EN EL DÍA DE SAN PABLO ERMITAÑO

El cardenal Joseph Jellinek solía jugar al ajedrez una vez por semana. Jugar puede que no sea la palabra correcta para un acto de devoción que tenía un carácter abiertamente ritual, con sus ceremonias preliminares y ese hábito incorregible de la pièce touchée, que consistía en ir tocando todas las piezas, una tras otra, antes de efectuar la siguiente jugada. Es más, el cardenal pertenecía a esa categoría de personas que no sólo se limitan a jugar al ajedrez, sino que lo necesitan y que alimentan en secreto su pasión incluso cuando las circunstancias no les permiten entregarse de lleno a su afición, por lo que más de una vez había tenido que interrumpir la lectura de su piadoso breviario cuando se le ocurría una idea para un nuevo gambito, es decir, para ese lance del juego de ajedrez que consiste en sacrificar, al principio de la partida, algún peón o pieza con el fin de lograr una posición favorable con miras a un ataque futuro; y como quiera que entre los jugadores de ajedrez resulte habitual dar nombres pomposos a ese tipo de hallazgos, el cardenal los designaba con las referencias de los pasajes de las letras divinas que se encontraba leyendo cada vez que tenía tales ocurrencias.

Como es natural, eran de sobra conocidos en el Vaticano el «gambito Romanos, 13», que se le había ocurrido en el primer domingo de adviento, o el «gambito Efesios, 3», idea que tuvo en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, manías que eran toleradas con una sonrisita sardónica hasta en los círculos más altos de la Santa Sede, precisamente porque se desconocía el origen verdadero de las mismas.

El primer adversario del cardenal había sido el eminentísimo monseñor Ottani, quien solía abrir el juego de un modo completamente inofensivo, moviendo e2-e4 (a lo que Jellinek, de manera igualmente profana, respondía con e7-e5), pero que con el correr del tiempo y de las partidas jugadas, fue perfeccionando su táctica cada vez más, con lo que no fueron ya raras las ocasiones en las que le daba jaque mate, y tras la muerte de aquel cardenal secretario de Estado se puso de acuerdo con el obispo Phil Canisius, director general del Istituto per le Opere di Religione, cuyas obras, ante los ojos de los legos, tienen menos que ver con la religión que con el dinero. Pero esa alianza fue de muy breve duración, ya que Jellinek sentía un profundo desprecio por la costumbre de intercambiar figuras sin ninguna contemplación, cosa que al obispo parecía proporcionarle un placer inmenso, mientras que él, el eminentísimo cardenal Jellinek, prefería con mucho el juego de posiciones y los desarrollos de estrategias sorpresivas. Desde entonces jugaba con el ilustrísimo monseñor William Stickler, el ayuda de cámara de su santidad, todos los viernes, por regla general, ante una buena botella de Frascati, y hay que decir que Stickler era un adversario de sobresalientes dotes, no sólo porque jugaba con gran circunspección y de un modo envidiablemente elegante, sino porque se conocía casi todas las variantes por sus nombres y porque podía contar alguna anécdota sobre cada una de ellas. Eran momentos en los que el mundo se reducía al angosto ámbito iluminado por la antigua lámpara de pie que tenía Jellinek en su salón, a esos sesenta y cuatro cuadros sobre los que caían sus haces mortecinos, y tan sólo el ruido acompasado que producía el viejo reloj de péndulo de estilo barroco recordaba en algo el momento presente.

En la Sala di Merce, una especie de cámara del tesoro perteneciente al Archivo Vaticano, en la que se guardaban los regalos valiosos que habían recibido los papas, se encontraba depositado un espléndido tablero de oro, esmaltado en púrpura, cuyas piezas, del tamaño de la palma de la mano, estaban hechas de oro y plata, regalo de un duque de la familia de los Orsini a su santidad. Ese juego de ajedrez se encontraba siempre dispuesto, con sus piezas perfectamente ordenadas para dar comienzo a una partida, entre relojes, cálices y cintas suntuosas, sin que hubiese sido utilizado ni una sola vez; pero desde que Stickler habló en cierta ocasión de aquel ajedrez maravilloso, y desde entonces habían transcurrido, a fin de cuentas, unos dos años, se había establecido entre él y Jellinek una partida de duración aparentemente infinita, sobre la cual guardaba silencio absoluto cada uno de ellos, sin que jamás se les ocurriese pronunciar ni una palabra sobre el tema, aun cuando tanto el uno como el otro podía o creía saber, por la reacción de su adversario, cómo se había producido la última jugada. Transcurrían a veces dos semanas, y hasta tres, antes de que hubiese algún cambio de posición en las piezas del tablero que se encontraba en la cámara del tesoro, y tal era el tiempo que tenía que esperar uno de los dos hasta que le tocase el turno, pero también esto era algo que pertenecía al acuerdo tácito que se había establecido entre ellos, el que el adversario tuviese que retirarse con las manos vacías si aún no se había producido la siguiente jugada. Es más, las diversas jugadas demostraban a las claras que se hallaban muy separadas unas de otras en el tiempo, por lo que éste era más que suficiente para la reflexión, resultando así un juego del más alto nivel imaginable, que aumentaba en refinamiento en la misma medida en que iba prolongándose el intervalo entre dos jugadas consecutivas. En cierta ocasión, cuando Jellinek se permitió el lujo de esperar tres semanas enteras antes de mover su torre desde a4 a e4, cosa que al principio pareció de una simpleza digna de compasión, pero que posteriormente demostró ser una jugada francamente brillante, el ilustrísimo monseñor Stickler no pudo menos de apuntar como quien no quiere la cosa, durante una de sus siguientes reuniones, que el ajedrez no era en realidad un juego para hombres de su edad, pues había que tener en cuenta que el campeonato mundial de ajedrez de más larga duración que había habido se había prolongado a lo largo de veintisiete años.

Ninguna otra observación hizo Stickler al respecto.

Esa tarde, en el salón del apartamento del cardenal en el palazzo Chigi, Jellinek llenó los vasos, tal como solía hacer cada viernes, cuando se reunían, y movió el peón blanco desde e2 hasta e4. Stickler contestó trasladando el suyo desde e7 hasta e5 y apuntó al particular:

—Los peones son el alma del ajedrez.

El cardenal Joseph Jellinek asintió con la cabeza, mientras movía su alfil de rey hasta c4.

—¡Pero no para mí! —añadió el ilustrísimo monseñor, comentando la sentencia anterior—. Fue Philidor quien esto dijo, hace ya doscientos años, un genio del ajedrez y gran compositor por añadidura, que por cierto murió en Londres, pese a que era francés.

El cardenal parecía esforzarse a ojos vistas por no hacer el menor caso de las explicaciones de Stickler, pues en esa fase inicial del juego las tenía por burdas maniobras para distraer su atención y cuyo único objeto era el hacerle salir de sus casillas, lo que hubiese significado para el otro tener la partida ya medio ganada. Por supuesto que conocía a Philidor; ¡qué jugador de ajedrez, que por tal se reputase, no lo conocería!

Stickler empuñó entre tanto su alfil de rey, al que llamaba «obispo» con una cierta terquedad digna de mejor empeño, y lo colocó en c5, a raíz de lo cual el cardenal, ni corto ni perezoso, se apresuró a echar mano de su dama blanca y la deslizó hasta h5, amenazando de este modo al rey negro.

—¡Jaque al rey! —anunció el cardenal, mientras monseñor Stickler repetía varias veces:

—Las damas cuestan caro, las damas cuestan muy caro.

Ahora tendría que comprobarse el valor de la jugada de Jellinek, tan agresiva en apariencia. Sabía perfectamente el cardenal que esa jugada, en caso de que el adversario reaccionase como es debido, podía hasta ser un grave error, ya que Stickler podía infligirle el castigo de una dolorosa pérdida de tiempo, batiéndolo en retirada, pero esto era algo que presuponía una jugada inteligente y bien meditada; de todos modos, y en honor a la verdad, lo cierto es que Stickler paró el golpe con una maestría y una seguridad propias de un Philidor, moviendo su dama hasta e7.

«No —pensó el cardenal Jellinek, mientras tocaba con la punta de sus dedos el alfil de dama—, éste no parece ser su juego.» El ilustrísimo monseñor advirtió la incertidumbre en su adversario y se sonrió de placer. «¡Que me nombren —se dijo— un arma más poderosa que la sonrisa del adversario!» Pero en realidad no era su intención desconcertar al cardenal, por lo que comentó en seguida, como en tono de disculpa:

—Historia asombrosa es esa de los frescos de la Capilla Sixtina. ¡Asunto asombroso!

Pero con esto, y sin quererlo, Stickler dejó completamente azorado al cardenal.

Jellinek permaneció callado, contemplando su alfil con aire de perplejidad, por lo que Stickler, con el fin de romper el embarazoso silencio, insistió:

—Quiero serle sincero, señor cardenal, al principio no presté gran atención al asunto. Me negué simplemente a aceptar que ocho letras incomprensibles en un fresco pudiesen representar un problema para la Iglesia. Pero luego…

—¿Sí? —preguntó Jellinek con ansiosa expectación—. ¿Qué pasó luego?

Y el cardenal colocó finalmente su alfil en f3.

—Pues luego escuché las interpretaciones que daba el padre Augustinus al Apocalipsis de san Juan, con su explicación de la cifra seiscientos sesenta y seis, tras la que se oculta el título oficial del emperador Domiciano, y he de confesarle que esa noche no pude conciliar el sueño, pues las dichosas letras me perseguían.

—¡Juegan las negras! —apuntó el cardenal, procurando dar una impresión calculadamente fría, aunque la verdad es que tenía miedo.

Temía la próxima jugada de su adversario, pues ya hacía rato que se había dado cuenta de que el otro se disponía al ataque, y temía también las preguntas del ilustrísimo monseñor, que hoy le desconcertaban tanto como sus jugadas.

Pues sí, no cabía duda, había metido la pata y ahora tenía que contemplar de brazos cruzados cómo Stickler movía su alfil de dama a c6 y pasaba así a la contraofensiva.

—A veces —comenzó a decir Jellinek, titubeando—, a veces dudo de que Sócrates tuviese razón cuando decía que no había más que un único bien para el hombre, la sabiduría, y nada más que un único mal, la ignorancia. No puede haber ninguna duda en el hecho de que la sabiduría ha causado ya muchos males en este mundo.

—¿Opina que sería mejor desconocer el significado de la inscripción en la bóveda de la Capilla Sixtina?

Jellinek permaneció callado y tocó su alfil con un movimiento inquieto de la mano, pero se retractó al instante, balbuciendo la disculpa habitual:

—J’adoube…, me retracto. ¿Qué puede mover —prosiguió el cardenal, reanudando el hilo de su conversación— a un hombre de la categoría de Miguel Ángel a introducir un secreto en su obra? ¡No será, por cierto, la fe piadosa! Todos los secretos son obra del demonio. Y yo presiento que el demonio se oculta allá arriba, entre los profetas y las sibilas. El diablo no muestra nunca su rostro verdadero, se esconde siempre detrás de las máscaras más inusitadas, y las letras son la máscara más frecuente y más peligrosa de Satanás. Pues las letras son cosa muerta y tan sólo el espíritu las hace cobrar vida. Una sola y única letra puede representar una palabra, y una palabra puede dar testimonio de toda una filosofía; o sea, que una sola palabra es capaz de poner en pie una ideología.

Stickler levantó la cabeza. Las palabras del cardenal le inquietaban profundamente, por lo que el juego, que tan a favor suyo se desarrollaba, la pareció de repente algo completamente secundario.

—Usted habla —apuntó en tono precavido— como si supiese mucho más de lo que dice.

—¡Nada es lo que sé! —replicó Jellinek, acalorado—. Nada en absoluto. Tan sólo sé lo siguiente: Miguel Ángel fue un hombre mundialmente conocido, y las personas más poderosas y encumbradas de su tiempo tuvieron trato con él. Puede presuponerse entonces que también su saber era mucho más amplio que el de la mayoría de los demás hombres, por lo que pudo entrar en contacto con dimensiones nuevas de la conciencia, con conocimientos que le estaban prohibidos por la fe cristiana. Tan sólo así y no de otro modo podemos explicarnos el porqué de la pintura heterodoxa del artista florentino.

Stickler parecía haber quedado petrificado, de repente palideció de un modo notable, y el cardenal se preguntó qué era lo que podía haber desencadenado ese comportamiento repentino en su adversario en el juego, si habían sido en verdad las alusiones lanzadas sobre Miguel Ángel o si era porque con su dama estaba amenazando la casilla e5 o si se debía quizá a que el otro, con esa mirada tan típica del perturbado, había descubierto una combinación capaz de aniquilarlo. Sin embargo, la mirada de Stickler se dirigía a algún punto situado a las espaldas de Jellinek, pero cuando el cardenal se dio la vuelta no pudo descubrir allí nada que hubiese podido excitar la atención de su contrincante, pues nada vio más que las dos zapatillas rojas y unas sencillas gafas. No obstante, el ilustrísimo monseñor tenía todo el aspecto de un hombre al que habían propinado un fuerte golpe en el estómago o el de una persona a la que por un descubrimiento súbito y horrible se le había helado la sangre en las venas.

El cardenal contemplaba la escena con gran desconcierto, pero no podía imaginarse que la simple presencia de ese paquete misterioso pudiese haber provocado en su rival un trauma de tal magnitud. Durante unos instantes hasta llegó a reflexionar cómo podría explicar a Stickler el hecho de que allí se encontrasen esos objetos tan peculiares, pero la verdad le pareció demasiado increíble, por lo que desistió de hacerlo.

El ilustrísimo monseñor se puso de repente de pie y se quedó rígido. Se tambaleó y se llevó las manos al vientre como si tuviese náuseas. Sin mirar siquiera al cardenal, dijo balbuciente:

—¡Discúlpeme!

Y de un modo mecánico, como una marioneta, salió del aposento.

Aún escuchó Jellinek el ruido que hacía al cerrarse la puerta de su casa, luego permaneció atento y ofuscado, sin percibir más que el silencio.