LA NOCHE SIGUIENTE Y EL DÍA SIGUIENTE

La noche siguiente fue la más larga de todas las noches de su vida, pues Jellinek no pudo conciliar el sueño, pese a que un cansancio profundo paralizaba sus miembros. El cardenal sentía miedo, miedo a lo desconocido, a algo que se alzaba amenazante ante él como si quisiera devorarlo. Se levantó de la cama, miró por enésima vez a través de la ventana, se fijó en la cabina telefónica de la acera de enfrente y advirtió la presencia de un hombre que realizó una breve llamada telefónica y luego desapareció por la puerta de su edificio, pero con sus pensamientos Jellinek se encontraba con Jeremías, con los profetas y las sibilas, que iban surgiendo de los abismos ocultos de la tierra y a los que veía medio en sueños, medio en vigilia. En sus oídos retumbaban las aguas del diluvio universal, que se precipitaban desde las más altas cumbres de las montañas, lamiendo sus laderas, mientras que él, Jellinek, pequeño como un niño, se abrazaba a los muslos desnudos de la madre, sintiendo un miedo mortal y estremeciéndose al mismo tiempo de placer. Con avidez seguía con la mirada la creación de la mujer a partir de la costilla de Adán, contemplaba a la Eva seductora, de formas redondeadas y que mantenía una actitud humilde ante el Creador, como si fuese la bondad personificada. Desde un seguro escondite espió a Eva, desnuda, y alzando la mano para coger la manzana que le entregaba la serpiente, tras haberla arrancado del árbol de la sabiduría, y gritó entonces: «¡Giovanna! ¡Giovanna!», porque no se le ocurría más que ese nombre y el otro parecía haberse borrado completamente de su memoria.

Incapaz de bajar la mirada y apartarla de las fechorías y las palabras pecaminosas de los profetas, prestó atención a los sonidos de la noche y escuchó cómo pronunciaba Joel una A cantarina y cómo después se puso a leer obscenidades de las Sagradas Escrituras, gritando que el pueblo debería dedicarse a beber, a emborracharse, a destruir en su embriaguez las cepas y los campos y que allí donde se pudriese la simiente y se secase el aceite, debería dedicarse a robar a los demás precisamente lo que más necesitasen. Y el anciano Ezequiel, arrogante y vanidoso como un pavo real, arrojaba sus escritos al viento y, mostrando sus partes sexuales desnudas, se ofrecía a todos los hombres que pasaban a su lado, incitándolos al comercio carnal, para después colmar de regalos a sus amantes, a los que abandonaba apenas había satisfecho sus apetitos para ir corriendo detrás de las monjas libidinosas de Egipto, a las que acariciaba los pechos. Isaías, el más excelso y noble de los profetas, por cuyas venas corría sangre real, no se comportaba de acuerdo a su condición, sino que se dedicaba a danzar de un lado a otro con las hijas de Sión y contemplaba embobado sus miradas lascivas, las cintas que ceñían sus frentes, sus brazaletes y sus ajorcas, y después se lanzó a practicar el amor con siete de ellas, y de tal modo, que era un auténtico placer seguir con la mirada las evoluciones de sus actos.

—¡A mí los talladores de ídolos! —gritaba como un loco—. ¡A mí, a mí, haced vuestras propias divinidades, fabricad tantos dioses como os venga en gana y cubridlos de incienso y arrojad por la borda los viejos mandamientos y pisotead lo que quede de la vieja doctrina!

Y a continuación se untó de ungüento desde los pies a la cabeza y tendió la mano a la sibila de Delfos, para sacarla a bailar, y se puso a brincar con ella sobre el suelo, mientras la sibila entornaba alborozada sus ojos almendrados y echaba la cabeza hacia atrás, sumida en la embriaguez del éxtasis, sacudiendo con tal fuerza su cabellera, que la cinta que le ceñía la frente se le cayó al suelo, donde se transformó inmediatamente en una víbora. Pero aquella serpiente no amenazó con su lengua siseante a los que se unían en frenético abrazo, sino que lo amenazó a él, al cardenal, por lo que éste, en medio de espantosas convulsiones, trató de pisotear a la bestia, revolviéndose en su cama.

Y de repente vio a un anciano de aspecto indescriptible, pero con las facciones de Jeremías, que se irguió en el capitel de una columna altísima, que llegaba hasta el cielo, y el anciano extendió los brazos como si quisiera echarse a volar, y cuando aquel ser levantó una pierna, para que el viento penetrase en su túnica y la abombase, dejando completamente lisos todos los pliegues, Jellinek, sumido en la desesperación, le gritó con todas sus fuerzas que no lo hiciera, que corría el peligro de precipitarse al abismo como una piedra. Pero fue demasiado tarde. Jeremías se dejó caer de cabeza en las profundidades infinitas, mientras el viento sacudía con violencia sus vestiduras. La caída del profeta pareció extenderse en el tiempo, como si su duración no tuviese fin, y en algún momento de su caída sus rostros se juntaron, como los de los peces en un acuario, acercándose cada vez más el rostro del profeta volador y el del dormido cardenal soñador, y Jellinek gritó:

—¿Hacia dónde vuelas, anciano Jeremías?

A lo que respondió Jeremías:

—¡Hacia el pasado!

Preguntó entonces Jellinek:

—¿Qué buscas en el pasado, Jeremías?

Y Jeremías respondió:

—¡El conocimiento, hermano, el conocimiento!

Volvió a preguntar Jellinek:

—¿Por qué dudas, Jeremías?

Y Jeremías esta vez no le respondió. Pero luego, desde las profundidades, cuando el otro ya era invisible, escuchó Jellinek los gritos del profeta:

—¡El principio y el final son una y la misma cosa! ¡Tienes que entenderlo!

El cardenal se despertó entonces sobresaltado.

El sueño excitó al cardenal en muchos aspectos. Las sensuales figuras de los bailarines en éxtasis pasaban una y otra vez ante sus ojos, así que le resultaba muy difícil apartar de su conciencia la visión de esas contorsiones obscenas ejecutadas por profetas y sibilas.

Por la mañana bajó las escaleras de su casa, arrastrando los pies por los escalones para que se pudiese notar bien su presencia, pero no por eso se encontró con Giovanna. Ese día no pudo concentrarse en su trabajo, le fue imposible ponerse a analizar las doctrinas heréticas que sustentaban los curas sudamericanos, en las que por doquier se advertía el influjo de los demonios comunistas y tras las cuales no se ocultaba más que el mal; en vez de eso trató de purificar su alma, poniéndose a rezar con fervor en un rincón de su austero despacho, pero tampoco esto le salió bien, por lo que el cardenal se dirigió a la Capilla Sixtina con el ánimo de contemplar una vez más aquellas imágenes de sus sueños que parecían tener la propiedad de crear adicción.

El cardenal Jellinek se plantó bajo el mismo centro de la bóveda, teniendo en lo alto la escena de la creación de la mujer, echó la cabeza hacia atrás, tal como había hecho incontables veces, y recreó la mirada en aquellos cuadros, paseando la vista con el placer del mirón, hasta que a los pocos instantes comenzó a moverse ese mundo de colores libidinosos, aturdiéndolo de tal modo, que sintió vértigo y mareos. Desde muy lejos percibió entonces la voz de Jeremías tal como la había oído en sus sueños:

—¡El principio y el final son una y la misma cosa! ¡Tienes que entenderlo!

Jeremías, el más sabio de todos los profetas, Jeremías, el profeta cuya cabeza tenía los rasgos de Miguel Ángel, ese Jeremías tenía que ser la clave de los misteriosos caracteres. ¿No tendrían algo que ver con la inscripción las palabras del profeta que había escuchado en su sueño? Y de ser así, ¿cuál era su significado?

El cardenal entornó los párpados y buscó con la mirada las letras del florentino. ¿No sería acaso el final el comienzo de la inscripción?

Partiendo de la figura de Jeremías, pasó Jellinek debajo de la sibila persa, luego debajo del profeta Ezequiel y de la sibila eritrea, se situó bajo el profeta Joel y leyó atropelladamente:

—A…, B…, UL…, AFI…, A.

Esa serie de letras le decía tan poco como cuando las leía en sentido contrario, pero quizá ahora permitiese una nueva interpretación muy distinta.

Así que el cardenal fue a comunicar su descubrimiento al padre Augustinus, el cual se dio un puñetazo en la cabeza y se maldijo por haber sido tan tonto, ya que Jeremías, el hijo de un sacerdote de Anatot, tenía que haber escrito únicamente en hebreo, y por lo tanto de derecha a izquierda y jamás de izquierda a derecha, con lo que el resultado era completamente distinto. El archivero escribió inmediatamente las letras en un papel.

—Fíjese bien, eminencia. ¡La palabra tiene ahora un sentido!

—ABULAFIA —leyó Jellinek en voz alta.

Abulafia. ¡Claro! Abú-l-’Afiya. Abulafia era el nombre de un cabalista execrado por la Iglesia, de un simpatizante de esa doctrina secreta judía que había surgido a mediados del siglo XII en la Provenza occidental, de donde pasó a España, para extenderse posteriormente hasta la misma Italia, ocasionando por doquier grandes daños a la Iglesia.

—¡Un demonio, ese florentino! —exclamó el cardenal Jellinek.

Pues bien, ahora tenemos un nombre pero ¿qué puede decirnos tan sólo un nombre? No creo que Miguel Ángel haya escrito ese nombre en la bóveda sin ninguna intención.

—Yo tampoco lo creo —opinó Augustinus—. Pienso que detrás de eso se esconde algo más, hasta muchísimo más. Pues tan sólo el hecho de conocer ese nombre revela un saber enorme por parte del florentino. ¡Muéstreme alguna enciclopedia profana en la que se mencione ese nombre! No lo encontrará en ninguna parte. Así que si Miguel Ángel conocía ese nombre, tenía que saber mucho más, en ese caso no conocía únicamente el nombre, sino también las doctrinas de Abulafia, quizá hasta conocía su sabiduría oculta.

El cardenal juntó entonces las manos y se puso a rezar:

Pater noster, qui es in coelis…[80]

—Amén —dijo el padre Augustinus.

Y el cardenal Joseph Jellinek convocó a concilio para el día siguiente, con el fin de esclarecer el caso.

En el monasterio del silencio intentaba ese mismo día el hermano Benno escribir una carta, pero ni siquiera le salían bien las palabras de introducción. Benno escribió:

Vuestra beatísima santidad:

Éste es el intento vacilante dentro de esta vida mía, miserable y realmente inservible, que me ha impuesto Dios Nuestro Señor de hacer algo importante, y de ahí que tenga la osadía de escribirle, en la esperanza de que estos renglones lleguen a su conocimiento.

El hermano Benno leyó y releyó lo escrito una y otra vez, luego hizo añicos el papel y comenzó de nuevo:

Amadísimo santo padre:

Desde hace algunos días me atormenta la preocupación por el hallazgo de esa inscripción en la Capilla Sixtina, y he de confesar que me he tenido que armar de valor para sobreponerme a mí mismo y escribir este encabezamiento, por no hablar ya del contenido de mi carta.

El hermano Benno se detuvo en seco; leyó y releyó ese comienzo y tampoco lo encontró apropiado, así que lo hizo trizas y se puso a reflexionar. Finalmente se levantó, atravesó el oscuro pasillo jalonado por las puertas de las celdas de los monjes, bajó por la escalera de piedra que conducía a la habitación del abad y llamó a la puerta, golpeando con timidez.

¡Laudetur Jesús Christus!

El abad recibió amistosamente al hermano Benno, diciéndole:

—Te estaba esperando desde hace días, hermano. Tengo la impresión de que algo te mortifica.

Le acercó entonces una silla y le animó:

—¡Desahógate, puedes confiar en mí!

El hermano Benno tomó asiento y comenzó a hablar, no sin cierto titubeo:

—Padre abad, el descubrimiento de esa inscripción en la Capilla Sixtina me martiriza realmente mucho más de lo que pueda imaginarse. He estudiado a fondo la vida y la obra de Miguel Ángel, y ese acontecimiento me estremece hasta en lo más íntimo de mi ser.

—¿Tienes alguna sospecha acerca del posible significado de esa inscripción, hermano?

—¿Sospecha? —repitió el hermano Benno, quedándose callado.

—¡Algún motivo tiene que haber para tu extraño comportamiento!

—El motivo —dijo el hermano Benno, permaneciendo mudo un buen rato antes de proseguir—, el motivo es que sé muchas cosas sobre Miguel Ángel, quizá muchísimo más de lo que saben aquellos a los que se le ha encomendado la misión de descifrar el misterio, quiero decir con esto que quizá pudiese ayudar a desentrañar el secreto de esa inscripción.

—¡Pero, hermano!, ¿cómo piensas hacerlo?

—¡Padre abad, tengo que viajar a Roma, por favor, no me digáis que no!