Pocos días después —pudo haber sido en la dominica de la quincuagésima, pero esto es algo que ya no puede precisarse con tal exactitud y que resulta también irrelevante para la continuación de nuestra historia—, pocos días después, por lo tanto, Joseph Jellinek entraba a altas horas de la noche en el Archivo Secreto Vaticano, cosa que no era nada fuera de lo común en la vida tan ocupada que llevaba el cardenal, al igual que no era tampoco extraño escuchar los maullidos del fagot de monseñor Raneri por los pasillos del palacio pontificio. Jellinek había llegado al convencimiento de que solamente él podría contribuir realmente al desciframiento de los misteriosos caracteres gracias a sus investigaciones en el archivo secreto, pues tanto Bellini como López tenían prohibida la entrada a esos departamentos secretos, y en cuanto a Cascone, le daba la impresión de que estaba mucho más interesado en ocultar el asunto que en esclarecerlo. Y de este modo se dirigió como de costumbre al archivo por la puerta trasera, que le abrió, al oír la señal acordada, uno de los scrittori, un hombre joven que se distinguía por poseer un pudor congénito —o quizá deberíamos decir mejor «veneración»— ante los libros y cuyo nombre le era tan desconocido al cardenal como los nombres de los demás ayudantes. Jellinek, por su parte, no sentía ningún pudor ante los libros; los libros eran para él una provocación, le excitaban como las carnes sensuales de Giovanna, solía acariciarlos, manosearlos y desnudarlos, despojándolos de sus tapas, los libros eran su gran pasión.
En ese laberinto cretense, compuesto de paredes atestadas de libros y negros armarios repletos de manuscritos, nunca podía saberse si alguien rondaba por ahí en esos precisos momentos o si uno era el amo absoluto que gobernaba sobre doctrinas y herejías, ejerciendo el sumo poder sobre el verbo que, tal como afirmaba la Biblia, se encontraba al principio de todas las cosas; y aquel que como Jellinek conocía los caminos del verbo como el padrenuestro, tenía que sentir en esos aposentos algo de ese poder divino de las palabras, algo de esa violencia tremenda e infinita de las letras, las cuales, más poderosas que las guerras y los guerreros, tenían la facultad de edificar mundos, pero también de destruirlos. Redención y condena eterna, muerte y vida, cielo e infierno; en parte alguna estaban tan juntos los antípodas como en ese lugar. Jellinek lo sabía, y como quiera que tenía libre acceso a los secretos más recónditos, era mucho más consciente que cualquiera de esa excitante situación, de ahí que le atemorizasen los signos del florentino también mucho más que a cualquier otro miembro de la curia romana. Los temía porque él conocía muchísimos más escritos que cualquier otro y porque, pese a toda su sabiduría, tenía la certeza absoluta de que no estaba enterado más que de una ínfima parte y no se le ocultaba que toda una vida entera no hubiese sido bastante para penetrar en todos los misterios del Archivo Secreto Vaticano.
Jellinek cogió la linterna de las manos del scrittore y se dirigió hacia la riserva. El reverendo padre Augustinus no le hubiese dejado subir solo por la estrecha escalera de caracol hasta el último piso de la torre, sino que lo hubiese acompañado hasta aquella puerta que a él mismo le estaba vedada. Pero el padre Pio, con el consentimiento de Jellinek, había eliminado esa costumbre; desde entonces el cardenal guardaba en el bolsillo de su sotana la gran llave de doble paletón. ¡Ay, cómo odiaba aquel olor abrasivo de los insecticidas, que le impedía deleitarse con el aroma embriagador de los libros! Al llegar a la puerta negra, introdujo la llave en la cerradura.
En el momento de abrir la puerta le pareció que se extinguía el débil reflejo de una luz, pero Jellinek rechazó en seguida ese presentimiento. No podía ser. Y así cerró la puerta a sus espaldas y abriéndose camino con la linterna se dirigió a la caja de caudales en la que se guardaban los documentos secretos del florentino.
«¿Por qué —se preguntó Jellinek, mientras separaba los documentos, poniendo a un lado los que ya conocía y reservándose los que aún tenía que leer—, por qué la grandeza sólo estará destinada a los artistas infelices?» La rabia contenida, las penalidades y las preocupaciones, los disgustos y las aflicciones, eso era lo que rezumaba en todas sus cartas, casi parecía que Miguel Ángel había nacido para sufrir, para vivir en la infelicidad, para conocer por todas partes el taedium vitae[71], para verse rodeado por doquier de estafadores, intrigantes y enemigos, y es más, hasta por asesinos se vio a veces Miguel Ángel perseguido y acorralado, por lo que tuvo que sufrir miedos apocalípticos; y cuando no le atormentaban los demás, él mismo se torturaba, dedicándose a cavilar sobre el ser metafísico y a reflexionar sobre añoranzas imaginarias, quedando así encadenado a una melancolía eterna. ¿Formaba todo aquello el cenagoso campo de cultivo sobre el que florecía su arte? ¿Había que ser esclavo para poder saborear los dulzores de la libertad? ¿Ciego, para apreciar la visión? ¿Sordo, para poder oír?
Expediente de procedencia desconocida sobre Miguel Ángel, cuando éste tenía ochenta y un años de edad y había sido nombrado entretanto arquitecto de la basílica de San Pedro: «El anciano chochea y da muestras de infantilismo, así que ya ha llegado la hora de despedir de su cargo al florentino, pues es más que dudoso que esté capacitado para dar forma concreta a lo que ha plasmado sobre el papel. El maestro se queja de haber recibido unas remesas de cal estropeada, lo cual, en el caso que no se deba a su fantasía desbordante, habrá que atribuírselo a Nanni Bigio, un joven arquitecto que abriga desde hace mucho tiempo la esperanza de ocupar el cargo que tiene el florentino. Sea como fuere, estas disputas sólo podrán redundar en perjuicio de las obras, por lo que sería aconsejable despedir a Miguel Ángel para que Bigio pudiese ocupar su puesto.»
Y entremedias, algún que otro soneto, de propio puño y letra del maestro florentino y que jamás llegó a su destinatario, versos plagados de alusiones, claras algunas e incomprensibles otras, pero en cualquiera de aquellos escritos podía encontrarse el indicio que condujera a la prueba decisiva. Jellinek leyó atropelladamente:
Qué triste en esta vida retirada
aprender ya al final de mi camino
que mi muerte empezó en la alborada
y el sufrir fue siempre mi destino.
Contemplo con angustia el pergamino
en que escribió mi alma alborozada,
aquellas esperanzas, sólo vino
cuya embriaguez es muerte dilatada.
¡Salve, oh mundo!, vivan tus promesas,
de las que ni una cumplirás jamás,
son tus encantos rescoldos de pavesas.
Ahora lo sé, próximo a sellar mi suerte:
sólo puede ser feliz en esa vida
quien al nacer suspira por la muerte.
No, en verdad que no podían ser calificados de cristianos esos pensamientos, antes dignos de un Sófocles, para quien el no haber nacido era superior a toda filosofía. ¿Qué esperanzas no cumplidas habían sumido a Miguel Ángel en una muerte dilatada?
Epístola de un tal Carlo, sicario de la Santa Inquisición: «Miguel Ángel se hace sospechoso, porque a altas horas de la noche, y también sin ocultar siquiera esos desafueros a plena luz del día, realiza visitas a casas de los suburbios de la ciudad, en las que habitan herejes y cabalistas y que son rehuidas por todo cristiano que se precie de serlo. Confutatis maledictis, flammis acribus addictis[72]». ¿Miguel Ángel un cabalista, un simpatizante de las ciencias ocultas judías? Por muy absurdo que todo esto pareciera, muchos indicios había de que pudiese ser cierto. ¿Por qué había quemado el florentino, poco antes de su muerte, todas las notas y todos sus bocetos? ¿Por qué? En una esquela de su médico de cabecera se corroboraba esto. ¿Qué había dentro de aquellas cajas de madera selladas que abrieron después de la muerte del florentino sus amigos Daniele da Voltera y Tommaso Cavalieri? ¿Contenía realmente el arcón nada más que ocho mil escudos, tal como afirmaron Voltera y Cavalieri? ¿O encontraron acaso esos dos amigos un documento fatal, que guardaron después en algún lugar secreto? ¿Por qué no quería Miguel Ángel que lo enterrasen en Roma, donde había pasado los últimos treinta años de su vida y donde había alcanzado los mayores éxitos como artista?
Copia de una carta de su médico de cabecera, Gherardo Fidelissimi, oriundo de Pistoia, al duque de Florencia:
Esta noche pasó a mejor vida el insigne maestro Michelangelo Buonarroti, considerado, y con razón, como uno de los milagros que ha deparado a los hombres la naturaleza, y como quiera que estuve atendiéndolo en sus últimas horas, junto con otros médicos que lo asistieron en su enfermedad postrera, pude enterarme del deseo del moribundo de que su cuerpo fuese trasladado a Florencia. Además, como ninguno de sus allegados estuvo presente y murió sin dejar testamento, me tomo la libertad de comunicaros esta noticia, vuestra excelencia, a vos, que tanto supisteis apreciar las virtudes poco comunes del maestro, con el fin de que se cumpla la última voluntad del difunto y su bella ciudad natal se cubra de gloria al recibir en su seno los restos mortales del hombre más grande que jamás haya existido en el mundo.
Roma, 13 de febrero de 1564.
Gherardo, doctor en medicina por la gracia y la liberalidad de vuestra excelencia.
¡Domine Deus![73] ¿Por qué se guardaban en el archivo secreto del Vaticano todas esas cartas, esas copias y esos expedientes? ¿Y por qué habían sido interceptadas aquellas cartas y se habían levantado expedientes? Si acaso había para esto una explicación, ésta sólo podría ser la siguiente: Miguel Ángel, ese artista ultramundano que glorificó con su arte a la Santa Madre Iglesia, contribuyendo a aumentar su prestigio como ningún otro lo había hecho, era sospechoso de herejía, y al parecer, después de su muerte, esa sospecha había sido confirmada de algún modo, pues tan sólo la sospecha no era razón suficiente para que se guardase todo ese material en el archivo secreto.
Sumido en sombríos pensamientos, el cardenal Jellinek se puso a examinar un documento tras otro a la luz de su linterna, y mientras esto hacía se le resbaló entre las manos un pergamino, que cayó al suelo. El cardenal se agachó para recoger la carta y alumbró entonces sin querer con el haz de la linterna que sostenía en su mano izquierda la tabla inferior de una estantería, justamente por la parte que se encontraba vacía, por lo que pudo mirar al otro lado del estante. ¡Deus Sabaoth![74] ¡No podía ser, no era posible! En la otra parte de la estantería descubrió Jellinek un par de zapatos y creyó por un instante que se equivocaba, al menos abrigó la esperanza durante algunos momentos de que no fuese más que una falsa apreciación, debida a la atmósfera sobrecogedora del archivo secreto, y así alimentó esta esperanza hasta que los zapatos desaparecieron de repente y advirtió que pertenecían a alguien que se alejaba caminando de puntillas. El cardenal Jellinek se quedó petrificado, como si se hubiese convertido en una estatua de sal, al igual que la mujer de Lot, cuando el Señor hizo llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra.
—¡Alto! —gritó Jellinek, profundamente agitado—. ¿Quién anda ahí?
El cardenal dirigió hacia la oscuridad la luz de su linterna. Dio después la vuelta a la estantería y se acercó al sitio donde había visto aquella aparición; alumbró entonces las hileras de estantes abarrotados de volúmenes, pero el ancho haz de luz de su linterna era demasiado débil como para alcanzar los últimos rincones, así que se puso a avanzar con sigilo, poniendo mucho cuidado en ir colocando un pie delante del otro para no hacer el menor ruido.
—¿Quién anda ahí? —exclamó, antes para infundirse valor que con la esperanza de recibir una respuesta—. ¿Quién anda ahí? ¿Hay alguien por ahí?
Jellinek sintió miedo, un sentimiento que le era desconocido por lo común, pero que ahora se despertaba en él debido a lo inusitado, desconocido y misterioso de esa situación. Con un movimiento brusco dio vuelta el cardenal a la linterna y alumbró el lugar por donde había venido. El haz luminoso se puso a ejecutar una inquieta zarabanda, haciendo que los distintos volúmenes arrojasen largas sombras en las paredes y en el techo, cuyas superficies parecían cobrar vida en aquel juego de luces y tinieblas. Algunas de las sombras adoptaban caprichosas formas, pareciéndose a garras gigantescas, cual monstruos que intentasen apoderarse de él. Bien fuese por la incidencia de ese fenómeno en su cerebro, bien por el aire asfixiante que se respiraba en ese recinto desprovisto de ventanas, el caso es que de repente empezó a escuchar voces, gritos confusos e inarticulados al principio, pero que luego resonaron con nítido tono:
—¿Qué ves, Jeremías?
Y como la cosa más natural del mundo, respondió el cardenal Jellinek:
—Veo una vara de almendro.
A lo que respondió la voz:
—Bien ves, Jeremías, pues yo velaré sobre mis palabras para cumplirlas.
Y de nuevo retumbó aquella extraña voz:
—¿Qué ves, Jeremías?
A lo que el cardenal, al que ya le daba vueltas la cabeza, respondió:
—Veo una olla hirviendo y de cara al septentrión.
Y dijo entonces la voz:
—Del septentrión se desencadenará el mal sobre todos los moradores de la tierra, pues he aquí que voy a convocar a todos los reinos del septentrión para que vengan y extiendan cada uno su trono a la entrada de las puertas de Jerusalén, y sobre todos sus muros, y sobre todas las ciudades de Judá. Y pronunciaré contra ellos mis sentencias por todas sus maldades, pues me abandonaron para incensar a dioses extraños y adorar la obra de sus manos. Tú, pues, ciñe tus lomos, yérguete y diles todo cuanto yo te mandaré. No tiembles ante ellos, no sea que yo te haga temblar ante ellos. Y he aquí que te pongo desde hoy como ciudad fortificada, como férrea columna y muro de bronce, frente a la tierra toda, para los reyes de Judá y sus príncipes, los sacerdotes y el pueblo del país. Y te combatirán, pero no podrán contigo, porque yo estaré contigo para salvarte.
Mientras escuchaba con profunda atención esas incisivas palabras, que zumbaban en sus oídos, saliendo de las tinieblas para embriagar todo su ser, el cardenal creyó percibir un resplandor en uno de los rincones más apartados del aposento, una lucecilla flameante que lanzaba sus rayos hacia el techo, y Jellinek repitió su angustiosa llamada en un tono de voz que cada vez se volvía más entrecortado:
—¿Quién anda ahí? ¿Hay alguien?
No acababa de hacer el cardenal esta pregunta, cuando, despavorido, lanzó un grito de terror, pues le pareció que aquel que compartía con él la oscura soledad del recinto le había agarrado de repente de una manga.
Jellinek enfocó su linterna a un costado y advirtió; inmediatamente cuál había sido la causa: había tropezado con el borde de un infolio que sobresalía de la estantería. Y cuando la luz de su linterna iluminó el lomo del libro, se destacaron ante sus ojos, en medio de la oscuridad y reluciendo como un aviso de ultratumba, unas letras estampadas en oro, que rezaban:
LIBER HIEREMIAS
¡El libro de Jeremías!
El cardenal se santiguó. Al fondo seguía, inmóvil, el extraño fulgor.
Jellinek pensó por unos momentos si no sería mejor salir corriendo de allí tranquilamente y dejar en paz aquel misterio, pues nada iba a cambiar él tratando de dilucidarlo, pero luego se le ocurrió que quizá en la persona que encarnaba aquella aparición inexplicable podría encontrarse la solución de todas las desgracias y que probablemente el otro pensase de igual modo. Así que siguió deslizándose sigilosamente y se acercó a la lucecilla, dejando por en medio una estantería repleta de viejos legajos. Y mientras se agachaba cuidadosamente para iluminar con su linterna el suelo, espiando así por detrás de la estantería, sin descubrir más que una linterna sobre el piso, con el haz de luz dirigido hacia el techo, escuchó al fondo, a sus espaldas, un ruido seco: la puerta del archivo secreto se cerró, golpeando con violencia contra el marco, e inmediatamente después oyó el cardenal Jellinek cómo alguien echaba la llave a la cerradura. El cardenal recogió la linterna, se dirigió a la puerta y la encontró cerrada. Ahora sabía que el archivo secreto era mucho menos secreto de lo que había creído.
Jellinek abrió la puerta, tosió para hacer sentir su presencia y al momento se presentó corriendo el scrittore que le había franqueado la entrada.
—¿Ha visto a alguien por aquí? —preguntó el cardenal, esforzándose por dar a sus palabras un tono de indiferencia.
—¿Cuándo? —preguntó a su vez el scrittore.
—En este mismo instante.
El scrittore sacudió la cabeza, haciendo un gesto de negación antes de contestar:
—El último se fue hace dos horas. Un monje del Collegium Teutonicum. Ha dejado su nombre en el libro de registro.
—¿Y en el archivo secreto?
—¡Eminencia! —exclamó el scrittore escandalizado, como si tan sólo la idea lo sumiera en el pecado.
—¿No escuchó el ruido que hacía la puerta del archivo secreto?
—¡Por supuesto, eminencia, ya sabía que se trataba de usted!
—Bien, bien —replicó el cardenal Jellinek, mientras colocaba las dos linternas en su sitio—. ¡Ah!, por cierto, ¿cuántas linternas hay para el archivo secreto?
—Dos —repuso el scrittore—, una para cada una de las personas que tienen acceso al archivo secreto: una para su santidad y otra para usted, eminencia.
—Bien, bien —repitió Jellinek—. ¿Y cuándo fue la última vez que vio por aquí a su santidad o al cardenal secretario de Estado?
—¡Oh!, de eso hace ya mucho tiempo, eminencia. ¡No lo recuerdo!
Y al decir esto se agachó y recogió del suelo un rollo de pergamino.
—¡Ha perdido algo, eminencia! —dijo el scrittore.
—¿Yo? —contestó Jellinek, contemplando con fijeza el pergamino, del que sabía perfectamente que a él no se le había extraviado, pero el cardenal recuperó inmediatamente su aplomo y añadió—: Démelo, se lo agradezco.
El scrittore se inclinó respetuosamente, hizo una reverencia y se alejó. Jellinek se sentó a una de las mesas que había contra las paredes, y después de haberse cerciorado de que nadie lo observaba, extendió ante sí el rollo de pergamino, un documento que llevaba la firma de su santidad el papa Adriano VI. El intruso desconocido tuvo que haberlo perdido en su huida.
El cardenal Jellinek leyó con avidez aquel texto redactado en latín:
Yo, el papa Adriano VI, representante de Cristo en la tierra por la gracia de Dios, contemplo con congoja y preocupación la enfermedad galopante que se va apoderando del cuerpo de la Iglesia, y que afecta tanto sus miembros como su cabeza. Se hace uso indebido de las cosas sagradas, en provecho propio, mientras que los mandamientos de la Santa Madre Iglesia no parecen servir nada más que para pisotearlos. Hasta los mismos cardenales y otros altos prelados de la curia romana se han apartado del buen camino, es más, ante los ojos de los miembros de las jerarquías inferiores del clero se presentan como el vivo ejemplo del pecado, en vez de serlo de la devoción. Por éstas y otras razones, que ya les han sido comunicadas a los interesados mediante mensaje personal, así como con el fin de poner de una vez por todas los puntos sobre las íes, he llegado a la conclusión de que tendría que llevarse a cabo una reforma de la curia…
Y aquí se interrumpía el escrito.
El texto parecía ser el borrador de una bula que el papa Adriano VI no llegó a promulgar nunca, el proyecto de una constitución pontificia que tuvo un final casual o violento. Su santidad Adriano VI, el último papa no italiano que habría en cuatro siglos y medio, murió en septiembre de 1523, después de haber ocupado tan sólo durante algunos pocos meses el solio pontificio, y de él se dice que fue envenenado por su médico de cabecera. Jellinek se puso a reflexionar sobre la relación que podría haber entre ese pergamino y el intruso misterioso del archivo secreto. ¿Existía acaso una relación o se estaba tramando algo de lo que él no tenía la menor idea? Finalmente se metió el pergamino en el bolsillo interior de su sotana y se levantó de la mesa.
El cardenal dio un rodeo y se dirigió a la Sala di Merce para ver si monseñor Stickler había efectuado ya su siguiente jugada. Ese paseo le pareció la ocasión más propicia para reflexionar sobre lo ocurrido, pues no dejaba de atormentarse a preguntas. ¿Qué estaba pasando realmente allí? ¿Quién trataba de ocultar algo y el qué? ¿Quién intentaba descifrar algo y de qué se trataba?
La partida que se desarrollaba en el lujoso tablero de ajedrez de la Sala di Merce se había convertido, sin que el cardenal se lo propusiera, en una partida española. Jellinek había abierto el juego colocando su peón de rey en la casilla e4, monseñor Stickler había respondido con e7-e5, a lo que Jellinek había contestado con caballo de rey de g1 a f3, que Stickler correspondió igualmente con caballo b8-c6. A raíz de eso el cardenal había trasladado su alfil de rey de f1 a b5 y Stickler estuvo titubeando durante mucho tiempo, lo cual no era de extrañar, ya que al ilustrísimo monseñor Stickler le parecía poco recomendable dar una respuesta simétrica, es decir, colocando su alfil de rey en b4, ya que al no encontrarse el alfil adversario en c3, Jellinek podía adelantar su peón a c3, poniendo así en huida su alfil. Eso era algo que había que meditar muy bien. Después de apenas dos semanas había respondido por fin Stickler, colocando su peón en a6, y luego los dos habían acelerado el curso del juego, con lo que la partida se encontraba en su duodécima jugada, en la que Jellinek había trasladado su alfil blanco de f3 a g5. Ese avance tuvo que haber pillado desprevenido a Stickler, pues monseñor titubeaba desde hacía días.
Por la noche Jellinek no pudo conciliar el sueño ni dormir como es debido. En contra de lo que tenía por costumbre, se fue muy tarde a la cama, pero aquel misterioso visitante del archivo secreto no le dejó un momento de reposo. ¿Quién, además de aquel intruso, se interesaba también por el texto del documento? ¿De qué madeja se podría tirar con el hilo del pergamino del papa Adriano VI? Miles de veces analizaría el cardenal en su duermevela miles de teorías, centenares de nombres de prelados de la curia pasaron por su mente y mil veces repitió todo aquello sin llegar a una clara respuesta. A eso de la medianoche se levantó de la cama y se echó por encima una bata de color escarlata; con las manos metidas en los bolsillos se puso a dar vueltas por el dormitorio de un lado para otro. Abajo, en la calle, frente a su ventana, había una gasolinera que cerraba a las doce de la noche. El empleado, silbando alegremente, montó en su bicicleta y se alejó. En la cabina telefónica que había sobre aquella misma acera estaba hablando por teléfono un hombre cuyo rostro denotaba la mayor seriedad, finalmente se echó a reír durante breves momentos, salió de la cabina y cruzando la calle se dirigió con paso firme hacia la puerta de entrada del palazzo Chigi. Jellinek abrió la ventana, se asomó y vio, en el resplandor de la calle claramente iluminada, cómo el hombre desaparecía dentro del edificio. No era la primera vez que el cardenal observaba cosas como aquélla, pues ya había presenciado con cierta frecuencia la entrada al edificio de hombres que antes habían estado hablando por teléfono en la cabina de la acera de enfrente. A continuación se dirigió hasta la puerta de su apartamento y se puso a escuchar para averiguar lo que sucedía en la caja de la escalera. Oyó ruido de pisadas, que se detuvieron en la planta baja, ante la casa del portero.
El cardenal cerró los ojos durante unos instantes y trató de imaginarse lo que ocurriría si santo Tomás de Aquino, Spinoza, san Agustín, san Ambrosio, san Jerónimo, san Anastasio o san Basilio, todos aquellos, en fin, que se habían distinguido por la fe profunda en la doctrina cristiana y por la santidad de sus vidas, hubiesen dejado como legado póstumo una secreta escritura, redactada bajo el influjo de la demencia senil de los últimos momentos de sus vidas y en la que hubiesen expuesto funestas doctrinas de fe, acompañadas de pruebas teológicas de relevante significación, y que ahora pudiesen ser de fatales consecuencias para la Santa Madre Iglesia; pero no había acabado de desarrollar hasta el fin esta idea, cuando empezó a darse furiosos golpes en el pecho, horrorizado por esos pensamientos que bien merecían la condenación eterna, y susurró atropelladamente:
—Libera me, Domine, de morte aeterna in die illa tremenda, quando coeli movendi sunt et terra[75].
Todavía seguía rezando cuando escuchó risas en la caja de la escalera. ¡Giovanna!