En el expreso de Roma. Hacía muchos, muchos años que el hermano Benno no había viajado, y en su recuerdo tenía el viajar por algo extremadamente fatigoso. Y ahora se encontraba sentado en un compartimiento de lujo y no se cansaba de admirar el paisaje montañoso que volaba ante sus ojos. Iba solo. De vez en cuando trataba de leer algo en su breviario, pero siempre lo dejaba a un lado tras unos cuantos párrafos. De niño solía escuchar atentamente en el tren el rítmico traqueteo de las ruedas y se entretenía formando palabras que concordasen con esas cadencias monótonas. Pero ahora apenas era perceptible aquel ritmo acompasado de entonces, y los golpes y las sacudidas habían desaparecido para dar paso a un suave efecto de empuje continuo. De un modo inconsciente se puso a buscar el hermano Benno las palabras que se adecuaran a ese nuevo ritmo placentero, y de repente escuchó una frase, que se repetía como un martilleo dentro de su cabeza:
—Lucas miente, Lucas miente, Lucas miente.
Y por muchos esfuerzos que hizo por apartar esas palabras de su conciencia y suplantarlas por otras, esa breve sentencia volvía una y otra vez como un tormento que no quisiera terminar.
Mientras que el tren iba avanzando hacia el sur, serpenteando como un gusano, ora a lo largo de empinadas laderas, ora siguiendo la corriente de algún río de aguas cantarinas, se puso a pensar en Miguel Ángel, en ese ser solitario y retraído que había logrado crear lo más grande que ha producido el arte humano y que jamás había desperdiciado ni una sola palabra al respecto, sino que, por el contrario, tendía a encubrirse y a jugar al escondite con sus semejantes, por lo que hasta nuestros días muchos aspectos de esa persona siguen siendo un misterio. Miguel Ángel, que decía de sí mismo, en tono jocoso, que había mamado el amor por las piedras junto con la leche materna, porque Francesca, su madre, que tendría diecinueve años cuando le dio a luz, entregó a su hijo recién nacido a una robusta nodriza para que se lo criase, a una campesina que era esposa de un picapedrero. Miguel Ángel, ese hijo del Renacimiento que jamás se subordinó al Renacimiento, sino que se creó su propio universo ultramundano, todo un cosmos de éxtasis creador, formado por elementos de la antigüedad, del neoplatonismo y de la fantasía desbordante de un Dante.
Fue un ser que careció de amor, a quien la vida golpeó con crueldad, sobre todo después de la muerte prematura de su joven madre, y a quien su padre, Lodovico di Buonarroti, un corregidor provinciano que no conocía el sosiego, sólo envió a la escuela de mala gana, y a disgusto le hizo aprender un oficio. Esto último fue con los hermanos Domenico y David Ghirlandajo, maestros eminentísimos de la ciudad de Florencia. De carácter taciturno y huraño, jamás logró superar la falta de cariño que supuso para él la muerte de la madre, por lo que las mujeres se le antojaron siempre diosas y santas. Monástico como un fraile —al igual que él mismo, el hermano Benno—, así vivió Miguel Ángel durante toda su vida, no por un imperativo moral, por supuesto, sino más bien por devoción vocacional, impulsado por un sentimiento de amor sublimado, en el que su figura ideal era la Beatriz de Dante, y así fue creando prototipos juveniles y maternales como los de la Piedad, matronas y sibilas de una delicadeza inusitada. El pasado, su propio pasado y el de sus antepasados, revestía para él una gran importancia, es más, hasta daba muestras de un orgullo aristocrático, y puede decirse que en la mayoría de sus representaciones masculinas se advierten claramente las visiones paternas.
Miguel Ángel tenía catorce años de edad cuando cambió el lápiz y el pincel por el cincel y el martillo, para gran regocijo de Lorenzo de Médicis, el poderoso gobernante de Florencia que acogió al joven bajo su protección. En algún momento de aquellos años de mocedad sucedió lo imprevisible, algo que marcaría para siempre su vida: en el curso de una disputa, su compañero Torrigiani le dio un puñetazo en el rostro y le destrozó el cartílago nasal, dejándole una perenne señal visible. Desde aquel día su rostro quedó deformado. Aparte el dolor corporal, ¡cuál no sería el sufrimiento que ese suceso habría de ocasionar en un adorador de la belleza como era Michelangelo Buonarroti!
Tales cosas iba pensando el hermano Benno mientras el expreso avanzaba velozmente hacia el sur, y pensó también en aquel joven de diecinueve años que iría a escuchar con avidez en la catedral de Florencia los sermones del fraile dominico Savonarola, que fustigaba con sus palabras el lujo de los encumbrados señores y la arrogancia de los prelados de la Iglesia, cuya altanería era ya un pecado mortal que desafiaba los mandamientos de la fe cristiana. Un auténtico zafio cuando se encaramaba en el púlpito, aquel Savonarola no tenía pelos en la lengua a la hora de condenar la corrupción en el Estado y en la Iglesia y de atacar la teología imperante, que las autoridades eclesiásticas habían reducido a la categoría de un objeto carente de sentido. Bajo de estatura, enjuto en carnes y con el rostro de un asceta, se dirigía a sus oyentes, que lo seguían por millares, arrojándoles al rostro visiones apocalípticas, en las que se acumulaban los horrores y que resultaban tanto más dignas de crédito por cuanto eran pronunciadas en un país aterrorizado por la guerra y en el que proliferaban las conjuras contra los gobernantes. Predicaba la ira de Dios y el hundimiento de Florencia:
—Ecce ego abducam aquas super terram[82].
El joven Miguel Ángel tuvo que haber escuchado aquellas sentencias en medio del mayor espanto, y las imágenes de la ira de Dios y de las aguas que se abatían sobre la tierra aparecieron años después en la bóveda de la Capilla Sixtina con la misma fuerza persuasiva con la que las profetizó aquel prior dominico.
En lo esencial, Miguel Ángel siguió siendo toda su vida un autodidacta, aprendió de cuanto le rodeaba, admiró las esculturas de la antigüedad en los jardines de los Médicis y se recreó con las obras de Donatello y Ghiberti, de quien dijo que con su arte había abierto de par en par las puertas del paraíso; de Ghirlandajo, el maestro, se fue separando cada vez más. Perdidas están sus primeras obras como escultor, pero mundialmente famosa se hizo su Piedad, la escultura de una joven madona que sostiene en su regazo el cadáver de Jesús, un encargo del cardenal de San Dionigi, con la belleza de una divinidad griega, tallado en mármol de Carrara y cincelado con una filigrana tan delicada, que parece salida de las manos de un orfebre. Cuando le echaron en cara la radiante belleza juvenil de aquella virgen —de la misma edad hay que imaginarse a la madre de Miguel Ángel a la hora de su muerte—, respondió el artista que una mujer casta no envejece, pues conserva por más tiempo su lozanía que aquella que no lo es, cuánto más bella y lozana tendría que ser entonces una virgen que no tuvo jamás el más mínimo pensamiento pecaminoso. De ahí que no debería ser motivo de asombro el hecho de que hubiese representado a la Santísima Virgen, madre de Jesucristo, mucho más joven que a su propio hijo, aun cuando en la realidad fuese precisamente al revés, si es que se tenía en cuenta el envejecimiento normal de las personas. Aquel artista de veintidós años se sentía orgulloso de su obra y grabó allí su firma para la posteridad, por primera y única vez en su vida.
Un artista es el reflejo de su época y de su entorno, y Miguel Ángel encontró a su regreso a Florencia una situación completamente distinta: los partidarios de Savonarola habían ido aumentando día tras día, las procesiones de los penitentes se sucedían por la ciudad, y cada vez era mayor el número de personas que se sumaban a ellas. La peste y el hambre se cobraban incontables víctimas, y en medio de aquel caos se alzaba la ronca voz de Savonarola, exigiendo penitencia y austeridad en las costumbres. Savonarola se veía a sí mismo como un instrumento de Dios, y así se autodenominaba, pero ante los ojos de la mayoría de sus seguidores aquel dominico era un auténtico profeta.
Por tres veces le tuvo que llamar la atención el papa desde Roma, advirtiéndole que debía dejar de pronunciar aquellas palabras tan duras contra la Iglesia y el papa desde el bastión de su púlpito, hasta que finalmente Alejandro Borgia dictó contra él la excomunión; pero esto no hizo más que incitar al predicador a utilizar un lenguaje aún más severo. Para él la bula papal no era razón para callar, sino todo lo contrario, ahora se lanzó a condenar la corrupción de las costumbres en la corte pontificia, y todo esto invocando los dictados de su propia conciencia. Fray Girolamo acusó al papa de simonía, de dedicarse a la venta de los cargos espirituales, hasta que al fin, a instancias de sus enemigos, fue apresado, torturado y obligado a prestar una confesión de la que se retractó, en cuanto logró escapar al tormento. Pero con ello no pudo evitar el proceso que le siguió la Santa Inquisición. El papa deseaba tenerlo en Roma, pero luego envió un delegado a Florencia, encargado de pronunciar la sentencia de muerte. El día de la Ascensión del año de gracia de 1498, Savonarola fue quemado vivo en la plaza que se extendía ante la sede del gobierno.
Miguel Ángel no se encontraba entre los mirones que se apelotonaban a los pies de la hoguera; en aquellos días estaba viviendo en Roma. Pero aun cuando no presenciase con sus propios ojos aquel terrible espectáculo, el sensible artista tuvo que haber quedado muy impresionado al pensar en la maldad humana, que no retrocede ni ante los más piadosos de los piadosos. Pero eran precisamente los más piadosos de los piadosos los que daban a Miguel Ángel trabajo y comida. Y así surgió la escisión en su alma.
Miguel Ángel trabajaba más de escultor que de pintor. Tres medallones con retratos de vírgenes son el escaso resultado pictórico de aquellos años. No sabemos si le atemorizaba la supremacía de Leonardo, de Perugio y de Rafael, pero nada tuvo de extraño el hecho de que el papa Julio II llamase repetidas veces a Miguel Ángel para que fuese a Roma y pusiese a su servicio sus artes de escultor. El papa Julio II era más guerrero que pastor de almas, más político que sacerdote, más violento que dulce y también algo que no concuerda en modo alguno con la imagen de ese hombre: amaba el arte tanto como la espada y admiraba las obras de los grandes artistas, y uno de ellos hizo que el papa Julio se fijase en el joven florentino. Sin saber exactamente el porqué, mandó enviar cien escudos a Miguel Ángel en calidad de gastos para el viaje, con el objeto de poder conocerlo, y mucho después se le ocurrió la idea de la tumba, de erigirse un monumento en la tribuna de la iglesia de San Pedro. Pero la colaboración entre el papa y Miguel Ángel se convirtió en un auténtico calvario, pues la indiferencia del sumo pastor y la tozudez del artista se equilibraban, como si ambas pesasen lo mismo puestas en los platillos de una balanza, hasta que las diferencias llegaron a su punto culminante cuando Miguel Ángel proclamó a los cuatro vientos que si seguía por más tiempo en Roma, tendría que erigir al final su propia tumba y no la del anciano papa, por lo que se alejó de la ciudad santa con el alma carcomida por la ira.
El artista se había visto obligado a contraer deudas para pagar los bloques de mármol y los jornales de los obreros, lo que hizo que Condovici, uno de sus discípulos, hablase años más tarde de «la tragedia de la tumba», y el mismo Miguel Ángel comentaba aquel caso de la siguiente manera:
—Si de niño hubiese aprendido a fabricar cerillas de fósforo en vez de dedicarme al arte, no me encontraría ahora sumido en tal desesperación.
El papa, por su parte, se desató también en improperios, dijo que no le eran desconocidos los malos modales de que hacía gala la gente de esa calaña, pero que en cuanto sus asuntos le permitiesen regresar a Roma, aquel deslenguado tendría que pagárselas muy caras, así que el florentino tuvo motivos suficientes para temer que el papa pudiese desencadenar una nueva guerra por culpa de su escultor fugitivo. Miguel Ángel estuvo pensando entonces con toda seriedad en la posibilidad de huir a Constantinopla para ir a terminar allí sus días bajo la protección del sultán. Trabajo en aquella ciudad había más que suficiente, pues, entre otras cosas, el sultán tenía el proyecto de construir un puente sobre el Cuerno de Oro para unir los barrios de Gálata y Perama.
Finalmente se llegó a un compromiso para encontrarse a mitad de camino, por lo que el papa y Miguel Ángel se reunieron en Bolonia, ciudad que Julio II acababa de conquistar con un ejército compuesto por quinientos caballeros. Su santidad le dio allí el encargo de esculpir una estatua en bronce de cuatro metros de alto, que no pudo ser acabada sino hasta la segunda fundición y de la que lo único que sabemos es que fue destruida tres años después por la familia gobernante, por los Bentivogli, cuando éstos volvieron del exilio. Los restos de aquella estatua fueron utilizados para forjar el tubo de un cañón.
A su regreso a Roma, el florentino prosiguió sus trabajos en el monumento mortuorio, pero el papa Julio II trató de apartar al artista de esa tarea. De las cuarenta esculturas que contaba el proyecto original, Miguel Ángel logró terminar a duras penas el Moisés; los bloques de mármol que Miguel Ángel había almacenado detrás de la basílica de San Pedro, donde él mismo vivía, fueron robados, y un buen día el santo padre sorprendió al desesperado escultor con el encargo de pintar el techo de la Capilla Sixtina, una obra mandada construir por su tío, el papa Sixto IV, hombre depravado entre los depravados, y que él mismo había inaugurado solemnemente hacía unos veinticinco años. Miguel Ángel no quiso aceptar ese encargo, pero al final no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer.
Ya sobre el proyecto definitivo, se enzarzaron los dos de nuevo en agria disputa, y dice mucho sobre la inflexibilidad y la dureza de Miguel Ángel el hecho de que el papa tuviese que rendirse al fin, extenuado por la discusión, y permitiese al florentino que hiciese y deshiciese según su buen criterio, siempre y cuando se dedicase al menos a pintar. Miguel Ángel se decidió por la historia de la creación y de los orígenes de la humanidad…, pero ¡de qué modo tan extraño y caprichoso!
Tales eran las cosas que pensaba el hermano Benno durante su viaje, mientras el tren repetía con insistencia el ritmo acompasado de las ruedas:
—Lucas miente, Lucas miente…