El artículo publicado en el periódico Unità no quedó sin consecuencias. En la oficina de prensa del Vaticano se presentó una multitud de periodistas. ¡AIFALUBA! ¿Qué significa AIFALUBA? ¿Qué siglas se ocultan detrás de ese código? ¿Quién descubrió la inscripción? ¿Desde cuándo se conoce? ¿Es acaso una falsificación? ¿Será borrada? ¿Por qué ha esperado hasta ahora el Vaticano para dar a conocer ese hallazgo? ¿Qué especialistas se ocupan del asunto? ¿Fue Miguel Ángel un hereje? Y en caso afirmativo, ¿qué consecuencias prevé la curia? ¿Hay algún caso similar en la historia del arte?
El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone se encontraba ocupado esa mañana imponiendo el voto de silencio a todos los miembros del concilio. En su condición de prefecto del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia tan sólo a él correspondía hacer cualquier tipo de declaraciones. Y esto tendría lugar en los próximos días. Ante las presiones de los catedráticos, que exhortaron a Cascone a publicar todo cuanto se conocía hasta la fecha, ya que, de lo contrario, era de temer que empezasen a circular los rumores más insólitos y peregrinos, y ante las insistentes advertencias del cardenal Jellinek, el cardenal secretario de Estado se dejó convencer finalmente de la necesidad de dar a conocer cuanto antes la postura oficial de la curia romana.
Durante la rueda de prensa, Cascone leyó una declaración, y a las preguntas que le hicieron, o bien contestó con un escueto «¡Sin comentarios!» o con la promesa de que la secretaría de Estado haría públicos los resultados de las investigaciones en el mismo momento en que los hubiera.
El cardenal Joseph Jellinek aprovechó aquel jueves siguiente a la conmovedora liturgia del miércoles de ceniza para poner orden en sus pensamientos. Llevaba ya siete semanas en las que no hacía otra cosa más que dar golpes de ciego y ahora se veía más alejado que nunca de una solución. El cardenal se había dado cuenta sobre todo de que aquel misterio ocultaba en su seno otros misterios nuevos; en todo caso tenía ahora la certeza de que detrás de la inscripción de los frescos de la Capilla Sixtina no se escondía únicamente la simple maldición de un hombre atormentado, sino que allí estaba al acecho una empresa diabólica, cuya finalidad era ocasionar grandes daños a la Iglesia y a la curia, sin que pudiese precisar de qué modo. Muchísimas veces se había quedado contemplando Jellinek en la Capilla Sixtina al profeta Jeremías, que sumido en la más honda desesperación contemplaba fijamente el suelo, donde se borraban todas las huellas, y por enésima vez leía el cardenal sus profecías de la época de los reinados de Joaquim y Sedecías y sus amenazas contra egipcios, filisteos, moabitas, amonitas y edomitas, y contra Elam y Babel. Con una raya vertical había señalado al margen el capítulo 26, versículos 1 al 3, donde se dice: «Al principio del reinado de Joaquim, hijo de Josías, rey de Judá, llegó a Jeremías esta palabra de Yahvé: Así dice Yahvé: “Ve a ponerte en el atrio de la casa de Yahvé y habla a las gentes de todas las ciudades de Judá, que vienen a prosternarse en la casa de Yahvé, todas las palabras que yo te he ordenado decirles, sin omitir nada. Tal vez te escuchen y se conviertan cada uno de su mal camino, y me arrepienta yo del mal que por sus malas obras había determinado hacerles.”».
Pero tampoco la constante repetición de esos versículos había ayudado en nada a Jellinek ni le había hecho avanzar hacia una solución, porque todo cuanto había presenciado hasta ahora superaba en mucho su capacidad de entendimiento y porque sus suposiciones, en ésta u otra dirección, siempre le sumían en un mar de pensamientos terribles y pecaminosos. Y por encima de todas las cosas, el cardenal Jellinek ya no tenía ni la menor idea de en quién podía confiar en la curia o ante quién tendría que mostrarse reservado. En esos días de incertidumbre dudaba por primera vez el cardenal de los ideales cristianos, dudaba del amor al prójimo, de la fe y de la misericordia, a la vez que comprendía que ya tan sólo la duda en sí representaba un pecado para el cristiano auténtico, por lo que ahora, más allá de toda especulación teológica, contemplaba el caso con ojos muy distintos:
Jellinek dudaba de sí mismo y de su cargo, al igual que desconfiaba de los demás miembros de la curia que se encontraban implicados en el misterio de los frescos de la Capilla Sixtina. De tal modo había perturbado su mente el suicidio del fraile benedictino. Las líneas de su breviario se desvanecían como las ondas concéntricas que causa en la superficie una piedra arrojada al agua, y los rezos que se imponía como penitencia se desvanecían de igual modo ante la idea de que el padre Pio quizá había resuelto el enigma y no había sido capaz de soportar la verdad. Ni siquiera la intimidad de la liturgia había podido iluminar su alma y conducir su razón por el sendero justo.
De momento se encontraba enfrascado en la tarea de ordenar todo cuanto había sucedido desde aquel extraño hallazgo de la inscripción, colocando los distintos elementos en fila, conforme a las reglas que se aplican en el juego de ajedrez, en el que ciertas figuras pueden ejecutar determinados movimientos que les están prohibidos a otras, con excepción de una sola, a la que todo está permitido, con lo que el cardenal cobró conciencia de la sabiduría que encierran las reglas de ese juego antiquísimo y se percató de que la curia no era otra cosa que un gigantesco tablero de ajedrez en el que las piezas se movían de acuerdo a reglas bien determinadas, en realidad: nada más que un reflejo de la vida misma. Y al profundizar en esta idea se dio cuenta de repente de que la mayor de las figuras ni representaba el mayor poder ni encarnaba tampoco el mayor peligro, ya que tan sólo el conjunto de todas las demás piezas significaba poder o implicaba peligro.
Como prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, institución que se ocupaba de las nuevas doctrinas religiosas y de las desviaciones en el dogma, el cardenal Jellinek sabía perfectamente que la Iglesia católica presentaba muchos puntos débiles por donde podía ser atacada, pero lo que le atemorizaba ahora era el desconocimiento del adversario, lo impredecible, lo desconocido.
Jellinek se sentía terriblemente mal y tenía agudos dolores en el estómago, por lo que se dejó caer en el rojo sofá de su salón y entornó los párpados. ¿Cómo era posible que una inscripción con una antigüedad de cuatrocientos ochenta años sumiese a toda la curia romana en la mayor inquietud? ¿Cómo se explicaba que personas del más alto rango perdiesen de repente toda compostura? ¿A qué se debía que la desconfianza se hubiese apoderado de todos? ¿A qué ese miedo de los que no sabían ante los que sabían?
Y de súbito vio con claridad ante sus ojos los sucesos de aquel día en que divisó por primera vez en su vida el saber. La sabiduría había sido siempre para Jellinek los libros, las colecciones de libros, las bibliotecas y los archivos. Sí, ahora evocaba con toda nitidez aquel día, no habría cumplido aún los nueve años, en que entró por vez primera a una biblioteca. Los padres habían enviado a su hijo mayor, desde la pequeña localidad provinciana en que vivían, a la gran ciudad, a casa de gente extraña; bien es verdad que se trataba del tío y de la tía, pero para él eran extraños y seguirían siéndolo en los años venideros.
Joseph venía del campo, de una pequeña aldehuela que contaba con una docena de casas. De ellas, la más pequeña y la más insignificante pertenecía a los Jellinek, que tenían que trabajar muy duro para ganarse la existencia, realizando labores de las que tampoco se salvaban los hijos —cuatro en total—, y mucho menos Joseph, el mayor de ellos. Y sin embargo sería falso asegurar que su niñez había sido desdichada, pues gozó de una existencia feliz, tanto como puede ser la de un niño que carece de deseos porque no conoce las necesidades. El curso de las estaciones determinó siempre el ritmo de su vida, en la que los domingos eran fiestas señaladas. La familia Jellinek, engalanada con sus mejores ropas, iba todos los domingos a oír misa en una aldea cercana y luego entraban también a una posada, donde el padre se hacía servir una cerveza y tanto la madre como los hijos podían compartir dos limonadas. Debido a esto, todos los domingos eran algo muy particular. El párroco, el órgano y la posada influían sobre Joseph, produciéndole un sentimiento de euforia que no tenía parangón alguno, y su madre, tal como recordaba, le había contado mucho después, cuando ya había vestido los hábitos de cura, que en cierta ocasión, apenas tendría la edad de ir a la escuela, le había preguntado con expresión muy seria que por qué todos los días no podían ser domingo.
La lejana ciudad, que tan sólo conocía por algunas escasas visitas en compañía de su madre, había significado siempre para el niño lo desconocido, lo inseguro, lo tentador y seductor. Para llegar hasta allí había que caminar primero durante una media hora hasta la pequeña estación de ferrocarril, de una sola vía, que los niños de la aldea tan sólo utilizaban para colocar monedas de a céntimo en los raíles con el fin de que las ruedas del tren las aplanasen. En cierta ocasión había hecho la prueba con una moneda de cinco céntimos, por lo que debido al mayor volumen de la misma había logrado obtener un disco visiblemente más grande que el de sus amigos; pero esto le valió también una buena azotaina cuando la hazaña llegó a oídos del padre, ya que, como le dijo su progenitor, había que tener respeto por el dinero, pues era muy difícil ganarlo y no había sido creado para que cualquiera se dedicase a chafarlo por gusto.
Joseph se enfrentó con gran desconfianza a la vida en la ciudad; sentía como algo contrario a la naturaleza aquella aglomeración indiscriminada de edificios, comercios, automóviles y personas. Y sin embargo, en lo que se refería a la constitución global de su cuerpo, era más bien una persona de ciudad que de campo. No era fuerte, de mejillas rosadas y aspecto rústico, como se podía haber esperado de un mozo de pueblo, no, Joseph era de miembros finos, casi enjuto, de tez pálida, macilenta, y había salido a su madre, a la que se parecía mucho. Quizá fuese éste el motivo de esa especial atracción que existía entre la madre y el hijo mayor. La madre había nacido en la ciudad.
Hasta el inicio de su época escolar, Joseph Jellinek no se diferenciaba en nada de los demás chicos de la aldea, pero esta situación cambió en cuanto empezó a ir a la escuela. La escuela se encontraba en la aldea vecina, y para aquel entonces no había ningún autobús que fuera a recoger a los niños, es más, incluso en el caso de que hubiese habido uno, ello no hubiese reportado ninguna ventaja, ya que el angosto camino de tierra no hubiese permitido el paso de un vehículo de ese tipo. Pero no fue esto lo realmente notable en la época escolar de Joseph, sino el hecho de que Joseph Jellinek dio muestras inmediatamente de poseer unas dotes excepcionales. La escuela tenía únicamente dos aulas, una para los cuatro primeros cursos y otra para los cursos quinto a octavo, y el niño escuchaba con predilección las clases que se impartían a los cursos superiores, era el mejor de todos sus compañeros y pronto pasó al segundo curso. Cuando terminó el tercer curso la maestra mandó llamar a los padres para que viniesen a la escuela, donde mantuvo una larga conversación con ellos, y en las noches siguientes oyó Joseph a sus padres hablando durante largas horas. Y a los pocos días le dijo la madre que habían decidido enviarlo al instituto para que pudiese convertirse en un hombre de provecho; podría vivir en casa de una prima que estaba casada con un catedrático universitario.
El catedrático, especialista en filología grecolatina, lucía barba canosa y puntiaguda, llevaba unas gafas con montura de níquel y era el amo y señor de un hogar enclavado en una gran ciudad, que disponía de una ama de llaves algo entrada en carnes y de una criada pizpireta. La dueña de la casa, la prima de la madre, era elegante, pálida, fría y lo primero que hizo fue explicarle las normas por las que se regía la casa, entre las que se contaban costumbres de las que hasta ahora ni siquiera había oído hablar, como las de las horas fijas para las comidas. Bien es verdad que Joseph dispuso de techo y cobijo, en la forma de un cuartito propio, pero echó en falta la atmósfera acogedora y el cariño de su familia. Aquella casona de amplias habitaciones, aquellas personas educadas y desconocidas, las impresiones nuevas, todo aquello le excitaba; pero uno de los aposentos fue el que más le fascinó, en él llegó a sentirse pronto como en su propia casa y nadie le impedía la entrada. Ese aposento era la biblioteca, con libros de lomos pardos, rojos y dorados, que iban desde el suelo hasta lo alto del techo estucado, un lugar en el que podía dar rienda suelta a sus pensamientos, en el que podía emprender grandes viajes hacia lo desconocido y donde podía soñar. Sobre todo por las noches, después de la cena, el joven Jellinek, para gran alegría del catedrático, por cierto, se iba a la biblioteca, donde había percibido por vez primera, y también aprendido a amar, ese olor tan particular, ese aroma inconfundible, con cierto perfume a moho, de los papeles viejos y de los cueros curtidos, esa fragancia especial del saber inagotable, que aprisionado en esas páginas no había más que leer para alcanzarlo.
Había sido también en esa biblioteca donde había buscado refugio, cierto día a finales de la guerra, cuando le llegó la noticia de la muerte de su madre. En aquel entonces halló su único consuelo en el libro de los libros, en aquellas letras divinas editadas en grandes infolios, encuadernados en cuero y con estampaciones en oro, que con tanta alegría cogía siempre entre sus manos, cuando releyó una vez más la sobria declaración del apóstol san Pablo en su primera carta a los corintios: «Os doy a conocer, hermanos, el Evangelio que os he predicado, que habéis recibido, en el que os mantenéis firmes, y por el cual sois salvos si lo retenéis tal como yo os lo anuncié, a no ser que hayáis creído en vano. Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras…»
Quizá fuese en aquel momento cuando decidió hacerse cura.
Muchos miles de libros había estudiado el cardenal desde entonces, la mayoría de ellos por placer, y una pequeña parte, en el cumplimiento de su deber. Y, sin embargo, todo su saber no era suficiente, no alcanzaba a resolver un enigma, que resultaba tan intrincado, tan hábilmente confundido dentro de la historia, que ante ese misterio, tanto él como los demás cerebros inteligentes del Vaticano se veían obligados a capitular.