EL DÍA DE SAN MARCELO

A eso del anochecer se detuvo el Fiat azul oscuro del cardenal Jellinek ante la fachada del palazzo Chigi. Ese edificio venido a menos, al que el banquero Agostini Chigi había dado su apellido, debido a que el de su constructor barroco había caído en el olvido, al igual que tantas cosas en esa ciudad, tenía detrás de sí una historia de lo más variada, cuyo remate temporal era el de una comunidad de herederos enemistados entre sí, que había dividido aquella casona destartalada en unidades de viviendas que se alquilaban a unos precios exorbitantes. Un chofer ataviado de cura abrió una de las portezuelas traseras del vehículo, por la que salió el cardenal, que se dirigió con paso resuelto a una pequeña entrada lateral vigilada por una cámara de televisión colocada sobre la puerta. Desde el estrecho cuartucho del portero, situado a uno de los lados del sombrío vestíbulo, el señor Annibale saludó al cardenal, haciéndole amistosas señas. Era ateo, tal como había confesado al cardenal hacía dos años, al dar la bienvenida al prelado cuando éste se mudó al edificio, para añadir después, con un guiño: …gracias a Dios.

Sobre ese personaje el cardenal sabía además que aparte su colocación de portero, Annibale era agente de cambio, corredor de motocross y miembro del Partido Comunista de Italia.

Pero aún más asombroso que todo esto era la propia esposa del señor Annibale, doña Giovanna, una mujer ya cuarentona pero que hacía honor a su nombre por lo joven que se veía. Su lugar favorito de esparcimiento parecía ser muy particularmente el ámbito de la escalera; en todo caso, el cardenal siempre se mostraba sorprendido cuando al regresar a la casa no se topaba con Giovanna. Para subir hasta su apartamento hacía uso el cardenal del viejo ascensor ya pasado de moda, alrededor del cual caracoleaba la ancha escalera de la casa, con su barandilla de hierro repujado, enroscándose como la serpiente en el árbol del paraíso terrenal, y en cierta ocasión, mientras Giovanna se encontraba fregando los escalones —al parecer los fregaba varias veces al día—, espió por las ventanillas de vidrio esmerilado del ascensor revestido de madera de caoba, por lo que pudo ver desde atrás las carnosas pantorrillas de la portera, las cuales, ¡oh, miserere domine[43]!, quedaban al descubierto por unas medias demasiado cortas, las cuales iban sujetadas en sus extremos ribeteados de un color oscuro por unas ligas de lo más pecaminosas. Excitado y enardecido por aquel ofuscamiento sensual, el cardenal fue a confesarse al día siguiente con los religiosos de la orden de los Agonizantes, en las cercanías del Panteón, revelando al clérigo que lo atendió toda la vergüenza que había echado sobre sus espaldas una persona de tan alta condición y jerarquía, en la esperanza de que le impartiese la absolución tras imponerle la severa penitencia merecida. Pero el clérigo de la orden de los Agonizantes, que le tomó confesión en la iglesia de Santa María Magdalena, lo acogió con palabras benévolas y no titubeó en darle su absolución a cambio de dos padrenuestros, dos avemarías y dos glorias, amén del bien intencionado consejo de que se atase a la cintura el cordón de Santa Teresa del Niño Jesús, con el fin de alejar así de su persona todos los pensamientos impúdicos. Le aseguró, por lo demás, que no se trataba de que fuese pecaminoso en sí mismo el espectáculo que había contemplado, sino tan sólo el pensamiento placentero que esa visión podría haber ocasionado, por lo que si en realidad se había deleitado con el susodicho espectáculo, abrigando al mismo tiempo abyectas intenciones, ahí tenía abierto ante él el magnánimo y gran corazón de san Camilo de Lelis, que amparaba y asistía a todos los enfermos.

Fortalecida su alma con el discurso pastoral y habiéndose cerciorado una vez más de las reglas que prescribía para el caso la Encyclopaedia Catholica en su artículo sobre la «castidad», el cardenal entró al día siguiente en el ascensor, apretó resueltamente el botón del cuarto piso y cerró los ojos, con el fin de evitar a toda costa el caer en la tentación, cualquiera fuese su índole, mientras se encomendaba con fervor a santa Inés. Pero el ascensor sólo subió durante breves momentos, demasiado breves como para que pudiese haber alcanzado su meta en el cuarto piso, y cuando se vio obligado a abrir los ojos, debido a la fuerte sacudida que sufrió su cuerpo con el frenazo inesperado del ascensor, cuya puerta se abrió inmediatamente, el cardenal contempló ante sí a Giovanna, y pese a que la mujer no se le presentó en modo alguno en actitud pecaminosa, de lo que eran claras pruebas el oscuro cubo de zinc, con su sucio calducho, que llevaba Giovanna en la diestra, y la mugrienta bayeta que empuñaba en la siniestra, y pese a que el prelado había fijado la mirada de un modo involuntario en la persona que en esos momentos entraba, no por eso dejó de atormentar al cardenal el recuerdo de la excitante visión del día anterior. Atropelladamente y sin responder siquiera al cariñoso saludo de la portera, el cardenal se precipitó fuera del ascensor, pero por desgracia, como si el mismo Satanás estuviese implicado en ese asunto, Giovanna le cortó el paso, oponiéndole el volumen bamboleante de sus pechos, y mientras el cardenal retrocedía espantado, como el mal ante los conjuros del exorcista, ella le decía:

—¡Segundo piso, eminencia!

—¿Segundo piso? —balbució el cardenal, tan ofuscado como el profeta Isaías ante la visión de Dios.

Y al igual que Isaías, Jellinek apartó el rostro y se dio media vuelta. Sin embargo, la proximidad de Giovanna, que sentía a sus espaldas, así como el calor pecaminoso que despedía su cuerpo, le causaron mareos y vértigos. Los instantes que transcurrieron entre el cierre automático de la puerta y la sacudida repentina con la que el viejo ascensor iniciaba su recorrido se le antojaron interminables, así que maldijo el momento en que había tenido la idea de montar en el ascensor, pues se veía como la víctima inocente de una impía seducción, sintiéndose como Eva en el paraíso, cuando Satanás se le presentó adoptando la figura de una serpiente, por lo que el cardenal, con el rostro contraído en una mueca de tenaz obstinación, se aferró a la fría barra de latón que circundaba por dentro al ascensor como asidero para las manos. Siguiendo el juego de su afectada indiferencia, el cardenal miró hacia la escalera a través de uno de los cristales, y al hacerlo le hirió como un rayo el rostro reflejado de Giovanna, por lo que vio muy cerca de él los ojos oscuros de la mujer, sus pómulos protuberantes y sus labios carnosos y abultados. Cuando Giovanna advirtió la mirada del prelado, se sacudió la cabeza con movimiento brusco, echándose a la espalda su abundante cabellera, y dirigió la vista hacia el techo, para quedarse mirando fijamente el globo blanquecino de la lámpara que pendía del centro. Y con el fin de salvar el silencio embarazoso que se estaba produciendo entre el segundo y el cuarto piso, sin cambiar por ello su postura, se puso a tararear:

—¡Funicoli, funicola, funicoli, funicolaaa[44]!

Pero lo que no era más que el estribillo de una inocente cancioncilla napolitana, en boca de Giovanna, con su voz baja y empañada, se convertía en algo completamente distinto, en una tonada indecente y perversa. Al menos era así como lo sentía el cardenal Joseph Jellinek, tan sólo Dios sabía por qué, pero el caso es que no dejó de contemplar ni un momento los labios de Giovanna valiéndose del cristal en que se reflejaba el rostro de la mujer, por lo que le vinieron a la mente las palabras del clérigo de la orden de los Agonizantes de que no se trataba de que fuese pecaminoso en sí mismo el espectáculo contemplado, sino el hecho de regocijarse abrigando abyectas intenciones. Y lo cierto era que no cabía duda alguna de que se deleitaba con la contemplación de Giovanna, ya fuesen sus intenciones abyectas o sublimes.

—¡Cuarto piso, eminencia!

El cardenal, a quien de repente el trayecto le había parecido demasiado rápido en acabarse, salió precipitadamente del ascensor, procurando, en la medida de lo humanamente posible, dar un amplio rodeo en torno a la portera, mientras susurraba azorado:

—¡Gracias, señora Giovanna, muchas gracias!

Aquel encuentro se había producido hacía ya dos años y desde entonces todo lo que era la caja de la escalera se había convertido para el cardenal en el escenario de acontecimientos cotidianos, pues si se decidía por utilizar los anchos peldaños, podía estar seguro de encontrarse con la portera cuando se encaminaba hacia el cuarto piso, pero ocurría también, y como si en ello interviniesen los insoldables caminos de la divina providencia, que se topaba igualmente con Giovanna aun en el caso de que cogiese el ascensor o de que regresase al hogar a una hora desacostumbrada.

Esa tarde el cardenal eligió para subir a su casa el camino de la escalera. Atormentado por los apetitos carnales, al igual que san Pablo, miró hacia arriba con añoranza, es más, hasta se descubrió a sí mismo dando a propósito sonoras pisadas y retardando el paso, con el fin de dar tiempo a la portera para que se presentase, pero el caso es que llegó hasta la primera planta sin la gratificación del encuentro deseado, por lo que cardenal se vio mortificado por ese tipo de síntomas de abstinencia que es siempre la prueba evidente de una adicción.

Siguiendo a pie juntillas los consejos de su confesor, había dado rienda suelta a sus ansias torturantes, en la medida en que ya no trataba de reprimir la visión de Giovanna, sino que se esforzaba por despreciar a esa mujer que tantos ciegos apetitos despertaba. Y de este modo, de acuerdo con las recomendaciones del clérigo de la orden de los Agonizantes, llegaría el día en que se encontraría con las fuerzas suficientes como para librar batalla victoriosa contra las pérfidas tentaciones del mal.

La historia eclesiástica nos enseña, sin embargo, que las visiones de los ascetas son mucho más terribles que las de los grandes pecadores, pues no se detuvieron ni ante san Jerónimo, padre y doctor de la Iglesia, ni ante el jesuita Alonso Rodríguez, teólogo y maestro de moral. Si este último, que compuso y predicó el Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, sufrió durante toda su vida el martirio de verse acosado por mujeres desnudas, que se le aparecían por las noches en sus sueños, manteniendo sobre sus atormentados ojos la opulencia de sus pechos desnudos, el primero, aquel asceta y penitente barbudo, se topaba a cada momento con hermosas doncellas romanas que bailaban ante él, incluso en el desierto, y ni las esterillas más duras y mortificantes, ni la penosa posición de costado, lograban aplacar sus calamidades. Pero si incluso aquellos que vivieron en estado de santidad sucumbieron a las tentaciones de la carne, ¿cómo podría él, nada más que un cardenal, oponerse a ellas? Desilusionado, subió hasta la segunda, hasta la tercera y hasta la cuarta planta, y mientras las pantorrillas de Giovanna danzaban ante sus ojos, con las medias bajadas y mucho más desnudas de lo que las había visto jamás en la realidad, el cardenal buscó las llaves de la casa en el amplio bolsillo de su negra sotana.

El cardenal Joseph Jellinek vivía sólo, una franciscana se encargaba de llevarle los asuntos de la casa; por las tardes regresaba la monja al convento en que vivía, sobre el Aventino, por lo que el prelado estaba acostumbrado a encontrarse el piso vacío cada vez que regresaba a su hogar. Un lóbrego pasillo, de altas paredes tapizadas con papel de seda rojo, dividía la vivienda en dos partes; al lado izquierdo, una puerta de dos hojas conducía al salón, donde el negro mobiliario del novecento italiano[45] hacía alarde de pompa; y al fondo, separada por una puerta corrediza de cristal, se encontraba la biblioteca.

El dormitorio, el baño y la cocina se hallaban situados al otro lado del pasillo.

Con los sentidos alterados entró el cardenal en la biblioteca, cuyas dos paredes laterales estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo, mientras que la pared del fondo, revestida de madera, no exhibía más que un crucifijo, con un reclinatorio por delante, tapizado en púrpura. El cardenal se dejó caer de rodillas en el reclinatorio y hundió el rostro entre sus manos, pero el rosario que intentó rezar con voz susurrante no le salía correctamente de los labios, e incluso el apasionado Ave María se vio perturbado por la imagen libidinosa de Giovanna. Ciego de ira se levantó el cardenal de un salto, se puso a dar vueltas de un lado a otro como fiera acorralada, se encaminó luego con paso resuelto al tétrico dormitorio, cuyas ventanas estaban tapadas por gruesas cortinas, se dirigió a una cómoda destartalada, donde se dedicó a revolver como un loco uno de los cajones, hasta que dio con lo que buscaba y sacó al fin un ancho cinturón de cuero. Luego se desabrochó la sotana, se dejó pecho y espalda al descubierto, empuñó el cinto y comenzó a darse de latigazos en el lomo para expiar sus faltas en penitencia rigurosa como santo Domingo el Encorazado. Inició el castigo de un modo titubeante, pero luego, como si la flagelación le proporcionase placer, fue aumentando la intensidad de los azotes hasta hacer que el cinto restallase con sonora fuerza sobre la piel, y sabe Dios que esa noche se hubiese golpeado quizá hasta perder el conocimiento de no haber sonado el timbre, que le arrancó de su estado de trance. El cardenal se vistió de nuevo a toda prisa.

—¿Quién llama? —gritó el prelado desde el final del pasillo.

Distinguió entonces la voz de Giovanna, que le contestaba desde el otro lado de la puerta.

¡Domine nostrum![46] —se le escapó al cardenal, que se persignó velozmente y a la ligera antes de abrir la puerta.

—¡Un padre le ha dejado esto! —exclamó Giovanna, entregando al cardenal un paquetito sucio, hecho con papel pardo de envolver y atado con una burda cuerda.

El cardenal contempló fijamente a Giovanna. Se había quedado como petrificado por el susto.

—¿Un… un… padre? —murmuró azorado.

—Sí, un padre, dominico o palotino o como quiera que se llamen, vestido de negro, en todo caso. Dijo que era para usted, eminencia. Eso es todo.

El cardenal se apoderó del paquetito y asintió con la cabeza en señal de agradecimiento, luego cerró la puerta a toda prisa, como si en ello le fuese la vida. Aún permaneció un rato de pie, escuchando cómo se alejaba Giovanna, cuyas pisadas retumbaban por la caja de la escalera, finalmente se dirigió al salón y se dejó caer en una de las butacas tapizadas con ornamento de flores. Aquella mujer era el pecado en persona, la serpiente en el paraíso, la tentación en el desierto. ¡Domine nostrum! ¿Qué debería hacer? Acordándose de que el estudio es un bálsamo contra la pasión, el cardenal cogió el misal y lo hojeó con mano temblorosa hasta que se detuvo ante unos pasajes del evangelio según san Lucas, correspondiente al tercer domingo después de la Pascua de Pentecostés:

Se acercaban a Él todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos…» Propúsoles entonces esta parábola, diciendo: «¿Quién habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en el desierto y vaya en busca de la perdida hasta que la halle? Y una vez hallada, la pone alegre sobre sus hombros, y vuelto a casa, convoca a los amigos y vecinos, diciéndoles: “Alegraos conmigo, porque he hallado mi oveja perdida.” Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia.»

Las palabras del evangelista tranquilizaron al cardenal, actuando como un medicamento que aplacara la fiebre, y ante el temor de que la fiebre del pecado pudiese subirle de nuevo, se levantó de su asiento y se dirigió a la biblioteca, donde se arrodilló en el reclinatorio. Buscó consuelo en los salmos, sobre todo en uno de los entonados por el rey David que le era especialmente grato: «Ven, ¡oh, Dios!, a librarme; apresúrate, ¡oh, Yahvé!, a socorrerme.» El cardenal se puso a leer en voz baja y en tono suplicante:

—Sean confundidos y avergonzados los que buscan mi vida, puestos en huida y cubiertos de ignominia los que se alegran de mi mal.

»Vuelvan avergonzados la espalda los que gritan: “¡Ea! ¡Ea!”

»Alégrense y regocíjense en ti cuantos te buscan, y sin cesar repitan: “Sea Dios engrandecido”, los que aman tu salvación.

»Yo soy un pobre menesteroso. Apresúrate, ¡oh, Dios!, a prestarme auxilio; tú eres mi ayuda y mi libertad; ¡oh, Yahvé!, no tardes…

Y mientras leía y meditaba de tal modo, se fijó en el paquete que, en su confusión, había dejado a un lado sin darse cuenta. Lo palpó con las manos, examinándolo al tacto, como si le amedrentase el misterio de lo que pudiese contener, y luego se puso a abrirlo con sumo cuidado. ¡Por la santísima Virgen María y todos los santos celestiales!, cierto era que la curiosidad era vicio muy ajeno a toda virtud cristiana, pero ahora ese vicio avasallaba sus piadosas oraciones, al igual que la visión de Giovanna dirigía sus pensamientos por el camino de la impudicia. Y de nuevo se le apareció Giovanna, presentándose con claridad ante sus ojos, y en el interior de la cabeza del prelado retumbaron los versos del Cantar de los Cantares del rey Salomón, jamás en su vida había leído algo más sensual: «¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! Son palomas tus ojos a través de tu velo. Son tus cabellos rebañitos de cabras que ondulantes van por los montes de Galaad… Cintillo de grana son tus labios… Es tu cuello cual la torre de David… Tus dos pechos son dos mellizos de gacela que triscan entre azucenas…»

El cardenal se quedó estupefacto al retirar el papel, el contenido del envoltorio lo dejaba tan ofuscado como a Pablo la luz del cielo ante las puertas de Damasco: unas gafas con montura de oro y dos zapatillas rojas con sendas cruces bordadas.