Tras haber invocado al Espíritu Santo para la celebración del concilio extraordinario, el cardenal Joseph Jellinek comprobó la presencia en la sede del Santo Oficio, piazza del Sant’Uffizio, número 11, segundo piso, de las siguientes personas: el eminentísimo y reverendísimo cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone, prefecto al mismo tiempo del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, el cardenal Mario López, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y arzobispo titular de Cesárea, el cardenal Giuseppe Bellini, prefecto de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, con jurisdicción particular sobre la liturgia en los asuntos rituales y pastorales y arzobispo titular de Ela, y Frantisek Kolletzki, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Educación Católica, con jurisdicción sobre las escuelas superiores y las universidades y rector en unión personal del Collegium Teutonicum Santa Maria dell’Anima; los reverendísimos monseñores y padres Augustinus Feldmann, director del Archivo Vaticano y primer archivero secreto de su santidad, oratoriano del monasterio del monte Aventino, y Pio Grolewski, restaurador de los museos vaticanos y reverendo padre de la orden de predicadores; los asesores y peritos Bruno Fedrizzi, restaurador jefe de los frescos de la Capilla Sixtina, el catedrático Antonio Pavanetto, director general de la Secretaría general de monumentos, museos y galerías pontificias, y Riccardo Parenti, catedrático de historia del arte de la Universidad de Florencia y experto en la pintura al fresco de la época del Renacimiento tardío y comienzos del Barroco, con especial hincapié en las obras de Miguel Ángel, así como Adam Melcer, de la Compañía de Jesús, Ugo Pironio, religioso de la orden de hermanos de San Agustín, Pier Luigi Zalba, de la orden de los siervos de María, Felice Centino, párroco titular de Santa Anastasia, Desiderio Scaglia, párroco titular de San Carlo, y Laudivio Zacchia, párroco titular de San Pietro en Vincoli. Como fedatarios: los monseñores Antonio Barberino, notario, Eugenio Berlingero, secretario de actas, y Francesco Sales, escribano.
Extractos de las actas del Santo Oficio:
El eminentísimo y reverendísimo cardenal Joseph Jellinek exhortó a los presentes antes mencionados a que abordasen el tema de la discusión según la máxima erasmista de ex paucis multa, ex minimis máxima[47] y que no subestimasen lo ocurrido, pues se debía tener en cuenta que tanto las artes como las ciencias, sin exclusión de la teología, desde hacía más de dos mil años, habían estado perjudicando a la Santa Madre Iglesia mucho más que todas las persecuciones emprendidas por los romanos contra los cristianos. No se trataba aquí principalmente de dar una interpretación a las enigmáticas inscripciones que habían aparecido en los frescos de la Capilla Sixtina, sino que la misión de ese augusto gremio debería consistir más bien en adelantarse a las especulaciones impías y ofrecer al mismo tiempo, por medio de la publicación del descubrimiento, una explicación que fuese irrebatible.
Objeción del eminentísimo Frantisek Kolletzki: el presente concilio le recordaba un caso parecido, que no se remontaba muy atrás en el tiempo y que, provocado por una nimiedad similar, se convirtió en un problema poco más o menos insoluble para la Iglesia por la única y exclusiva razón de haber sido discutido en el seno del Santo Oficio.
Pregunta de Adam Melcer, de la Compañía de Jesús: ¿De qué caso estaba hablando el eminentísimo cardenal Kolletzki? Debería tener la amabilidad de expresarse de un modo comprensible para todos.
Respuesta del eminentísimo Kolletzki (no exenta de ironía): Estaba dispuesto a aclarar, para la buena comprensión de aquellos adolescentes que aún no lo supieran, con la venia, desde luego, del eminentísimo y reverendísimo cardenal Joseph Jellinek, en su calidad de prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (licencia concedida por el aludido, mediante un gesto de asentimiento con la cabeza), que en aquel concilio se discutió, de forma tan secreta como inútil, sobre el prepucio de Nuestro Señor Jesucristo, y aunque los congregados actuaron movidos por intenciones piadosas y en el deseo de preservar la castidad y las buenas costumbres cristianas, no hicieron más que convertir el caso en un problema insoluble.
Muestra de indignación por parte de Luigi Zalba, de la orden de los siervos de María.
El eminentísimo cardenal Kolletzki insistió en continuar su discurso: En aquel entonces había sido un jesuita quien había hecho rodar la piedra, al preguntar si era digno de veneración el santo prepucio que se guardaba como reliquia en un convento, pues a fin de cuentas había sido el evangelista san Lucas quien había dado a conocer al mundo que Jesucristo había sido circuncidado al octavo día de su nacimiento y que su prepucio había sido conservado en aceite de nardo.
Pero la discusión en el seno del Santo Oficio tuvo consecuencias imprevisibles. No fue sólo el hecho de que empezasen a aparecer prepucios en muy distintos lugares, sino que también aquel excelso gremio se vio confrontado con preguntas como la de si Nuestro Señor Jesucristo, al resucitar y subir al cielo, no se habría llevado consigo sus partes impuras. Sus honorables eminencias se dedicaron a discutir aquel problema con tal ardor y virulencia, que hasta se vio obligada a tomar cartas en el asunto la que en aquel entonces se llamaba Comisión papal para la exégesis del derecho canónico, institución ésta que sólo pudo resolver a medias aquel problema, al decretar expresamente que concedía al sagrado prepucio el rango de reliquia, ya que, según el canon 1281, párrafo 2°, sólo podrían considerarse como reliquias aquellas partes del cuerpo que hubiesen sufrido también el martirio. En aquel entonces el Santo Oficio tan sólo supo encontrar una única salida al dilema: condenar con la excomunión speciali modo cualquier tipo de discusión, bien fuese oral o escrita, sobre el santo prepucio.
Interrupción del eminentísimo cardenal Joseph Jellinek, golpeando con los nudillos sobre la mesa:
—¡No se salga del tema, señor cardenal!
El eminentísimo Kolletzki: Tan sólo había tratado de demostrar que la curia, con sus dicasterios, parecía estar predestinada a hacer de cada mosca un elefante y que, por lo tanto, a veces era preferible renunciar a la palabra, y pronunciarse por el silencio. Las palabras tenían la capacidad de abrir heridas, mientras que el silencio, por el contrario, aceleraba toda curación.
El cardenal secretario de Estado y prefecto del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, su eminentísimo Giuliano Cascone, intervino, fuera de sí:
—¡La misión de la curia no consiste en callar! ¡Nosotros debemos decidir aquí, sobre esta mesa, quoquomodo possumus![48].
Por lo que el eminentísimo cardenal Jellinek exclamó, intentando calmar los ánimos:
—¡Hermanos en Cristo, la humildad es la más idónea de todas las virtudes cristianas! Voy a explicar por qué me parece importante la presente causa[49], es más, por qué la considero peligrosa. Aquí, en este mismo lugar, en esta misma mesa, fue tratado hace trescientos cincuenta años un caso que, Dios se apiade de nosotros, pobres pecadores, ocasionó graves perjuicios a la Santa Madre Iglesia. Me refiero al caso Galileo Galilei, que cubrió de vergüenza al Santo Oficio. Deseo recordar que el caso Galileo surgió de una nimiedad aparente, y a saber: cuando se plantearon la pregunta de si la transformación del cielo concordaba o no con la Sagrada Escritura. Exhorto encarecidamente a los presentes a no cometer por segunda vez el mismo error.
Interrupción por parte de Ugo Pironio, de la orden de hermanos de San Agustín, quien gritó indignado:
—¡En el concilio de Trento ya se prohibió toda interpretación de las Sagradas Escrituras que fuese contraria a la de los padres de la Iglesia! Galileo fue condenado con razón.
A lo que contestó el cardenal Jellinek, de modo violento y con gran rudeza:
—En este caso no estamos hablando de derecho canónico. Estamos hablando de los perjuicios que ha causado el Santo Oficio con su conducta a la Santa Madre Iglesia y estamos hablando de cómo por la ineficacia de sus responsables una pijotería insignificante puede llegar a convertirse fácilmente en causa causarum.
Monseñor Ugo Pironio, irritado:
—Según los conocimientos científicos de entonces se sabía que el Sol se encontraba en el cielo y se movía alrededor de la Tierra y que la Tierra reposaba inmóvil en el centro del universo. Esto es algo que podía leer cualquier persona culta en los escritos de los padres de la Iglesia, en el Salterio, en el Cantar de los Cantares de Salomón o en el libro de Josué. ¿Tenía que haber permitido acaso Nuestra Santa Madre Iglesia que se pusiese en tela de juicio la veracidad de esos escritos? Yo os digo que no hubiese transcurrido mucho tiempo sin que se hubiese presentado un nuevo hereje afirmando que no había sido Dios Nuestro Señor quien expulsó a Adán y Eva del paraíso, sino que Adán y Eva habían expulsado del paraíso a Dios, al Sumo Hacedor, porque querían quedarse solos, y que esto era cosa que podía ser probada con métodos matemáticos y observaciones astronómicas.
Y monseñor Pironio hizo brevemente la señal de la cruz al concluir su intervención.
—Parece ser que olvidáis, hermano en Cristo, que no fue Galileo Galilei quien no tuvo razón, sino el Santo Oficio, y que no se equivocaron ni la astronomía ni la geometría, sino que erró la teología. ¿O es que para los hermanos de San Agustín el Sol sigue dando vueltas hoy en día alrededor de la Tierra? —palabras del eminentísimo cardenal Joseph Jellinek, que despertaron gran alboroto. Continúa hablando este último—: Galileo concedía preponderancia absoluta a la teología sobre las demás ciencias, particularmente en lo que se refería a las sagradas enseñanzas de los milagros, a la revelación divina y a la vida eterna. Hasta llegó a llamar a la teología la reina de las ciencias, pero exigió también al mismo tiempo que no se rebajase al nivel de las ciencias inferiores, con sus especulaciones profanas e insignificantes, porque éstas en nada contribuían a la bienaventuranza y porque aquellos que las practicaban no deberían arrogarse la autoridad de decidir en aquellas disciplinas del saber sobre las que no estaban capacitados y sobre las que carecían de todo tipo de conocimientos.
En esos momentos monseñor Ugo Pironio lanzó con furia a los presentes una cita de la obra de san Agustín Genesis ad litteram[50]; un predicador de cuaresma no hubiese sido más ardiente:
—Hoc indubitanter tenendum est, ut quicquid sapientes huius mundi de natura rerum demonstrare potuerint, ostendamus nostris Libris non esse contrarium; quicquid autem illi in suis voluminibus contrarium Sacris Literis docent, sine ulla dubitatione credamus id falsissimum esse, et, quoquomodo possumus, etiam ostendamus.[51]
El eminentísimo Mario López, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y arzobispo titular de Cesárea, respondió en estos términos al orador anterior:
—Monseñor Pironio, no es asunto de las Sagradas Escrituras dar una explicación a los fenómenos cósmicos, al igual que no es asunto de la ciencia explicar las sagradas enseñanzas de la Santa Madre Iglesia. Y éstas no son mis palabras, hermano en Cristo, sino las de Galileo Galilei.
—Las Sagradas Escrituras no pretenden doctrinar sobre la estructura interna de las cosas, ya que esto en nada contribuye a la salvación eterna. ¡Ya conocéis la frase de la encíclica Providentissimus Deus[52] de su santidad el papa León XIII! —intervino el eminentísimo cardenal Joseph Jellinek.
El vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe prosiguió:
—¿Pretendéis acaso implantar de nuevo las costumbres medievales y afirmaréis que la geometría, la astronomía, la música y la medicina se encuentran tratadas con mayor profundidad en las Sagradas Escrituras que en las obras de Arquímedes, Boecio o Galeno? Lo único que afirmaba Galileo era que los sabios laicos de su época estaban capacitados para comprobar científicamente determinados fenómenos naturales, mientras que otros los enseñaban tan sólo de un modo hipotético. Con justa razón se negaba a discutir sobre la veracidad o falsedad de los primeros, puesto que ellos aportaban comprobaciones con ayuda de la ciencia y él mismo se dedicaba a la investigación junto con ellos, en busca de pruebas para desenmascarar a los últimos y descubrir sus errores. ¿Hubo acaso jamás sabio más honrado? A mí, en todo caso, los argumentos del profesor de la Universidad de Padua me parecen de una honradez sin tacha, sobre todo cuando decía que en el caso de que las pruebas de las ciencias naturales no pudieran ser subordinadas a las Sagradas Escrituras, sino que tuviesen que ser declaradas simplemente como no contradictorias a los Santos Libros, entonces, antes de condenar una explicación a un fenómeno natural habría que verificar primero si carece de comprobación científica, pero esto era algo que no correspondía hacer a aquellos que la tenían por verdadera, sino que era de la incumbencia de los que dudaban de ella.
—¡Accessorium sequitur principale![53] —gritó el cardenal Jellinek, golpeando repetidas veces con la palma de la mano sobre la mesa de la sede del Santo Oficio y exhortando a los presentes a ceñirse al tema.
Había traído a colación el caso de Galileo con el fin de demostrar que la doctrina de la Santa Madre Iglesia se ve menos perjudicada por los ataques de sus enemigos declarados que por la negligencia y la torpeza de los que pertenecen a sus propias filas, y en relación con esto hizo alusión el eminentísimo a la disputa que sostuvieron durante muchos años dominicos y jesuitas en torno a la doctrina de la predestinación de san Agustín, la cual tanto perjudicó a una congregación como a la otra.
Pero esto provocó interrupciones y voces airadas, incomprensibles en su conjunto, por parte de las siguientes personas: Adam Melcer, de la Compañía de Jesús, Desiderio Scaglia, párroco titular de San Carlo, Felice Centino, párroco titular de Santa Anastasia, y el eminentísimo cardenal Giuseppe Bellini, prefecto de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, con jurisdicción particular sobre la liturgia en las cuestiones rituales y pastorales.
El orador antes mencionado tuvo que realizar grandes esfuerzos para hacerse oír y para encauzar la discusión hacia el tema que se debatía realmente en el concilio, a saber: la interpretación de las inscripciones en los frescos de la Capilla Sixtina; finalmente concedió el uso de la palabra al restaurador jefe Bruno Fedrizzi.
El restaurador jefe Bruno Fedrizzi, después de referirse a ciertos aspectos de las técnicas de la pintura al fresco y de la metodología de los análisis químicos, expuso con todo lujo de detalles cómo se había realizado el descubrimiento de los ocho caracteres en los libros y rollos de pergamino del profeta Joel, de la sibila eritrea y de otras figuras, respetando en su exposición el orden cronológico en que habían sido encontrados, o sea: A - I F A - L U - B - A. Todas esas letras o siglas habían sido pintadas al fresco seco, junto con algunas correcciones sin importancia que Miguel Ángel había introducido tras haber terminado el cuerpo en sí de los frescos, tales como ciertos retoques en los contornos, en las proporciones o en las perspectivas.
El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone interrumpió el ponente para preguntar si podía darse por descartada la posibilidad de que esos caracteres en debate hubiesen sido añadidos en una época posterior y no se debiesen por tanto a la mano de Miguel Ángel.
Fedrizzi negó esa posibilidad y adujo como prueba el hecho de que los pigmentos inorgánicos de las letras descubiertas se encontraban también en las zonas sombreadas de los pasajes del Antiguo Testamento; quien dudase por tanto de la autenticidad de esos signos, tendría que dudar también de la paternidad de Miguel Ángel como creador de las pinturas en la bóveda de la Capilla Sixtina.
Si no se sabía de algunas otras siglas en las demás obras del florentino (pregunta del eminentísimo cardenal secretario de Estado).
Respuesta dada por Riccardo Parenti, catedrático de historia del arte de la Universidad de Florencia: Miguel Ángel, siguiendo el uso de su época, no firmó nunca sus obras, si se hacía caso omiso del hecho de que él mismo se retratara en algún personaje. Nadie ponía en duda que las facciones de Miguel Ángel eran las que aparecían en la figura del profeta Jeremías y en el rostro atormentado de san Bartolomé en El Juicio Final. De todos modos, aparte el hecho escueto de la simple presencia de esos signos, nada en concreto se sabía hasta la fecha sobre esa peculiaridad del florentino.
—Es decir, que el misterio que hemos descubierto ahora podría encajar perfectamente en la idiosincrasia del artista florentino —interrupción del eminentísimo cardenal Joseph Jellinek.
Respuesta dada por Parenti:
—Por supuesto. Cuanto más que Miguel Ángel, aparte los frescos de la Capilla Sixtina, no creó ninguna obra pictórica relevante. Y como todo el mundo sabe, esos frescos de la Capilla Sixtina surgieron por imperativo económico y en un clima de odio contra el papa y la curia, mientras el artista se veía obligado a soportar toda suerte de vejaciones, por lo que no parece que pueda descartarse en modo alguno la posibilidad de que el florentino abrigase algún tipo de ideas de venganza, independientemente de la clase de que puedan haber sido. Ya tan sólo las escenas que eligió el artista para decorar la capilla particular del papa no pueden interpretarse más que como una provocación, por no decir un escándalo. Hemos de imaginarnos lo que ocurriría si un artista contemporáneo recibiese hoy en día el encargo de decorar la capilla privada de su santidad y se dedicase a pintar en ella una colección de damas y caballeros completamente desnudos, en actitudes francamente provocadoras y con figuras que se correspondiesen al ideal de belleza de nuestros tiempos, e imaginémonos también que en vez de símbolos cristianos plasmase en su obra escenas descaradas e incitantes sobre el mundo de la droga, sobre la francmasonería o sobre el pop-art. Les aseguro que el escándalo no sería menor.
Agitación entre los miembros del Santo Oficio.
—En su lucha contra el papa —prosiguió Parenti— fue el florentino el que salió victorioso, y fue por desquite por lo que Miguel Ángel repudió toda pintura que se basase en el Nuevo Testamento y hasta cualquier tipo de pintura eclesiástica; es más, resucitó mensajeros del mundo intelectual y del mundo sobrenatural, rindió honores a Dante, al neoplatonismo y al espíritu de la antigüedad, condenado por la Iglesia como pagano, y hasta la fecha no podemos decir con claridad por qué su santidad no protestó contra aquel tipo de representación artística.
Interrupción del cardenal Jellinek, prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe:
—¡Su santidad el papa Julio II no sólo protestó, sino que se enzarzó además en una agria disputa con aquel tozudo artista!
—¿Qué significa eso de tozudo? ¡Todos los artistas que merezcan ese calificativo son tozudos! —interrupción del reverendo padre Augustinus Feldmann, director del Archivo Vaticano y primer archivero secreto de su santidad.
Pregunta del eminentísimo cardenal Jellinek:
—¿Cómo hemos de interpretar eso, hermano en Cristo?
Respuesta del interpelado:
—Pues de un modo muy sencillo. El arte, en la medida que merece tal apelativo, no es comprable. O por decirlo de otro modo: es de orates creer que el arte se puede comprar. Y de esto el mejor ejemplo es la causa que nos ocupa. Su santidad creyó en verdad que Miguel Ángel estaba cumpliendo su encargo, y tal es lo que parecía, de un modo superficial, pero en la realidad el artista se estaba vengando de su cliente altanero, y lo hizo de un modo tal, que su santidad ni siquiera llegó a darse cuenta. Seamos sinceros: esa configuración del gran teatro del mundo, que Miguel Ángel pintó en la bóveda de la Capilla Sixtina, puede ser interpretada de muchísimas formas, y a mí no me satisface en nada la idea común de que el artista, en su afán por ofrecer una representación simbólica, plasmó los tres estados existenciales del hombre como criatura creada por Dios, y a saber: las tres formas esenciales que se corresponden al cuerpo, al alma y al espíritu. Esto no me convence, no en ese simbolismo. La vida cotidiana, el recorrido del hombre por este mundo es algo que está repleto de símbolos, de símbolos que le recuerdan cosas, que le exhortan, que imperan y prohíben, que se entrecruzan y se combaten. No existe el símbolo absoluto, no hay ningún símbolo que tenga el mismo significado en todas las épocas y en todas las culturas. Hasta la misma cruz, un símbolo que pertenece aparentemente al cristianismo primitivo y que nos evoca la resurrección pascual y la fe católica, incluso esa cruz tiene un significado completamente distinto para otras culturas. Por otra parte, para todo, para cada cosa hay varios símbolos, con frecuencia hasta muchos. Lo que quiero decir con esto es lo siguiente: para expresar de un modo misterioso aquello que Miguel Ángel trataba por todos los medios de transmitir, para eso no necesitaba el artista, de ninguna manera, recurrir a las sacerdotisas paganas que se entregaban al arte de la profecía. Y os digo, por mucha apariencia divina que tengan aquellas sibilas, en todo eso no hay ni una mínima parte de ese Dios todopoderoso al que la Santa Madre Iglesia venera como al Ser Supremo, antes nos encontramos, diría yo, en las laderas del Olimpo.
El eminentísimo cardenal Jellinek:
—¡Padre, está hablando como un hereje!
El padre Augustinus:
—Tan sólo estoy expresando lo que a cualquier cristiano culto ha de saltarle a la vista, en la medida en que disfrute de ese don. Y tan sólo lo menciono para que en este concilio se aborde este nuevo hallazgo con la precaución necesaria que resulta de todas estas circunstancias mencionadas y para que no llegue el día en que nos encontremos tan desconcertados ante el problema como lo estuvo su santidad el papa Julio II.
—¿Y qué importancia le concede a la inscripción con la que nos ha sorprendido el señor Fedrizzi? —pregunta del eminentísimo cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone.
—No puedo —comenzó a decir, titubeando, el padre Augustinus Feldmann— ofrecer por el momento ninguna explicación plausible para esas ocho letras, y bien es cierto que no hay nadie más indicado que yo para esa tarea, pero estoy decidido a entregarme en cuerpo y alma al estudio de ese problema, pues es por esto, creo yo, que estamos aquí todos reunidos.
Murmullos de aprobación por parte de todos los presentes.
—Creo —prosiguió el padre Augustinus— que nos encontramos aquí ante un caso evidente de sincretismo, es decir, ante una fusión de ideas religiosas de origen diverso en un todo en el que se puede echar en falta la unidad y la coherencia internas.
Opinión del eminentísimo Mario López, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y arzobispo titular de Cesárea:
—Esa idea ya ha sido lo suficientemente discutida, no es nueva.
Sincretistas fueron llamados en el siglo XVI aquellos filósofos que pretendían actuar de mediadores entre Platón y Aristóteles, lo cual, como bien sabemos, es simplemente imposible. Pero sus advertencias, hermano en Cristo, se refieren más bien a la problemática de la pintura que a la interpretación de la Sagrada Escritura. ¿Me equivoco?
El padre Augustinus:
—Así es, efectivamente, y tan sólo lo he mencionado por que hay buenos motivos para pensar que también en esos caracteres se oculta una especie pérfida de sincretismo.
—O sea, que si le he entendido bien, hermano en Cristo, para poder descifrar ese secreto tenemos que hacernos a la idea de que no solamente hemos de solicitar el consejo de los teólogos que defienden nuestros dogmas de fe, sino también de…
El reverendo padre Pio Grolewski, de la orden de predicadores y restaurador de los museos vaticanos, fue interrumpido, a gritos y de un modo violento, por el eminentísimo cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone:
—No tengo por qué recordar aquí al concilio que estamos deliberando de specialissimo modo. Nuestra tarea consiste en impedir que la Iglesia y la curia se conviertan en el hazmerreír de todo el mundo.
Y si debido a este hallazgo nos viésemos confrontados con un problema teológico, es nuestra misión, la misión de este concilio, solucionar el problema… ¡de specialissimo modo!
Silencio.
El eminentísimo cardenal secretario de Estado:
—Quiero expresarme de forma clara. Ni una sola palabra pronunciada en este concilio debe salir a la opinión pública, no antes, en todo caso, de que este concilio haya encontrado una explicación para este caso. Y al particular ha de rezar como principio supremo: el dogma está por encima del arte.
El reverendo padre Desiderio Scaglia, párroco titular de San Carlo, llamó a reflexionar a los presentes sobre el hecho de que los frescos de Miguel Ángel habían sido desde hace siglos un manantial de fe para millones de cristianos, al igual que las escenas del Antiguo Testamento, con la representación del Dios Creador, habían sido causa de conversión para muchas generaciones. De ahí que la causa en discusión fuese menos un problema teológico que un problema sobre el grado de publicidad que pudiese tener el asunto.
Adam Melcer, de la Compañía de Jesús, declaró a continuación que, tras una minuciosa comprobación de los hechos en la bóveda de la Capilla Sixtina, no había distinguido las mencionadas siglas, tan sólo intuido, en el mejor de los casos, por lo que se negaba rotundamente a discutir con tal seriedad sobre meras suposiciones.
El professore Pavanetto, director general de la Secretaría general de monumentos, museos y galerías pontificias, sin pronunciar palabra alguna, hizo deslizar sobre la mesa un fajo de fotografías, que Adam Melcer inspeccionó con curiosidad, observándolas a través de unas gafas que empuñaba a guisa de lupa.
—Todo esto no significa nada, absolutamente nada —repetía su reverencia, cada vez que terminaba el examen minucioso de una foto—, no significa nada. La fe cristiana exige de nosotros la creencia en aquello que no se basa en la comprobación necesaria y exhaustiva de lo creído por medio de la percepción y el pensamiento, ¿por qué no habría de exigir entonces también de nosotros la incredulidad ante aquello que es comprobado mediante la percepción y el pensamiento?
Ataque de ira por parte del eminentísimo Mario López, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y arzobispo titular de Cesárea, que gritó encolerizado:
—¡Charlatanería jesuítica! Vosotros, los hombres de la Compañía de Jesús, siempre os habéis dado buena maña para adaptaros a cualquier tipo de situación, y de tal modo, que siempre lográis encarar los problemas con el menor esfuerzo. ¡Et omnia ad maiorem Dei gloriam[54]
Intervención del eminentísimo cardenal Jellinek, tratando de calmar los ánimos:
—¡Hermanos en Cristo, os pido moderación! ¡Moderación en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo!
Adam Melcer al eminentísimo López:
—Debería pedir disculpas, no a él, que no era digno de tales honores, sino a la Societas Jesu[55], que no tenía por qué permitir ser ofendida por asiáticos arzobispos titulares.
Y a continuación Melcer hizo ademán de abandonar la sala.
—¡Hermanos en Cristo! —gritó el eminentísimo cardenal Jellinek, llamando a la calma y a la cordura, y conminó ex officio a Adam Melcer para que volviese a ocupar su puesto.
Melcer preguntó entonces si Jellinek había hablado expresamente ex officio, ya que de lo contrario no podría hacer caso de su requerimiento, debido a la gravedad de la falta en que había incurrido el eminentísimo arzobispo titular, por lo que Melcer no tomó asiento hasta que no le fue ratificado expresamente que la intimación había sido hecha ex officio; de todos modos, fuera de sí y manipulando sus gafas con gran nerviosismo, anunció su decisión de apelar a la Penitenciaría apostólica para que el mismo cardenal gran penitenciario le presentase sus disculpas.
Después de calmar los ánimos de las partes en disputa, el cardenal Jellinek planteó la pregunta de si existía algún tipo de relación interna entre los caracteres encontrados y las representaciones de los profetas y sibilas, si la letra A, en relación con los profetas Joel y Jeremías, permitía sacar algún tipo de deducción, o si la letra B podía ser algún indicio grafológico que apuntase a la sibila persa, y si esto rezaba también para las siglas L U en relación con el profeta Ezequiel y para las siglas I F A con respecto a la sibila eritrea.
El reverendo padre Augustinus Feldmann, director del Archivo Vaticano, tomó la palabra y lo primero que hizo fue llamar la atención de los presentes sobre el significado de la palabra Joel, cuya traducción del hebreo significa algo así como «Jahvé es Dios». En su profecía describe los estragos del «día del Señor», con la efusión del Espíritu divino sobre Israel y el juicio a todos los pueblos gentiles, texto éste que es de una brevedad inusitada, en crasa contradicción con las interminables profecías de Ezequiel, que llenan un libro entero con sus lamentaciones fúnebres, sus suspiros y sus alaridos de dolor; en ese orden religioso y moral han sido suprimidos los atrevidos cánticos de amor. Pero incluso recurriendo a la ayuda de ciencias ocultas, como las que tratan de la mística de las letras y los números, no podría establecerse ningún tipo de nexo causal entre los caracteres encontrados y los profetas, y lo mismo podría decirse con respecto a las sibilas.
Objeción del catedrático Antonio Pavanetto: Si no sería conveniente otorgar una mayor importancia al hecho de que los profetas Joel y Ezequiel estuviesen marcados con esas letras, mientras que no se encontraba ninguna en Jeremías, Daniel e Isaías. Y esta pregunta afectaba también, como era lógico, a las sibilas, de las que precisamente la eritrea y la persa estaban marcadas, mientras que las sibilas de Delfos y de Cumas se quedaban en ese caso con las manos vacías.
Esta pregunta encontró una aprobación general, pero se quedó sin respuesta, por lo que siguió siendo un enigma.
El eminentísimo Frantisek Kolletzki, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Educación Católica, señaló que en las doctrinas místicas judías se recurría con frecuencia a la magia de las letras y de los números y que en la cábala las letras poseían valores numéricos determinados, que podían ser utilizados para efectuar cálculos adivinatorios.
—¡Hermano en Cristo! —exclamó el reverendo padre Desiderio Scaglia, párroco titular de San Carlo, interrumpiendo con vehemencia al orador—. ¿Cómo han podido llegar esos signos cabalísticos a la bóveda de la Capilla Sixtina? ¿Pretendéis afirmar acaso que Miguel Ángel fue un cabalista, un hereje? Opino que nos deberíamos inclinar por interpretaciones que nos son más familiares, como las fórmulas de bendición medievales, las cuales, y no es algo que necesite subrayar aquí, fueron condenadas por la Iglesia como supersticiones impías. En las letras iniciales de las distintas palabras se reproducían fórmulas de encantamiento. La más conocida de todas es la bendición de Zacarías en contra de la peste, cuyas letras iniciales aparecían en amuletos, escapularios, campanas y cruces de Zacarías, con un texto similar al del conjuro empleado en la bendición de san Benito. La fe cristiana me prohíbe repetir aquí esa serie de letras, pero en todo caso no guardan éstas ninguna relación con la serie de la que nos estamos ocupando en nuestra discusión.
Pregunta del cardenal Giuseppe Bellini, prefecto de la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino: Si ya se habían realizado investigaciones sobre esos caracteres, comparándolos con los tipos de notación musical, ya que el método más antiguo de la escritura musical había sido el que utilizaba las letras del alfabeto para representar las notas, mientras que el sistema de notación con pentagrama no había sido utilizado hasta comienzos del presente milenio. San Odón, segundo abad de Cluny, no había utilizado más que letras para retener en el papel sus apasionados cantos gregorianos.
—Si le he entendido bien, señor cardenal —objeción del eminentísimo cardenal Jellinek—, abriga usted la sospecha de que detrás de las letras de Miguel Ángel se oculta una melodía, la que, por su parte, se corresponde a un texto con un mensaje determinado.
Señal de asentimiento por parte del aludido.
Gritos de protesta por parte de los religiosos Pier Luigi Zalba, de la orden de los siervos de María, Ugo Pironio, de la orden de los hermanos de san Agustín, y Felice Centino, párroco titular de Santa Anastasia. Este último dijo, muy agitado:
—Hermanos en Cristo, estamos siguiendo el mejor de los caminos para alejarnos completamente del terreno de los hechos. Estamos discutiendo en torno a fórmulas de encantamiento y textos de canciones desconocidas, en vez de buscar el conocimiento en las oraciones piadosas. Que Dios sea con nosotros.
Respuesta dada por el oratoriano Augustinus Feldmann:
—La fe cristiana, hermano en Cristo, se aparta diariamente del terreno de los hechos; es más, la fe es enemiga de los hechos, y lo aparentemente incomprensible sólo se convierte en comprensible bajo el símbolo de la fe. Ningún cristiano creyente dudará de la veracidad del Apocalipsis de san Juan, que siempre ha sido mensaje de consuelo para cada generación de cristianos, independientemente de cuál fuese la historia temporal, y sin embargo, el Apocalipsis plantea multitud de enigmas, que no han podido ser solucionados hasta el día de hoy. ¿Pretenderéis dudar acaso por eso, hermanos en Cristo, de la veracidad de la revelación divina de san Juan? ¿Pondréis en tela de juicio que el Apocalipsis de san Juan se corresponde en su esencia a aquella revelación divina que nos comunicó Nuestro Señor Jesucristo, ya a finales de su paso por este mundo, tan sólo porque las revelaciones de san Juan resultan a veces incomprensibles y porque han sido objeto de una interpretación pagana?
El eminentísimo cardenal Jellinek interrumpió al orador para exigirle que precisase sus ideas:
—¿Cómo queréis interpretar el Apocalipsis de san Juan, trece del once al dieciocho, si no es recurriendo a la magia numérica? Dice san Juan: «Vi otra bestia que subía de la tierra y tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba como un dragón.» Y concluye luego: «El que tenga inteligencia calcule el número de la bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis.» Tal es el texto de la Sagrada Escritura, que todos conocéis.
Nueva pregunta:
—¿Es que necesita ese texto una interpretación? —planteada probablemente por Felice Centino.
Respuesta del reverendo padre Augustinus Feldmann:
—Por supuesto que no. El hombre cristiano tiene la capacidad de creer por simple razón de fe; pero en el mandato doctrinal de Nuestro Señor Jesucristo está implícito también el mandato de la exégesis. ¿Quién es, por tanto, ese animal al que corresponde un número de hombre y cuyo número es seiscientos sesenta y seis? Ya a los cien años de la muerte de san Juan no podía darse respuesta a esa pregunta, y hasta el día de hoy desconoce la respuesta a esa pregunta la teología cristiana, a menos que…
—¿A menos qué? —gritaron al unísono varios de los presentes.
—A menos que recurramos a la magia numérica de la gnosis greco-oriental.
Voces de protesta generalizadas. Entre ellas la del reverendo padre Felice Centino, párroco titular de Santa Anastasia, que dijo, persignándose:
—¡Dios se apiade de nosotros!
Intervención del eminentísimo cardenal Jellinek:
—¡Prosiga, hermano!
A continuación el padre Augustinus, ahora inseguro y mirando en torno suyo:
—De lo que voy a informar ahora es de algo que cada uno de vosotros puede corroborar en el Archivo Vaticano, pues tiene acceso a ello; os ruego que tengáis esto en cuenta. La secta del gnóstico Basílides, filósofo de la antigüedad tardía, perpetró sus desmanes alrededor del año ciento treinta después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, utilizaba la palabra mágica ABRAXAS, entre otras cosas, para reconocerse entre ellos, pero también como fórmula mágica.
La palabra está compuesta al parecer por las letras iniciales de los nombres de las divinidades hebreas y, aparte que siete sea el número de sus letras, ofrece además algunas otras particularidades: según la numerología de esa secta, los números representados por las letras de esa fórmula mística dan, una vez sumados, la cifra de 365, por lo que ABRAXAS, en tanto que número de los días del año, simboliza la totalidad, el conjunto de todas las cosas, la divinidad misma, siendo A=1, B=2, R=100, A=1, X=60, A=1 y S=200. También la palabra meithras, «mithra» o «mitra», pues el diptongo «ei» nos viene del griego, arroja, según esa numerología esotérica, la cifra de 365, y el nombre de Iesous, de nuevo con el diptongo griego, nos da la cifra de 888. Pero volvamos al Apocalipsis de san Juan y a su misteriosa cifra de 666: en las letras que antes he mencionado y en conformidad con el correspondiente sistema numérico, la suma de 666 la obtendríamos con la siguiente serie de letras: AKAIDOMETSEBGE. Palabra que no resulta menos absurda y enigmática que la inscripción de Miguel Ángel que hemos encontrado. Si tenemos en cuenta de que el Apocalipsis de san Juan fue redactado en idioma griego y si dividimos esas letras en abreviaciones, tendremos por tanto: A. KAI. DOMET. SEB. GE, que no es más que la abreviatura correcta del título oficial del emperador Domiciano: Autokrator Kaiser Dometianos Sebastos Germanikos. San Juan escribió el Apocalipsis durante su destierro en la isla griega de Patmos, ocupada por los romanos, y no puede desecharse así como así la explicación de que con esa alusión numérica no pretendía otra cosa más que fustigar el culto al emperador, extendido en aquel entonces y en el que se divinizaba a un gobernante terrenal.
Después del discurso del reverendo padre Augustinus se produjo un largo silencio.
Luego tomó la palabra el cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone:
—¿Y cree usted, hermano Augustinus, que la inscripción de Miguel Ángel podría ser de índole similar? ¿Piensa que el florentino utilizó la magia numérica de una secta pagana para comprometer al papa y a la Iglesia?
El interpelado respondió a su vez con otra pregunta:
—¿Tenéis una explicación mejor?
Esta pregunta quedó sin respuesta; finalmente tomó la palabra el prefecto del concilio, el eminentísimo cardenal Joseph Jellinek, declarando que la discusión había demostrado que el asunto no debería ser tomado a la ligera, por lo que encomendó ex officio al reverendo padre Augustinus Feldmann, director del Archivo Vaticano y primer archivero secreto de su santidad, para que éste preparase la debida documentación sobre ciencias ocultas y cultos esotéricos en la época de los siguientes papas: Julio II, León X, Adriano VI, Clemente VII, Paulo III, Julio III, Marcelo II, Paulo IV y Pío IV. Al professore Riccardo Parenti, catedrático de historia del arte de la Universidad de Florencia, se le pidió que investigase acerca de las causas del anticatolicismo en Miguel Ángel, así como sobre los posibles contactos con ideologías enemigas de la Iglesia y que estuviesen en boga en vida del artista. Fue designado el eminentísimo cardenal Frantisek Kolletzki, vicesecretario de la Sagrada Congregación para la Educación Católica y rector del Collegium Teutonicum, para que consultase specialissimo modo a un especialista en semiótica sobre la interpretación de las inscripciones. Como fecha para el siguiente concilio se fijó el lunes siguiente a la fiesta de la Candelaria.
Dan fe de esta acta:
Monseñor ANTONIO BARBERINO, notario
Monseñor EUGENIO BERLINGERO, secretario
Monseñor FRANCESCO SALES, escribano