El miércoles de ceniza sucedió lo que desde hacía tiempo parecía inevitable: el periódico comunista Unità informaba en su primera página sobre el hallazgo misterioso en los frescos de la Capilla Sixtina.
En su despacho del Istituto per le Opere di Religione, amueblado con tanta sobriedad como lujo exquisito, Phil Canisius empuñó el periódico, golpeó con él contra la mesa y gritó, presa de la mayor excitación:
—¿Cómo ha podido pasar esto? ¡No tenía que haber ocurrido! ¡He aquí un caso para la Rota!
En el Vaticano —podía leerse en el periódico— se había dado la voz de alarma desde que los restauradores habían descubierto en el techo de la Capilla Sixtina una inscripción misteriosa de Miguel Ángel. Se trataba de abreviaturas enigmáticas, que ya estaban siendo analizadas e interpretadas por expertos y que ocasionarían serias dificultades a la Iglesia, ya que Miguel Ángel no había sido precisamente un amigo de los papas.
—¡Esto ha sido una indiscreción intencionada! —vociferó Canisius, indignado, repitiendo—: ¡He aquí un caso para la Rota!
El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone, que se había presentado acompañado como siempre de su primer secretario el ilustrísimo monseñor Raneri, trató de quitar importancia al asunto:
—¡Todavía no se ha probado nada! Aún no sabemos quién es la oveja negra en el rebaño.
—¡Juro por Dios y por la vida de mi anciana madre —exclamó el catedrático Gabriel Manning— que nada tengo que ver con eso!
El director general de monumentos, museos y galerías pontificias, el catedrático Antonio Pavanetto, juró igualmente por lo más sagrado que nada había sabido de esa publicación. El catedrático Riccardo Parenti, al que se llamó a toda prisa a declarar, juró y perjuró, asegurando que antes se arrancaría la lengua que revelar ni una sola palabra sobre el asunto antes de que se hubiese descifrado el texto de la inscripción.
—Voy a hablarle con toda franqueza —le dijo Canisius—, me da igual el tipo de calumnias que haya podido lanzar Miguel Ángel contra la Iglesia y la curia, descubrir esto es asunto suyo, pero lo que a mí me perjudica, al igual que perjudica al IOR y nos perjudica a todos es la intranquilidad y que alguien esté husmeando en documentos secretos. Mantener el secreto absoluto representa el capital de nuestro banco.
El Istituto per le Opere di Religione, conocido por sus siglas IOR, situado a los pies de los aposentos privados del papa, tiene la forma de una letra D latina mayúscula, pero, tal como se dice en los círculos de la Santa Sede, esa forma surgió de un modo completamente casual y nada tiene que ver, en todo caso, con la abreviatura de Diabolo, con la D de Demonio. El IOR es el banco del Vaticano y se encuentra en constante transformación desde que fue fundado bajo el pontificado del papa León XIII. Fue creado para recoger en él el dinero destinado a los proyectos eclesiásticos, el papa Pío XII le otorgó el rango de centro administrador de valores inmovilizados, y hoy en día el IOR trabaja como una empresa de lo más rentable, que arroja inmensos beneficios y que con respecto a las demás entidades bancarias del mundo disfruta además de la ventaja de verse libre de impuestos, y según los tratados de Letrán incluso está autorizado para fundar «corporaciones eclesiásticas» en cualquier lugar de la tierra. El artículo once protege expresamente a las autoridades vaticanas de todo tipo de intromisión por parte del gobierno italiano, lo que tiene como consecuencia que el IOR goce de un gran prestigio entre todas las personas acaudaladas. En cierta ocasión, Phil Canisius, doctor en derecho canónico y director general del instituto, explicaba toda esa situación con las siguientes palabras:
—Uno no tiene más que entrar al Vaticano con un maletín lleno de dinero para que queden sin validez alguna todas las leyes italianas sobre el tráfico de divisas.
Canisius, fuera de sí y cegado por la ira, golpeaba una y otra vez con el periódico sobre la mesa, produciendo gran ruido, como si quisiera arrancar aquella noticia del diario a base de porrazos, al tiempo que repetía una y otra vez:
—El caso tiene que ser llevado ante el tribunal de la Rota. ¡Insisto en ello!
Y el cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone respondía siempre, con igual indignación, que era necesario hacerles rendir cuentas a los culpables y castigarlos con las penas más duras del Codex iuris canonici, ya que habían infligido daños de un valor incalculable a la curia y a la Santa Madre Iglesia, y mientras esto decía, el ilustrísimo monseñor Raneri asentía con la cabeza entre grandes aspavientos. En todo caso, afirmaba con énfasis el professore Pavanetto, ahora corría gran prisa dilucidar el misterio, no importa cómo se hiciese.
—¿Qué sentido he de dar a sus palabras? —preguntó el catedrático Manning sin ocultar su desconfianza—. ¿Qué significa eso de no importa cómo se hiciese?
—Quiero decir que no nos podemos permitir el lujo de seguir así, dando golpes de ciego y esperando pacientemente a que la ciencia nos sirva en bandeja una solución. Todos sabemos muy bien cuánto daño ocasionaron aquellas discusiones sobre la autenticidad del sudario de Turín, hasta que la Iglesia impuso su autoridad y adoptó una postura clara ante el asunto.
—La madre de las ciencias —replicó Manning con cierta displicencia— es la verdad y no la velocidad. Puede ser que ese artículo nos resulte un tanto molesto, pero en lo que respecta a mis investigaciones, en lo único que se puede decir que las afecta es en el hecho de que ahora, más que nunca y teniendo en cuenta sobre todo el interés público, parece ser que nos encontramos realmente en el momento indicado para llevar a cabo todos esos estudios con una mayor precisión y esmero.
—Mister —le espetó Canisius, que solía decir a veces «mister», costumbre que habría que achacarla a sus orígenes norteamericanos—, la curia le ha entregado ya una suma respetable por sus investigaciones. Y hasta creo que esa cantidad podría duplicarse, si es que de ese modo se acelerasen sus trabajos o si pudiese ofrecernos en los próximos días cualquier tipo de explicación plausible, para que la vida pueda seguir de nuevo su curso habitual dentro de los muros de la Ciudad del Vaticano.
En esos momentos Parenti empezó a emitir risitas mal disimuladas, como si estuviese divirtiéndose solo, por lo que los demás se quedaron contemplando fijamente al catedrático.
—¿Quieren saber de qué me estoy riendo? —preguntó el professore—. Hay que reconocer que esta situación no carece de cierta comicidad. Pienso que, tal como se presentan las cosas, parece ser que Miguel Ángel ya ha logrado en estos momentos sumir a la curia en la mayor confusión, antes de que haya sido posible descifrar ni uno solo de los caracteres de la inscripción. ¡Resulta inimaginable pensar en lo que ocurrirá cuando las letras empiecen a hablar por sí solas!
—Quiero precisar mis palabras —intervino de nuevo Phil Canisius—. En el caso de que usted, profesor Manning, no sea capaz de descifrar el misterio de la inscripción en el transcurso de una semana, la curia se verá obligada a solicitar el asesoramiento de otros especialistas.
—¿He de interpretar lo que ha dicho como una amenaza? —replicó Manning, que de un salto se levantó de su silla y se puso a agitar nerviosamente su índice acusador a la altura del rostro de Canisius—. ¡Pues no conseguirá amedrentarme, eminencia! ¡Cuando de la ciencia se trata, no soy sobornable, ni mucho menos me dejo coaccionar!
El cardenal secretario de Estado trató de apaciguar al exaltado catedrático:
—No fue ésa la intención de mis palabras, nada nos es más ajeno que querer presionarle, profesor, pero debe entender que esta situación extraordinaria nos obliga a actuar con rapidez, si es que deseamos evitar daños mayores a la Iglesia.
Parenti soltó la carcajada, y en su risa se advertían la mofa y el sarcasmo:
—Han transcurrido ya cuatrocientos ochenta años desde que Miguel Ángel escribió algo en la bóveda, algo de lo que no sabemos si es hereje o piadoso; durante cuatrocientos ochenta años estuvo eso escrito allá arriba, y es de presuponer que durante la mitad de ese tiempo fue perfectamente reconocible para todo aquel que tuviese ojos para ver, y ahora hay que descifrar la inscripción en el plazo de una semana. De haber sabido que me encontraría apremiado por el tiempo de ese modo tan inusitado, jamás hubiese aceptado hacerme cargo de esa investigación.
—¡Pero entiéndalo! —le imploró el catedrático Pavanetto—. La situación es precaria para la Iglesia.
Y al decir estas palabras fue ratificado por el ilustrísimo monseñor Raneri, que demostró su aprobación moviendo violentamente la cabeza en señal de asentimiento.
Se levantó entonces Cascone de su asiento, dio unos pasos hacia Manning y se detuvo muy cerca de él; le habló en voz muy baja, casi susurrante:
—Querido profesor, usted subestima la maldad en el hombre. El mundo es malo.
Manning, Parenti y Pavanetto enmudecieron de repente, visiblemente azorados. El sonido del teléfono vino a interrumpir el embarazoso silencio.
—¿Diga? —se informó Canisius, y pasando el teléfono a Cascone, añadió—: ¡Es para usted, eminencia!
—¡Diga! —contestó éste de mala gana, pero en breves instantes cambió la expresión de su rostro, que se contrajo en una mueca de terror. El cardenal secretario de Estado se aferró al auricular; le temblaba la mano—. ¡Voy en seguida! —dijo en voz baja mientras colgaba el teléfono.
Canisius y los demás se quedaron mirando a Cascone. Éste no hacía más que sacudir la cabeza. Había palidecido.
—¿Malas noticias? —indagó Canisius.
Cascone se llevó ambas manos a la boca y se apretó los labios. Al rato comenzó a hablar atropelladamente:
—El padre Pio se ha ahorcado en el Archivo Vaticano.
Y a continuación añadió con voz ronca:
—Domine Jesu Christe, Rex gloriae, libera animas omnium fidelium defunctorum de poenis inferni el de profundo lacu[76].
Y se hizo por tres veces la señal de la cruz. Los demás siguieron su ejemplo y luego respondieron a coro:
—Libera eas de ore leonis, ne absorbeat eas tartarus, ne cadant in obscurum; sed signifer sanctus Michael, repraesentet eas in lucem sanctam, quam olim Abrahe promisisti, et semini eius[77].
El padre Pio Segoni colgaba del travesaño de una ventana situada en un lugar apartado del archivo. Allí había sujetado, en la ventana entreabierta, el ancho cinturón de la orden de los benedictinos, atándolo por un extremo y haciendo un nudo corredizo por el otro, formando un lazo por el que había introducido el cuello. Y de este modo había consumado aquello que a los presentes parecía absurdo e inexplicable.
El cardenal Jellinek y Giuseppe Bellini se encontraban ya en el lugar del hecho cuando se presentó Cascone. Jellinek se subió a una silla y se dispuso a cortar con una navaja el cinturón del ahorcado, pero Cascone le detuvo y le señaló el rostro del benedictino, con los ojos fuera de las órbitas y la lengua enrollada dentro de la boca abierta, diciéndole:
—Está viendo por sí mismo, eminencia, que ya no hay nada que podamos hacer. Deje eso para los demás… ¡Un médico! ¡El profesor Montana! ¿Dónde está el profesor Montana?
El scrittore que había descubierto el cadáver le respondió que ya se había dado aviso al profesor Montana y que éste tendría que llegar de un momento a otro. Jellinek juntó las palmas de sus manos y prosiguió sus rezos, susurrando:
—Lux aeterna luceat ei[78], lux aeterna luceat ei…
Al fin llegó Montana en compañía de dos frailes vestidos de blanco. Montana tomó el pulso al ahorcado, meneó la cabeza de un lado a otro e hizo señas a los dos frailes vestidos de blanco para que bajasen al muerto. Éstos depositaron al padre Pio en el suelo. La rígida mirada del cadáver tenía una expresión salvaje. Los presentes juntaron las palmas de las manos. Montana le cerró la boca y los ojos al muerto y examinó las marcas del estrangulamiento, de un color rojo oscuro. Y a continuación, en un tono de indiferencia, dijo:
—Exitus. Mortuus est[79].
—¿Cómo ha podido ocurrir? —preguntó el cardenal Bellini—. Si era un hombre tan capaz…
Jellinek hizo un gesto de asentimiento. Cascone se dirigió al scrittore y le preguntó:
—¿Tiene alguna explicación, hermano en Cristo? Quiero decir, ¿le dio la impresión de que el padre Pio sufría alguna depresión?
El scrittore le contestó que no, pero hizo la salvedad de que nadie era capaz de ver en el interior del prójimo. El padre Pio había estado pasando prácticamente los días y las noches entre las estanterías del archivo…, que Dios tuviese compasión de su pobre alma. Ninguno de los archiveros o de los secretarios había sospechado nada al principio, cuando el padre Pio no se había presentado aquella mañana. Por regla general llegaba al archivo a primeras horas de la madrugada y no se le veía aparecer sino hacia el mediodía, en alguno de los departamentos de la biblioteca. Cierto era que a veces daba la impresión de encontrarse como ausente, siempre llevaba consigo algunos apuntes y signaturas, que luego desaparecían en alguna gaveta o en alguno de sus bolsillos; no obstante, jamás habló el padre Pio de la índole de sus investigaciones, al igual que no solía hablar de sus asuntos, pues había sido una persona muy reservada. Tanto los archiveros como los secretarios habían pensado que el padre Pio andaba investigando algo relacionado con el encargo secreto…
—¿Qué es eso de encargo secreto? —inquirió Cascone.
El scrittore contestó que era algo que tenía que ver con Miguel Ángel y con la inscripción que había aparecido en los frescos de la Capilla Sixtina.
—¿Y quién le dio ese encargo? —insistió Cascone.
—¡Yo le encomendé esa misión! —respondió el cardenal Joseph Jellinek.
—¿Hubo algún resultado concreto? —quiso saber el cardenal secretario de Estado.
El scrittore le dio una respuesta negativa, añadiendo que era algo de lo más extraño el que precisamente sobre Miguel Ángel apenas hubiese documentos en el archivo, hasta el punto de que casi podría pensarse que sobre el artista pesaba el anatema de la excomunión, aun cuando, incluso en este caso, tendría que haber una mayor documentación, por regla general.
—Quizá yo pudiese explicar eso —intervino Jellinek, por lo que Cascone miró al cardenal con aire inquisitorial, en espera de una respuesta—. Podría explicarlo, efectivamente, pero el Codex luris canonici me lo prohíbe; creo que entiende lo que pretendo decir.
—No entiendo absolutamente nada —vociferó el cardenal secretario de Estado—. ¡Nada entiendo de todo esto, por lo que exijo, ex officio, una aclaración!
—Sabe perfectamente dónde termina su poder ex officio, eminencia —replicó Jellinek.
Cascone se quedó un rato reflexionando, pareció entender lo que se le decía y se dio por satisfecho. Finalmente, dirigiéndose al scrittore, le expuso:
—Dijo que las signaturas halladas por el padre Pio habían desaparecido en ciertas gavetas y en algunos bolsillos. ¿Podría explicarnos eso con más detalle?
—Por regla general —respondió el scrittore—, el padre Pio guardaba sus hallazgos en su escritorio, pero también llevaba siempre consigo algunos papelitos con apuntes, que se metía en los bolsillos de la sotana.
Cascone hizo una seña a uno de los frailes vestidos de blanco para que registrase y vaciase los bolsillos del muerto y al otro le dijo que fuese a inspeccionar lo que había en las gavetas del escritorio. En el bolsillo derecho apareció un pañuelo blanco. En el izquierdo había un trozo de papel, en el que se podía leer, en letra menuda y nerviosa:
Nicc. III anno 3 Lib. p. aff. 471.
—¿Le dice eso algo? —preguntó Cascone.
El scrittore se quedó reflexionando antes de contestar:
—Me parece que se trata de una signatura del Schedario Garampi, lo que significaría que se trata de algunos documentos de la época del papa Nicolás III.
—¡Tráigame esos documentos lo más rápidamente posible! —ordenó el cardenal secretario de Estado, presa de la mayor excitación.
—Con tal rapidez no va a ser posible —replicó el scrittore.
—¿Y por qué no, scrittore?
—El Schedario Garampi ya no se encuentra archivado en su forma original, es decir, que desde entonces le fue asignada una nueva signatura, o quizá hayan sido varias, por lo que tiene ahora una clasificación distinta, así que va a resultar muy difícil dar con los documentos correspondientes sin conocer sus relaciones históricas o sus contenidos. Pero…
—¿Pero?
—Me parece que esa signatura nos será de poco provecho, de todos modos, al menos en el asunto que aquí nos ocupa; el papa Nicolás III falleció en el año de mil doscientos ochenta, por lo que no ha de estar relacionado con el asunto de Miguel Ángel. En todo caso, la única persona que podría ser de alguna ayuda en esta situación sería el padre Augustinus.
—El padre Augustinus está jubilado, y esto es algo que no podrá cambiarse.
—Eminencia —intervino con firmeza el cardenal Joseph Jellinek, dirigiéndose al cardenal secretario de Estado—, si bien por un lado nos está apremiando para que se llegue lo más rápidamente posible a una solución de ese problema, por el otro, no obstante, envía al retiro a la única persona que nos puede ayudar a acercarnos al menos a esa solución. No sé realmente cómo he de interpretar su actitud.
—Necesitamos al padre Augustinus.
—¡Todo hombre es sustituible! —replicó Cascone—. Y también el padre Augustinus.
—Eso está fuera de toda duda, señor cardenal secretario de Estado. El único problema que aquí se nos presenta es si la curia, en la situación concreta por la que estamos pasando, puede permitirse el lujo de prescindir de un colaborador como el padre Augustinus. Y es que el Archivo Vaticano no necesita solamente a una persona que domine las técnicas de la clasificación, sino que necesita sobre todo a una persona que almacene también en su cabeza todo lo que aquí se encuentra guardado.
Y al decir esto, bajó la mirada, contempló el cadáver del padre Pio y añadió:
—Montecassino no es el Vaticano.
Y de este modo se enzarzaron los cardenales en una acalorada disputa ante el cadáver del benedictino, en el curso de la cual amenazó Jellinek con retardar las investigaciones del concilio, ya que no le era posible dimitir de su cargo de presidente debido al mandato que había recibido ex officio. Aquel altercado terminó finalmente con la promesa de Cascone de que haría volver al padre Augustinus.