En el día arriba mencionado, el cardenal Joseph Jellinek, tras largas y hondas reflexiones, fue a visitar al ilustrísimo monseñor William Stickler, ayuda de cámara de su santidad, y le informó acerca de lo ocurrido con aquel paquete de tan siniestro contenido, que le había dejado un desconocido, probablemente la misma persona que poco después se había introducido en su casa para amenazarle e impedir que prosiguiesen las averiguaciones en torno al asunto de la inscripción en la Capilla Sixtina.
El ilustrísimo monseñor escuchó en silencio el relato de Jellinek, luego cogió el teléfono, sin dirigirle la palabra, marcó un número y dijo:
—Eminencia, en el caso de Jellinek se ha presentado una nueva circunstancia de lo más notable. Tendría que oír por sí mismo su versión del incidente.
Poco después se presentó el cardenal Giuseppe Bellini y Jellinek repitió su relación de los hechos, explicando cómo habían llegado a su poder las zapatillas y las gafas, sin que él hubiese tenido nada que ver en el asunto.
—¿Y por qué esta confesión tardía? —inquirió Bellini.
—La confesión sólo es posible cuando se hace en la conciencia de la propia culpabilidad. La posesión de esos objetos, aun cuando fuese harto misteriosa, no despertó en mí ningún sentimiento de culpa, señor cardenal. Como prueba sirva el ejemplo de que ni siquiera oculté el paquete cuando monseñor Stickler vino a jugar conmigo al ajedrez. Si hubiese tenido la más mínima idea sobre el significado de aquel paquete, bien me hubiese ocupado de guardarlo, pero no se me hubiese ocurrido dejarlo tranquilamente por ahí tirado. No se olvide de una cosa: yo no pertenecía a la curia en la época en que murió el papa Juan Pablo I.
El cardenal Giuseppe Bellini le preguntó entonces a bocajarro:
—¿De qué parte está usted, eminentísimo cardenal Jellinek?
—¿De qué parte? ¿Cómo he de tomar sus palabras?
—Ya habrá tenido tiempo de advertir, señor cardenal, que la curia no forma una unidad homogénea y que no todos son amigos de todos. Esto es algo completamente natural, sobre todo tratándose de personas de distintas nacionalidades y de orígenes tan diversos. No tiene por qué responderme ahora. Tan sólo quisiera preguntarle una cosa: ¿puedo tenerle por amigo?
Jellinek hizo un gesto de asentimiento, y a continuación prosiguió el cardenal Bellini:
—Su santidad el papa Juan Pablo I fue víctima de una conjura, de esto no me cabe la menor duda, y la desaparición de algunos objetos no es más que un indicio, créame.
—Estoy al corriente de las murmuraciones —respondió Jellinek—, pero he de confesarle que hasta ahora había mantenido una actitud de escepticismo al respecto. La muerte repentina de una papa siempre da lugar a demasiadas especulaciones.
—¿Y ese extraño paquete?
—Eso es lo que me obliga realmente a revisar mis propias opiniones, pues detrás de ese hecho se oculta, sin lugar a dudas, una intención manifiesta. Partamos del hecho de que Juan Pablo I fuese verdaderamente asesinado; en ese caso tendría que entender como una amenaza el envío de ese paquete, y como lo que pretendía ser una amenaza no pareció surtir ningún efecto, me enviaron a un mensajero para que me transmitiese de palabra la advertencia.
Y dirigiéndose a Stickler, preguntó Jellinek:
—¿Qué clase de documentos eran los que desaparecieron, monseñor?
Bellini interrumpió en esos momentos a Jellinek:
—El ayuda de cámara de su santidad está sometido al voto de silencio. Pero no es ningún secreto que en uno de esos documentos se consignaban los nombres de algunos de los miembros de la curia.
—Entiendo —respondió Jellinek.
Bellini se quedó reflexionando y dijo al fin:
—Usted es un hombre valiente, eminentísimo cardenal Jellinek.
No sé realmente cómo hubiese reaccionado yo en su lugar. Creo que yo hubiese sido antes un Pedro que un Pablo, y por Dios que no es ninguna vergüenza ser un Pedro.
Y así siguieron discutiendo. No, lo cierto es que Jellinek, incluso después de esa conversación, no podía estar seguro de si debería confiar en Bellini, como tampoco tenía claro en modo alguno cuál era el partido o el grupo de intereses de la curia al que pertenecía Bellini, ni quiénes eran sus adversarios, ni quiénes sus amigos, por lo que tomó la decisión de seguir manteniendo una actitud de desconfianza ante todos en general y ante cada cual en particular.
El hermano Benno, al llegar a Roma, pasó la noche en una de las pensiones baratas de la Via Aurelia. Al día siguiente se presentó en el Oratorio sobre el Aventino.
El abad Odilo recibió al fraile forastero con la hospitalidad que caracteriza a los conventos desde hace siglos y ofreció al hermano Benno una celda para pernoctar durante su estancia en Roma, ofrecimiento que éste aceptó agradecido «tan sólo por un par de días», como indicó.
El forastero explicó a su anfitrión que conocía el Oratorio por uno de sus viajes anteriores a Roma, pero que eso había ocurrido hacía ya mucho tiempo, durante la guerra, cuando se dedicó a realizar ciertos estudios en la biblioteca del Oratorio.
—¿Cuándo fue eso exactamente, hermano en Cristo?
—Al final de la guerra, cuando los alemanes se encontraban ya en Roma.
El abad se estremeció de terror.
—Fue un final sin pena ni gloria —prosiguió el hermano Benno—, no quiero recordarlo, en las últimas semanas me llegó la convocatoria; el arte y mis investigaciones…
—Y ahora ha vuelto a reanudar sus investigaciones.
—Sí —respondió el hermano Benno—, con la edad regresa uno con frecuencia a cosas que no logró terminar en los años mozos.
—¡Cuánta verdad! —replicó el abad—. Supongo, hermano en Cristo, que deseará utilizar la biblioteca del Oratorio.
—Así es, padre abad.
—Me temo que la biblioteca ha cambiado bastante desde aquella época.
—No me molestará eso. Sabré orientarme, con toda seguridad.
La seguridad que revelaba al hablar el fraile forastero despertó la desconfianza en el abad Odilo. Una biblioteca se transforma completamente en el curso de algunas décadas. ¿Cómo pretendía saber el forastero cuál era la organización actual de la biblioteca? ¿Cómo podía afirmar con tal autosuficiencia que sabría orientarse? Mientras los dos subían en silencio por la escalera que conducía a la biblioteca, el abad comenzó a abrigar dudas sobre si había hecho bien en recibir con tanta hospitalidad al fraile forastero.
Al llegar arriba el abad encomendó a los bibliotecarios que atendiesen los deseos del religioso, y el hermano Benno, tras saludar a cada uno de ellos con un apretón de manos, se dispuso a sumirse en el trabajo.
Por la noche, después de las oraciones que se pronuncian antes de acostarse, el abad Odilo se dirigió a un lugar apartado del Oratorio, donde en los sótanos de una torre se encontraban almacenados un sinfín de documentos antiquísimos. Pero no eran los documentos lo que realmente interesaba al abad, sino un montón de toscas cajas de madera. Después de contarlas y comprobar que todas estaban cerradas, salió del sótano sin tocar nada.