EL CUARTO DOMINGO DESPUÉS DE LA EPIFANÍA

El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone se encontraba celebrando la misa del domingo en la basílica de San Pedro. El coro cantaba la Missa Papae Marcelli[56] de Palestrina, su misa preferida.

Cascone oficiaba in fiocchi[57], con todos los ornamentos sagrados, vistiendo los rojos hábitos pontificales y asistido por Phil Canisius como diácono, por el ilustrísimo monseñor Raneri como subdiácono y por dos frailes dominicos, que le servían de acólitos. Cuando llegó el Evangelio, Cascone leyó los pasajes de San Mateo, 8, 23 a 27, en los que Jesús aplaca la tormenta:

—Cuando hubo subido a la nave, le siguieron sus discípulos. Se produjo en el mar una agitación grande, tal que las olas cubrían la nave; pero Él entretanto dormía, y acercándose le despertaron, diciendo: «Señor, sálvanos, que perecemos.» Él les dijo: «¿Por qué teméis, hombres de poca fe?» Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma…

Durante la misa, Cascone no dejó de pensar ni un momento en las palabras del Evangelio. La nave de la Iglesia ya había sorteado más de una tormenta. ¿Presagiarían un nuevo temporal esos símbolos que de modo tan misterioso habían aparecido en la bóveda de la Capilla Sixtina? El cardenal secretario de Estado era un piloto con un gran sentido de su responsabilidad, por lo que odiaba las turbulencias.

Le resultaba muy difícil, prácticamente imposible, apartar su atención de aquellos misterios que habían aparecido en la bóveda de la Capilla Sixtina, y cuando después del último coral se dirigieron los oficiantes a la Capilla Orsini, la sacristía de la basílica de San Pedro, Canisius le dijo mientras caminaba a su lado:

—Hoy pareces muy distraído, hermano en Cristo.

Aunque si bien era verdad que Cascone y Canisius no eran necesariamente amigos, eran, de todos modos, hombres de la misma camada. Pese a sus orígenes distintos —vástago el uno de una noble familia romana, hijo el otro de un hacendado norteamericano—, se entendían muy bien entre ellos, pues ambos tenían en común esa lógica contundente y esa facilidad de palabra que sólo se encuentran entre los antiguos seminaristas de los colegios jesuitas. La estrecha unión que existía entre ellos era como una espina clavada en el corazón para muchos otros miembros de la curia romana, pues, a fin de cuentas, Cascone, el secretario de Estado, y Canisius, el banquero, eran la personificación del poder terrenal del Vaticano.

La Capilla Orsini, con sus idas y venidas de personajes engalanados con hábitos festivos, parecía en las mañanas domingueras una estación celestial. Dos canónigos les salieron al encuentro para ayudarlos a cambiarse de ropas. Cascone no llevaba más que la sobrepelliz y la muceta, con una capa magna por encima, de seda roja, la mitra roja, con las ínfulas y las borlas de oro, amén de los zapatos rojos con hebillas de oro, mientras que Canisius prefería ponerse un sencillo hábito negro. Después de mudarse, el cardenal secretario de Estado se llevó aparte a Canisius. La luz azulada y verdosa, producida por el paso de los rayos solares a través de los vidrios de color emplomados, con sus representaciones de santos, iluminaba sus rostros, dándoles un aspecto mortecino. Se pusieron a conversar en voz baja junto al nicho de una ventana.

—¡Estáis locos! —le espetó Canisius en tono siseante—. Todos os habéis vuelto locos. Por ocho ridículas letras. Parece como si alguien se hubiese puesto a hurgar con un bastón en un hormiguero. Jamás hubiese llegado a imaginar que pudiese ser tan fácil hacer salir de sus casillas a la curia romana… ¡por ocho simples letras ridículas!

Cascone elevó las manos al cielo, exclamando:

—¿Qué puedo hacer? Por el amor de Dios, ninguna culpa tengo de lo sucedido. Yo también hubiese preferido que los restauradores hubiesen borrado esos signos el mismo día en que los descubrieron; pero ahora han salido a relucir, están presentes. ¡Y ya no podemos echar tierra sobre ese asunto, Phil!

Canisius le gritó sin poder contenerse:

—¡Pues encontrad entonces una explicación para esa aparición maldita de Dios!

El cardenal secretario de Estado empujó un poco a Canisius hacia un lado, tapándolo con su cuerpo, para que nadie pudiese enterarse de lo que decía con tanta agitación.

—Pero, Phil —replicó Cascone—, hago todo cuanto está en mi poder para que nuestras investigaciones arrojen algún resultado. He encomendado a Jellinek, ex officio, la solución de ese problema, y él ha convocado un concilio compuesto por expertos excelentes, que están discutiendo el caso y que lo analizarán desde todos los puntos de vista posibles.

—¡Discutiendo! ¡No puedo ni oír esa palabra! ¿Qué significa discutir? De tanto discutir, también se puede crear un problema de la nada. Se puede invocar un secreto, de tanto hablar sobre él, para luego convertirlo en problema y hacerlo objeto de profunda discusión. No creo en ese secreto de la Capilla Sixtina, no creo en un secreto que pueda resultar peligroso para la Santa Madre Iglesia.

—¡Dios te oiga, hermano! Pero el mundo está sediento de misterios. Los hombres ya no se conforman con tener comida y ropa, con un automóvil y cuatro semanas de vacaciones, los hombres están ávidos de secretos. No hay demanda de perfección religiosa, sino de lo místico y de lo misterioso en la religión. Ocho signos enigmáticos en los frescos de una bóveda pintada en tiempos pasados, eso es lo que excita a la gente. Y lo peor que nos podría suceder en esta situación es que se hiciese público ese descubrimiento antes de que tengamos una explicación del hecho.

—¡Por los clavos de Cristo, encontrad entonces una, pero encontradla antes de que sea demasiado tarde! Sabes muy bien que me opuse desde un principio a esas investigaciones, y sabes también el porqué. Pero ahora, cuando el demonio desliza su pestilencia por los corredores y cuando va dejando aquí y allá su montoncito maloliente, lo que al comienzo fue rechazo por mi parte se ha convertido ahora en ira y odio, y no paro de pensar en la forma en que podría atajar todo esto.

¡Non verbis, sed in rebus est![58] —respondió Cascone, sonriendo algo azorado—. No sé si estuvo bien lo de despedir a Augustinus. Es una persona muy inteligente, y si alguien hay capacitado para dilucidar ese misterio, ese alguien es el padre Augustinus. Tendrías que haberle oído en el concilio, haberte dado cuenta de cómo argumentaba; aparte un saber infinito, tiene también el don de la asociación de ideas. Utilizó el Apocalipsis de san Juan para demostrar que es soluble todo enigma que se componga de letras o de números, comprobó que no tienes más que encontrar la clave. Pero esa clave se encuentra, por regla general, allí donde menos se espera. Augustinus recurrió al gnóstico Basílides y llegó a la conclusión de que detrás del animal mencionado por san Juan, al que corresponde la cifra seiscientos sesenta y seis, se oculta la figura del emperador Domiciano. ¿Quién sino Augustinus ha de poder dilucidar el misterio de los frescos de la Capilla Sixtina?

Canisius se iba poniendo nervioso a ojos vistas. Con gran firmeza replicó:

—La razón por la que te pedí que relevases de su cargo al oratoriano no es precisamente su incapacidad; antes me da miedo su olfato, temo que ese hombre, en el curso de sus pesquisas, excave demasiado hondo, poniendo así arriba lo que está abajo del todo y haciendo aflorar a la superficie cosas que es mejor que permanezcan ocultas…, ya sabes de lo que hablo.

Cascone enarcó las cejas con gesto de perplejidad. Contestó a su interlocutor, y mientras hablaba iba respondiendo con inclinaciones de cabeza a los muchos saludos silenciosos que les dirigían los que pasaban a su lado. Al fin sentenció:

—No es nada fácil dar caza al zorro cuando ya se ha matado al perro.

—¿Y qué hay del benedictino de Montecassino? —preguntó Canisius.

El cardenal secretario de Estado abrió desmesuradamente los ojos antes de responder:

—Un hombre de gran experiencia y de muchos estudios, es cierto, pero el padre Pio no ha estado en Roma desde hace más de cuarenta años y carece de amplitud de miras, de esa capacidad de abstracción que tiene un sabio como Augustinus, si es que entiendes lo que quiero decir.

—Pues sí —replicó Canisius—, Pio es una persona de mi agrado, un hombre que no representa peligro alguno. Augustinus es un desvergonzado y un indecente, pues no hay nada más impúdico que el saber por el saber mismo. Ese saber es más obsceno que todas las putas de Babilonia, y en su impudicia encarna todo el poder de este mundo; ya que, según se dice, saber es poder… ¡Un demonio habrá sido el que dijera esto!

Y Canisius hizo un gesto con los labios como si quisiera escupir.

—¡Chist! —exclamó Cascone, haciéndole señas para que se moderase—. Será difícil avanzar sin la ayuda del padre Augustinus; por otra parte, todos estaremos temblando mientras no se despeje esa incógnita, y mientras esa escritura misteriosa, aún sin descifrar, penda sobre nuestras cabezas como la espada de Damocles, el miedo se extenderá por nuestras filas.

—¿El miedo a qué? ¿Acaso a las ideas heterodoxas de Miguel Ángel? Hermano en Cristo, en el curso de su larga historia, la Santa Madre Iglesia ha capeado temporales mucho más violentos. ¡También sobrevivirá a esa escritura, también se librará de esa espada, no me cabe la menor duda!

El cardenal secretario de Estado permaneció callado largo rato antes de responder:

—Piensa en la escritura misteriosa de que nos habla el profeta David. Cuando el rey babilónico Baltasar ofendió a Dios durante una borrachera, se le aparecieron los dedos de una mano de hombre y escribieron en el revoco de la pared de su palacio las palabras arameas mené, tekel, ufarsín. Ya conoces las diversas interpretaciones que se dieron a aquel texto que sólo se componía de consonantes. Los unos dijeron: «Fueron contadas una mina, un siclo y dos medias minas.» Pero David, por el contrario, dio una interpretación muy distinta: «Ha contado Dios tu reino y le ha puesto fin; has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso; ha sido roto tu reino y dado a los medos y persas.» Aquella misma noche fue muerto Baltasar, rey de los caldeos, y su reino fue dividido.

—¡Pero de eso hace dos mil quinientos años!

—¿Y qué importancia tiene?

Canisius reflexionó unos instantes antes de responder:

—¡Miguel Ángel fue pintor y no profeta!

—¡Escultor! —le interrumpió Cascone—. Escultor y no pintor.

Miguel Ángel fue obligado a pintar por el papa Julio II. Es indudable que su santidad no entendía mucho de arte y pensó que quien era capaz de esculpir en mármol una figura como la Piedad que le había encargado el cardenal de San Dionigi, también podría embellecer la bóveda de la Capilla Sixtina.

—¡Alabado sea Jesucristo! —murmuró Canisius mientras Cascone seguía hablando:

—No podemos presuponer, por lo tanto, que tras los signos de Miguel Ángel se ocultan quizá unos salmos piadosos. Si Miguel Ángel se hubiese querellado contra la fe cristiana en torno a una sola y única cuestión o si hubiese comparecido ante un tribunal de la Santa Inquisición, de acuerdo, todos sabemos que esa institución no fue precisamente de las más afortunadas, no tendríamos por qué temer ahora un acertijo de letras. Pero un hombre cuyo intelecto pudo penetrar de tal modo en la naturaleza de un ser, comprendiendo su evolución y sus faltas, un hombre que representa a Nuestro Señor Jesucristo como a un ángel de la venganza, un hombre así, has de creerme, hermano en Cristo, no actuará como un embaucador, sino que se elevará sobre los cuerpos que él mismo ha creado, enarbolando la espada como el vencedor después de la batalla.

—Tus ideas filosóficas, Giuliano, pueden ser el fruto de una sabia reflexión, pero tu fantasía está muy por encima de las dotes de mi imaginación. Pero lo que sí me puedo imaginar muy bien, en todo caso, es que en esa búsqueda por hallar la solución del problema saldrán a relucir ciertas cosas que nos darán quizá más dolores de cabeza que el problema original. No quiero decir nada más al respecto.

El cardenal secretario de Estado agitó su diestra con el índice levantado:

—La causa será tratada de specialissimo modo. ¡De specialissimo modo, entiendes!

—Precisamente por eso tengo mis reparos; de ese modo quedan las puertas abiertas de par en par para las conjeturas y las especulaciones. Nómbrame un secreto que permanezca secreto entre estos muros. Y cuanto más secreto sea un secreto, tanto más se hablará sobre él. Te digo que lo peor que podría hacerse sería cerrar la Capilla Sixtina.

—Nadie piensa en eso —replicó Cascone—, pero…, ¿qué pasará si el hallazgo se hace público antes de que podamos resolver el caso?

—He estado considerando el asunto. Reducid simplemente la iluminación y justificad esa medida por razones que obedecen a los trabajos de restauración, ya que los colores recién limpiados tendrían que acostumbrarse primero a la luz intensa, o cualquier otra disculpa por el estilo.

El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone hizo un gesto de aprobación, luego se encaminaron los dos por el largo corredor que conduce a la basílica de San Pedro. Sin disminuir el paso, dijo Cascone:

—No sé, pero a veces creo que esa aparición forma parte de un plan divino, urdido por Dios para prevenir nuestra soberbia. El mundo es malo y perverso y está plagado de mentiras, ¿por qué habría de ser distinto en este lugar?

Pasando por detrás del pilar de San Andrés, en la intersección de la nave del templo, entraron en la basílica de San Pedro. Una lista en ese lugar enumera todos los papas de la historia eclesiástica. Una clara luz primaveral penetraba a raudales por las ventanas. Desde la Capilla della Colonna llegaron los cánticos de un coral, expandiendo por el recinto devoción y piedad.