En esos momentos entraba también el ilustrísimo monseñor William Stickler, ayuda de cámara del papa, en la Capilla Clementina, situada en la nave lateral izquierda de la basílica de San Pedro de Roma y bajo cuyo altar descansan los restos mortales de su santidad el papa san Gregorio Magno. Se encaminó por el corredor del primer arco de la nave lateral y se detuvo durante unos breves momentos ante la tumba de aquel Alejandro de Médicis que fue creado papa con el nombre de León XI. Clavó la mirada una y otra vez en una inscripción grabada en el rosetón de un pedestal: SIC FLORUI[59]. Se refieren estas dos palabras a la brevedad del reinado de aquel papa, cuyo pontificado no duró más que veintiséis días, en el mes de abril del año de gracia de 1605. Y al mismo tiempo contemplaba de vez en cuando Stickler un confesionario, un viejo armatoste barroco, adornado de arabescos, en el que se fijaba como si de allí estuviese esperando una señal. A la distancia a la que se encontraba no podía distinguirse si dentro del confesionario había algún sacerdote dispuesto a escuchar los pecados de algún penitente, pero alguien abrió de repente una rendija en la ventana de dos hojas de la compuerta central y por entre los cristales apareció, ondeando, un pañuelo blanco. Stickler se dirigió inmediatamente al confesionario, con paso presuroso, y se metió en él por la compuerta de la derecha.
Al otro lado de la celosía de listoncillos diagonales reconoció Stickler al prefecto de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, al eminentísimo cardenal Giuseppe Bellini. Monseñor Stickler tenía toda la apariencia de una persona hondamente agitada, y aún se puso a tartamudear cuando dijo en tono de susurro:
—Eminencia, Jellinek tiene en su poder las zapatillas y las gafas de Juan Pablo I. ¡Lo he visto con mis propios ojos!
La intranquilidad se hizo notar ahora también al otro lado de la celosía.
—¿Jellinek? —respondió el cardenal Bellini, susurrando a su vez—. ¿Está seguro?
—¡Ya lo creo que estoy seguro! —prorrumpió Stickler en voz alta, alarmando al cardenal, que cuchicheó en seguida, tratando de aplacar al otro:
—¡Chitón!
El ayuda de cámara de su santidad, bajando de nuevo el tono de voz a la altura del susurro, prosiguió:
—¡Eminencia! Muchas veces vi las zapatillas del santo padre, al igual que sus gafas, por lo que me eran perfectamente conocidas, pero incluso en el caso de que no pudiese distinguirlas, ¿creéis en verdad que pueden andar por ahí tirados unos objetos que son exactamente iguales a los que desaparecieron de un modo inexplicable cuando se produjo la muerte repentina de su santidad? No, y hasta sería capaz de poner mi mano en el fuego; se trata realmente de las zapatillas y de las gafas del que fue nuestro pastor universal, y ahora se encuentran sobre un papel de envolver en el salón del apartamento que tiene el cardenal Jellinek en el palazzo Chigi.
Bellini hizo la señal de la cruz y murmuró algunas frases ininteligibles, de las que Stickler sólo llegó a entender las siguientes palabras:
—… Dios se apiade de nosotros…
Y a continuación le dijo, primero en voz alta y luego en tono de susurro, tras haber pronunciado unas pocas palabras:
—Hermano en Cristo, ¿sabéis lo que estáis afirmando con eso? Esto significaría que el cardenal Joseph Jellinek fue, si no uno de los instigadores, al menos uno de los cómplices de aquella confabulación que acabó con la vida de su santidad Juan Pablo I.
—No veo otra explicación posible —cuchicheó Stickler—, y soy perfectamente consciente, eminencia, de la trascendencia que tienen mis palabras.
—¡Dios mío!, Stickler, ¿cómo hicisteis ese descubrimiento? —preguntó Bellini, haciendo grandes esfuerzos por mantener su voz en el tono del susurro.
—Fácil explicación tiene, eminencia. El cardenal Jellinek y yo jugamos al ajedrez una vez por semana. Jellinek es un jugador extraordinario, llegó a medir sus fuerzas con Ottani, y sus gambitos se han hecho famosos. Nos reunimos la última vez el viernes por la tarde. Jellinek parecía estar muy aturdido. Nos sentamos a jugar en el salón, como es nuestra costumbre, y pese a que Jellinek abrió el juego mucho mejor que yo, lo pude acorralar y poner a la defensiva, ya después de unas pocas jugadas, y de repente, cuando estábamos sumidos en la partida, me fijé en la cómoda, y allí estaban las zapatillas y las gafas, colocadas sobre un papel de envolver de color pardo.
—¿Quiere decir con eso que sobre la cómoda había un paquete abierto y que Jellinek no se había tomado siquiera la molestia de esconderlo?
—No se la había tomado, no, eminencia, y eso fue precisamente lo que me produjo el segundo sobresalto, pues si ya el descubrimiento en sí de aquellos objetos me dejó petrificado, perdí el habla por completo al preguntarme por qué Jellinek dejaba así tirado en cualquier parte y a la vista de todos el corpus delicti[60], y más cuanto que mi visita no le pudo pillar en modo alguno de sorpresa.
—Así que la cosa tuvo que ser intencionada… —susurró Bellini.
A lo que Stickler respondió en voz muy baja:
—Sí, pues no puedo explicarme de otro modo lo sucedido.
Giuseppe Bellini se santiguó por segunda vez, pero en esta ocasión persignándose con gran lentitud y parsimonia, haciendo con la mano la señal de la cruz desde la frente al pecho y desde el hombro izquierdo al derecho, mientras murmuraba por lo bajo:
—Ave María, gratia plena…[61]
Cuando el cardenal terminó su oración, William Stickler le susurró al oído palabras de disculpa y le pidió perdón por haberle propuesto que se reuniesen en un lugar tan extraño como aquél, pero es que le había parecido el más seguro de todos, pues en el Vaticano no había pared que no tuviese mil oídos y él ya no sabía en quién se podía confiar y en quién no, a lo que Bellini respondió que Stickler había hecho bien en actuar como había actuado y que ya vendría el Señor a castigar a los malos en el día del Juicio Final. Y juntando las palmas de sus manos, el cardenal musitó el siguiente pasaje del Apocalipsis de san Juan:
—Bienaventurados los que lavan sus túnicas para tener derecho al árbol de la vida y a entrar por las puertas que dan acceso a la ciudad. Fuera perros, hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todos los que aman y practican la mentira.
Stickler escuchó atentamente esas palabras, que le envolvieron en piadoso rezo, y al terminar y enmudecer Bellini, le susurró:
—Eminencia, me resisto a creerlo, mi cerebro se niega a aceptar que Juan Pablo I haya sido la víctima de una conjura; no puedo creerlo, no, no y no —repitió el buen hombre, golpeándose por tres veces en la frente con la palma de la mano—. ¿No le llamaban todos «el papa de la eterna sonrisa», no hablaba todo el mundo de su bondad, de su buen juicio y gran sentido común, no fue acaso una persona que amó a todos los hombres, que llegó a afirmar incluso que él no era más que un ser humano como cualquier otro?
—En eso precisamente radicó su error. Después de la muerte de Pablo VI, tras la desaparición de aquel representante de Cristo en la tierra que con tanta rapidez envejeció, de aquel hombre resignado e indeciso, la curia romana esperaba ver sentado en el solio pontificio a un príncipe de la Iglesia de carácter enérgico y capaz de tomar rápidas decisiones; en todo caso, fueron los responsables ciertos círculos de la curia, y no necesito dar nombres, fueron aquellos que querían tener en el trono de san Pedro a un auténtico caudillo de la Iglesia, a un sumo pontífice como lo fue Pío XII, a alguien que fustigase al marxismo, que negase todo tipo de apoyo a los terroristas de Iberoamérica y que supiese frenar, en general, las simpatías de la Iglesia por los problemas del tercer mundo. Y en lugar de eso, les dieron un papa que sonreía, que le daba la mano al alcalde comunista de Roma y que confesaba con toda franqueza que la Santa Madre Iglesia no se encontraba precisamente a la altura de los tiempos presentes.
—¡Pero Juan Pablo I no cayó llovido del cielo! ¡Los mismos cardenales lo eligieron!
—¡Chist! —siseó Bellini, indicando a Stickler que moderase el tono de su voz—. Precisamente porque lo eligieron es por lo que fue tan grande su amargura, precisamente porque lo prefirieron entre todos los demás cardenales papables es por lo que su odio se volvió tan imprevisible.
—¡Dios mío! ¡Pero no por eso tenían que matarlo!
El cardenal se quedó entonces callado y se enjugó el sudor de la frente con su blanco manípulo.
—¡Lo asesinaron! —prosiguió Stickler con su voz susurrante—. No creí desde un principio que Juan Pablo I hubiese perecido de muerte natural. Nunca lo creí. Aún recuerdo muy bien el ambiente caldeado que se respiraba en la Santa Sede, uno podía tener la impresión de que había una curia dentro de la curia.
—La curia, hermano en Cristo, tuvo siempre diversas agrupaciones, unas conservadoras, otras progresistas, elitistas algunas y también populistas.
—Sí, eso es cierto, eminencia. Juan Pablo I no fue el primer papa al que serví, y de ahí que yo precisamente pueda testificar que nunca hubo tanto secreteo y tanta intriga como en aquellos treinta y cuatro días de su pontificado. Daba entonces la impresión de que cada cual era enemigo del prójimo y la mayoría sólo se comunicaba ya por escrito con su santidad, lo que representaba para Juan Pablo I una carga adicional de trabajo de proporciones colosales.
—El santo padre se mató simplemente trabajando…
—Y ésa fue la versión oficial, eminencia, pero no había razón alguna para impedir que se le hiciese la autopsia a Juan Pablo I.
—¡Stickler —susurró el cardenal, ahora fuera de sí—, no necesito recordarle que jamás se le practicó la necroscopia a papa alguno!
—No, no necesitáis recordármelo —replicó William Stickler—, pero aún me sigo preguntando por qué no se permitió la autopsia, cuando, por lo demás, el trato que se dio a los restos mortales de su santidad no se diferenció absolutamente en nada del que se estila en la inhumación normal de cualquier cadáver. No fue ciertamente un espectáculo edificante el presenciar cómo los sepultureros sujetaron con cuerdas los tobillos y el pecho de Juan Pablo I y tiraron después con todas sus fuerzas para enderezar el cuerpo agarrotado de su santidad, con tal brutalidad y violencia, que hasta pude oír cómo se quebraban sus huesos. Lo vi con mis propios ojos, eminencia, Dios se apiade de mí.
—El catedrático Montana dictaminó con precisión la causa de la muerte: trombosis coronaria.
—¡Eminencia! ¿Qué otra cosa podía diagnosticar Montana que no fuese el paro cardíaco si se encontró al entrar ante una cama en la que estaba sentado un muerto de piernas cruzadas, con una carpeta sostenida por su mano izquierda, mientras que su diestra colgaba flácidamente? Montana no hizo más que repetir aquella escena angustiosa que aún tenía grabada en mi memoria de cuando murió Paulo VI en Castelgandolfo: se sacó del bolsillo un martillo de plata, le quitó a Juan Pablo las gafas, que tenía torcidas, las plegó, las colocó sobre la mesa, golpeó por tres veces consecutivas en la frente al papa muerto, le preguntó tres veces si estaba muerto y como quiera que no recibió respuesta tampoco a la tercera vez, declaró entonces que su santidad el papa Juan Pablo I había muerto según el ritual prescrito por la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana.
—Requiescat in pace[62]. Amen.
—Y sin embargo, aquella larga serie de sucesos extraños no comenzó hasta que entró en el dormitorio el cardenal secretario de Estado. Eran las cinco y media de la madrugada, y cuando se presentó me llamó inmediatamente la atención el hecho de que estuviese recién afeitado; daba la impresión de hallarse muy sereno, y al ver algunos documentos esparcidos por el suelo, que se habían caído de la carpeta que sujetaba su santidad, declaró solemnemente que según la versión oficial yo habría encontrado al santo padre por la mañana temprano, muerto en su cama, y que él no había estado leyendo documentos, sino un libro sobre la Imitación de Cristo. Por supuesto que no dejé de preguntarme sobre el porqué de esa tergiversación de los hechos. ¿A cuento de qué no podía haber muerto Juan Pablo I mientras se dedicaba al estudio de unos documentos? ¿Por qué no tendría que ser la monja la que descubriera su cadáver? La hermana Vincenza era la encargada de ir todas las mañanas a colocar el café de Juan Pablo I delante de la puerta de su dormitorio. ¿A qué venían todas esas mentiras?
—¿Y qué hay de las sandalias de su santidad y de sus gafas?
—No lo sé, eminencia, desaparecieron de repente en medio de todo aquel caos y aquella excitación, al igual que los documentos que se hallaban esparcidos por el suelo. Al principio no concedí ninguna importancia al asunto, pues pensé que el cardenal secretario de Estado se habría llevado esos objetos. Tan sólo mucho más tarde, a eso del mediodía, cuando ya se habían llevado el cadáver de su santidad y yo me puse a indagar acerca del paradero de esos objetos, tan sólo entonces quedó al descubierto la infamia de aquel hecho. Alguien había robado al papa muerto.
—¿Y qué hay de Jellinek? Quiero decir, ¿cuándo entró Jellinek en el cuarto del difunto?
—¿Jellinek? ¡Pero si no puso allí sus pies! Por lo que pude saber, el cardenal ni siquiera se encontraba en Roma el día en que murió su santidad.
—Eso coincide con mis averiguaciones, Stickler. Por lo que puedo recordar, cierto es que Jellinek estuvo presente, durante la vacante de la silla apostólica, en la primera reunión que celebró en la sala de Bolonia el Sacro Colegio Cardenalicio, pero aquello no ocurrió sino hasta el día siguiente. Es decir, que el cardenal Jellinek no puede ser tomado en cuenta, de ninguna manera, como el posible autor material del hecho…, incluso en el caso de que no se haya equivocado usted con su hallazgo.
Y por cierto, Stickler, es mejor que calle sobre el asunto, pues si el caso fuera debatido ante el tribunal de la Sagrada Rota romana, sería usted, monseñor, sin duda alguna, el principal sospechoso.
En ese instante se levantó de un salto de su asiento el ayuda de cámara de su santidad. Quería salir del confesionario a toda costa, pero Bellini le suplicó que se quedara. Stickler le había entendido mal, pues no debía imaginarse, ¡por Cristo y la Santa Virgen María!, que dudaba de él, pero en el caso de que se celebrase un juicio secreto, él sería, inevitablemente, el testigo principal, pues a fin de cuentas había sido él el último en ver al santo padre con vida, y él había sido también la persona que descubrió el cadáver.
—¡Pero si no fui yo la persona que descubrió el cadáver, eminencia, eso no es más que un rumor que propaló el cardenal secretario de Estado!
Y al decir estas palabras, el ilustrísimo monseñor Stickler ya no pudo contenerse y alzó la voz.
Entre susurros, trató Bellini de tranquilizar a Stickler, asegurándole que no tenía ninguna importancia lo que él, el cardenal Bellini, creyese o dejase de creer, sino el resultado al que llegase en su instrucción sumaria el tribunal de la Sagrada Rota romana, cuyos miembros no escatimarían las preguntas mortificantes. Y tendría que darse cuenta de una vez por todas de que él, el ayuda de cámara del papa, era la persona que mayores oportunidades había tenido de echar un veneno mortífero en uno de los frasquitos de medicina que el papa, como bien sabían todos cuantos le rodeaban, utilizaba en gran cantidad.
Tras esas palabras se produjo un largo y embarazoso silencio. El cardenal Bellini callaba porque estaba ocupado en revisar a posteriori sus ideas y porque reflexionaba sobre las cosas que había dicho al ayuda de cámara del papa. William Stickler callaba porque estaba ocupado en evocar las palabras del cardenal y porque al hacerlo tuvo por vez primera la sospecha de que Bellini quizá no perteneciese a esa agrupación en la que hasta entonces le había incluido. Por la manera en la que acababa de hablar, el cardenal podría ser también uno de los partidarios de Cascone; ¿o sería posible que hasta estuviese confabulado con Jellinek?
—Eminencia —comenzó a decir Stickler, susurrando cada palabra—, ¿cómo he de comportarme entonces?
—¿Qué le dijo a Jellinek? ¿Le dio a entender que había advertido la presencia de esos objetos?
—No. Le hice creer que había sufrido un ataque repentino de náuseas y me marché.
—¿Así que Jellinek no sabe si usted descubrió lo que había sobre la cómoda?
—Presuponiendo que todo aquello no fuese cosa intencionada…, no.
—In nomine domine, dejemos ese asunto de momento tal como está.
El ilustrísimo monseñor Stickler, ayuda de cámara del papa, escribió ese mismo día una carta de disculpa a su eminencia el cardenal Joseph Jellinek, informándole de que no se había sentido bien y de que se alegraba al pensar en la próxima partida.