Érase un hombre que sabía más que todos los demás, pero que pertenecía a aquellos a los que el conocimiento ha impuesto el voto de silencio. Sabía más aquel hombre de lo que puede saber un cristiano del más alto rango, porque se había pasado media vida en la fuente misma del saber. Pero por encima de todas las cosas sabía callar. Sabía callar sobre temas a lo que cualquier otro hubiese podido dedicar toda su vida, bien fuese con intenciones piadosas o mezquinas. Ese hombre era el padre Augustinus.
Augustinus era un ser extraño, una persona que no acababa de encajar del todo en el negro hábito de su orden. Sus cabellos grises, recortados casi hasta la raíz, que se erizaban sobre su cabeza con rebeldía vertical, y su rostro surcado de profundas arrugas, le otorgaban un aspecto anguloso. Uno podía imaginarse muy bien que cuando ese religioso se empecinase en resolver un asunto, se aferraría a él con todas sus fuerzas y no volvería a soltarlo hasta dar con la solución.
Podía intuirse que ese clérigo discreto y trabajador era capaz de poner manos a la obra con la energía de un buey una vez que le había sido encomendada una misión. Y más de una vez le habían encontrado los escribientes por la mañana temprano durmiendo sobre el desnudo suelo y utilizando como almohada un par de legajos malolientes, porque la vuelta al monasterio se le antojaba empresa harto fatigosa o porque ya no merecía la pena ponerse de camino en la alborada, pues sumido en sus estudios había juntado el día con la noche. Y es que en lo que a su trabajo respecta, Augustinus Feldmann no lo consideraba como tal, sino más bien como el cumplimiento de un deber para la mayor gloria de Dios, como la ejecución de una obligación que le había sido impuesta por la gracia divina. En el cumplimiento de su deber era de inmensa ayuda para el oratoriano su memoria fenomenal, facultad ésta que no había tenido desde un principio, sino que la había estado ejercitando a lo largo de treinta años de actividades y que le permitía encontrar con certeza absoluta cualquier legajo que hubiese pasado antes por sus manos. Al contrario de lo que suele ocurrirles a los directores de orquesta ancianos, a los que el oído les falla con el tiempo, el padre Augustinus se distinguía a sus años por una visión perfecta, por lo que ni siquiera para leer necesitaba ponerse gafas.
Se sintió altamente complacido cuando se enteró de que lo necesitaban con más urgencia que nunca, después de la trágica muerte de su sucesor, así que el padre Augustinus se apresuró a atender en seguida el llamamiento del cardenal secretario de Estado y fue a verlo al día siguiente. Pero el hombre que se presentó esa mañana en su viejo puesto de trabajo era ya otra persona. No había podido superar el hecho de que le diesen la jubilación antes de tiempo y sabía perfectamente que después de utilizarlo se volverían a desprender de él como ya habían hecho en una ocasión. De un modo frío y despiadado había pasado por alto Cascone sus ruegos, cuando le dijo que no podría vivir sin sus legajos, y en aquella ocasión se había pegado un susto mortal, pues hasta se había hecho seriamente la pregunta de si detrás del cardenal secretario de Estado no se ocultaría el diablo en persona. En todo caso, el padre Augustinus no había podido advertir en Cascone el más mínimo indicio que delatase la presencia de virtudes cristianas.
Naturalmente que el padre intuía, o más bien hasta creía saber con toda certeza, por qué Cascone le había expulsado de su cargo con tal precipitación. Quien se ha pasado treinta años bebiendo en la fuente del saber, tenía que saberlo todo. Había cosas en aquellas estanterías que eran reales, y que no lo eran, sin embargo; que existían, por tanto, pero que no eran tomadas en cuenta. Eran cosas que estaban sujetas a una prohibición, con un largo plazo de espera antes de que pudiesen ser descubiertas, con el fin de asegurar que nadie tuviese conocimiento de ellas durante toda la vida de la persona afectada, por ejemplo, y tan sólo había un cristiano que estaba al tanto de todos los legajos de esa índole: el padre Augustinus. Giuliano Cascone, que tan sólo sabía de la existencia de una mínima parte de ese tipo de documentos, tenía miedo de que en el curso de las pesquisas en torno a la inscripción secreta pudiesen darse a conocer ciertos hechos que no serían del agrado de la curia y de la Iglesia.
La venganza no es ciertamente el ornato de un alma noble, pero ¿no había dicho el Señor a Moisés: «Mía es la venganza, quiero desquitarme»?
El cardenal Joseph Jellinek mandó llamar al oratoriano ese mismo día para que compareciese ante él en la sede del Santo Oficio, donde el cardenal le recibió detrás de un gigantesco escritorio desnudo y apoltronado en una butaca como un rey en su trono. Augustinus no sentía una particular simpatía por Jellinek, pero al menos no lo odiaba como a Cascone.
—Le he mandado llamar, hermano en Cristo —comenzó a decir el cardenal con grandes circunloquios—, porque quiero expresarle ante todo mi alegría por su regreso inesperado. No cabe la menor duda de que usted es la persona más capaz de cuantas han dirigido ese archivo y tampoco puede caber la menor duda de que es usted la persona más indicada para ayudarnos a encontrar una solución a ese problema. Para decírselo con toda franqueza, no hemos avanzado ni un solo paso desde que usted se fue.
Al padre Augustinus le agradó la sinceridad del cardenal. Le hubiese gustado decirle: ¿por qué se me quitó de mi puesto de la noche a la mañana, por qué me arrebataron mis legajos, sin los que no puede seguir viviendo un hombre como yo, como todo el mundo sabe? Pero el padre Augustinus permaneció callado.
—Usted es una persona muy inteligente —prosiguió el cardenal, comenzando de nuevo su discurso introductorio—, hablemos por una vez de un modo completamente extraoficial, de hombre a hombre. ¿Dónde piensa usted, padre, que podría encontrarse una solución? Quiero decir, ¿sospecha usted algo en concreto?
El padre Augustinus replicó:
—Ya expuse en el concilio todas mis suposiciones. No sospecho nada en concreto. Es muy probable que la verdad se encuentre en algún rincón apartado del archivo secreto; pero yo no tengo acceso a él.
Las palabras del oratoriano sonaban como las de una persona que había sido herida en su amor propio.
—Por otra parte… —prosiguió.
—¿Por otra parte?
—Los secretos verdaderos no están ocultos en el archivo secreto, los secretos auténticos son accesibles para cada cual, pero nadie sabe dónde se encuentran, y ésta es, según creo, la razón de ese clima de intranquilidad y confusión que impera en el Vaticano desde que se descubrió la inscripción en los frescos de la Capilla Sixtina. Voy a serle sincero: en la curia hay demasiados grupos de intereses de muy distinta índole, demasiadas alianzas, aunque no creo decirle nada nuevo, señor cardenal, pero pienso que los unos tienen miedo a los descubrimientos que puedan hacer los otros.
Sin pronunciar ni una palabra, el cardenal Jellinek sacó de un cajón un viejo pergamino y se lo pasó al padre Augustinus por encima del escritorio.
—Eso fue lo que encontré una noche en el archivo, tirado en el suelo, alguien tuvo que haberlo perdido. ¿Tiene idea de quién puede haber estado interesado en ese documento?
Augustinus echó una ojeada al papel y contestó:
—Conozco el documento.
—¿Podría tener algo que ver con el suicidio del padre Pio?
—No puedo imaginármelo. Pero hay algo muy particular en relación con este pergamino. ¡Se cuenta entre ese grupo de documentos que siempre están danzando de un lado a otro en el archivo!
—¡Hermano en Cristo!, ¿cómo he de interpretar sus palabras?
—Pues de un modo muy simple; hay una serie de documentos que yo clasifiqué en determinadas carpetas y que luego desaparecieron de esas carpetas para surgir de nuevo en otros lugares. Todos los escribientes juraron por lo más sagrado que nada tenían que ver con el asunto. En todo caso, ese documento se cuenta entre los que van cambiando de lugar de un modo misterioso. Ya conoce el caos imperante en el archivo, con sus múltiples sistemas de clasificación y sus variadísimas signaturas. Garampi lo incluyó en su época en la carpeta que correspondía al papa Nicolás III; pero en ese lugar no hay realmente gran cosa, ya que el papa Nicolás III no gobernó más que unos pocos meses, por lo que no dejó ningún documento más que ése. De ahí que yo lo incluyese en un legajo especial, donde encajaba mucho mejor y no tendría que sentirse tan solo. Establecí de este modo una rúbrica propia para los documentos relacionados con aquellos papas que tuvieron un final inesperado y que tan sólo ocuparon el solio pontificio durante algunos pocos meses, o semanas o a veces incluso días. Desde la elección de Celestino IV, en el primer cónclave de mil doscientos cuarenta y uno, habrá habido más de una docena de pontífices a los que el destino deparó un final similar.
—¡Extraña clasificación, hermano en Cristo!
—Puede que la encuentre extraña, eminencia, pero para mí se convirtió en una necesidad después de la muerte inesperada de Juan Pablo I, pues de todos los papas que gobernaron durante breve tiempo se sospecha que fueron asesinados.
—De ello sólo hay pruebas en los más raros casos, padre Augustinus.
—Precisamente por eso es por lo que me puse a reunir muchos indicios. Celestino IV murió a los dieciséis días de su elección; Juan Pablo I gobernó tan sólo treinta y tres días. Me resisto a creer que ahí entrara en juego la divina providencia.
—¡Pruebas, padre, pruebas!
—No soy criminalista, eminencia, soy coleccionista de documentos.
El cardenal Jellinek hizo un gesto despectivo con la mano, pero el padre Augustinus no se dejó intimidar y prosiguió:
—Hasta el día de hoy no ha sido esclarecido lo que ocurrió con los documentos que monseñor Stickler entregó a su santidad en la noche anterior a su misteriosa muerte; aún no sabemos su paradero. Y hasta el día de hoy sigue siendo un misterio la desaparición de las zapatillas rojas y de las gafas de su santidad.
Jellinek se quedó mirando fijamente al oratoriano. Sintió un sudor frío que le corría por el cuello. Y como si el ángel exterminador le hubiese echado las manos a la garganta, el cardenal tuvo que realizar grandes esfuerzos para poder respirar.
—Así que —tartamudeó Jellinek—, así que no sólo se echan de menos documentos…
—No, también sus zapatillas y sus gafas… y sabe Dios qué puede significar esto.
—Sabe Dios qué puede significar esto —repitió el cardenal, absorto en sus pensamientos.
—No creo haberle dicho nada nuevo, eminencia… —aventuró el oratoriano en tono vacilante—. Todos esos hechos son de sobra conocidos.
—Sí —asintió Jellinek—, todo es conocido, pero resulta tan extraño…
El cardenal Jellinek, se sentía morir. El estómago se le revolvía. Trató de respirar hondo, pero no pudo. Una garra invisible se aferraba a su pecho. El solo hecho de que le hubiesen enviado a él, a Jellinek, aquellas zapatillas y las gafas, ¿no significaba realmente que Juan Pablo I había sido asesinado? Pero si esto había sido así, ¿quién había sido el asesino y qué motivos tuvo? ¿Y qué razón había para que lo amenazaran con correr la misma suerte?
—En aquel entonces yo no era todavía miembro de la curia —dijo Jellinek, como si tratase de justificarse—. ¿Pero a santo de qué desaparecieron las zapatillas de su santidad?
El cardenal no las tenía todas consigo. ¿Sabría quizá el padre Augustinus mucho más de lo que él mismo confesaba? ¿No estaría poniéndolo a prueba? ¿Qué escondería aquel sabelotodo?
Y mientras se hacía estas preguntas, el otro respondió:
—La desaparición de los documentos debería ser un asunto ya esclarecido, eminencia. Si monseñor Stickler fue el que los entregó al papa es porque conocía también el texto de los mismos. No es una situación muy lisonjera para la curia, señor cardenal. Juan Pablo I era un dechado de virtudes, entre las que se destacaba la honradez; posteriormente dijeron muchos de él que era un dechado de ingenuidad. Era un hombre piadoso, casi un santo, y lo único que persiguió en su vida fue alcanzar la devoción y la santidad. Para él no existían más que el bien y el mal… y en medio no había nada. Por tanto es cierto que se trataba realmente de un hombre ingenuo, ya que ignoraba cuanto existe entre esos dos extremos y que es precisamente aquello que representa la vida. Olvidaba que las mayores atrocidades de la historia no han sido cometidas por los malos, sino por personas aparentemente buenas, que actuaron en nombre de santas ideologías. El papa tenía pensado realizar una gran reforma dentro de la curia. Si Juan Pablo I hubiese ejecutado sus planes, algunos de los que hoy en día son miembros de la curia no estarían ya en posesión de sus cargos y de sus dignidades. Su amigo William Stickler podría darle nombres, eminencia. En todo caso, lo que sí sigue siendo un enigma es la desaparición de las zapatillas y de las gafas de su santidad, pues no hay para ello una explicación plausible, al menos en lo que a esto respecta.
—¿Y si esos objetos apareciesen en alguna parte?
—Vendrían, sin duda alguna, de aquellos…, quisiera expresarme con todo cuidado…, para los que no fue inoportuna la muerte inesperada de su santidad.
El cardenal Jellinek entendió de repente la extraña conducta de su adversario en el juego de ajedrez, de monseñor William Stickler. Sin darse cuenta de lo que hacía, ¿no había dejado aquel misterioso paquete tirado en cualquier parte de su casa? Stickler lo había descubierto y se habría quedado horrorizado al tener que ver en él a uno de los conjuradores que atentaron contra la vida de su santidad. ¿Cómo tendría que comportarse ahora?
—¿Y no ve otra posibilidad? —preguntó Jellinek.
El padre Augustinus denegó con la cabeza antes de responder:
—¿De qué otro modo explicaría la aparición de esos objetos? ¿O es que se le ocurre otra cosa al respecto?
—No, no —replicó el cardenal—, claro que tiene usted razón.
Pero, a fin de cuentas, ese caso no es más que una hipótesis.
La intranquilidad que se había apoderado del hermano Benno en aquel monasterio del silencio desde que tuvo conocimiento del hallazgo en la Capilla Sixtina no fue disminuyendo, sino que, por el contrario, el hermano Benno empezó a comportarse de un modo muy extraño y también muy llamativo para sus cofrades. Sin exponer el motivo verdadero, pidió al abad del monasterio que le permitiese echar un vistazo en el cajón en el que se guardaban bajo llave sus documentos personales, sin los que ni siquiera un monje puede vivir en esta sociedad, junto a otras cosas de humilde valor personal. Para esta clase de objetos había en el despacho del abad un gran armario con numerosos cajones cerrados con llave. El abad no pudo recordar que el hermano Benno le hubiese pedido jamás permiso para revisar sus documentos, pero atendió la solicitud del otro sin hacerle ni una pregunta, y después se sumió aparentemente en el estudio de unas actas mientras que su visitante revolvía con mano inquieta el cajón en que guardaba sus papeles.
Naturalmente que tampoco al abad se le había pasado por alto entretanto la extraña conducta del cofrade, pero no le dio gran importancia, pues conocía el pasado del hermano Benno y sabía que en sus años mozos se había ocupado de la figura de Miguel Ángel; no tenía por tanto nada de asombroso el hecho de que ahora se interesase especialmente por aquel hallazgo. Al principio estuvo a punto de preguntar a Benno si su búsqueda tenía algo que ver con la misteriosa inscripción, pero luego sintió reparos ante el peligro de que podría ponerlo en un apuro, por lo que se abstuvo de toda intromisión, en la conciencia de que la llave del cajón la tenía él.