Para poder entender mejor el curso de los acontecimientos, hemos de abandonar Roma y tendremos que trasladarnos a uno de esos monasterios en los que el silencio es un deber supremo. Entre los frailes de aquel monasterio vivía un hombre sabio y piadoso, a quien todos llamaban el hermano Benno; se distinguía el religioso por uno de esos rostros regordetes y con gafas de los que resulta muy difícil imaginar que hayan sido alguna vez jóvenes. Su nombre completo era el de doctor Hans Hausmann, pero nadie lo había pronunciado jamás en aquel monasterio rural; los cofrades ni siquiera lo conocían. El hermano Benno pertenecía a esa especie de seres que son designados en los conventos como de «vocación tardía», porque a su vida espiritual precedían la formación y el ejercicio de una profesión dentro de una existencia mundana. El hermano Benno había cursado en una universidad los estudios de historia del arte y luego había dedicado su vida al Renacimiento italiano, hasta las postrimerías de la última guerra mundial, cuando, de repente y de forma inesperada, abrazó la vida retirada de un monasterio, de ese monasterio del que estamos hablando aquí. Desde aquel entonces el antiguo erudito, que fuera alegre y vivaracho, estaba considerado como una persona retraída, encerrada en sí misma y a veces extravagante, rehuía el contacto con los demás frailes, ya parco de por sí, y se distinguía sobre todo por su silencio. Si se le ocurría hablar, cosa que sucedía en muy raras ocasiones, esto era motivo para que los demás habitantes del monasterio escuchasen con avidez sus palabras y se pasasen después largo tiempo reflexionando sobre las mismas.
Mientras que los demás frailes aprovechaban sus salidas al jardín del monasterio, que en los domingos se prolongaban hasta una hora completa, para hablar con cierta frecuencia sobre su vida anterior, su juventud y niñez, y especialmente sobre sus padres, con los que la mayoría de ellos mantenían unos vínculos muy profundos, el hermano Benno se mantenía visiblemente apartado. Tan sólo un aspecto de su vida había llegado a ser del dominio público entre los muros del monasterio, y era que el padre de Benno, un acaudalado traficante en carbón y dueño de una agencia de transportes, se había matado por su gran afición a la bebida cuando Benno tenía diez años de edad, lo que la familia tomó más como misericordia divina que como carga del destino, sobre todo la madre, que era una mujer guapa y orgullosa. Benno había adorado esa altivez despótica de la madre como algo sobrenatural, amó con pasión la arrogancia altanera de sus negras cejas enarcadas y de las arruguillas verticales que se le formaban a ambos lados de su pequeña boca; es más, la sumisión ante la hermosa madre se convirtió para él en una necesidad y un placer al mismo tiempo. También había sido la madre la persona que impulsó a Benno para que abrazase alguna de las carreras de humanidades, por las que la mujer sentía mayor predilección que por los carbones para el uso doméstico y las toneladas de mercancías, y esto fue algo que Benno agradeció a su progenitora durante toda su vida con una veneración rayana en el servilismo.
El joven Hausmann terminó sus estudios en Florencia y Roma, hablaba fluidamente el italiano, lo que no resultó particularmente difícil a un estudiante que dominaba el latín a la perfección, y escribió su tesis doctoral sobre Miguel Ángel. Una cierta independencia económica, que ya le aseguraba su familia, y una pequeña beca alemana, que le era enviada a la Biblioteca Hertziana en Roma, le permitieron iniciar su vida profesional libre de preocupaciones, y en verdad que Benno podría haber llegado a ser un destacado historiador del arte, pero la vida es, la mayoría de las veces, mucho más fuerte que los sueños.
Sobre los cambios que le hicieron vestir los hábitos de fraile es algo de lo que hablaremos más adelante, de momento revelaremos únicamente lo siguiente: que no sucedió por esa pasión irrefrenable por la vida religiosa que suele ser propia de la persona que se decide a renunciar a los placeres de este mundo.
En aquel día del que estamos hablando sucedió que uno de los frailes, durante la cena y después de haber rezado el benedicite, se puso a leer un periódico, cosa que se repetía todas las semanas, tan sólo en un día determinado, y que era para los frailes como si les abriesen por breves momentos una ventana al mundo exterior. En ese día, pues, junto a las habituales noticias sobre política y deportes, se leyó también en voz alta un artículo que hablaba del hallazgo efectuado en los frescos de Miguel Ángel. Al escuchar esas palabras, el hermano Benno se quedó como petrificado y dejó caer la cuchara con la que había estado comiendo la sopa, por lo que el cubierto chocó tintineando contra el suelo de piedra del adusto refectorio, mientras los cofrades lo contemplaban con muestras de desaprobación. El hermano Benno balbució como disculpa algunas palabras ininteligibles, se apresuró a recoger su cuchara y se quedó escuchando atentamente al que leía, olvidándose de la comida. Su compañero de mesa, un fraile alto y enjuto, calvo y con el cuero cabelludo de un color rojo escarlata, advirtió que el hermano Benno no volvió a llevarse ni un solo trozo de comida a la boca durante esa noche, pero no pudo imaginarse que hubiese la más mínima relación entre el artículo del periódico y el ascetismo de su cofrade.
Pero cuando también al día siguiente el hermano Benno se negó a tocar los alimentos y se quedó sentado a la mesa en actitud apática, con la mirada perdida en el vacío y las manos ocultas en las anchas mangas de su hábito negro, el otro se armó de fuerzas y osó interpelarle:
—¿Qué te ocurre, hermano, para que no pruebes ni un bocado? Parece como si algún sufrimiento estuviese escrito en tu rostro. ¿No quieres confiar en mí y revelarme tus penas?
Sin mirar al que le interrogaba, el hermano Benno denegó con la cabeza y contestó, mintiendo a sabiendas:
—No me encuentro muy bien. Ya lo sabes, hermano, será el estómago o la bilis. En un par de días me sentiré mejor, no tienes por qué preocuparte.
Y a continuación permaneció callado durante todo el tiempo que duró la comida y se negó a probar cualquier alimento.
Por regla general suelen ser la tentación o el pecado los motivos que obligan a los monjes a guardar silencio o a ayunar durante días seguidos, así que el compañero de mesa del hermano Benno vio también ahí la razón del silencio pertinaz de su cofrade, por lo que al día siguiente y en los días que se sucedieron lo dejó tranquilo, pues, a fin de cuentas, ¿qué otra cosa podía acibarar más la lengua que el pecado?
El hermano Benno, finalizada la comida, se levantaba en silencio de la mesa y dando muestras claras de encontrarse profundamente excitado, subía precipitadamente las escaleras que conducían a su celda, situada al final de un largo y oscuro pasillo, donde se hallaba su refugio para las noches y para las calladas horas que entregaba a la oración. Tres metros de ancho por cuatro de largo, tales eran las dimensiones de aquel aposento en el que tan sólo la ventana que daba al exterior podía ser calificada de elemento agradable a la vista; un viejo armatoste de madera, que hacía las veces de cama, una caja rústica, que no merecía el nombre de armario, y una cómoda, sobre cuya fría losa de piedra había una palangana de porcelana que servía para el aseo y el cuidado del cuerpo integraban todo el mobiliario, amén del reclinatorio que se encontraba pegado a la pared, bajo la ventana. Montones de libros, esparcidos, apilados y seleccionados por todo el suelo, revelaban la presencia del estudioso.
Al igual que había estado haciendo durante todos los días anteriores, esa noche el hermano Benno sacó del cajón superior de su cómoda un recorte de periódico en el que se daba aquella alarmante noticia sobre el hallazgo realizado en los frescos de la Capilla Sixtina. El fraile había mendigado y suplicado para obtener aquel periódico, del que había recortado la noticia, y ahora la leía por enésima vez; leyó y releyó cada una de las palabras, luego volvió a introducir en el cajón el recorte del periódico, se dejó caer de rodillas en su reclinatorio y juntó las palmas de las manos como si fuese presa de la más honda desesperación.