Los miembros del concilio antes mencionados, a los que se sumó el catedrático de semiótica del Ateneo de Letrán, Gabriel Manning, se reunieron el lunes siguiente a la fiesta de la Candelaria para celebrar su segunda asamblea bajo la dirección del eminentísimo cardenal Joseph Jellinek, el cual, tras haber invocado al Espíritu Santo, lanzó a la sala la pregunta de si alguno de los presentes conocía ya el significado de la inscripción por la cual se habían reunido todos en aquel lugar. Los congregados dieron una respuesta negativa y acto seguido anunció Jellinek que se pasaría en primer lugar a llamar a consulta al profesor Manning, dado que éste era el especialista más competente que existía en la actualidad en el campo de la ciencia que tiene por objeto el estudio de los signos; Manning ya había sido confrontado, ex officio, con el problema y pasaría a ofrecer en seguida una breve conferencia introductoria sobre las probabilidades del desciframiento y las distintas posibilidades que arrojaba el texto de la inscripción.
Manning advirtió a los presentes del peligro de abrigar esperanzas prematuras y creer que el misterio podría ser descifrado en poco tiempo; todos los indicios que se revelaban en esos caracteres enigmáticos apuntaban claramente la existencia de una solución que debería ser buscada fuera de los muros que había mandado construir el papa Sixto IV. Un claro indicio de ello sería ya el número ocho, cifra que está presente en la serie de letras AIFALUBA, ya que el simbolismo cristiano otorga su preferencia al número siete. Una comprobación de esa teoría podía verse, en su opinión, en la configuración temática de los tronos del techo, donde Miguel Ángel partió por la mitad la cifra cristiana del doce para dar preferencia a dos agrupaciones de sibilas y profetas. La temática pintoresca de la creación del mundo permite inducir además una especie de universalismo, expresado en una creencia post-racionalista en la capacidad simbólica del mundo entero. Esto significaría que todo cuanto el hombre contempla e intuye puede traducirse en cifras, en símbolos, en signos, en modelos y en alegorías y que se encuentra, por tanto, integrado dentro de una concatenación misteriosa, para la cual no hace falta más que poseer la clave. Los astrólogos, los pitagóricos, lo gnósticos y los cabalistas habían vivido su gran época de esplendor precisamente durante la composición de los frescos de la Capilla Sixtina, y numerosas personas, sobre todo las pertenecientes a las capas cultas, habían sucumbido al embrujo de las concepciones mágicas y místicas imperantes en aquellos tiempos. Y es así que podía comprobarse la existencia de una auténtica alquimia lingüística, en la que los magos y los místicos del alfabeto se ocupaban de estudiar las sonoridades de las palabras y de las letras, sus sonidos y sus significados.
Los griegos de la antigüedad designaban por medio de letras las notas musicales, adjudicando a las veinticuatro notas básicas, o sea, a las veinticuatro notas de una flauta, las veinticuatro letras del alfabeto, y tanto Pitágoras como sus coetáneos quedaron ebrios de entusiasmo al descubrir que la altura de una nota depende de la longitud de una cuerda y que la relación entre ambas magnitudes obedece a leyes naturales, es decir, que aquello que resulta perceptible para el oído puede ser transformado por el ojo en fenómeno visible. Los sonidos no serían, por tanto, más que números materializados. Manning planteó entonces la siguiente pregunta: ¿por qué no habrían de representar las letras, en ese recinto tan preñado de música, una determinada melodía, la de una canción, por ejemplo, cuyo texto albergaría quizás en su seno la solución a ese misterio? Tal sería, pues, la teoría de una explicación posible, que tendría además el encanto de ser bastante sencilla.
Pero el asunto se tornaría mucho más complicado si esa inscripción exigiese una interpretación basada en letras que fuesen símbolos de nombres, pues la correlación letra-nombre era mucho más antigua que toda la sabiduría griega. Ya Eusebio de Cesárea, historiador de la Iglesia, había demostrado en su Praeparatio evangélica[65] que los griegos habían tomado de los hebreos sus denominaciones para las letras, y como prueba de ello señaló el catedrático que cualquier escolar hebreo conocía la significación de los nombres de las letras, mientras que ni siquiera el mismo Platón poseía tales facultades. En tiempos posteriores hubo que esperar hasta la aparición de los padres de la Iglesia para que fuesen reanudadas esas investigaciones, y éstos ofrecieron interpretaciones harto edificantes sobre las relaciones acróstico-alfabéticas en los salmos y en las lamentaciones del profeta Jeremías.
Cuando el cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone pidió al catedrático que evidenciase su exposición, ilustrándola por medio de algún ejemplo, para que los presentes pudiesen hacerse una idea más clara del asunto, el profesor Manning accedió inmediatamente a su ruego: la A, por ejemplo, esa letra con la que se inicia el alfabeto, representa, en todos los idiomas del mundo, el sonido que exige del que lo emite la mayor ampliación posible de la cavidad estomática, por lo que a esa vocal correspondía el honor de haber servido de instrumento a Dios para hacer que la boca del hombre se abriese al lenguaje; la I, la segunda letra que aparecía en la misteriosa inscripción, simbolizaba la carencia absoluta de diferencias, expresaba por tanto la igualdad, la verdad y la justicia, ya que ese simple palote podía ser trazado con la misma rapidez y con idéntica perfección por niños, jóvenes y ancianos.
La F, sin embargo, expresaba precisamente todo lo contrario, porque no representaba más que la mitad de una balanza, objeto al que ya Pitágoras había otorgado el valor de símbolo absoluto de la justicia, recomendando a sus discípulos que no lo transgredieran. En base a estas experiencias sería ya posible intentar una vaga explicación de la primera parte de la inscripción, es decir, del cincuenta por ciento de la misma, pero de todos modos habría que tener en cuenta que las propiedades de cada uno de esos vocablos podían manifestarse en las distintas clases de palabras, o sea: en sustantivos, adjetivos y verbos.
Manning cogió a continuación un cuaderno de notas y escribió las primeras cuatro letras una debajo de la otra, en columna, y al lado fue poniendo su interpretación correspondiente:
A | Dios dice |
I | la verdad, |
F | pero la mentira |
A | aflora por la boca… |
A raíz de esto todos los frailes presentes acosaron con sus preguntas al catedrático, instándole a que aclarase el simbolismo de las demás letras y revelase su significación: pero Manning opuso el argumento de que si bien había resultado tan fácil la explicación de la primera parte, tanto más complicada resultaba la de la segunda, ya que no se adecuaba con tal sencillez a la estructura de ese modelo teórico.
La L simbolizaba el logos, es decir: la razón. La U y la B, por el contrario, eran confusas y ambiguas: la U, idéntica a la V en la escritura latina, era un sonido aéreo y aullante, equivalía también al número cinco y simbolizaba un triángulo isósceles con su ángulo más agudo apuntando hacia abajo, por lo que era la representación del triángulo que formaban las partes pudendas femeninas (y al decir esto se persignó el reverendo padre Desiderio Scaglia, párroco titular de San Carlo), en oposición a la forma romboidal de las masculinas. El significado de la letra B variaba mucho en las distintas lenguas; en el latín, idioma en el cual, sin lugar a dudas, había sido concebida la inscripción, esa letra era portadora de una amenaza. En resumidas cuentas, que en base a los conocimientos que acababa de exponer, no se podía llegar a una interpretación convincente de los caracteres que habían aparecido en la Capilla Sixtina, lo que era al mismo tiempo una prueba evidente de la irrelevancia del sistema teórico utilizado.
Ante la insistencia de los presentes, que le preguntaron al unísono qué otro tipo de explicación posible podría ofrecer, el catedrático Gabriel Manning se puso a hablar sobre los significados de las distintas clases de letras, sobre las diferencias entre las vocales y las consonantes y sobre la proporción entre las mismas, lo que era algo que destacaba con claridad particular en la presente inscripción, ya que las vocales estaban en mayoría. Los pitagóricos y los gramáticos habían advertido en la disparidad entre vocales y consonantes un símbolo de la diferencia entre hyle y psyche, entre cuerpo y alma.
En los misterios, las siete vocales se correspondían con las letras griegas, las que habían dado origen, sin duda alguna, al alfabeto latino, y simbolizaban al mismo tiempo a los siete seres dotados de voz, a saber:
1.° los ángeles
2.° la voz interior
3.° la voz corporal de los hombres
4.° las aves
5.° los mamíferos
6.° los reptiles
7.° las fieras salvajes.
Por el contrario, las quince consonantes, que tantas eran las conocidas por el alfabeto griego, designaban objetos mudos:
1.° el cielo ultraceleste
2.° el firmamento
3.° el interior de la tierra
4.° la superficie de la tierra
5.° las aguas
6.° el aire
7.° las tinieblas
8.° la luz
9.° las plantas
10.° los árboles que producen fruto de simiente
11.° las estrellas
12.° el sol
13.° la luna
14.° los peces que habitan las aguas
15.° las profundidades marinas.
Desde luego que uno podría reírse de esa interpretación, apuntó Manning, si se la sometía a una verificación en conformidad con las ciencias de la naturaleza, pero su existencia probaba, en todo caso, que ya en tiempos remotos había habido ciencias ocultas que se ocupaban de los misterios de las letras.
Manning denegó, sin embargo, la aplicabilidad de esa interpretación y adujo como prueba de su hipótesis la ausencia de la letra Y en la misteriosa inscripción. Ya Pitágoras había descubierto en la Y la clave y el símbolo de todos los secretos ocultos en las letras, de ahí su afirmación de que los tres brazos de ese signo tenían la interpretación siguiente: el tronco simbolizaba las vocales y en las ramas se repartían las consonantes sonoras y las mudas, o sea, que la Y era la letra del conocimiento. En el caso de que se buscase una solución que siguiese las pautas de ese esquema, podría tenerse la certeza de que tarde o temprano aparecería la Y, como letra clave de toda la inscripción.
El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone dio muestras cada vez más alarmantes de intranquilidad por esa enumeración casi ilimitada de soluciones posibles y exigió a Manning que prescindiese de los sistemas probables. ¿Por cuáles soluciones posibles se inclinaba el catedrático personalmente?
El poco tiempo que había tenido a su disposición, replicó el profesor, no le había permitido hasta ahora realizar una investigación más profunda de la materia; de todos modos, por propia experiencia se veía movido a concentrar su interés sobre todo en dos posibilidades: en una de ellas advertía indicios que apuntaban a un caso de guematria, una subdivisión muy importante de la ciencia mística de las letras, que ya había sido utilizada en numerosos textos griegos, orientales, judíos y árabes, entre otros en el Apocalipsis de san Juan.
El cardenal Jellinek interrumpió al catedrático para explicarle que sobre esa teoría ya había informado al concilio el reverendo padre Augustinus Feldmann. ¿Por qué posible solución se inclinaba el profesor Manning, además?
Por otra parte, prosiguió el catedrático Gabriel Manning, la peculiaridad del modo en que estaban dispuestas aquellas letras apuntaba la posibilidad de un notaricón, procedimiento que ya había sido empleado con frecuencia por la Iglesia primitiva, pero también podía suponer la utilización de una ciencia oculta, cuyo nombre se resistía a mencionar. Como ejemplo adujo Manning la palabra griega ICHTYS, cuya traducción significa «pez», figura que solían dibujar en la arena los primitivos cristianos, como señal por la que se reconocía su adhesión a una fe. Pronto se olvidó el sentido original del símbolo del pez y tan sólo quedó el signo, que tuvo que ser descifrado en tiempos posteriores. Tras las letras de la palabra ICHTYS ocultaba la fórmula: Jesus Christos Theou Yios Soter, que significaba algo así como «Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor del Mundo», y el escolástico Albertus Magnus, en su Compendium theologicae veritatis[66], había introducido un notaricón en el nombre de Jesús, recurriendo al procedimiento de dividir la palabra, cuyo sentido original desconocía, en grupos de letras, que adquirían así un significado cuando se las relacionaba con las letras iniciales de otras palabras. En Jesús descubrió Albertus Magnus la siguiente combinación:
Jucunditas maerentium, Eternitas viventium, Sanitas languentium, libertas egentium, Satietas esurientium[67]. Y con esto quedaba claramente de manifiesto que incluso los sabios y los filósofos —es más, precisamente éstos— se habían ocupado de la mística oculta en las letras y que el anagrama que había dejado el artista florentino en la Capilla Sixtina contaba con una larga tradición y podía apoyarse en grandes figuras del pasado. ¿Qué ciencia oculta se resistía a mencionar el catedrático Manning?, quiso saber el cardenal Jellinek. El así aludido replicó que sobre todo la cábala judía había utilizado las letras con fines simbólicos y místicos, y que debido a la disposición y a la distribución de los frescos en la Capilla Sixtina, pero también teniendo en cuenta el carácter inusitado de la inscripción, no podía excluirse la posibilidad de que Miguel Ángel hubiese pretendido aludir a esa ciencia oculta judía.
Se produjo entonces una gran agitación en la sala del Santo Oficio; cardenales, monseñores y catedráticos se pusieron a hablar a gritos, en medio de una gran confusión, y el eminentísimo cardenal Mario López, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y arzobispo titular de Cesarea, vociferó una y otra vez que el demonio en persona había colocado un piojo en el manto de la Santa Madre Iglesia, ¡un piojo en el manto de la Santa Madre Iglesia, horribile dictu![68]
Al reproche del eminentísimo cardenal Bellini de que todo aquello no era más que charlatanería, mentira y patrañas, replicó Manning que recordaba a los presentes que su misión consistía de momento en analizar el texto de la inscripción en lo que se refería a su contenido y no a su verdad intrínseca, tal había sido al menos lo que le habían encomendado. El cardenal Jellinek le dio la razón, pero Bellini se mantuvo en sus trece y llamó a todos los semióticos enemigos de la fe, incapaces de llegar a un término medio, partidarios siempre del «todo o nada», y ofreció después algunos ejemplos, con los que trató de demostrar que Shakespeare y Bacon habían sido una y la misma persona y que Goethe había sido un cabalista.
Gabriel Manning se adhirió a la opinión del cardenal, pero repitió sus palabras de antes y recordó a los congregados que en la situación presente no se trataba de discutir sobre el significado en sí de la inscripción, sino sobre la posibilidad de una solución, y que mientras no pudiese ser comprobada la existencia de la misma, de nada valdría emitir juicios sobre su mensaje hipotético. Reconocía, ciertamente, que la interpretación mística de las letras presuponía la existencia de numerosos factores imponderables, y aún más, sabía que la isosefia, una seudociencia que establecía relaciones entre los valores numéricos iguales de distintas palabras, solía ser utilizada por los adversarios de los cabalistas para refutarles las pruebas. La base de la isosefia consistía en numerar del uno al veinticuatro las letras del alfabeto griego, desde alfa hasta omega, con lo que se obtuvo un punto de partida para descifrar numerosos enigmas mundiales, y de hecho se alcanzó con este método resultados espectaculares, por lo que grandes hombres abrazaron esa doctrina. Se decía de Napoleón que ya en sus años mozos se había visto confrontado con la relación «Bonaparte = 82 = Borbón» y que por eso se había sentido destinado a convertirse en el dominador de Francia. No habían faltado, por supuesto, los adversarios judíos de la isosefia, los que habían utilizado esa dudosa ciencia para demostrar que el libro del Génesis tiene el mismo valor numérico que «mentira y engaño» y que el Dios todopoderoso de la Biblia coincide, desde un punto de vista isoséfico, con las «demás divinidades». Pero todas estas cosas no eran en realidad su tema y de momento se trataba más bien de llegar a una solución científica de la misteriosa inscripción, a una solución que encerrase en sí misma la prueba de su propia veracidad.
En esos momentos el eminentísimo cardenal Joseph Jellinek se sacó un papel del bolsillo de su sotana, por lo que todas las miradas se dirigieron hacia el presidente del concilio. Anunció el cardenal que él también había estado ocupado en descifrar la inscripción, pero que no había tenido antes el valor de comunicar sus intentos por dar con una solución. Tan sólo ahora, cuando le habían hecho ver claramente el carácter multifacético, y posiblemente también ridículo, que podía tener una interpretación, se atrevía a presentar su versión, que daría a conocer con la venia del concilio. Jellinek escribió con un lápiz las ocho problemáticas letras, una debajo de otra, y a continuación, fue escribiendo al lado, con nerviosos trazos, ocho palabras:
A | atramento |
I | ibi |
F | feci |
A | argumentum |
L | locem |
U | ultionis |
B | bibliothecam |
A | aptavi |
Jellinek levantó entonces el papel en alto, para que todos lo pudiesen ver, y leyó lentamente y recalcando cada sílaba:
—Atramento ibi feci argumentum, locem ultionis bibliothecam aptavi…[69], «con pintura he aportado allí mi prueba y he elegido la biblioteca como lugar de mi venganza».
Se produjo entonces un largo y embarazoso silencio. Los cardenales, los monseñores y todos los presentes se quedaron mirando fijamente el papel que sostenía el cardenal en su mano temblorosa. ¿La biblioteca como lugar de la venganza? ¿Cómo había que entender eso? ¿Qué ocultaba la Biblioteca Vaticana? Y entonces todos los presentes, uno tras otro, se pusieron a buscar con la mirada al archivero, al reverendo padre Augustinus; pero en su puesto se sentaba ahora su sucesor, el padre Pio, que al ver cómo todos los ojos se dirigían hacia su persona, se encogió de hombros con un gesto de impotencia, mostró las vacías palmas de sus manos y miró de un lado a otro con aire de perplejidad, tan desconcertado como el discípulo Cleofás ante la presencia del Señor. Pero no hubo el menor indicio de que a los presentes se les abriesen los ojos y de que el camino de Emaús se convirtiese en vía hacia el conocimiento.
El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone, visiblemente azorado, contrajo los labios en una sonrisa forzada y preguntó en tono tranquilizador qué opinión merecía al catedrático Manning esa interpretación.
Ninguna, replicó el semiótico sin mayores preámbulos y justificó su respuesta aduciendo la falta de pruebas de esa solución, que si bien parecía a primera vista de una sencillez seductora, estaba exenta, sin embargo, de toda lógica. ¿Por qué tenía que significar la primera letra del alfabeto unas veces atramentum, otras argumentum y otras incluso aptavi? Y si esto fuese realmente así, ¿dónde estaba el indicio demostrativo de esa interpretación? No, tan fácil no se lo había puesto a sí mismo Miguel Ángel. Con certeza que no. ¡No era propio de Miguel Ángel!
El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone pareció ser el primero en recobrar el aplomo y preguntó enfadado y desilusionado al mismo tiempo por qué Manning no aceptaba como válida la solución del eminentísimo cardenal Jellinek, cuando él había sido totalmente incapaz de hallar una explicación. El catedrático permaneció callado y Cascone se dirigió entonces al eminentísimo cardenal Jellinek, preguntándole si podía ofrecer alguna explicación, de forma o de fondo, para el resultado de sus investigaciones.
Ni por la forma, ni por el fondo, repuso Jellinek, podría fundamentar con pruebas la solución a la que había llegado, pues no había hecho otra cosa más que dar rienda suelta a su fantasía, tal como habría hecho probablemente Miguel Ángel en aquellos tiempos, cuando puso manos a la obra. Miguel Ángel no había sido ningún semiótico, ni ningún científico, por cierto, Miguel Ángel había creado movido por un impulso interior, transformando sus sentimientos en materia, y él se permitía dudar de que el artista hubiese estado reflexionando durante mucho tiempo sobre las letras que tendría que utilizar y las razones en las que se basaría para ello. Y con respecto al texto en sí, el cardenal declaró que no quería manifestar públicamente su opinión y pidió al cardenal secretario de Estado una conversación a puerta cerrada, specialissimo modo, cuando terminase el concilio.
Entonces se pusieron de pie el reverendo padre Pio, de la orden de predicadores, fray Desiderio, párroco titular de San Carlo, Pier Luigi Zalba, de la orden de los siervos de María, y brillaron amenazantes los redondos y lisos cristales de las gafas de Adam Melcer, de la Compañía de Jesús, que tomó la palabra, dio un fuerte puñetazo sobre la mesa y dijo a grandes voces, irritado como Nabucodonosor II ante el horno, que ese concilio se convertiría en una burda farsa si algunos sabían más que otros y si se escamoteaba a la mayoría el conocimiento de hechos esenciales, por lo que él, Adam Melcer, presentaba de inmediato su dimisión, medida ésta que fue secundada por los demás religiosos.
Apenas había terminado de hablar el jesuita, cuando ya otros daban rienda suelta a su indignación, renunciando a seguir colaborando con el concilio, entre los que se contaba también el eminentísimo cardenal Giuseppe Bellini, prefecto de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, y en breve reinó el mayor alboroto en la sala del Santo Oficio y ni siquiera el eminentísimo cardenal Jellinek, gritando con los brazos extendidos, logró apaciguar los ánimos y aplacar el desconcierto generalizado.
Todo miembro de aquella santa asamblea —prometió Jellinek, tratando a duras penas de hacerse oír por los presentes— sería informado detalladamente sobre todos los pormenores más ocultos, pero deberían de tener en cuenta que algunas cosas estaban supeditadas a la situación particular del Archivo Secreto Vaticano, por lo que resultaban inaccesibles hasta para los círculos más altos de la curia, specialissimo modo. El discurso de Jellinek logró sacar de sus casillas a Adam Melcer. El jesuita criticó con violencia al cardenal y pidió a los presentes que reflexionaran sobre el hecho de si el concilio no estaría manteniendo más que un simple combate aparente contra un adversario desconocido, si no habrían descifrado ya desde hace tiempo el misterio enigmático de los frescos y se lo estarían ocultando a la asamblea por razones desconocidas para la mayoría. ¿Cómo, si no, podía entenderse la alusión del eminentísimo cardenal Jellinek, en su calidad de custodio de secretos del más alto rango, cuando insinuaba haber encontrado una solución, cuyos orígenes estaban en el archivo secreto, pero que ésta no era accesible a ningún mortal común y corriente? En su opinión, repitió Melcer, ya era conocido desde hacía tiempo el texto verdadero de la inscripción, el cual tendría unas consecuencias tan aniquiladoras para la Iglesia, que habían convocado ese concilio solamente para hallar una solución sustitutiva que no abrigase ningún peligro. Todo esto no era más que algo propio de fariseos, al igual que las preguntas que dirigieron a san Juan sacerdotes y levitas en la otra orilla del Jordán.
Entonces se levantó de un salto el cardenal Jellinek, prohibió a Melcer el uso de la palabra, apuntándolo con su índice, y dijo que su intervención había sido indigna de un cristiano e irreflexiva por añadidura, ya que en el caso de que su sospecha fuese cierta lo mejor que podía haber hecho era callarse. Aun cuando su proceder había sido vergonzoso y ameritaba ser tratado como causa por un alto tribunal eclesiástico, renunciaba, no obstante, a imponerle un castigo, ya que comprendía que los ánimos estaban exaltados a más no poder y tenía la certeza de que el otro se arrepentiría de sus palabras al día siguiente.
En cuanto a la acusación, contestaba con un rotundo no, pues él, Jellinek, sabía tanto como los demás y lo único que había pretendido al dar a conocer su interpretación había sido apuntar hacia una solución posible, sin que por eso dejase de respetar el juicio del catedrático.
Manning, de todos modos, calificó de infame, monstruoso y ajeno a toda virtud cristiana el hecho de que le hubiesen encomendado investigar un asunto que ya había sido dilucidado hacía tiempo y que tan sólo necesitaba de un encubrimiento para que no resultase contrario a los intereses de la curia y exigió por lo tanto que se le permitiese el acceso al archivo secreto, ya que de lo contrario no tendría más remedio que renunciar a su mandato. Puesto de este modo entre la espada y la pared, también el eminentísimo cardenal Jellinek manifestó su deseo de dimitir, pero le interrumpió el cardenal secretario de Estado, exclamando:
—¡Non est possibile, ex officio![70]
Y Giuliano Cascone exhortó entonces a todos los presentes, conminándolos a que respetasen la paz de aquel recinto.
De este modo se disolvió el concilio, de forma prematura y con rapidez inesperada, sin haber dado ni un solo paso adelante que los acercase a la solución. Por el contrario, a la confusión generalizada se había sumado ahora la desconfianza entre los asistentes. Cada cual desconfiaba del otro: los frailes, de los cardenales; los cardenales, de los catedráticos; los catedráticos, de los cardenales; el cardenal Bellini, del cardenal Jellinek; el cardenal Jellinek, del cardenal secretario de Estado; el cardenal secretario de Estado, del cardenal Jellinek; el cardenal Jellinek, de monseñor Stickler; monseñor Stickler, del cardenal Jellinek; Adam Melcer, del cardenal Jellinek… y tal como se ponían las cosas, todo se presentaba como si el cardenal Joseph Jellinek no tuviese más que enemigos en la Santa Sede, y parecía también como si la ira del Altísimo se hubiese abatido sobre el Vaticano, al igual que cayó otrora sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra.
En el oratorio sobre el Aventino se produjo ese mismo día un encuentro inesperado entre el padre Pio Segoni y el abad del convento.
El abad negaba conocer al fraile benedictino del monasterio de Montecassino, pero el padre Pio insistió en que habían estudiado juntos en el mismo seminario y se puso a alzar cada vez más la voz, hasta que el abad, que mantenía sus brazos ocultos en las mangas de su hábito, tuvo que pedirle que se mesurara.
El padre Pio, con los ojos encendidos de rabia, hablaba de ciertos documentos de antaño:
—Tienen que encontrarse en este convento; lo sé a ciencia cierta, pues si se los hubiesen llevado a cualquier parte, ese hecho no hubiese permanecido en secreto. ¡Dígame dónde están escondidos!
El abad trató de apaciguar al exaltado padre:
—Hermano en Cristo, los documentos de los que habla tan sólo existen en su fantasía. Si los hubiera, lo sabría, pues a fin de cuentas hace más de media vida que estoy aquí.
—Ciertamente, padre abad —replicó Pio Segoni, con una sonrisita sardónica dibujada en las comisuras de la boca—. Ha sabido superar el asunto sin recibir daño alguno, y esto se lo debe a su gran capacidad de callar.
—Mucho más fácil es callar, hermano, que comedirse en el hablar.
—Sí, lo sé, pues diciendo siempre lo que sabía, no he hecho más que perjudicarme en todo momento. He estado expiando durante toda mi vida por algo de lo que no tengo la menor culpa. Y eso duele. Me han estado enviando de una abadía a otra, de un priorato a otro. ¡Dios mío!, me siento como los leprosos de la Biblia.
—Usted vive según las reglas de la Ordo Sancti Benedicti, hermano, y en ellas se establece que uno debe llevar a cabo su obra en cualquier parte. Y ahora, váyase.
De este modo terminó la conversación entre los dos religiosos y ambos se separaron animados por la ira, sin atender las palabras del apóstol san Pablo, cuando dijo: «Que no se ponga el sol sobre vuestra ira.»