AL DÍA SIGUIENTE DE LA EPIFANÍA

Lo primero que distinguió el cardenal, tras una capa de niebla blanquecina, fue el amplio balanceo de un pájaro fantasmal que agitaba sobre él sus alas, en medio de un gran silencio. Poco a poco fueron disipándose de sus ojos las borrosas tinieblas, escuchó voces que se le acercaban y Jellinek pudo percibir claramente las insistentes palabras:

—¡Eminencia! ¿Me escucha usted? ¿Me está escuchando, eminencia?

—Sí —contestó el cardenal, y ahora distinguió perfectamente la cofia de una enfermera, el rígido lino almidonado alrededor de un rostro de sonrojada tez.

—¡Todo está en orden, eminencia! —exclamó la monja, adelantándose a sus preguntas—. Sufrió un desvanecimiento.

—¿Un desmayo?

—Lo encontraron sin sentido ante la puerta del archivo secreto, eminencia. Ahora se halla en el Fondo Assistenza Sanitaria[41]. El catedrático Montana se ocupa personalmente de su bienestar. Todo está en orden.

El cardenal siguió con la mirada el tubo de goma que salía de debajo de un vendaje que tenía en un brazo y que llegaba hasta una botella de vidrio colocada en lo alto de un trípode de cromo reluciente.

Un segundo cable partía del antebrazo y terminaba en un aparato blanco con una pantalla luminosa de color verde, en la que iban apareciendo líneas zigzagueantes con agudas crestas que marcaban, acompañadas de un suave pitido, el ritmo de los latidos de su corazón. Se fijó entonces en la religiosa, que exhibía continuamente una amplia y forzada sonrisa y no hacía más que asentir con la cabeza, y luego se puso el cardenal a escudriñar el cuarto con los ojos. Todo era de color blanco: las paredes, el techo del aposento, el escaso mobiliario, hasta las lámparas de las paredes y el viejo teléfono, ya pasado de moda, que reposaba sobre la blanca mesilla de noche. Nunca había sentido el cardenal la falta de colores en un cuarto con tanta angustia como en esos instantes en los que comenzaba a recordar lo que realmente le había sucedido. Junto al teléfono se encontraba una bola de papel amarillento que alguien habría apeñuscado.

Cuando la religiosa advirtió la mirada del cardenal, rozó cuidadosamente el papel con sus dedos, sin cogerlo, y se puso a explicar al paciente, con todo lujo de detalles, que aquel ovillo de papel lo tenía metido dentro de la boca cuando lo encontraron tirado en el suelo y que esa circunstancia había sido harto peligrosa, pues su eminencia podría haberse asfixiado. Le preguntó entonces si se trataba de algo importante.

El cardenal permaneció callado. Podía advertirse claramente que estaba haciendo esfuerzos por recordar; al fin echó mano al papel, sin mirarlo, y se puso a alisarlo entre sus manos, hasta que aparecieron las letras que él mismo había garabateado a toda prisa sobre su superficie.

Atramento ibi feci argumentum…[42] —dijo el cardenal con voz apagada, mientras la monja, que no había entendido sus palabras, bajaba la mirada con aire avergonzado y la clavaba en los pliegues de su hábito blanco al tiempo que mantenía una actitud de aparente indiferencia.

Atramento ibi feci argumentum… —repitió Jellinek—, con pintura negra he aportado allí la prueba…

Su eminencia conocía esas palabras, aun cuando no sabía con exactitud a quién tendría que adjudicárselas; pero estaba completamente seguro de que representaban un indicio, un auténtico indicio de algo.

—¡No debe excitarse, eminencia!

La monja quiso quitarle a Jellinek el papel de la mano, pero éste lo hizo desaparecer rápidamente en su puño. Un murmullo de voces llegó desde el pasillo, se abrió entonces la blanca puerta y una extraña procesión entró al cuarto del enfermo: el catedrático Montana, seguido del cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone, al que seguían dos médicos asistentes, que precedían al primer secretario del cardenal secretario de Estado, que iba seguido de un secretario auxiliar y de su reverencia William Stickler, el ayuda de cámara del papa, que cerraba el cortejo. La monja se puso de pie.

—¡Eminencia! —exclamó el cardenal secretario de Estado, tendiendo ambas manos a Jellinek.

Éste trató de incorporarse, pero Cascone empujó suavemente al paciente contra su almohada. A continuación se adelantó el catedrático, se apoderó de la mano del cardenal, le tomó el pulso en la muñeca y asintió satisfecho mientras preguntaba:

—¿Cómo se siente, eminencia?

—Quizás algo débil, professore, pero en modo alguno enfermo.

—Ha sido un colapso debido a un fallo en su circulación sanguínea, como tiene que saber, nada especial ni que implique peligro de muerte, pero deberá cuidarse, trabajar menos, pasear más.

—¿Cómo ocurrió aquello, eminencia? —preguntó Cascone—. Le encontraron postrado ante la puerta del archivo secreto, con la ayuda de Dios. La verdad es que no sabría decir dónde hay peores aires que en ese dichoso lugar. No es de extrañar que haya perdido el conocimiento.

—¿Puedo hablar con usted a solas, eminencia?

Y al decir esto, Jellinek miró con firmeza al cardenal secretario de Estado, por lo que los demás comenzaron a salir en fila india de la habitación del enfermo, despidiéndose a toda prisa, unos momentos que utilizó Stickler para comunicar su mensaje y decir que le transmitía la bendición papal. Jellinek hizo la señal de la cruz.

—La excitación —comenzó a explicar el cardenal Joseph Jellinek—, fue por la excitación. Mientras andaba buscando una explicación para la inscripción de Miguel Ángel, hice un descubrimiento…

—No debería tomarse ese asunto tan a pecho —dijo Cascone, interrumpiendo bruscamente al paciente—. Miguel Ángel murió hace cuatrocientos años. Fue un gran artista, pero nada tuvo de teólogo. ¡Qué secreto puede haber ocultado!

—Fue un hombre nacido en la época del Renacimiento —replico Jellinek—. Antes de aquellos tiempos todas las artes habían estado al servicio de la Iglesia, lo que vino después no es cosa que necesite explicarle. Y además… Miguel Ángel provenía de Florencia, y de Florencia nos llegó siempre el pecado.

—Fedrizzi tenía que haber raspado las letras en el mismo instante en que aparecieron las primeras. Ahora ya tenemos demasiados consabidores. Se encontrará, sin duda alguna, una explicación, y el Vaticano estará en boca de todos.

—Pero usted sabe al igual que yo, hermano en Cristo, que el edificio de nuestra Iglesia no está construido exclusivamente de granito.

La arena aflora por algunos lados…

—¿Así que usted cree seriamente —replicó indignado el cardenal secretario de Estado— que un pintor, muerto ya hace más de cuatrocientos años, al que las altas jerarquías eclesiásticas no trataron precisamente de un modo muy cortés, fuerza es reconocerlo, debido al descubrimiento de unas cuantas letras en unos cuantos frescos, podría poner en peligro los cimientos de la Santa Madre Iglesia?

Jellinek se incorporó antes de responder:

—En primer lugar, en el problema que nos ocupa no se trata de unos cuantos frescos sin importancia, hermano en Cristo, sino de los frescos de la Capilla Sixtina; en segundo lugar, si bien es verdad que Michelangelo Buonarroti falleció hace mucho tiempo, no por eso está muerto, pues Miguel Ángel sigue vivo, más vivo hoy en día que nunca en la memoria de los hombres, más de lo que estuvo en vida; y en tercer lugar, creo firmemente que en su odio contra el papado y contra nuestra Santa Madre Iglesia recurrió a todos los medios de que podía disponer un hombre como él. Y digo esto después de haber realizado profundos estudios.

—Me da la impresión de que se pasa las noches en el archivo secreto, eminencia. Y esto es algo que le sienta muy mal, como bien puede ver.

—Se trata de su encargo, hermano en Cristo. Fue usted quien me encomendó esta causa. Por lo demás, el asunto me interesa tanto, que sacrifico gustosamente por él un par de horas de sueño. ¿Por qué se ríe, cardenal secretario de Estado?

—Simplemente —contestó Cascone, moviendo con incredulidad la cabeza—, me resisto a creer que ocho prosaicas letras, que salieron a relucir, por desgracia, mientras se restauraban unos frescos, puedan inquietar de tal modo a la curia romana.

—Motivos más insignificantes hubo ya en el pasado, hermano en Cristo, y en circunstancias que se produjeron mucho más allá de los muros del Vaticano.

—Pero tratemos de imaginarnos por un momento lo siguiente: ¿qué nos podría pasar si Fedrizzi comenzase mañana mismo a tratar esas letras con una substancia disolvente y las hiciera desaparecer por las buenas?

—Pues se lo voy a decir. El asunto saldría publicado en todos los periódicos y nos acusarían de destruir obras de arte; más aún, no faltarían las conjeturas sobre el texto verdadero de la inscripción y la gente se preguntaría por el motivo que podía haber movido a la curia a eliminar esos signos, y surgirían por doquier falsos profetas, que levantarían falsos testimonios, y el perjuicio sería muchísimo mayor que el beneficio.

Durante su discurso, Jellinek abrió la mano y mostró el papel estrujado al tiempo que explicaba:

—Ya he estado atareado, buscando el modo de descubrir el significado de esas letras.

Cascone se acercó al enfermo, contempló por unos instantes el papel y preguntó:

—¿Y?

—A, i, efe, a: atramento ibi feci argumentum… Este comienzo no parece precisamente muy halagüeño.

Cascone pareció francamente afectado. Hasta ese momento no había concebido gran importancia al asunto, pero ahora el cardenal secretario de Estado tenía que preguntarse muy seriamente si Miguel Ángel no habría escrito algún secreto eclesiástico en la bóveda de la Capilla Sixtina. El cardenal Giuliano Cascone se quedó pensativo y meditabundo y luego preguntó al fin:

—¿Y cómo piensa demostrar la veracidad de su interpretación?

—No puedo demostrarla de momento, y no puedo demostrarla porque todavía no conozco nada más que la mitad, pero tan sólo esta primera interpretación mía es una prueba de lo peligrosa que puede llegar a ser esa inscripción para la Iglesia.

—¿Qué queda por hacer entonces, eminencia?

—¿Me pregunta qué queda por hacer? De hermano a hermano: estamos condenados a utilizar los mismos medios de los que se sirvió el florentino. Y si Buonarroti entró en alianza con el diablo, por nuestra parte nos vemos obligados también a solicitar sus servicios.

Cascone se persignó.