El martes siguiente al segundo domingo de cuaresma, bien entrada la mañana, siete caballeros vestidos discretamente de gris se reunían en el hotel Excelsior, uno de los establecimientos más distinguidos de toda Roma y cuya entrada aún se encuentra custodiada hoy en día por criados uniformados a la antigua usanza. Entre felpas y espejos se dirigieron a uno de los muchos salones que se encuentran a la disposición de los participantes en conferencias y otros encuentros similares. No había ningún cartel en la puerta que indicase la índole de esa reunión, pero precisamente esa medida de encubrimiento permitía deducir que tendría que tratarse de una asamblea extraordinariamente importante.
Los discretos caballeros eran los directores y subdirectores del Banco de Italia, del Continental Illinois National Bank and Trust Company de Chicago, del Chase Manhattan de Nueva York, del Crédit Suisse de Ginebra, del Hambros Bank de Londres y de la Banca Unione de Roma. Phil Canisius, del Istituto per le Opere di Religione, que había renunciado intencionadamente a colocarse el cuello blanco del sacerdote y que se había puesto también un traje gris al igual que los demás, miraba con cierto azoramiento a los allí reunidos. Los caballeros exigían una explicación, y lo que a continuación sigue lo hemos transcrito de acuerdo a los informes que pudimos obtener mucho después.
—La única explicación que puedo darles hoy —dijo Canisius— es la siguiente: ¡de momento resulta completamente inexplicable el significado del nombre Abulafia!
—¡No me diga! —exclamó Jim Blackfoot, subdirector del Chase Manhattan, resoplando indignado—. ¿Qué nos puede importar su estrafalaria inscripción? Lo que nos interesa es saber lo que piensa hacer para impedir nuevas discusiones y nuevos tapujos en el Vaticano.
Y Urs Brodmann, del Crédit Suisse, objetó:
—La casa que represento no se sentiría precisamente complacida si se viese envuelta de algún modo en uno de esos escándalos que llenan las primeras páginas de los periódicos.
—¡Pero, señores míos! —exclamó Canisius, tratando de aplacar los ánimos—. Eso no ocurrirá en modo alguno. De momento todo ese asunto sigue estando en manos de los eruditos. Ellos son los que están buscando el significado del nombre Abulafia que Miguel Ángel escribió en la bóveda de la Capilla Sixtina. Y nada más.
—¡Yo diría que eso es más que suficiente! —replicó Antonio Adelmann, de la Banca Unione, uno de los banqueros más prestigiosos de Roma y cuya palabra era de gran peso entre sus colegas—. No hay nada que sea más sensible que el mercado del dinero y del papel. En todo caso, ya hemos podido registrar las primeras llamadas de consulta. Así que, haga algo, Canisius. ¡Y hágalo con la mayor rapidez y discreción posibles!
Phil Canisius manifestó su estupefacción. Aun cuando, en principio, era de la misma opinión que los otros banqueros, trató de tranquilizarlos y opinó que si el hallazgo de una inscripción cualquiera era suficiente para hacer tambalear el mercado del dinero, habría que cercenarle toda posibilidad a la investigación científica.
—Lo repito una vez más —replicó Blackfoot—, aquí no se trata de la inscripción, provenga de la mano de Miguel Ángel o de Rafael o de Leonardo da Vinci o de quienquiera que sea, aquí de lo que se trata, única y exclusivamente, es de la confianza en nuestras relaciones bancarias. Nuestros negocios comunes no carecen de cierta picaresca, esto es algo que no tengo por qué recordarle, eminentísimo Canisius, y hasta ahora el IOR había tenido la fama de un centro del silencio y la discreción. Me temo que esa situación podría cambiar si el mundo entero se lanza a descifrar el misterio de esa inscripción.
Douglas Tenner, del Hambres Bank, intervino en ayuda de Blackfoot:
—Recuerde únicamente la muerte repentina del último papa y los rumores que circularon al particular sobre su presunto asesinato. Tres años pasaron hasta que se recuperó el mercado. No, Canisius, el negocio de todos nosotros radica en la confianza depositada en la solidez del Vaticano, y ese espectáculo extraño y bochornoso no contribuye precisamente a difundir esa idea de firmeza y solidez. Supongo que entiende lo que quiero decir.
—¿Pero qué es lo que estamos discutiendo aquí tan ampliamente? —preguntó muy acalorado Neil Proudman, subdirector del Continental Illinois y amigo de Canisius desde hacía muchos años—. El IOR es la primera institución bancaria del mundo cuando se trata de blanquear dinero, y todos los que aquí estamos reunidos atesoramos con placer el dinero negro que ustedes convierten en blanco, pero todos sabemos también que eso es un negocio ilegal y que en el caso de que se llegase a saber no redundaría en provecho de nuestra reputación, por decirlo claro. Estoy autorizado a comunicarle lo siguiente: si no se tranquiliza la situación en el Vaticano dentro de un plazo razonable, es decir, breve, nuestro grupo bancario se vería obligado, desgraciadamente, a suspender los negocios con ustedes.
Tan lejos no pensaban llegar los demás, pero al final todos anunciaron la posibilidad de planteamientos similares.
Mientras los directores bancarios celebraban asamblea en el hotel Excelsior, el cardenal Joseph Jellinek se encontraba en el Archivo Secreto Vaticano, buscando alguna pista que le condujese a la figura de Abraham Abulafia. Detrás de aquel nombre, y de eso estaba seguro, se ocultaba mucho más que la simple alusión a un cabalista y a un hereje; pero sus investigaciones se asemejaban cada vez más al hecho de buscar una aguja en un pajar. Con ardiente avidez iba devorando Jellinek legajo tras legajo, leyendo incontables documentos y descifrando manuscritos con los ojos inyectados en sangre, mientras aquel aroma exótico del pasado le anestesiaba como un poderoso veneno. Y aun cuando siglos enteros le separaban de aquellos documentos y de aquellas actas, las personas con las que se tropezaba en los pergaminos se le antojaban presente realidad.
Ante todo se iba acercando cada vez más a ese Miguel Ángel al que el cardenal hablaba a veces en voz alta, dando respuesta a las preguntas que aquél había formulado de un modo retórico en sus cartas.
También se iba habituando poco a poco al tono brusco del florentino, a sus maldiciones y a sus sartas de improperios contra el papa y la Iglesia, exabruptos que al principio le obligaban a estremecerse. La búsqueda de la clave que le conduciría a Abulafia se iba convirtiendo cada vez más en una aventura fascinante, en un viaje a un país desconocido, en el que encontraba lugares nuevos y hacía nuevas amistades. Hacia algunos de esos lugares se dirigía Jellinek con el corazón en un puño, deseoso de llegar, pero luego perdía el rumbo y se alegraba de descubrir otros senderos. Y ante algunas de las personas con las que se topaba daba un amplio rodeo para evitarlas, mientras que con otras se detenía a charlar durante mucho tiempo. Era evidente que la misión que se había impuesto embriagaba de placer al cardenal, y ningún poder del mundo, ni siquiera la sospecha de realizar un descubrimiento de consecuencias funestas, nada hubiese sido capaz de refrenar la actividad febril que se había apoderado de él; pues de algo era plenamente consciente, de que únicamente él, que tenía libre acceso a la riserva, podría resolver el misterio en el que estaba envuelto Abulafia.
Muchas horas más tarde, sería a eso de la medianoche, el cardenal Jellinek entró en la Sala di Merce y realizó la decimoquinta jugada. Movió su dama de c5 a d4. Jellinek se quedó ansioso por saber qué ocurriría luego.