EL DÍA DEL APÓSTOL SAN MATÍAS

El concilio extraordinario en la sede del Santo Oficio comenzó como siempre siguiendo el rígido ritual de invocar primero al Espíritu Santo y proceder luego a pasar lista a los presentes por parte del presidente, en nuestro caso el cardenal Joseph Jellinek, que exhortó ex officio a los allí reunidos para que discutiesen el asunto bajo el más estricto voto de silencio, ya que, como parecía, los peores temores se habían hecho realidad: los caracteres del florentino, escritos al modo hebreo, de derecha a izquierda, revelaban el nombre de Abulafia.

La sola mención de ese nombre provocó entre los presentes reacciones muy diversas. Los especialistas, como Gabriel Manning, catedrático de semiótica en el Ateneo de Letrán, Mario López, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Frantisek Kolletzki, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Educación Católica y rector del Collegium Teutonicum, Adam Melcer, de la Compañía de Jesús, y el catedrático Riccardo Parenti, especialista en Miguel Ángel por la Universidad de Florencia, reaccionaron emitiendo un grito apagado, con lo que querían dar a entender que eran perfectamente conscientes de la gran transcendencia de ese descubrimiento, mientras que los demás se quedaron mirando fijamente al cardenal Jellinek a la espera de aclaraciones ulteriores.

Manning se sintió francamente avergonzado de no haber sido él quien descubriese el nombre por el simple procedimiento de leer los caracteres a la inversa, y los presentes se pusieron a escribir sobre papeles las letras, invirtiendo esta vez el orden de las mismas. El profesor Gabriel Manning declaró que esa interpretación era correcta, sin lugar a dudas, pero que en su seno encerraba, de todos modos, la prueba de aquello que él mismo había dicho en el concilio anterior: que Jeremías había leído y escrito únicamente de derecha a izquierda, por lo que si repetía su modo de escribir y leer, se tendría que encontrar una palabra que tuviese un significado. Y esto, al mismo tiempo, no era más que un ejemplo académico del desciframiento semiótico.

—¿Lo que significa? —preguntó el cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone en tono provocador.

—¡Poco a poco, vamos por partes, eminencia! —replicó el cardenal Joseph Jellinek—. De momento lo único que sabemos es que Miguel Ángel quiso hacer una alusión a la cábala… y nada más.

—¿Y por eso nos acaloramos? ¿Por eso convoca usted este concilio? ¿Por eso hay que intranquilizar a toda la curia? —le espetó Cascone, mostrándose indignado—. La cábala es una de las muchas herejías que no han logrado socavar los cimientos de la Iglesia. Y si Miguel Ángel fue un discípulo de esa doctrina esotérica, pues bien, no digo que esto sea precisamente de algún provecho para la Iglesia, pero no nos vamos a morir porque lo sepamos.

—¡Se precipita en sus conclusiones, señor cardenal secretario de Estado! —se apresuró a decir Gabriel Manning, levantando su índice acusador—. Si un Miguel Ángel escribe ese nombre en la bóveda de la Capilla Sixtina, podemos estar seguros de que pretendía lograr algo más que dar a conocer simplemente el nombre de una persona por pura malicia. ¡Téngalo en cuenta!

—Pero ¡qué me dice, profesor! —replicó Cascone en tono despectivo—. Propongo que publiquemos una declaración oficial, en la que podríamos señalar que Miguel Ángel fue al parecer un cabalista y que dejó escrito en el techo el nombre de un cabalista muy poco conocido, con la intención de vengarse de los papas. Esto levantará algún alboroto, pero pronto se aplacarán los ánimos y podremos dar carpetazo al asunto.

—¡Alto ahí! —exclamó el cardenal Joseph Jellinek—. Ése sería el camino más seguro para abrir las puertas de par en par a las especulaciones y a los escándalos; pues nuestros críticos no se conformarán seguramente con el nombre y seguirán investigando por cuenta propia y encontrarán mil y una explicaciones a ese nombre, y esta discusión no terminará jamás.

Tomó entonces la palabra el profesor Parenti y dijo que en primer lugar no se había demostrado en modo alguno que Michelangelo Buonarroti hubiese sido un cabalista, aun cuando los especialistas en Miguel Ángel habían manifestado ya en varias ocasiones una sospecha similar, y que en segundo lugar, ese hallazgo representaba un hecho verdaderamente sensacional en los trabajos de investigación, por lo que mantendría ocupada a la ciencia durante largos años, sino décadas. Y dirigiéndose luego al restaurador jefe Bruno Fedrizzi, quiso saber Parenti si no cabría esperar que surgiesen en otras partes otros nuevos signos, los cuales podrían estar seguramente relacionados con el nombre de Abulafia.

Fedrizzi dio una respuesta negativa. Después del descubrimiento de los ya conocidos caracteres, se había procedido a un examen especial, con lámparas de cuarzo, de todas las superficies pintadas en las que se podía esperar un fenómeno similar, y ese examen había dado resultados negativos. Podía descartarse con seguridad absoluta la posibilidad de que apareciesen nuevos caracteres.

—Pues mayor razón entonces —opinó el arzobispo Mario López— para que nos dediquemos a seguir la pista que nos señala ese nombre. ¿Qué podría explicarnos al respecto, padre Augustinus?

Al responder a esa pregunta, el padre Augustinus se retorció como la serpiente en el árbol de la sabiduría. Debido a la brevedad del tiempo de que disponían, no resultaba posible dar una información exhaustiva sobre el nombre de Abulafia, cuanto más que, para su gran sorpresa, no existía ninguna Busta Abulafia, tal como había supuesto al principio, ya que el nombre aparecía, sin embargo, en los anales del Vaticano.

El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone le interrumpió con brusquedad:

—¿No quiere precisar sus palabras, por favor, padre Augustinus?

—Bueno, sí —contestó el oratoriano a la defensiva—, Abraham Abulafia fue sin duda alguna un hombre sabio, aunque algo ofuscado.

Nació en el año mil doscientos cuarenta en Zaragoza, aprendió de su padre la Biblia, también algo del Misnah y del Talmud, y se fue luego al Oriente para ocuparse de temas filosóficos y místicos, especialmente de doctrinas cabalísticas y teosóficas, y puede ser que descubriese algunas cosas de las que está prohibido escribir. Sobre estos asuntos compuso veintiséis obras teóricas sobre la cábala y veintidós libros proféticos, y al particular dijo en cierto lugar que le gustaría transcribir muchas cosas, pero que no debía, aun cuando tampoco podía dejar de hacerlo del todo, por lo que optaba por escribir lo que tenía que escribir, y detenerse, y volver de nuevo a ello con alusiones en otras partes de su obra…, y es que tal era el procedimiento que seguía.

Interrupción del cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone:

—¿Cómo designaría a Abulafia, padre, como filósofo o como profeta?

—Habría que llamarle las dos cosas. Cuando Abulafia contaba treinta y un años de edad, recibió el legado del espíritu profético, tal como él mismo decía, tuvo visiones de demonios, que le ofuscaron y confundieron, y al parecer se pasó quince años deambulando como un ciego, siempre con Satanás caminando a su derecha…; tal es, al menos, lo que afirmaba. Sólo después de ese período comenzó Abulafia a componer escritos proféticos, y al particular usó toda suerte de seudónimos, siempre con el mismo valor numérico que correspondía a su nombre de Abraham. Y así se hizo llamar Zacarías o Rasiel. Pero sus libros proféticos se han perdido prácticamente todos.

El cardenal Joseph Jellinek, visiblemente turbado, carraspeó antes de hablar:

Ad rem[81], padre Augustinus. Usted ha dejado caer que Abulafia entró en contacto con las esferas del Vaticano. ¿Cuándo sucedió y en qué tipo de circunstancias?

—Aquello fue, en la medida en que puedo acordarme, por el año mil doscientos ochenta.

Exclamación de asombro por parte del cardenal Jellinek:

—¿En el papado de Nicolás III?

—Así es. Y aquello fue, en muchos aspectos, un encuentro francamente notable, bueno, en realidad no se llegó a un encuentro de verdad entre los dos, y ahí empiezan ya las peculiaridades. Tengo que decir ante todo que los cabalistas habían difundido en aquellos tiempos la doctrina de que cuando llegase el final de las eras, el Mesías, atendiendo al mandato divino, se presentaría ante el papa y exigiría la libertad para su pueblo, y sólo entonces se sabría con certeza que el Mesías había venido realmente al mundo. Abulafia vivía para aquel entonces en Capua y gozaba de un gran prestigio. Cuando el papa Nicolás III se enteró de que Abulafia quería venir a Roma para darle una noticia, impartió la orden de apresar al hereje a las puertas de la ciudad, de matarlo y de quemar luego su cadáver ante las murallas de Roma. Abulafia tuvo conocimiento de la orden papal, pero no le otorgó la más mínima importancia, así que entró en la ciudad por una de sus puertas y allí recibió la noticia de que el papa Nicolás III había muerto la noche anterior. Abulafia fue retenido durante veintiocho días en el claustro de los franciscanos, pero luego le dejaron marchar, y entonces se perdieron sus huellas. Hasta hoy en día sigue siendo un misterio la clase de noticia que Abulafia quería transmitir al papa.

—Si le he entendido bien —intervino el cardenal secretario de Estado—, en lo que respecta al papa Nicolás III, que usted ha mencionado, se trata del mismo nombre que se encontró escrito en uno de los papeles que llevaba en sus bolsillos el difunto padre Pio, que en paz descanse.

—Pues sí, la signatura Nicc. III significa «papa Nicolás III». Pero el legajo en el que se consignaba precisamente esa signatura ha desaparecido.

En esos momentos, Adam Melcer, de la Compañía de Jesús, que hasta entonces había permanecido callado, alzó su poderosa voz:

—Ésta es una historia harto misteriosa, que concuerda a la perfección con todo lo que ha ocurrido hasta la fecha en relación con el hallazgo de esos caracteres. No necesito señalar aquí, espero, el hecho de que la muerte de ese papa es un asunto no esclarecido todavía.

A estas palabras respondió Cascone con gran acaloramiento:

—¿Pretende decir que hay indicios de que la muerte del papa Nicolás III fuera violenta?

Melcer se encogió de hombros y no contestó.

El cardenal secretario de Estado se vio entonces en la necesidad de intervenir:

—Hermano en Cristo, nos encontramos aquí reunidos para analizar hechos concretos, no para exponer suposiciones. Si tiene alguna prueba de la muerte violenta de su santidad el papa Nicolás III, haga el favor de ponerla aquí sobre el tapete, pero si tan sólo son suposiciones suyas, ¡haga el favor de callarse!

El jesuita gritó entonces, presa de la mayor excitación:

—¿Es que acaso hemos retrocedido de nuevo tanto que hay que reprimir los pensamientos? ¡Si esto es así, eminencia, ruego que se me dispense de la comparecencia!

El cardenal Joseph Jellinek se las vio y las deseó para aplacar los agitados ánimos y exhortó encarecidamente a los presentes a que volviesen al tema de la discusión.

—Compruebo —afirmó al fin, a modo de recapitulación— que existe alguna relación misteriosa entre el cabalista Abraham Abulafia, su santidad el papa Nicolás III, el pintor Michelangelo Buonarroti y el padre Pio de la orden de los benedictinos. Los dos primeros vivieron en el siglo XIII, Miguel Ángel en el siglo XVI, y el padre Pio en el siglo XX. ¿Advierte aquí alguno de los presentes algún nexo causal que nos pudiese ser de alguna ayuda para poder dar con una solución a este enigma?

Pero con esa pregunta, el cardenal lo único que cosechó fue el silencio.

Teniendo en cuenta la impresión causada por los nuevos descubrimientos y para que cada cual pudiese recapitular y reflexionar sobre los hechos, el concilio postergó sus sesiones para el viernes de la segunda semana de cuaresma.