijo Parenti, haciendo un gesto despectivo— se han roto la cabeza tratando de encontrar una explicación a esas pinturas, y cada cual ha llegado a un resultado distinto, sin que por eso fuese capaz de aducir alguna prueba que sustentase su explicación particular.

Los cuatro alzaron la mirada hacia el techo, y sin apartar la suya de la bóveda, apuntó Jellinek:

—En tal caso usted también tendrá su propia interpretación para todo el conjunto de los frescos.

—Por supuesto —replicó Parenti—, pero al igual que las de los demás, también la mía es únicamente subjetiva.

El cardenal le preguntó entonces de improviso:

—¿Fue Miguel Ángel un hombre creyente, profesor? —y se apresuró a añadir—: Puede que la pregunta le sorprenda, formulada sobre todo en este lugar.

Parenti se quedó contemplando un buen rato a Jellinek antes de contestar:

—Señor cardenal, la pregunta me sorprende mucho menos de lo que va a sorprenderle a usted mi respuesta, pues afirmo rotundamente: no, Miguel Ángel fue un mal cristiano si nos atenemos a los cánones de la Santa Madre Iglesia. Y no porque odiase a los papas. Por encima de ese odio, hay algo más, algo que, al parecer, cambió su vida y su modo de pensar, o que al menos hizo que su existencia se dirigiera hacia otros derroteros.

—Se dice —intervino el catedrático Antonio Pavanetto, acudiendo en ayuda de su colega— que fue un simpatizante del neoplatonismo y que en sus años mozos hasta mantuvo contactos con Ficino.

—¿Ficino? —preguntó Fedrizzi, asombrado—. ¿Quién era Ficino?

Marsilio Ficino, le explicó Parenti, había sido un humanista y un filósofo, un erudito que había practicado la enseñanza en una de las academias platónicas fundadas por los Médicis y que hacía remontar hasta Platón todas las ideas filosóficas, atribuyéndoselas, de ahí que se hablase de neoplatonismo.

—¿Un hereje, por lo tanto?

Parenti se encogió de hombros antes de replicar:

—Ficino fue sacerdote, le acusaron de herejía, pero lo absolvieron. Afirmaba que el alma humana provenía de Dios y tendía a la reunificación con su origen primigenio. Para muchos prelados de la Iglesia esto era entonces herejía.

—Pero un hombre que conoce con tal exactitud las palabras de la Biblia no puede ser un hereje —argumentó Pavanetto.

—¡Eso es un sofisma engañoso! —exclamó Parenti—. La historia nos ofrece muchos ejemplos de que precisamente los peores enemigos de la Iglesia fueron nombres que conocían a fondo la Biblia. No necesito dar aquí ningún nombre.

—Olvidemos por un momento la inscripción hallada —intervino Jellinek, dirigiéndose al catedrático Parenti—. ¿Cómo explicaría usted a un profano en la materia los cuadros de Miguel Ángel que estamos viendo en lo alto de esta bóveda?

—Pues bien —respondió Parenti—, trataré de echar a un lado mi opinión personal para atenerme primero a las interpretaciones más generalizadas. Por cartas que nos han sido conservadas de la correspondencia entre el artista y el papa, sabemos que Miguel Ángel no se sometió a los deseos de Julio II y que éste se vio obligado finalmente a dar libertad absoluta a Miguel Ángel en sus proyectos. Hay algunos expertos, a los que se debe tomar muy en serio, que tienen sus dudas sobre si el mismo Michelangelo Buonarroti fue realmente el autor de esa concepción iconográfica, y estos especialistas se preguntan si no habría que atribuir a un desconocido el proyecto teológico que se oculta en esos frescos.

Jellinek adoptó un aire de gravedad al preguntar en tono serio:

—¿Y quién sería el presunto candidato?

—Hasta el día de hoy no hay nadie que pueda dar respuesta a esa pregunta, señor cardenal.

—¿Y cómo tendríamos que imaginarnos un proyecto teológico de ese tipo, profesor?

—Le daré un ejemplo. Un investigador británico sustentó la opinión de que en el ordenamiento de los profetas y las sibilas se ocultarían los doce dogmas de fe del credo apostólico, ya que ciertas sentencias coinciden con las doctrinas de los apóstoles o con sus vidas o con sus imágenes. Para Zacarías tendríamos así: Credo in Deum Patrem omnipotentem creatorem coeli et terrae…[83]; para Joel: et in Jesum Christum, Filium eius unicum, Dominum nostrum…; para Isaías: qui conceptas est de Spiritu Sancto, natus ex María Virgine…; para Ezequiel: passus sub Pontio Pilato, crucifixus, mortus et sepultus descendit ad inferos…; para Daniel: tertia die resurrexit a mortuis…; para Jeremías: ascendit ad coelos, sedet ad dexteram Dei Patris omnipotentis…; para Jonás: inde venturus est indicare vivos et mortuos…; para la sibila de Delfos: credo in Spiritum Sanctum…; para la sibila eritrea: sanctam Ecclesiam catholicam, sanctorum communionem…; para la sibila de Cumas: remissionem peccatorum…; para la sibila persa: carnis resurrectionem…, y para la sibila libia: et vitam aeternam.

—¡Una interpretación temeraria! —sentenció Jellinek, mientras los demás permanecían taciturnos y callados—. Y sobre todo una de esas interpretaciones con las que se puede demostrar todo y no probar nada.

A lo que Parenti replicó:

—Así es realmente. Si se analiza el texto y las figuras, se descubren concordancias asombrosas.

—¿Por ejemplo? —preguntó Fedrizzi.

—En lo que respecta a Daniel, que está ahí de pie, como representación de la resurrección de los muertos, se dice textualmente en el capítulo doce: «Y tú camina a tu fin y descansarás, y al fin de los días te levantarás para recibir la heredad.» Y en cuanto a Isaías, que simboliza el nacimiento de Cristo, se puede leer en el capítulo nueve: «Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo, que tiene sobre los hombros la soberanía…» Y Jonás, que es la encarnación del Juicio Final, habla en el capítulo tercero del juicio divino sobre Nínive, al pregonar: «De aquí a cuarenta días, Nínive será destruida.» Y también en los profetas restantes uno puede constatar concordancias parecidas; pero lo que pone en tela de juicio la validez de esa interpretación es la forma en que Miguel Ángel representó a las sibilas. Puede ser que a la pitia de Delfos se le pueda adjudicar todavía la omnisciencia del Espíritu Santo, pero para las demás habría que hacer gala de una cierta acrobacia intelectual, que preferiría negar a Miguel Ángel.

Intervino entonces Pavanetto, preguntándole en tono despectivo:

—¿Así que no le reconocería esa inteligencia a Miguel Ángel?

—No la facultad —replicó Parenti—, pero sí el deseo.

—¿Pero acaso no empleó Miguel Ángel en repetidas ocasiones esas artes propias de un ser huraño inclinado a los tapujos? —preguntó Jellinek.

A lo que Parenti respondió:

—Eso es muy cierto. Miguel Ángel fue todo lo contrario de un hombre sensato y objetivo; vivió en su propio mundo, en un mundo muy difícil de entender, y no cabe la menor duda de que el artista procedió con la Biblia, o mejor dicho: con el Antiguo Testamento, de un modo altamente despótico y con aparente arbitrariedad. Concedió una importancia tremenda a ciertos aspectos de las Sagradas Escrituras, mientras que otros los ignoró por completo y hasta los desechó, como el de la construcción de la torre de Babel, por ejemplo, un motivo escénico que fue muy apreciado por otros artistas.

—¡Y el asesinato perpetrado por Caín! —apuntó Pavanetto.

—Lo echamos en falta, igualmente, pese a que reviste una importancia inmensa para entender a Caín y a su estirpe.

—Creo —dijo Jellinek— que tendríamos que saber diferenciar entre la concepción que tendría Miguel Ángel de la Biblia y la que tiene un teólogo, pues solamente así nos podríamos aproximar al contenido de los frescos. Sí, cuanto más me adentro en la contemplación de esas escenas en la bóveda, tanto más me convenzo de que Miguel Ángel puso manos a su obra con una ingenuidad intencionada. ¿Qué le parece este razonamiento, profesor?

—Quisiera por un momento poder formular el problema del siguiente modo —comentó el aludido—: la interpretación que hace Miguel Ángel del Antiguo Testamento, en lo que respecta al Génesis y a la historia sagrada, fue una exégesis que surgió del espíritu y no de la letra. Contemplemos una vez más las escenas del primer libro del Pentateuco —insistió Parenti, señalando la parte anterior del techo—, sabemos que Dios, antes de descansar al séptimo día, creó ocho obras del Génesis. Pero para Miguel Ángel son nueve, ya que para él la creación de Adán y Eva, de lo que en la Biblia se dice únicamente: «y los creó macho y hembra», representa dos acontecimientos separados, y esto sin que le obligase a ello una necesidad pictórica. A fin de cuentas, pintó en sólo cinco frescos los siete días de la creación. Observemos el primero, donde Dios separa la luz de las tinieblas, y ya aquí comienzan las adivinanzas.

—¡Espero —le espetó el cardenal Jellinek, interrumpiéndole— que nos dará también una explicación de por qué el Sumo Hacedor tiene pechos femeninos!

—Le ruego que me disculpe, señor cardenal, pero no puedo, y hasta la fecha no hay ninguna explicación convincente para eso. Más clara, por el contrario, es la segunda representación, la de la creación del sol, de la luna y de la tierra, aun cuando no deje de ser controvertida. Dios se acerca impetuoso, bramando como una tormenta, con los brazos completamente extendidos, en lo que parece que Miguel Ángel se está refiriendo a Isaías, cuando éste recalca el bracchium domini[84], el brazo del señor, con su violencia omnipotente. Mientras que el Padre Eterno roza con su diestra el círculo solar, el florentino parece dedicarse a realizar travesuras con la creación de la tierra y de las plantas, pues hace volar a Dios, al que sólo se reconoce por el trasero, alrededor del sol. Aunque lo más probable es que con esa representación gráfica tan atrevida, Miguel Ángel no pretendiese más que recordar los pasajes de la Biblia en los que Moisés pide a Dios que le muestre su gloria y el Señor sólo le permite verle las espaldas.

¡Videbis posteriora mea![85] —murmuró Jellinek, y como algo que se sobreentiende añadió la referencia al texto bíblico—: Éxodo, 33,23.

Parenti hizo un gesto de aprobación y prosiguió:

—En lo que no se ponen de acuerdo los eruditos es en lo que respecta a los niños que asoman sus cabecitas entre los pliegues de la túnica del señor. Unos afirman que se trata de anunciaciones previas a los advenimientos de Jesús y de san Juan, mientras otros piensan que son ángeles que ensalzan sus obras, tal como se anuncia en los Salmos… En el tercer fresco, el Padre Eterno se cierne sobre las aguas, en compañía de ángeles celestiales. Es, evidentemente, el más explícito y claro. En el cuarto se muestra la creación de Adán, la más famosa de todas las escenas, sin lugar a dudas, donde Dios en un gesto expendedor de vida, roza el índice adormilado del hombre que yace sobre la tierra. Bajo el brazo de Dios, la mujer asoma ya la cabeza. Pero existe otra teoría y que es hasta más probable, y es que esa joven figura femenina es la personificación de la filosofía, de la que Salomón estaba enamorado.

Jellinek citó entonces de memoria los pasajes correspondientes de las Sagradas Escrituras:

—Se manifiesta su excelsa nobleza por su convivencia con Dios, y el Señor de todas las cosas la ama. Porque está en los secretos de la ciencia de Dios y es la que discierne sus obras. Si la riqueza es un bien codiciable en la vida, ¿qué cosa más rica que la sabiduría, que toda la obra?

—¡Bravo, bravísimo! —exclamó Pavanetto, aplaudiendo entusiasmado—. ¡Me parece que se conoce de memoria el Antiguo Testamento, señor cardenal!

Jellinek hizo un gesto despectivo con la mano.

—Como pueden ver —insistió Riccardo Parenti, reanudando su discurso—, algunas de las representaciones pictóricas de Miguel Ángel permiten ofrecer una interpretación de lo más simple y evidente en sí misma, pero, de igual modo, también son susceptibles de una exégesis enigmática, y esto es precisamente lo que nos dificultará el trabajo a la hora de encontrar una explicación para el nombre de ABULAFIA… Y por cierto, en el quinto fresco, el de la creación de Eva, se corrobora la teoría de que es la personificación femenina de la sabiduría la que asoma su cabeza bajo el brazo del Padre Eterno, saliendo de su manto, y no la mujer de Adán, pues esa Eva que encontramos después es completamente distinta: con redondeces típicamente femeninas y cabellos largos, mientras que el ser del fresco anterior ostenta una figura delicada y lleva el pelo corto. Y lo que llama particularmente la atención en esa composición pictórica es lo siguiente: en contra de lo que se afirma en las Sagradas Escrituras, el Supremo Hacedor no toca a esa mujer, y el paraíso, al que todos los artistas representan con una vegetación florida y exuberante, con árboles cargados de frutos y animado por una gran multitud de animales, aquí nos salta a la vista como un paisaje desértico, y hasta el mismo árbol en el que se recuesta el dormido Adán, que yace sobre la tierra, incluso ese árbol no es más que un triste tocón serrado por la mitad, y uno ha de preguntarse si acaso Miguel Ángel no pretendería describir de ese modo su propio e inhóspito paraíso terrenal. Y en la escena siguiente, la del pecado, el mundo es, en todo caso, un lugar yermo y vacío. La serpiente enroscada en el árbol de la sabiduría, en realidad un reptil con torso femenino, está colocada en el centro de la escena, y en contra de la versión que de los hechos nos da la Biblia, son Adán y Eva los que alzan sus brazos para apoderarse de los frutos prohibidos, y en las alturas aparece el arcángel, ataviado con rojas vestiduras y blandiendo una espada, con la que arroja del paraíso a esos dos seres humanos. Y si ahora comparamos las dos figuras de Adán, la que encontramos en la creación del hombre y la que aparece en la expulsión del paraíso, podremos apreciar claramente la gran maestría en el arte de Miguel Ángel: allí un Adán radiante de felicidad y creado a imagen y semejanza de Dios, y aquí un ser humanizado, abatido y derrotado.

—¿Hay alguna explicación para el hecho de que Miguel Ángel desterrase de su obra a figuras como Caín y Abel? —inquirió Jellinek.

—No —concretó Parenti—, resulta evidente que también en ese caso se ponen de manifiesto las simpatías o las antipatías por ciertos personajes. Advirtamos cómo Noé, por el contrario, se encuentra representado hasta tres veces consecutivas: en la escena del sacrificio, en la del diluvio universal y durante su embriaguez. Y lo que es realmente algo muy curioso, Miguel Ángel hasta trastoca la cronología en esas escenas, pues nótese que el sacrificio está colocado antes del diluvio universal. Ese sacrificio es una de las representaciones pictóricas con mayor lujo de detalles en todo el conjunto de los frescos de la bóveda, es también la que hace gala de la mayor fidelidad al texto. Se basa en el siguiente pasaje del Génesis: «Alzó Noé un altar a Yahvé, y tomando de todos los animales puros y de todas las aves puras, ofreció sobre el altar un holocausto.» Ahí vemos a Noé con la diestra alzada hacia el cielo, mientras su mujer le dirige la palabra, y en un primer plano, a la derecha, un mocito que acaba de extraerle el corazón al carnero sacrificado, y luego otro jovencito, que está acarreando leña, y un tercero, que aviva el fuego. No cabe la menor duda de que esa acción tuvo lugar después del diluvio universal, pero para Miguel Ángel es en ese momento cuando empieza el diluvio.

Con la mirada clavada en el techo, apuntó Fedrizzi:

—No sé el porqué, pero ése es el fresco que más me impresiona de todos.

—Es, ciertamente, el más conmovedor —comentó Parenti—, porque en él se muestra toda una serie de destinos humanos.

—De un modo muy caprichoso, por cierto —añadió el cardenal Jellinek.

—¿Caprichoso, en qué medida? —preguntó irritado Parenti.

—Pues bien —replicó Jellinek—, en esos frescos se muestra la salvación de Noé en el diluvio universal, pero tan sólo como parte del fondo, como una nimiedad sin importancia, por decirlo así. El tema principal del cuadro es la destrucción de la humanidad, que nos recuerda el pasaje siguiente de las Sagradas Escrituras: «El fin de toda carne ha llegado a mi presencia, pues está llena la tierra de violencia a causa de los hombres, y voy a exterminarlos de la tierra.»

—¿Y el noveno fresco, profesor —preguntó Fedrizzi, dirigiéndose a Parenti—, qué sentido se oculta tras la representación de la embriaguez de Noé?

—Ahí nos topamos de nuevo —contestó el catedrático— con uno de los grandes misterios de Miguel Ángel. El artista se basa al respecto en un pasaje muy breve del capítulo noveno del Génesis, donde se dice que Noé plantó una viña y luego bebió de su vino, y se embriagó, y quedó desnudo en medio de su tienda. Miguel Ángel recurre a esa escena y muestra a Noé a la izquierda, trabajando en sus viñedos. Y luego lo vemos en un primer plano, con la jarra y la escudilla de vino a su lado, ya completamente borracho, y a un extremo, a la derecha, encontramos a Cam, el padre de Canán, mostrando la desnudez de su padre, mientras que sus hijos Sem y Jafet cubren al padre, apartando de él sus miradas. Miguel Ángel vería probablemente en esa escena la imagen primaria del error, de la culpa y de la confusión del hombre.

Hondamente afectados por estas palabras, los cuatro hombres agacharon la cabeza.

—¿Considera usted posible —preguntó el cardenal Jellinek, dirigiéndose a Parenti— que en los cuadros de Miguel Ángel sobre el Antiguo Testamento se oculte la clave que nos permita descifrar esa misteriosa inscripción?

El catedrático se quedó un largo rato pensativo, sin responder a lo que se le preguntaba, hasta que finalmente, levantando la mirada hacia la bóveda, exclamó:

—¿Qué significa si lo considero posible? ¡Todo es posible tratándose de Miguel Ángel! Pero teniendo en cuenta la ley de las probabilidades y dejándome guiar por un impulso interior, yo, no obstante, buscaría antes la solución en los profetas y en las sibilas, y no solamente por el hecho de que cinco de esas figuras sean las que llevan ese extraño nombre de ABULAFIA, sino también porque esa sucesión de sibilas y profetas, que se repiten doce veces en la bóveda, es tan dominante, que…

—Ya sé lo que quiere decir —le interrumpió Pavanetto—, los profetas y las sibilas se le presentan al observador como algo de una mayor relevancia que esas escenas del Antiguo Testamento que aparentemente sólo están ahí desperdigadas.

Los demás dieron la razón a Pavanetto.

—Concentren ahora su atención en la elección de los profetas —prosiguió Pavanetto—. Miguel Ángel nos enfrenta a las figuras de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Zacarías, Jonás, Joel y Daniel, pero no otorga, sin embargo, la más mínima importancia a otros de mayor significación, como a Moisés, Josué, Samuel, Natán y Elías. Esto le deja a uno desconcertado, y no hay más remedio que preguntarse por las causas de esa selección. ¿Es de naturaleza puramente arbitraria o se oculta detrás de esa elección una causa concreta?

—¡La profecía mesiánica! —exclamó de repente Jellinek—. Todos ellos habían anunciado la llegada del Mesías, lo que no ocurre con los otros profetas.

Parenti le interrumpió, sonriendo maliciosamente:

—¿Y Jonás? ¿Es también eso válido para Jonás?

—No —confesó Jellinek.

—Pues entonces su teoría es falsa. ¿Cómo piensa justificar la presencia de Jonás? Creo que la única explicación posible para esa selección tan especial radica en que Miguel Ángel otorgó su preferencia a los escritos proféticos frente a las palabras proféticas, es decir, que eligió a aquellos profetas que habían legado a la posteridad obras proféticas compuestas por ellos mismos o que están bien presentes en esos libros.

—¿Y las sibilas?

—Las sibilas son, sin duda alguna, figuras no bíblicas, por lo que su presencia en esos frescos es uno de los mayores enigmas que arroja la bóveda de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel jamás habló sobre el particular. Podría decirse que son profetas femeninos, con la salvedad de que mientras esas mujeres se encuentran inmersas en el espíritu terrenal, los profetas se inspiran en el espíritu cósmico. Ahí se remueve evidentemente la formación neoplatónica de Miguel Ángel. Pero en su conjunto, tanto los profetas como las sibilas no son, sin embargo, más que espíritus proféticos infantiles colocados en un segundo plano. ¡Nos podrá citar seguramente el pasaje correspondiente en las epístolas de san Pablo, señor cardenal!

Jellinek hizo un gesto de asentimiento y se puso a recitar de memoria algunos párrafos de la primera carta a los corintios:

—«En cuanto a los profetas, que hablen dos o tres, y los otros juzguen. Y si, hablando uno, otro que está sentado tuviere una revelación, cállese el primero, porque uno a uno podéis profetizar todos, a fin de que todos aprendan y todos sean exhortados. El espíritu de los profetas está sometido a los profetas…».

—Sí, eso fue lo que escribió el apóstol san Pablo. Y si ahora pasamos revista a las doce figuras de profetas y sibilas, advertiremos que tan sólo Jonás, Jeremías, Daniel y Ezequiel han necesitado del artificio de la escritura para que puedan ser reconocidos. Si Miguel Ángel no los hubiese marcado con letreritos en los que se indican sus nombres, difícilmente podríamos identificarlos. A Jonás, sin embargo, lo reconocemos por la ballena y la higuera del infierno; a Jeremías, por su luto y su desesperación, que se reflejan en las palabras mismas del profeta: «Nunca me senté entre los que se divertían para gozarme con ellos. Por tu mano me sentía solitario, pues me habías llenado de tu ira. ¿Por qué ha de ser perpetuo mi dolor, y mi herida, desahuciada, rehúsa ser curada?» Daniel se reconoce fácilmente por sus dos libros. Está copiando, como él mismo decía, algunos pasajes del libro de Jeremías. Ezequiel lleva en la cabeza una especie de turbante, sobre el que se dice en las Sagradas Escrituras: «… no os cubriréis la barba ni comeréis el pan del duelo; llevaréis en vuestra cabeza los turbantes y calzaréis vuestros pies…» En cuanto a los demás, el artista se tomó grandes libertades en su porte y aspecto.

A continuación, apuntando a la parte superior de la cornisa que encuadran las escenas bíblicas, sobre las cabezas de profetas y sibilas, el catedrático pasó a hablar de esos adolescentes desnudos, los llamados ignudi, que tanto escandalizan a muchos de los visitantes de la capilla. Los ignudi son ángeles, explicó Parenti, ángeles tal como los describe el Antiguo Testamento: masculinos, sin alas, fuertes y hermosos. Era evidente que su desnudez sensual la había tomado Miguel Ángel de una parte del Génesis en la que se habla de dos ángeles que pasan la noche en la casa de Lot, cuando los hombres de Sodoma se desviven por poseer a esos dos hermosos jovencitos. Su representación pictórica por parejas procedía, no obstante, de una parte distinta de la Biblia, pues Miguel Ángel se inspiraría en la descripción que se ofrece del arca de la alianza en el Éxodo. En cuanto a los broqueles, de los cuales uno de ellos estaba condenado ya a la destrucción, Parenti indicó que su significado ya no representaba ningún misterio y que lo más probable era que se tratase de una representación alegórica de los diez mandamientos.

Y finalmente señaló el profesor Parenti los triángulos esféricos por encima de las ventanas y las lunetas, donde se representaba sin lugar a dudas, en opinión del catedrático, el árbol genealógico del pueblo elegido, empezando por Abraham, Isaac y Jacob hasta llegar a José, unas cuarenta personas en total, sentadas en una y otra parte de las ventanas y que daban fe de los antepasados de Cristo. Y tal sería, en rasgos muy generales, lo que podría decirse sobre la esencia de los frescos en la bóveda de la Capilla Sixtina.

Callaron entonces los que escuchaban al catedrático, pues cada uno de ellos estaba reflexionando.

—¿Qué está pensando, eminencia? —preguntó Pavanetto.

—Estoy dándole vueltas a una cosa —repuso Jellinek—, no sé si Miguel Ángel, en lo que respecta al Antiguo Testamento, pues no hay duda de que es únicamente esa parte de las Sagradas Escrituras la que a él le preocupaba, no sé si Miguel Ángel falsifica conscientemente el Antiguo Testamento o si no hizo más que darle una interpretación muy personal o si en verdad perseguía con su representación pictórica algunos otros fines.

—Después de todo lo que acabamos de escuchar —intervino Pavanetto—, a mí me asalta una pregunta completamente distinta: ¿era realmente Miguel Ángel un conocedor tan importante de la Biblia o fue a clases de repaso con algún teólogo?

—Nada sobre el particular nos es conocido —replicó Parenti.

—Esa primera impresión es engañosa —afirmó Jellinek, interrumpiéndolos—, pues si dejamos de lado el Génesis, que cualquier niño aprende a conocer en la escuela, Miguel Ángel tan sólo tuvo presente a los profetas Isaías, Jeremías y Ezequiel y manejaba también los Salmos, mientras que de los libros históricos no conoce más que algunos pocos detalles de las crónicas de los Macabeos. Así que, visto en su conjunto, eso no representa nada más que una mínima parte del Antiguo Testamento.

—A mí me parece —dijo Parenti— que puede advertirse claramente en las diferencias estilísticas de esos frescos que Miguel Ángel comenzó a estudiar a fondo la Biblia precisamente cuando se encontraba trabajando en las pinturas de la bóveda, y no antes. Y hay que saber al respecto que el artista se puso a pintar en sentido contrario a la cronología, o sea, que comenzó con la embriaguez de Noé y siguió adelante a partir de ahí. Ya tan sólo el modo en que representó al Padre Eterno permite sacar esta conclusión. Observe por un momento a ese Dios que pinta primero Miguel Ángel en la escena de la creación de Eva y compárelo con el Dios que aparece en la creación de Adán o en los cuadros siguientes; se dará cuenta entonces de que hay un modo nuevo, distinto, de representar al Ser Supremo. Lo mismo puede decirse también sobre los profetas y la sibilas, figuras éstas que no son en verdad menos bellas porque hayan sido pintadas las primeras, pero en las que podemos apreciar que aquéllas que surgieron después presentan una mayor profusión de detalles bíblicos, como si Miguel Ángel se hubiese ido enterando de esos pormenores a medida que avanzaba en la lectura de la Biblia.

—¿Y esa enigmática inscripción? —preguntó Jellinek en tono de ansiedad.

Fue Fedrizzi, el restaurador, quien le contestó:

—La inscripción ha tenido que haber sido concebida desde un principio, ya tan sólo por razones de forma, debido a la distribución de las letras por toda la superficie en sentido longitudinal. Aparte esto, y tal como ya expuse en otra ocasión, podemos estar seguros de que la inscripción no es un añadido posterior, pues las pinturas utilizadas para dibujar esas letras tienen la misma composición química que las de las demás pinturas empleadas en los frescos.

Jellinek, visiblemente afectado por estas palabras, clavó la mirada en el suelo y comentó:

—Así que Miguel Ángel tuvo desde un principio la idea de confiar un secreto a la bóveda de la Capilla Sixtina. Quiero decir…, esa inscripción no fue el producto de una ira repentina o de un antojo ocasional.

—No —confirmó Fedrizzi—, mis análisis demuestran precisamente lo contrario.