FIESTA DE LA CANDELARIA

Por la tarde de ese día el cardenal Joseph Jellinek se decidió a subir por la escalera del palacio Chigi. La garita del portero Annibale se encontraba vacía, cosa que no era en modo alguno infrecuente, y el cardenal sintió una expectación voluptuosa que le hundió aún más en su depravación. Ideas pecaminosas martirizaban su cerebro, por lo que empezó a subir a paso forzado, arrastrando sonoramente los pies, en un intento por anunciar su llegada de forma bien audible en todo el ámbito de la caja de la escalera que caracoleaba enroscada al ascensor.

Por fin, en el tercer rellano, le salió la mujer al encuentro, cuando ésta bajaba por los escalones, rellena y metida en carnes, haciendo descansar todo el peso de su cuerpo ora en una pierna, ora en la otra, de modo que sus caderas se iban bamboleando a ritmo acompasado.

¡Buona sera, eminenza![63] —le saludó cariñosamente desde unos cuantos peldaños más arriba, mientras el cardenal contemplaba el barato y ligero tejido de la bata negra que llevaba abotonada por delante, por lo que se sintió como Moisés en la cima del monte Nebo, cuando Yahvé le mostró la tierra de Promisión, pero enseñándosela únicamente, al tiempo que le anunciaba que jamás entraría en ella.

¡Buona sera, signora Giovanna! —contestó agradecido Jellinek, con exquisita cortesía, esforzándose por dar a su voz un timbre particularmente melodioso, intento que terminó en un fracaso estrepitoso, por lo que el cardenal carraspeó para ocultar su azoramiento.

—¿Resfriado? —preguntó la portera en tono solícito y preocupado—. La primavera se hace esperar este año, eminencia.

Y mientras esto decía, la mujer permaneció plantada en el escalón siguiente al que estaba Jellinek, de modo que éste hubiese podido temer ya cosas peores de no haber logrado dar un amplio rodeo en torno a aquel impedimento que se elevaba sobre él, lujurioso y mortificante, y cuando al fin acertó a realizar aquel movimiento que fue coronado por el éxito, replicó entre roncas tosecillas:

—¡Nada tiene de extraño, señora Giovanna, con un tiempo como éste, caluroso a veces y a veces frío!

Y sin conceder a Giovanna ni una sola mirada más, aunque es lo que realmente le hubiese gustado hacer en aquella situación, el cardenal siguió subiendo por la escalera a marcha forzada.

Aliviado y desilusionado al mismo tiempo ante el martirio que representaba aquella mujer, el cardenal Jellinek cerró la puerta a sus espaldas al entrar al apartamento. Advirtió inmediatamente que alguien se encontraba en su casa. En el salón había luz.

—¿Hermana? —llamó Jellinek, pero no obtuvo respuesta.

También hubiese sido algo inusitado encontrar todavía a esas horas a la monja franciscana. En contra de todo lo que era habitual, la puerta del salón se encontraba abierta de par en par, y al entrar, el cardenal Jellinek retrocedió espantado. En uno de los sillones estaba apoltronado un clérigo vestido de negro. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Cómo ha logrado entrar aquí? Tales eran las preguntas que deseaba plantear Jellinek, pero lo cierto es que permaneció mudo y no logró articular ni una palabra.

El hombre de la sotana negra, del que el cardenal ahora ya no estaba seguro de si se trataba realmente de un clérigo o de si era el demonio en persona, le miró y le dijo sin más preámbulos:

—¿Ha recibido mi paquete, eminencia?

—¿Así que venía de usted ese regalo misterioso?

—No fue un regalo precisamente… ¡fue una advertencia!

El cardenal no le entendió.

—¿Una advertencia?… Pero ¿quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Cómo logró entrar aquí?

El extraño hizo un gesto de irritación.

—¿Así que no le era familiar el contenido del paquete? Vamos a ver, Juan Pablo I…

—¡Ave María purísima! —pudo exclamar Jellinek antes de quedarse rígido.

En el momento en que el extraño mencionó a Juan Pablo I se dio cuenta inmediatamente Jellinek de lo que contenía aquel paquete misterioso, y el cardenal sintió cómo la sangre se le agolpaba en las venas, martilleándole las sienes. ¡Las gafas y las zapatillas del papa que duró treinta y cuatro días! Sí, ahora lo recordaba, nunca había concedido la más mínima importancia a ese asunto, pero cuando pasó aquello, en el mes de septiembre, corrió el tumor de que alguien había robado al santo padre muerto. De sus pertenencias faltaban diversos objetos sin importancia. Una de las sospechas fue que había sido asesinado por alguien que quería apoderarse de aquellas cosas. De todo aquello se acordó el cardenal en esos momentos, hasta que el forastero, con gesto duro e inexpresivo, prosiguió:

—¿Así que ahora lo entiende?

—¿Y cómo voy a entender eso?

El miedo, un miedo inexplicable, ridículo y mezquino, se apoderó de repente de Jellinek y temió la venganza de aquel hombre extraño, como Elías el odio de Jezabel.

—No —dijo con voz sorda el cardenal—, no entiendo nada. Dígame lo que pretende de mí y quién lo envía.

El extraño hizo una mueca asquerosa, esa mueca repulsiva que dirige la persona enterada de algo a la persona que lo desconoce.

—Hace demasiadas preguntas, señor cardenal. Preguntar fue el primer pecado.

—¡Diga de una vez lo que quiere! —repitió el cardenal en tono enérgico, mientras advertía que le temblaban las manos.

—¿Yo? —preguntó con sarcasmo el hombre de la sotana negra—. Nada. Vengo por encargo de instancias superiores, y en esos círculos se abriga el deseo de que usted ponga fin a las investigaciones sobre el significado de las inscripciones que han aparecido en la Capilla Sixtina. ¿Entendido?

El cardenal Jellinek permaneció callado. Estaba preparado para recibir muchas respuestas, pero ésa le quitó el habla, y aún pasó un buen rato antes de que pudiera reponerse y contestar:

—¡Señor mío! —exclamó acalorado—, en la bóveda de la Capilla Sixtina han salido a relucir ocho letras enigmáticas, que no pueden ser eliminadas con buenas palabras, ni tampoco por medio del silencio, y que han de tener alguna significación, y yo he sido encargado ex officio para encontrar una explicación a las mismas, una aclaración que proteja de mayores daños a la institución de la Iglesia católica, y para ello, en mi calidad de presidente del Santo Oficio, he convocado un concilio, que proseguirá sus trabajos hasta que se encuentre una solución. Y cualesquiera sean los motivos que animan su deseo, puede usted estar seguro de que la mayor tontería que podríamos hacer sería borrar esas letras o taparlas con pintura, pues en ese caso abriríamos las puertas de par en par a todo tipo de especulaciones.

—Eso puede parecer extraordinariamente sensato —replicó el desconocido—. Pero usted se equivoca en una cosa: que deba poner fin a esas investigaciones no es un deseo, ¡es una orden!

—Me ha sido encomendado ex officio

—Y aun cuando nuestro Señor Jesucristo en persona le hubiese dado tal encargo, tiene que interrumpir esas averiguaciones. Invéntese rápidamente cualquier tipo de explicación, contrate a cualquier experto y publique sus «investigaciones», pero termine de una vez con los trabajos del concilio.

—¿Y si me negase?

—No sé yo qué es lo que mayor servicio puede prestar a la curia, si un cardenal vivo o uno muerto. Por eso se le ha enviado ese paquete, para que advierta lo seria que es esta situación. En mi opinión, y tal como ya se ha visto, si no plantea grandes dificultades el eliminar limpiamente a un papa sin dejar rastro alguno, puede estar seguro, monseñor Jellinek, de que un cardenal desaparece de la escena con mayor facilidad todavía. Su muerte ni siquiera sería motivo de grandes titulares en los periódicos, tan sólo veríamos un breve comunicado en los diarios, también una honrosa necrología en el Osservatore Romano: «El cardenal Jellinek murió a consecuencia de un accidente mortal», o en el peor de los casos: «Se suicida el cardenal Jellinek», y nada más.

—¡Cállese!

—¿Callarme? La curia a la que usted pertenece, eminencia, ha cometido más errores por callar que por hablar. Lamentaría hondamente que no llegásemos a un acuerdo; pero estoy seguro de que no será tan estúpido, señor cardenal… La verdad es que empiezo a repetirme.

Jellinek se acercó al desconocido. El cardenal se encontraba en ese estado de ánimo en el que la ira se convierte en valor.

—¡Escúcheme, santurrón de los demonios! —gritó, cogiendo al desconocido por los hombros—. Se irá inmediatamente de mi casa, pues de lo contrario…

—¿De lo contrario? —preguntó el clérigo en tono desafiante.

Entonces advirtió el cardenal la ridiculez de sus amenazas, por lo que se separó, resignado, del forastero, en cuyo rostro se dibujaba de nuevo una sonrisita sardónica.

—¡Pues bien! —dijo el desconocido, sacudiéndose el polvo en las partes de su hábito de las que el cardenal se había aferrado—. Esto tampoco es asunto mío. Tan sólo actúo de mensajero en este caso, por lo que mi misión está cumplida. Laudetur Jesús Christus.

El saludo sonaba de lo más extraño, la burla y el escarnio se perfilaban en las palabras del clérigo.

—¡No se moleste! —le dijo como despedida—. Supe entrar solo aquí y también sabré salir por mi cuenta.

Esto fue lo que sucedió el día de la fiesta de la Candelaria y el cardenal no pudo averiguar de ningún modo quién había sido el macabro desconocido y cómo habían llegado a su poder aquellos utensilios papales. Pero la demanda de aquel extraño pareció a Jellinek, desde todo punto de vista, irrealizable; es más, debido a que el asunto parecía volverse cada vez más turbio, enigmático e inextricable, el cardenal Joseph Jellinek decidió investigar aquel secreto con todos los medios que estaban a su alcance. Y debido a que se le llegaba hasta a amenazar personalmente, su decisión no hizo más que fortalecerse, aunque si bien de un modo inescrutable; pues, en su calidad de portador de la púrpura cardenalicia, ¿no estaba acaso obligado a defender con su propia vida los dogmas de la Iglesia… ad majorem Dei gloriam?[64]

En lo que respectaba al enigmático encuentro con aquel desconocido, el cardenal decidió de momento guardar silencio, en primer lugar, porque el asunto tendría que resultarle muchos menos creíble a cualquiera, y en segundo lugar, porque el mismo Jellinek se puso a reflexionar, ya al día siguiente, en torno a la cuestión de si no se le habría presentado el diablo en persona.