EN LA EPIFANÍA

Maldito sea el día en que la curia romana decidió ordenar la restauración de la Capilla Sixtina, utilizando para ello los últimos conocimientos científicos. Maldito sea el florentino, malditas todas las artes, maldita la osadía de no expresar las ideas heréticas con el atrevimiento del hereje y confiárselas en cambio a la piedra caliza, la más asquerosa de todas las rocas, pintándola y mezclándola al buon fresco[3] con colores lascivos.

El cardenal Joseph Jellinek alzó la mirada a lo alto de la bóveda, contemplando el lugar donde colgaba un andamiaje cubierto por toldos; todavía podía divisarse a duras penas el cuerpo de Adán señalado por el índice del Creador. Como si se sintiese atemorizado por la diestra poderosa de Dios, el rostro del cardenal se contrajo con un temblor perceptible, que le sacudió la tez varias veces a intervalos irregulares; pues allá arriba, envuelto en rojas vestiduras, se cernía un Dios que nada tenía de clemente, se alzaba un Creador robusto y hermoso, de fuerte musculatura, digna de un gladiador, esparciendo vida a su alrededor. Allí el verbo se había convertido en carne.

Desde los tiempos aciagos de Julio II, aquel pontífice de exquisito gusto artístico, ningún papa encontró placer alguno en las pinturas orgiásticas de Michelangelo Buonarroti, cuya postura ante la fe cristiana —y esto fue ya un secreto a voces durante su vida— se caracterizó por la incredulidad, sumándose a esto además el hecho de que componía las imágenes que le dictaba su fantasía, entresacándolas de una mezcolanza extravagante de tradiciones transmitidas por el Antiguo Testamento o que se remontaban a la antigüedad griega, quizá también con elementos incluso de un pasado romano idealizado, lo que para entonces era considerado, llana y simplemente, pecaminoso. El papa Julio II, según se cuenta, se hincó de rodillas y se puso a orar cuando el artista le descubrió por vez primera el fresco de aquel Juez despiadado, ante el que temblaban tanto el bien como el mal, atemorizados por el poder infinito de su sentencia, y se dice también que en cuanto se repuso el pontífice de su ataque de humildad, se enzarzó con Miguel Ángel en violenta disputa en torno al carácter extraño y enigmático, así como a la desnudez de esa representación. Desconcertada por ese simbolismo inescrutable, plagado de insinuaciones y de alusiones neoplatónicas, la curia no encontró más camino que censurar esa aglomeración de carne humana, desnuda y bien rellena; es más, exigió su destrucción, y por encima de todas esas voces de condena se alzó la de Biagio da Cesena, maestro de ceremonias del papa, quien creyó reconocerse en Minos, el juez de los infiernos; tan sólo el veto indignado que opusieron los artistas más significados de Roma impidió que fuesen raspadas las escenas de El Juicio Final.

El agua que se infiltraba por la techumbre, los retoques y numerosos repintes, al igual que el humo de los cirios, amenazaban con destruir el hijo orgiástico de la fantasía desbordante de Buonarroti. ¡Ay, si al menos el moho hubiese dado cuenta de los profetas y el hollín se hubiese tragado a las sibilas!, pues no acababa el restaurador jefe, Bruno Fedrizzi, de comenzar su trabajo en lo alto del andamio, apenas había liberado, asistido por sus ayudantes, a los primeros profetas de una capa oscura, compuesta de carbono, cola de conejo y pigmentos disueltos en aceite, apenas había hecho esto, cuando ya iniciaba su curso el legado del florentino, hasta parecía que el mismo Miguel Ángel hubiese resucitado de entre los muertos, amenazante como el ángel de la venganza.

Joel, el profeta, mantenía otrora entre sus manos un rollo amarillento de pergamino, el cual, pese a que se torcía desde adelante hacia atrás, sostenido entre la diestra y la siniestra, no contenía, ni por el anverso ni por el reverso, signo escrito alguno, pero ahora, tras haberlo limpiado, podía distinguirse claramente en el rollo de pergamino una A. La A y la O, primera y última letras del alfabeto griego, son símbolos cristianos, propios de la Iglesia primitiva, pero los restauradores estregaron inútilmente hasta que el pergamino pintado al fresco quedó de un color blanco brillante. El revestimiento de cal no escondía ninguna O. Para colmo, en el libro que tenía colocado sobre un atril la sibila eritrea, situada junto al profeta Joel, aparecieron nuevas siglas enigmáticas: I F A.

Ese hallazgo inesperado desencadenó discusiones acaloradas, que pasaron inadvertidas para la opinión pública. Archiveros e historiadores del arte de la Secretaría general de monumentos, museos y galerías pontificias, bajo la dirección del catedrático Antonio Pavanetto, examinaron el descubrimiento; de Florencia llegó el catedrático Riccardo Parenti, especialista en Miguel Ángel, y el cardenal secretario de Estado, Giuliano Cascone, tras una discusión interna sobre el posible significado de las siglas A I F A, declaró lo descubierto como asunto de sumo secreto. Fue Riccardo Parenti el primero en traer a colación la posibilidad de que en el curso de los trabajos de restauración pudiesen ser descubiertos otros nuevos caracteres y que su desciframiento podría ser, en principio, poco deseable para los intereses de la curia y la Iglesia. No había que olvidar, a fin de cuentas, que Miguel Ángel había sufrido mucho bajo sus clientes, los papas, y que más de una vez había insinuado que se vengaría a su modo.

El cardenal secretario de Estado preguntó si podrían esperarse ideas heréticas por parte del pintor florentino.

El catedrático de historia del arte dio una respuesta afirmativa, pero con reservas.

A raíz de esto, el cardenal secretario de Estado, Giuliano Cascone, llamó a consulta al prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Jellinek, quien mostró, sin embargo, muy escaso interés por el asunto, recomendando por su parte que se dirigiesen a la Secretaría general de monumentos, museos y galerías pontificias para que ésta se hiciese cargo del caso, si es que había motivo alguno para hablar de «caso» en ese asunto. Era evidente que el Santo Oficio no quería inmiscuirse.

Cuando al año siguiente se había llegado con los trabajos de restauración hasta la figura del profeta Ezequiel, el interés de la curia se centró especialmente en el rollo de pergamino que sostenía en su mano izquierda el hombre que había predicho la destrucción de Jerusalén.

Daba la impresión, según comunicó Fedrizzi, de que el fresco se encontraba en esa parte especialmente tiznado, como si alguien hubiese utilizado la llama de una vela para acentuar artificialmente el ennegrecimiento de esa zona. Y finalmente, bajo la esponja del restaurador, aparecieron dos letras nuevas, la L y la U, por lo que el catedrático Antonio Pavanetto lanzó la suposición de que también la sibila persa, que seguía a Ezequiel en la alineación de figuras, tendría que ocultar algún misterio en lo que respectaba a las letras. Esa anciana jorobada y encorvada, miope al parecer, sostenía directamente ante sus ojos un libro de tapas rojas, y observada de cerca desde el andamio, ya antes de que Bruno Fedrizzi terminase sus trabajos de limpieza, podía distinguirse de forma somera una letra. El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone, a quien el hallazgo parecía intranquilizar más que a todos los demás, mandó limpiar, a título de prueba, el libro de la sibila.

Es así como la suposición se convirtió en certeza, con lo que una nueva letra, la B, se sumó a la serie existente.

No había más remedio, por tanto, que partir de la base de que la última figura en esa fila, la del profeta Jeremías, se dejaría arrebatar igualmente el secreto de alguna abreviatura oculta, y así fue efectivamente: el rollo de pergamino que tenía a su lado reveló una A.

Jeremías, el hombre que se vio atormentado como ningún otro profeta por las luchas que sacudieron su alma y que dijo abiertamente que jamás podría convertirse al pueblo, ese ser al que Miguel Ángel había dado su propio rostro descompuesto por la duda, esa imagen permanecía muda, resignada, desconcertada, como si conociese el significado oculto de la serie de letras: A I F A L U B A. El cardenal secretario de Estado Giuliano Cascone declaró solemnemente su decisión de que antes de que se diese a conocer el hallazgo tendría que haberse esclarecido el significado de esa inscripción y planteó como tema de discusión la necesidad de borrar esas abreviaturas inexplicables en el caso de que no se les pudiese arrancar el secreto prontamente, cuanto más que el hacerlas desaparecer, según los informes del restaurador jefe Bruno Fedrizzi, era algo perfectamente posible desde el punto de vista técnico, ya que Miguel Ángel había añadido esas siglas a los frescos ya acabados, junto con algunas otras correcciones sin importancia, aplicándolas a secco[4]. Pero el catedrático Riccardo Parenti elevó su más enérgica protesta y amenazó con renunciar en ese caso a su condición de consejero para dirigirse directamente a la opinión pública con la advertencia de que en la Capilla Sixtina, donde se albergaba sin duda alguna la obra de arte más importante del mundo, se estaban perpetrando falsificaciones y destrucciones. A raíz de lo cual el cardenal Cascone retiró sus proyectos y encomendó entonces ex officio[5] al cardenal Joseph Jellinek, en su calidad de prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la creación de una comisión para el estudio de la inscripción sixtina con el fin de discutir luego en asamblea ordinaria los resultados a los que llegase. Se decretó al mismo tiempo otorgar una mayor importancia a ese asunto, elevándolo así de la categoría speciali modo[6] a la categoría specialissimo modo, por lo que cualquier transgresión de la obligación de mantener el secreto sería sancionada con la pena eclesiástica de la interdicción, y como fecha para la celebración de ese concilio se estableció el lunes siguiente al segundo domingo después de la Epifanía.

Jellinek abandonó la capilla y empezó a subir por una angosta escalera de piedra, arremangándose con mano hábil la sotana, que al igual que todos los hábitos del cardenal provenía de la sastrería de Annibale Gammarelli, de la calle Santa Chiara, número 34, donde se vestían también la curia y el papa, giró luego a la izquierda al llegar a un rellano y prosiguió camino por esa dirección. Sus pasos nerviosos y precipitados retumbaban por ese pasillo largo y vacío, que exigía no menos de doscientos pasos para atravesarlo, pasando junto a mapas pintados al fresco del cosmógrafo Egnazio Danti, elegidos entre ochenta lugares que fueron escenarios de gestas gloriosas en la historia de la Iglesia y que el papa Gregorio XIII había mandado pintar entre los estucos recubiertos de oro de esa bóveda interminable, hasta llegar a aquella puerta famosa, desprovista de cerrojo y pestillo, que cerraba el paso a la Torre de los Vientos como un escotillón insalvable. El cardenal golpeó con los nudillos, haciendo una seña acordada, y permaneció a la espera, inmóvil, a sabiendas de que el encargado de abrirla tendría que recorrer un largo camino.

De sobra es conocido de dónde recibió esa torre su nombre: allí comenzó, en la guardilla, la reforma gregoriana del calendario, cuando el sumo pontífice ordenó instalar un observatorio para seguir los cursos del sol, la luna y las estrellas. Ni siquiera podía escapársele el juego cambiante de los vientos, porque el brazo poderoso de un puntero, accionado por una veleta, señalaba en todo momento la dirección de la corriente de aire. Ya hace mucho tiempo que han desaparecido aquellos instrumentos que sirvieron para privar a la cristiandad de diez días completos, en aquel memorable año de gracia de 1582, el décimo del pontificado papal, cuando al jueves cuatro de octubre siguió el viernes quince del mismo mes y se introdujo la ingeniosa regla de que en lo sucesivo fuesen bisiestos todos los años múltiplos de cuatro, pero que de los años seculares sólo fuesen bisiestos aquellos cuyo número de centenas fuese también múltiplo de cuatro: Fiat. Gregorius papa tridecimus[7]. Lo que queda de aquello son mosaicos en el suelo con los signos del zodíaco, iluminados por los rayos del sol que deja pasar una rendija en la pared, y frescos en las paredes, en los que divinidades con vestiduras flameantes mandan y ordenan sobre los vientos.

El tabú y el secreto envuelven la torre de los días perdidos desde tiempos inmemoriales, pero de ello no tienen culpa alguna las divinidades paganas, ni Virgo, ni Tauro, ni Acuario, así como tampoco puede culparse de tal estado de cosas al hecho de que entre esos muros poderosos no haya ningún tipo de iluminación artificial, pues lo cierto es que esa aureola de misterio proviene de las montañas de legajos, de las paredes abarrotadas de documentos, que aquí se conservan, clasificados por secciones, por fondi[8], divididos por temas y ordenados cronológicamente, y nadie sabe hasta ahora cuántos fondi descansan bajo el polvo acumulado por los siglos, allí, en el Archivio Segreto Vaticano[9].

Enclaustrados con el correr del tiempo en los pasillos interminables del archivo secreto pontificio, se extienden como lava volcánica en la torre los papeles y los pergaminos, allí donde durante siglos lo presente fue cubriendo lo pasado, hasta que el presente mismo se tornó pretérito al verse enterrado bajo una montaña de nueva actualidad. En la torre tuvieron la oportunidad los archiveros de ir amontonando aquellos documentos, que por voluntad de los papas habrían de permanecer vedados para todos aquellos que no fuesen sus mismísimos sucesores, y allí se fueron acumulando, en la riserva[10], en el departamento sellado.

Cuando el cardenal percibió ruido de pasos detrás del portalón, repitió la señal con los nudillos, e inmediatamente después se escuchó el forcejeo de una llave y la pesada puerta se abrió en silencio. Era conocida al parecer la señal que hacía el cardenal con sus nudillos, o era cosa sabida el momento o la puerta trasera por la que se presentaba el prelado a tales horas, exigiendo paso, pues el prefecto que le abrió no preguntó quién era el tardío visitante, ni siquiera atisbo por la mirilla de la puerta, tal era la seguridad que tenía de haber reconocido al cardenal por su seña. El prefecto, un clérigo regular de la congregación del Oratorio italiano, a quien todos llamaban Augustinus, era, de todos los guardianes del archivo, el más anciano, el de más alto rango y el de mayor experiencia, y tenía como asistentes a un viceprefecto, a tres archiveros y a cuatro scrittori[11], todos los cuales realizaban idéntica actividad, aun cuando ocupasen puestos distintos dentro de la jerarquía; pero del padre Augustinus se decía que no sabría vivir sin los pergaminos y los buste[12], que tal es el nombre dado a las carpetas donde se guardan, clasificados, cartas y documentos, y algunos hasta llegaban a asegurar que dormía en medio de sus documentos y que probablemente se arroparía también con ellos.

Por regla general se entraba al archivo por la parte delantera, donde el prefecto o alguno de sus scrittori se encontraba sentado ante una mesa ancha y negra, conservando, sea cual fuere, siempre la misma postura, con las manos ocultas en las mangas del hábito negro y teniendo ante sí, ya abierto por la página correspondiente, el libro de registro, en el que tenía que inscribirse obligatoriamente todo visitante, siempre que presentase antes la tarjeta de admisión, en la que se le permitía el acceso a determinados estantes, aunque también le prohibía la consulta de la mayoría de ellos, y el custodio de turno jamás se olvidaba de anotar meticulosamente junto al nombre el tiempo que el investigador pasaba entre las oscuras estanterías, indicándolo en horas y minutos, aun cuando eran de una a dos, tres todo lo más, las personas que por allí se presentaban en el transcurso de una semana.

Al entrar murmuró el cardenal algo que podría interpretarse como un «laudetur Jesus Christus»[13] y pasó rápidamente al lado del prefecto; se negó a consignar su nombre en el registro. A la derecha, un aposento con el sugestivo nombre de Sala degli Indici[14] albergaba las listas, los índices, los sumarios, los inventarios y las reseñas sobre la clasificación del archivo, sin cuyo conocimiento todo lo allí amontonado resultaría tan insondable como el Apocalipsis de san Juan e igualmente desconcertante con toda certeza. Archiveros y scrittori podrían en tal caso dejar abiertas de par en par las puertas que dan acceso a los aposentos secretos y las estanterías prohibidas, ya que nadie, ni siquiera el más diligente de los sabios, podría arrancar ni un solo secreto a esos depósitos kilométricos, y es que todos los fondi, cifrados con letras y números, no tienen la más mínima indicación que pudiese revelar algo sobre la índole de sus cartapacios, es más, solamente para poder manejar los diversos índices se han escrito ponencias científicas que llenan paredes enteras de estanterías, y existen además departamentos, como ése al que sólo se llega por el último piso de la Torre de los Vientos, en los que hay almacenados hasta nueve mil buste, nueve millares de actas, sin abrir en su mayoría, porque dos scrittori, tal como ha sido calculado, si tuviesen que examinar cada nota, necesitarían ciento ochenta años para clasificar tal volumen de escritos.

No obstante, quien crea que por el simple hecho de conocer la signatura de un documento podría por eso descubrirlo por la vía más rápida, acabará dándose cuenta de que andaba equivocado, pues durante el transcurso de los siglos, pero sobre todo a partir del gran cisma de occidente que sacudió los cimientos mismos de la Iglesia, hubo con cierta periodicidad numerosos intentos, todos infructuosos, por clasificar de nuevo aquella inmensa colección de manuscritos, lo que tuvo por consecuencia que muchos de esos buste se viesen adornados con las más variadas signaturas, amén de otras anotaciones y etiquetas de carácter francamente adjetival, como de curia, de praebendis vacaturis, de diversis formis, de exhibitis, de plenaria remissione[15], etcétera, lo que sólo resultaba legible, sin embargo, cuando esas actas se conservan almacenadas en posición horizontal, tal como era la costumbre en la época de los papas medievales, de ahí que los títulos se anotasen en el reverso, o cuando van provistas de una signatura numérica o de una combinación sistematizada de letras y números, como «Bonif. IX 1392 Anno 3 Lib. 28», por ejemplo.

En cuanto a esta última práctica antes mencionada, un cierto custos registri bullarum apostolicarum[16] llamado Giuseppe Garampi dejó huellas claras de su labor a mediados del siglo XVIII. Fue el creador de aquel célebre Schedario Garampi[17], una colección de archivos cuya división esquemática en distintos campos temáticos para cada pontificado acarreó, sin embargo, más confusión que provecho, porque ningún pontífice gobernó igual tiempo que los demás y porque los diferentes índices, como de jubileo[18] o de beneficiis vacantibus[19], aun cuando eran de volumen diverso, siempre tenían asignado un tamaño invariablemente idéntico.

Si todo esto ya parece harto confuso, aquella ordenación nueva podría equipararse a la construcción de la torre de Babel, pues así como la torre jamás llegó a la altura del cielo y Dios confundió las lenguas de sus constructores, de igual modo una nueva concordancia no podía tener más que consecuencias similares, ya que, en tanto que imagen refleja de un universo infinito, no podía por menos de estar condenada al fracaso desde un principio; o quizá también porque, al igual que en la doctrina de la cosmología griega, el caos era su estado primigenio, a partir del cual formó el Creador el cosmos organizado, y no al contrario.

Esta comparación cojea menos que la primera, porque el caos no es únicamente lo desordenado, el estado no configurado, sino también el anuncio de algo, lo que se apunta, lo que se entreabre, así como se abría en esos momentos al que entraba un universo desconocido, un mundo misterioso sobre el que montaba guardia el padre Augustinus como el cancerbero de las tres cabezas a las puertas del Hades.

El oratoriano entregó al cardenal una lámpara alimentada por pilas, pues supuso que el otro dirigiría sus pasos hacia la riserva, donde no había ningún tipo de iluminación, y el cardenal hizo un gesto de asentimiento, sin pronunciar palabra alguna. También permaneció en silencio el padre Augustinus, pero no permitió que se le diera de lado y siguió al cardenal por la angosta escalera de caracol hasta el último piso de la torre, camino éste harto penoso, el único acceso hacia arriba, con un teléfono colgado de la pared en cada rellano de la escalera.

Allí, en ese camino hacia el más antiguo y más oculto de todos los departamentos del Archivio Segreto, el aire estaba cargado de un vaho sofocante que destilaba moho, y aquella fetidez pestilente se acentuaba aún más por las emanaciones de un producto químico no menos desagradable, cuyas exhalaciones penetrantes, según se suponía, tendrían que exterminar a un hongo de lo más tenaz, el cual, introducido en aquel lugar desde hacía siglos, iba cubriendo actas y pergaminos con una hilaza de color púrpura y se resistía incluso a las fórmulas más refinadas de la edad contemporánea. Tan sólo con el permiso expreso del santo padre era posible realizar investigaciones en ese lugar y echar una ojeada a las actas, pero como quiera que su santidad no solía estampar su firma en documento alguno, a menos que se tratase de asuntos de extrema importancia, el cardenal Joseph Jellinek se aprovechaba de esta circunstancia; en muy raras ocasiones, por supuesto, pues a ningún cristiano asistía la competencia de exigir explicaciones sobre el rechazo de su solicitud. De todos modos, las actas que tuviesen menos de trescientos años de antigüedad estaban sujetas, sin excepción alguna, al secreto canónico, por lo que los documentos pontificios y los que afectaban al papado tenían que permanecer ocultos a la posteridad durante tres siglos completos, por lo menos. Amontonados, enrollados, atados y precintados, yacían allí, almacenados, casi dos milenios de historia eclesiástica; allí descansaba también, valga el ejemplo, aquel importante documento, precintado con trescientos sellos, en el que la reina Cristina, la monarca protestante de Suecia, declaraba solemnemente creer en la transubstanciación, en el santísimo sacramento de la Eucaristía, en la existencia del purgatorio, en el perdón de los pecados, en la autoridad infalible del papa y en los acuerdos del concilio de Trento, con lo que abrazaba así la fe de la Santa Madre Iglesia católica. Instrucciones minuciosas del papa Alejandro VII, libros de contabilidad, facturas, epístolas e informes pormenorizados, de los que no se excluían ni la vestimenta de la conversa (de seda negra y amplio escote) ni la confitería ofrecida en aquella ocasión (estatuillas y flores de mazapán, gelatina y azúcar), y en los que se describían también sus inclinaciones bisexuales, corroboran la fama de ese archivo como uno de los mejores del mundo. Allí se guardaba también la última carta que dirigió al papa María Estuardo, aquella ardiente y fogosa católica militante, biznieta de Enrique VII, junto con la resolución tomada por la Sagrada Congregación del Santo Oficio de incluir en el índice de libros prohibidos los Seis libros sobre las revoluciones de los cuerpos celestes de Nicolás Copérnico, con lo que se condenaba aquella obra, que su autor, doctor en derecho eclesiástico, había dedicado al papa Paulo III. En archivo separado se almacenaban las actas procesales del caso Galileo Galilei, guardadas en paquetes precintados con la abreviatura EN XIX, donde constaba también, en la hoja número 402, la sentencia aciaga de los siete cardenales: «Afirmamos, anunciamos, sentenciamos y declaramos que tú, el arriba mencionado Galileo, de acuerdo con las cosas por ti confesadas y de las cuales hemos levantado acta, has caído en grave sospecha de herejía ante los ojos de este Santo Oficio, y a saber, por haber divulgado y creído la falsa doctrina, contraria a las Santas y Divinas Escrituras, de que el Sol es el centro alrededor del cual gira la Tierra y de que no se mueve de Oriente a Occidente, y de que la Tierra se encuentra en movimiento y no es el centro del Universo…, por lo que te has hecho merecedor de todos los castigos que se prevén en las sagradas leyes de la Iglesia y en otros decretos para combatir tales crímenes con todo el rigor del derecho canónico vigente.» Verba volant, scripta manent[20].

Allí se guardan también los augurios papales, las profecías que no fueron tomadas en cuenta oficialmente, así como las presuntas falsificaciones que podrían ser, sin embargo, de alguna importancia, pero también las profecías papales de san Malaquías, las cuales, y esto fue algo que sumió a la curia en el desconcierto más profundo, no podían provenir de aquel santo, ya que no fueron escritas hasta cuatrocientos cuarenta años después de su muerte, aun cuando justamente esas predicciones apócrifas ofrecían con precisión asombrosa nombres, orígenes de los papas y hechos significativos de sus pontificados, anunciando incluso el final del papado, que se fijaba para el gobierno temporal del tercer representante divino, el de un romano llamado Petrus; la ciudad de las siete colinas, se decía en ese escrito, será destruida, y el Juez temible condenará a su pueblo. No hay nada en este mundo que sea tan irrevocablemente definitivo como una resolución de la curia romana, y como quiera que ésta mantiene una actitud de rechazo ante las profecías papales, aun cuando, credo quia absurdum[21], no nos hayan llegado de la boca de un hereje, sino del padre de la Iglesia Anselmo de Canterbury, cuya lealtad para con Gregorio VII y la Santa Madre Iglesia no pueda ser puesta en tela de juicio, ese falso profeta Malaquías sigue siendo cosa prohibida, al menos de cara al exterior, en todo caso. Uno de los afectados por la profecía Ignis ardens[22] fue el papa Pío X (fue elegido el 4 de agosto, en el día de santo Domingo, y fue su atributo un perro con una antorcha ardiente; murió Pío X pocas semanas después de que estallase la primera guerra mundial); ese pontífice compadeció a su sucesor, a quien no conoció, porque sabía, gracias a la profecía, lo que se le echaría encima: la religio depopulata[23], una religión despoblada.

Las investigaciones científicas han logrado desenmascarar entre tanto a Filippo Neri, uno de los grandes santos de la renovación católica, como el autor de las profecías papales. Parece ser que se presentó a veces ante los mortales en época de Miguel Ángel y se dice de él que estaba poseído de dones sobrenaturales, hasta el punto de que al tiritar su cuerpo temblaban también los edificios en los que se albergaba; se cuenta además que mientras realizaba el sacrificio de la santa misa su cuerpo flotaba sobre el altar y su corazón se ponía a latir de un modo desmesurado, como las trompetas del Juicio Final. Entre los argumentos que se utilizaron para su ulterior canonización se encuentran las pruebas irrefutables de sus curas milagrosas y de sus dotes carismáticas. ¿Dónde se ocultan, sin embargo, los escritos de Neri, el padre de los oratorianos? Podríamos albergar la esperanza, y no sin buenos motivos, de descubrirlos allí, en el archivo secreto del Vaticano, aun cuando se diga del santo que quemó todos sus documentos personales antes de morir. ¿Fue esto una casualidad? En el año de gracia de 1595, año de la muerte de Neri, apareció una obra en cinco tomos del fraile benedictino Arnold Wion sobre las creaciones literarias de su orden, titulada Lignum vitae: ornamentum et decus Ecclesiae[24], en cuyo tomo segundo, páginas 307 a 311, se reproducen las profecías del fundador de la Sagrada Congregación del Oratorio, con el nombre de Prophetia S. Malachiae Archiepiscopi, de Summis Pontificibus[25]. El milagro es el hijo predilecto de la fe. Se desconoce que haya habido algún tipo de relación entre el oratoriano Filippo y el benedictino Arnold, por lo que el benedictino, Dios se apiade de su pobre alma, cualesquiera hayan sido los motivos ocultos que dirigieron su pluma, no se atuvo a la verdad.

Sidus olorum[26], el adorno de los cisnes, según reza allí, se colocará la tiara sobre la testa; simbolismo éste de lo más desconcertante; pero cuando Clemente IX fue entronizado en 1667 en el solio pontificio, ya no hubo nadie que dudara de la veracidad de aquella profecía. Clemente IX (Giulio Rospigliosi) alcanzó la fama y la gloria como poeta, sigue siendo hasta nuestros días la única persona que fue papa y poeta al mismo tiempo, y el cisne, como es sabido, es el animal simbólico de la poesía.

Durante siglos ningún sumo pontífice abandonó el Vaticano después de haber sido elegido por el cónclave; y no otro destino le había sido deparado a Pío VI después de haber sido elegido, tras cinco meses de cónclave en el palacio del Quirinal, sucesor del decimocuarto Clemente.

Peregrinus apostolicus[27], tal fue la expresión que utilizó el santo padre moribundo para caracterizar al nuevo papa, lo que fue olvidado en aquel siglo de la ilustración, hasta que el desdichado pontífice fue hecho prisionero, en el año de 1798, por las tropas del Directorio, que lo condujeron a Francia, donde encontró la muerte como peregrinus, como forastero. De modo enigmático se destaca un cometa en el escudo de armas de León XIII, que todos los pontífices tienen la obligación de aceptar como suyo al hacerse cargo de sus funciones; pero esto es algo que sólo resultó ser comprensible cuando fue relacionado con la profecía lumen in coelo[28], «una luz en el cielo». Ya antes de la elección de Juan XXIII se estuvo discutiendo sobre la profecía en la que se anunciaba que el sucesor del duodécimo Pío sería pastor et nauta[29], pastor y marinero; pero ese augurio no parecía corresponderse a ninguno de los candidatos, pues nadie concedía la menor oportunidad al patriarca de Venecia, la ciudad por antonomasia de la navegación cristiana. Y sin embargo, Angelo Giusseppe Roncalli fue elegido papa y su pontificado reza como un período de enorme significación pastoral.

Tan sólo algunos pasos más allá se encuentra la confesión del monje Girolamo Savonarola, que le arrancó mediante tortura el comisario papal Remolines, quien lo encontró culpable de brujería, de predicar enseñanzas perniciosas y de despreciar al sagrado solio pontificio romano. Allí reposan también los informes detallados sobre las últimas horas de vida de aquel predicador tan temido y sobre el registro minucioso a que fue sometido en su celda, no fuese a ser que por encantamiento de un demonio hubiese sido convertido en un hermafrodito, tal como sospechaba la Santa Inquisición; también las relaciones con las declaraciones de testigos sobre su sueño profundo antes de la ejecución, sueño que fue interrumpido por carcajadas sonoras, emitidas varias veces; allí el relato de su muerte anodina en la horca y la quema de su cadáver, cuyas cenizas fueron arrojadas al Arno.

Pero por expedientes secretos también se sabe de mozas florentinas, bajo cuyas vestiduras se ocultaban matronas honorables que recogieron las cenizas del hermano dominico, y como si esto fuera poco, parece ser que hasta un brazo y partes del cráneo fueron conservados como reliquias, según testigos presenciales. También se encuentran allí los dogmas de los papas, hasta el más antiguo de ellos, el de la concepción inmaculada de la Virgen María, todos envueltos en terciopelo de un color claro azulado.

El custodio sabía muy bien que el cardenal no mostraba el más mínimo interés por todas esas cosas, pues el prelado dirigía resueltamente sus pasos hacia arriba, hacia la negra puerta de roble, la que no podía abrirse sin su mediación, sin la ayuda del custodio archivero, pues nadie más que él mismo llevaba consigo la llave de doble paletón, sujeta al cinturón con una cadena, nadie más que él y sólo él guardaba la llave de ese aposento, el recinto más secreto del archivo secreto vaticano. Esto no significaba en modo alguno que conociese todos los misterios de ese gabinete, que supiese de su contenido y que tuviese la obligación de callar sobre lo inexpresable, pues el oratoriano tan sólo sabía lo siguiente: que detrás de aquella puerta negra de pesada madera de roble se encontraban almacenados los misterios más grandes de la Iglesia, accesibles únicamente al papa de turno; al menos era así como lo habían mantenido los predecesores de Juan Pablo II. Pero el papa polaco había traspasado ese privilegio al cardenal, y es así que el custodio se adelantó al prelado y le abrió la puerta a la luz de la lámpara. Un temblor en sus manos delató la excitación que le embargaba. El cardenal desapareció detrás de la puerta, mientras que el padre Augustinus permaneció en la oscuridad.

Se apresuró entonces a cerrar de nuevo; tales eran las ordenanzas.

Cada vez que abría aquella pesada puerta, el custodio echaba una rápida ojeada al recinto, pecado que disculparía hasta la santa Virgen María; y de este modo conocía el padre Augustinus el mobiliario que se ocultaba tras la negra puerta de roble: una larga serie de cajas de caudales, alineadas y empotradas, de las que no se veía más que una fila de puertas blindadas, como en los sótanos de un banco estatal, pero cuyas diversas llaves, sin embargo, no poseía él, sino el cardenal. No ocurría con frecuencia que el padre Augustinus tuviese que abrir esa puerta, aun cuando en los últimos tiempos solía el cardenal hacer un mayor uso de su privilegio. Tan sólo una vez en su vida, en el año de 1960, pudo darse cuenta el custodio de la importancia tremenda y alarmante que tenían los documentos allí atesorados. En aquella ocasión el oratoriano había abierto la puerta al papa Juan XXIII, encerrándolo después, y se había quedado esperando a oír la señal que haría con sus nudillos el sumo pontífice, al igual que esperaba ahora los golpecitos del cardenal, pero tuvo que aguardar mucho tiempo, y hasta pasó más de una hora y todo permanecía en silencio; pero al fin, de repente, percibió golpes secos, dados con el puño contra la madera, y cuando dio vueltas a la llave en el cerrojo y se abrió la pesada puerta, le salió el papa al encuentro, tambaleándose y temblando de pies a cabeza, tiritando como si una fiebre maligna se hubiese apoderado de todo su cuerpo, cosa que, en todo caso, fue lo que pensó el custodio en aquel momento, pero finalmente salió a relucir al menos una parte de la verdad. La santísima Virgen, que se apareció repetidas veces en 1917 a tres pastorcitos en la aldea portuguesa de Fátima y que predijo los estallidos de la primera y la segunda guerras mundiales, «Nuestra Amada Señora del Rosario de Fátima», había proclamado una tercera profecía, cuyo texto, en forma manuscrita, solamente podría conocer quien fuese papa en el año de 1960. El contenido auténtico de aquel escrito, guardado celosamente tras esa puerta, fue motivo en el Vaticano de especulaciones espeluznantes, cuya índole fue de lo más diversa: una guerra mundial apocalíptica, que acabaría con todo resto de vida sobre el planeta, tal era la predicción según algunos; el papa sería asesinado, afirmaban otros; y el sucesor de Pablo VI no pudo menos de informarse, tras su elección, del misterio que ocultaba aquella puerta. No es un secreto para nadie que desde entonces padeció graves depresiones y se vio aquejado de una indecisión enfermiza cada vez que tenía que tomar cualquier resolución.

Pero el interés del cardenal se centraba aquella noche en la caja de caudales donde se guardaban todos los documentos que tenían alguna relación con la persona de Michelangelo Buonarroti. El hecho de que la correspondencia que mantuvo Miguel Ángel con los papas, especialmente con Julio II y Clemente VII, así como los expedientes sobre las personas con las que alternaba, en los que no se escapaban ni su pasión ascética por la marquesa Vittoria Colonna ni sus contactos con los círculos neoplatónicos y cabalísticos, el hecho escueto de que precisamente sobre esos documentos pesase la prohibición más severa de revelar sus secretos, ese hecho había despertado en el cardenal la sospecha, en modo alguno infundada, de que detrás de Miguel Ángel y de su obra artística se escondía un secreto terrible; es más, estaba convencido de que ésa era la única explicación posible, pues tenía que haber una razón plausible para el hecho de que la vida de Miguel Ángel fuese cosa prohibida en el Vaticano desde hacía cuatrocientos cincuenta años.

Fiel al lema de que la ignorancia es enemiga del saber, el cardenal Joseph Jellinek se iba apoderando ávidamente de los pergaminos, desdoblaba con premura creciente los documentos varias veces plegados y desanudaba las cintas con las que estaban atadas las tapas de los legajos. A la luz de su lámpara iba reconociendo la caligrafía diminuta del maestro de Caprese, con sus bellos y nerviosos trazos, y recorría con la vista sus cartas, incomprensibles fuera del contexto en las que fueron escritas y que solían comenzar en su mayoría con la expresión en italiano io Michelagniolo scultore…, «yo, el escultor Miguel Ángel…», con lo que manifestaba, por una parte, lo orgulloso que se sentía de utilizar el mismo idioma de Dante, indicando así de paso que no entendía la lengua latina, empleada por la Iglesia, pero con lo que pretendía también, por otra parte, lanzar una clara indirecta contra el Vaticano, denunciando el abuso que la curia romana hacía de su arte.

El papa Julio II había logrado atraerse a Miguel Ángel a Roma empleando argucias y artimañas, sin escatimar los halagos y con la falsa promesa de que le encargaría esculpir en mármol de Carrara un grupo escultórico de dimensiones gigantescas para un mausoleo consagrado a él mismo, al papa, y por el que recibiría la cantidad de diez mil escudos… Una vida humana no hubiese bastado para la realización de aquella magna obra. Pero cuando llegaron a Roma los primeros bloques de mármol provenientes de la Toscana, el papa dejó de interesarse por el proyecto, que cada vez parecía menos de su agrado, y hasta se negó a pagar los sueldos de los picapedreros, por lo que Miguel Ángel salió precipitadamente de Roma en dirección a Florencia. No regresó hasta pasados dos largos años, y esto tras ser acosado y abordado por los delegados pontificios, que le dirigieron apremiantes requerimientos, pero al llegar a la ciudad se encontró con la sorpresa que le deparaba el papa Julio II, cuando éste le comunicó que el hecho de erigir su propia tumba en vida no podía significar otra cosa más que invitar a la desgracia, por lo que el artista haría mejor en pintar la bóveda de la Capilla Sixtina, aquella edificación desprovista de todo ornato a la que el papa Sixto IV, monseñor Francesco della Rovere, había dado su nombre. De nada valieron entonces todas las protestas del artista, que juraba y afirmaba solemnemente haber nacido para ser scultore[30] y no pittore[31], pues su santidad se mantuvo en sus trece, empeñándose en que el maestro llevase a buen término ese proyecto.

El pergamino que sostenía ahora el cardenal entre sus manos, un pliego de apariencia insignificante y que aún resultaba legible a duras penas, proclamaba la victoria del papa sobre Miguel Ángel: «Hago constar que yo, el escultor Miguel Ángel, he recibido hoy, día 30 de mayo de 1508, quinientos ducados de su santidad el papa Julio II, que micer Carlino y micer Carlo Albizzi me han abonado, en concepto de anticipo, por las pinturas que comenzaré en el día de hoy en la capilla del papa Sixto, de acuerdo con las condiciones que figuran en el contrato que me ha sido extendido por el reverendo obispo de Pavía y que he firmado de mi propio puño y letra.»

El cardenal sabía apreciar el aroma inconfundible que exhalaban los vetustos escritos, así como ese polvillo fino e invisible que se iba depositando de un modo imperceptible en las membranas de las fosas nasales y que trastocaba los sentidos de tal manera, que lo leído, a través del rodeo que efectuaba por la nariz, comenzaba a cobrar forma, con lo que revivían los sucesos acontecidos en tiempos remotos. Y es así que de repente surgió ante él la figura corpulenta y nervuda del florentino, vistiendo unas calzas finas, muy apretadas, y un jubón de terciopelo, algodonado por dentro y ajustado firmemente a la cintura por un cinto, con sayo hasta las rodillas, la cabeza bien erguida, con su rostro anguloso, la nariz tan larga como prominente y los ojos hundidos y casi pegados el uno al otro, una imagen masculina de la que no podía aseverarse en verdad que fuese hermosa, ni mucho menos que se correspondiera a la de un scultore de rebosantes fuerzas. Con una sonrisa de complicidad —¿o sería acaso malicia lo que irradiaba aquella mueca?—, fue entregando el cardenal pergamino tras pergamino, mientras éste los iba leyendo con gran avidez. El prelado devoraba con la vista aquellos documentos que con frecuencia tan difíciles resultaban de entender, por lo que iba topándose así con la inconstancia incomprensible de su santidad el papa Julio II, con su avaricia rayana en lo extravagante y sus repetidos intentos por estafar al artista, negándole sus bien ganados honorarios, lo que tenía que conducir por fuerza al enfrentamiento entre el papa y Miguel Ángel, cuyas relaciones nunca estuvieron exentas de querellas. Su santidad hubiese visto con agrado que los doce apóstoles apareciesen representados en el techo de la Capilla Sixtina, por lo que el florentino, atendiendo al deseo pontificio, presentó unos esbozos en los que el arte se hacía sirviente de la teología, pero su autor los encontró francamente deplorables, como si esas figuras suyas estuviesen condenadas a quedar colgadas del techo, en el centro de la bóveda, como entes solitarios. En el ardor de la disputa, el papa Julio II acabó diciendo que Miguel Ángel debería pintar lo que le viniese en gana, y que en lo que a él respectaba, le daba igual que el artista llenase de pinturas la capilla, desde las ventanas hasta el techo, in nomine Jesu Christi[32].

Como resultado de ese intercambio de palabras, Miguel Ángel se decidió por el Génesis, por la creación del mundo, con el Todopoderoso cerniéndose sobre las aguas, hasta llegar a las escenas del diluvio universal, del que tan sólo se salvó el arca de Noé, presentando así el conjunto como si la historia de la creación hubiese sucedido únicamente en el cielo, como si ignorase el techo y la bóveda de la arquitectura, y sin que allí hubiese el más mínimo indicio o la más ligera indicación que apuntasen a la existencia de la Santa Madre Iglesia, sino todo lo contrario, pues Miguel Ángel evitó cualquier tipo de alusión al respecto, es más, la evitó incluso allí donde la relación se imponía con fuerza propia, y tanto es así, que a la hora de rellenar las doce puntas de la bóveda, que quedaban determinadas por las ventanas de la capilla, no optó por la representación de los doce apóstoles, sino que pintó cinco sibilas y siete profetas, como si quisiera insinuar de este modo la existencia de un saber oculto, que fuera guardado celosamente por esas figuras, sobrecogedoras por la inmensa fuerza que irradian, encarnaciones auténticas de titanes, cuyo poder parece extenderse incluso al Antiguo Testamento, dominándolo, enigmáticas en su simbolismo, cual mensaje alegórico cuyo significado pudiésemos intuir, pero sin llegar a comprender nunca.

Por la lectura de un escrito pudo darse cuenta el cardenal de que Miguel Ángel no había pintado con las manos, sino con la cabeza, para lo que había arrojado violentamente contra el techo rabia y saber, creando así trescientas cuarenta y tres figuras de una variedad homérica, sobre las que se entronizaban doce imágenes, entre sibilas y profetas, que las gobernaban, estampas éstas caracterizadas por una aureola de divinidad amenazadora. Cierto es que se dice de Balzac que inventó tres mil personajes, pero Balzac necesitó para ello toda una vida. Miguel Ángel pintó esa pequeña parte de su obra en tan sólo cuatro años…, a regañadientes, en contra de su voluntad, insatisfecho, sediento de venganza, como si quisiera hacérselas pagar caras al papa…, cosa que se desprende de los documentos conservados; pero ¿dónde se ocultaba la clave de ese conocimiento? ¿Qué era lo que sabía Michelangelo Buonarroti? ¿Qué clase de vivencia trascendental pretendía expresar el florentino con aquella imagen tan incomprensible del mundo?

Cuarenta y ocho papas —que tal es el número de los que han sucedido hasta ahora a Julio II— se han preguntado con toda seriedad por qué Miguel Ángel pintó de aquel modo al recién creado Adán, a quien el Todopoderoso tiende su índice volador y expendedor de toda vida, por qué puso en el vientre de ese Adán un ombligo, cuando todo el mundo sabe que jamás le tuvieron que seccionar el cordón umbilical, si es que hemos de dar crédito a la Sagrada Escritura, donde podemos leer (Génesis, 2,7): «Modeló Yahvé Dios al hombre de la arcilla y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado.» En repetidas ocasiones se realizaron serios intentos por eliminar aquel ombligo. Todavía incluso en vida del maestro —Miguel Ángel tendría para aquel entonces ochenta y seis años de edad—, su santidad el papa Paulo IV encomendó a Daniele da Volterra la misión de ocultar con taparrabos los atributos sexuales con los que Miguel Ángel había dotado, con excesiva claridad, a sus gigantes, labor ésta que costó a aquel ayudante de pintor, hombre digno de toda lástima, el apodo de il Brachettone[33], lo que significa en castellano «el fabricante de braguetas».

El que en aquella época, e incluso siglos después, permaneciese intocable el ombligo de Adán, es algo que debemos agradecer a los sabios razonamientos de la curia romana, ya que ésta siempre sustentó la opinión de que un ombligo tapado a golpe de pincel daría mucho más que pensar a cualquier observador que un ombligo colocado según todas las reglas de la anatomía, aun cuando su presencia fuese de lo más sospechosa en lo que respecta a las de la exégesis.

El olor que desprendía el polvo de los libros y de los pergaminos, ese olor que tanto le gustaba y que encontraba tan excelso como el de los vapores de incienso que se alzaban cuando se exponía para su veneración en el altar la sagrada hostia a la hora de recibir el santísimo sacramento, ese aroma sumía al cardenal en un estado de arrobamiento y beatífica contemplación. Y es así que cuanto más se enfrascaba el cardenal en aquellos documentos, tanto más se compadecía del desdichado florentino, quien, y esto era algo que se desprendía claramente de sus cartas, parecía haber odiado a los papas en la misma medida en que éstos utilizaron su poder para gastarle más de una sucia jugarreta. En aquellas epístolas se lamentaba el maestro de no haber recibido durante un año ni un solo céntimo de Julio II, se sentía escarnecido con su trabajo de pintor («Ya dije a su santidad desde un principio que la pintura no era mi oficio») y maldecía la impaciencia que le consumía cuando se encontraba en lo alto de aquel andamio vacilante. Tendido de espaldas día tras día, con la pintura chorreando y cayéndole en los ojos, había padecido además una tortícolis tan fuerte que hasta le impedía leer en posición normal, por lo que durante largos años se había visto obligado a colocarse los escritos por encima de la cabeza, si es que deseaba leerlos.

El papa León X, aquel Juan de Médicis que sucedió a Julio II, no ocultaba en modo alguno la repugnancia que sentía por el artista florentino, al que calificaba de salvaje, haciendo correr la voz de que con aquel hombre no había forma humana de alternar; favorecía aquel papa, si es que favorecía a pintor alguno, a Rafael; por lo demás, su verdadera pasión era la música. Adriano VI, que sucedió al anterior, hubiese mandado destruir los frescos de Miguel Ángel de no haber sido sorprendido por una muerte de la que nadie se condolió, y tampoco Clemente VII mostró mejor disposición hacia esas pinturas. Con valentía no exenta de malicia hacía saber Miguel Ángel, en una carta dirigida al papa, el valor que le merecía el proyecto de su santidad de erigir un coloso de ochenta pies de altura, a saber: ninguno. Hasta qué punto irritaría al florentino el mal gusto del papa, que sin poder contenerse, se dejó llevar por el sarcasmo y la mofa, aconsejando al santo padre que se incluyese en aquella obra de arte la barbería que se interponía a la realización del proyecto, siempre y cuando se dispusiese al coloso en posición sedente, con un cuerno de la abundancia blandido en su brazo estirado, que podría servir de chimenea para el hogar del barbero, y con un palomar empotrado en lo alto de la cabeza, idea ésta que era la que más le gustaba, a él, a Michelagniolo scultore.

El cardenal fue colocando de nuevo en su sitio cada una de las cartas. Luego se quedó mirando el montón de escritos con aire de perplejidad, pues no le parecía que ninguno de aquellos documentos tuviese un carácter indecente o fuese digno de ser guardado con tan celoso misterio. Entonces posó la mirada sobre un legajo de pergaminos, un paquetito de aspecto insignificante, atado con cintas de cuero ya oscurecidas por los años, uno de esos manojos de papeles que se pasan fácilmente por alto; y en verdad que no se hubiese fijado en esos documentos protegidos por nudos y de los que habría una docena si no le hubiesen llamado la atención dos grandes sellos de color escarlata, en los que se podía reconocer sin ninguna dificultad el escudo pontificio con las tres bandas transversales que había pertenecido al papa Pío V. ¿Acaso no había muerto Miguel Ángel durante el pontificado de su predecesor? ¡Jesu domine nostrum[34]! La idea de que desde hacía más de cuatro siglos ningún ojo humano había tenido acceso al misterioso contenido de ese legajo y de que el sumo pontífice, cualesquiera que hubiesen sido sus razones, había mantenido ocultos a la posteridad documentos importantes, esa sola idea hizo que le temblasen las manos. El cardenal sintió un sudor frío en el cogote, y aquel aire que lo rodeaba, el aire que había estado respirando, hacía tan sólo unos instantes, como el aroma dulzón de una clara mañana de mayo en las montañas albanesas, cuando millares de castaños en flor cubren con su polen los prados, esa atmósfera se le antojaba de repente sofocante, impidiéndole respirar, agobiándolo, y aún más, creyó que se asfixiaría en ese ambiente de incertidumbre y de miedo. Pero precisamente ese miedo y esa incertidumbre dieron alas a sus inquietos dedos, haciendo que rompiese los sellos y desgarrase las cintas entrelazadas, con lo que salieron al descubierto aquellos pergaminos cuidadosamente doblados, de tamaños distintos y que habían estado prensados entre unas tapas de ondulado cuero; tenía ante él una terra incognita[35].

«A Giorgio Vasari. —El cardenal reconoció en seguida la caligrafía de Miguel Ángel. ¿Por qué se encontraba allí, en el Archivo Secreto Vaticano, esa carta dirigida al amigo florentino? Con precipitación y gran premura, confundiéndose una y otra vez con los caracteres diminutos y nerviosos de Miguel Ángel, lo que le obligaba a recomenzar cada párrafo, leyó el cardenal—: Mi querido y joven amigo. Mi corazón está contigo, y lo seguirá estando aun cuando este escrito no llegue a tu poder, lo que no sería cosa improbable, dadas las costumbres que imperan en nuestro días. Ya conoces las disposiciones dictadas por su santidad (y al tener que escribir estas dos palabras, mi pluma derrama bilis), según las cuales, en interés de la Santa Inquisición, se da permiso para abrir y retener cartas y paquetes de toda índole, que hasta pueden ser utilizados como pruebas condenatorias. Ese anciano fanático, que intenta engalanarse con el nombre de Paulo IV, como si el nombre tuviese la oportunidad de ocultar lo diabólico en una persona, me ha retirado la pensión que recibía de mil doscientos escudos, lo que no cercena, sin embargo, mi posición. Puedes creerme si te digo que un Buonarroti no deja ofensa alguna sin venganza. Al decorar la capilla del papa Sixto no he empleado pinturas de colores, como podrá parecer ante los ojos piadosos, sino que he utilizado pólvora, un explosivo cuyos efectos devastadores supo describir magistralmente Francesco Petrarca, el insigne poeta de Arezzo, en la introducción a su tratado sobre los placeres de la vida solitaria…, ya sabrás de qué te hablo. Bajo el intonaco[36] se ocultan el azufre y el nitrato suficientes como para enviar a los mismísimos infiernos a ese Gian Pietro Carafa, con toda su corte de lacayos vestidos de púrpura, a esos infiernos que nuestro querido Dante Alighieri con tanta certeza reflejó en su divino poema. Dicen los escritores que las palabras son las más contundentes de todas las armas. Pero yo te digo a ti, mi querido y joven amigo, que los frescos de la Capilla Sixtina son muchísimo más peligrosos que las lanzas y las espadas españolas, que en estos momentos amenazan Roma. El papa Carafa trata de protegerse de los españoles mandando levantar barricadas, por lo que los frailes han de acarrear toneladas de tierra en los regazos de sus sotanas, y si Paulo IV no fuese más que un montón de huesos debiluchos, él mismo levantaría el látigo para acelerar los trabajos. Pese a que soy tan viejo que la muerte me da a veces tirones de las mangas, o precisamente por serlo, no tengo miedo a los españoles. Te envío mis saludos. Michelangelo Buonarroti. Posdata: ¿Es cierto que en Florencia hay que notificar por escrito el número de hostias que se reparte cada día?».

El cardenal dejó caer la carta. Se apoyó con el codo en uno de los altos pupitres, que distribuidos entre las cajas fuertes servían para depositar en ellos libros y manuscritos. Se limpió el rostro con la palma de la mano, restregándose los párpados, como si quisiera borrar de sus ojos la imagen de un fantasma. Trató de poner orden en sus pensamientos, esforzándose por entender lo leído y darle una explicación, procuró concentrarse, pero todo fue en vano. Al fin comenzó de nuevo: parecía quedar claro que esa carta no había llegado jamás a su destinatario, sino que habría sido interceptada por los agentes de la Inquisición, quienes quizá no la entendiesen, pero que la habrían guardado como posible prueba condenatoria contra Miguel Ángel. ¿Qué querría decir el florentino cuando escribía que el azufre y el salitre estaban entremezclados con la fina capa de estuco sobre la que el artista había extendido las pinturas al fresco? Miguel Ángel odiaba a Paulo IV, detestaba a todos los papas, que no habían hecho más que maltratarlo, escarneciéndolo, a él, al genio, cosa que había que reconocer si se contemplaba el asunto de un modo objetivo; y cuando el artista escribía que un Buonarroti no deja ofensa alguna sin venganza, era porque ardía en deseos de cobrarse el desquite; más aún: significaba que ya había fraguado un plan terrible, lo suficientemente peligroso como para eliminar al papa. ¿Qué peligro acechaba detrás de los frescos de la Capilla Sixtina?

En una segunda carta, esta vez dirigida al cardenal romano Di Carpi, el artista daba rienda suelta a su odio, con alusiones similares.

Miguel Ángel, para aquel entonces en edad muy avanzada, utilizando duras palabras, increpaba al cardenal de la curia, informándole de cómo había llegado a sus oídos el tono que empleaba su excelencia para referirse a su obra, cuando en realidad, ahora, después de la muerte del papa Carafa, no debería seguir bailando al son que el otro tocaba, sino todo lo contrario, pues la rebelión en Roma, los asaltos a las cárceles de la Inquisición y la destrucción de la estatua pretenciosa que ese papa se había mandado erigir en el Capitolio, todo esto eran claros testimonios de la impopularidad del pontífice y de la incapacidad de ese sucesor suyo que se hacía pasar por un Medici, cuando cualquier niño de pecho conocía no sólo sus orígenes milaneses, sino también su nombre auténtico, el de Medichi. Le decía también que su santidad se comportaba como un vulgar adulador al seguir pagándole los honorarios fijados por su predecesor, ya que él, Miguel Ángel, no dependía de esa suma para vivir, puesto que un hombre de su edad no necesitaba mucho, por lo que había propuesto que se le dispensase de su trabajo, pero su solicitud había quedado sin respuesta, motivo por el cual se dirigía ahora a su excelencia el cardenal Di Carpi para que interviniese ante su santidad con el objeto de que le fuese aceptada la dimisión, ya que a él, personalmente, no habría de faltarle el trabajo con toda seguridad. Afirmaba además Miguel Ángel que no era de su incumbencia valorar el trabajo que había realizado para los papas, pero que si el santo padre opinaba que la labor suya redundaba en beneficio de su alma, que alcanzaría de este modo la salvación eterna, a él, por su parte, le asaltaban serias dudas en torno a si la bienaventuranza sería tan fácil de conseguir, sobre todo si el único y exclusivo procedimiento para ello era el de negar a un artista durante diecisiete años el salario que con justicia se había ganado. Sobre el tema de la salvación y la vida eterna podría decir muchas cosas, pero su buen juicio lo obligaba a permanecer callado. En cuanto a lo que tenía que decir, esto era cosa que ya había confiado a sus frescos en la bóveda de la Capilla Sixtina. Quien tuviese ojos para ver, que viese. Besaba humildemente la mano a su excelencia. Miguel Ángel.

¡In nomine domini[37]! En la Capilla Sixtina estaba oculto un secreto, que Miguel Ángel divulgaba con infamia insondable. «¡Todos los secretos son cosas del diablo!», se dijo el cardenal para sus adentros, al tiempo que se horrorizaba ante esa idea. Tenía que realizar grandes esfuerzos para tratar de entender lo que acababa de leer. Lo único que parecía ser cierto era lo siguiente: las imputaciones injuriosas contra los papas no habían sido el motivo para hacer que esos documentos desapareciesen y quedasen ocultos en el archivo secreto. Había escritos en los que se lanzaban calumnias aún mayores, depositados en los aposentos de la parte frontal, y sobre los que no pesaba ningún tipo de interdicción que obligase a mantenerlos en secreto. No, el motivo verdadero parecía encontrarse más bien en las alusiones de Miguel Ángel. Pero ¿quién conocía el secreto? Pío V tuvo que haberlo conocido, pues de lo contrario, ¿qué otra razón podía haber tenido para lacrar aquellos documentos? ¿Significaba esto acaso que los treinta y nueve papas que le sucedieron no conocían aquel misterio? ¿Habría alguna relación entre el carácter inexplicable de los frescos de la Capilla Sixtina y la tercera profecía de la Virgen María? La inscripción en la bóveda de la Capilla Sixtina era algo que no podía apartar de su mente.

De un modo compulsivo garrapateó un par de palabras sobre un papel, casi sin darse cuenta de lo que hacía…

—¿Eminencia…?

El cardenal escuchó la voz del custodio, que le inquiría desde el otro lado de la puerta.

—¿Eminencia…?

Jellinek no hubiese sabido decir cuánto tiempo llevaba ya encerrado en aquel sanctasanctórum, aun cuando tampoco era algo que pareciese importar en lo más mínimo al cardenal en esos momentos, ante la magnitud del descubrimiento terrible que había hecho. El prelado se acercó hasta la puerta y gritó en tono imperioso:

—¡Hay que esperar hasta que yo dé la señal, ya lo tengo dicho! ¿Puedo confiar en que han sido entendidas mis palabras?

—Ciertamente —respondió con humildad el aludido—. Ciertamente, eminencia.

Un escrito, caracterizado por la especial finura de los trazos a pluma, acaparó la atención del cardenal. Los arabescos al comienzo y al final de cada rasgo en aquella caligrafía revelaban el entusiasmo desbordante del escritor, como coloridos paños de seda expuestos al viento primaveral. «Signora marchesa», rezaba la primera línea del escrito, precedida de una ese mayúscula, que comenzaba por arriba con una onda, cual grito in dulci jubilo, que luego traspasaba la línea a la mitad de su recorrido, para enroscarse finalmente por abajo como una serpiente alrededor de un huevo. «Signora marchesa…» El cardenal era perfectamente consciente de la picardía que se ocultaba detrás de ese encabezamiento, pues conocía muy bien a la persona aludida en esas dos palabras. Vittoria Colonna, marquesa de Pescara, viuda desde la batalla de Pavía, mujer piadosa y beata, quizá hasta santurrona, a quien el papa Clemente VII insistía con empeño digno de mejor causa para que no se quitase el velo, mientras que una legión de nobles romanos y florentinos la asediaba con sus peticiones matrimoniales, pues estaba considerada como una de las damas más hermosas e inteligentes de su tiempo, mujer que dominaba el latín como un cardenal y se distinguía en la retórica como un filósofo, esa marquesa fue el único gran amor de Miguel Ángel, quien sentía por ella una pasión tan platónica como desconcertante. Un amor que convirtió al escultor y pintor en poeta, en scolare[38] atolondrado, que expresaba sus devaneos en sonetos de encendida rima. «Signora marchesa…» ¿Qué haría esa carta en un lugar como aquél? Aunque no hacía falta romperse mucho la cabeza para saber por qué ese escrito no había salido nunca del Vaticano. Con gran circunspección, casi con miedo, comenzó a adentrarse el cardenal en esa escritura alada:

Más feliz que un potrillo trotando por los prados, recibí el gran honor de vuestra carta fechada en Viterbo, rebosante de compasión y redactada con letra primorosa para vuestro fiel servidor. Feliz Michelangelo, exclamé entusiasmado, más feliz que todos los príncipes del mundo. Enturbió mi dicha, desde luego, el enterarme de que también he herido vuestros sentimientos, y anhelos en lo que respecta a la sagrada religión de la Santa Madre Iglesia. Pero tendréis que tomarlo como los desatinos de un artista que va dando tumbos, desconcertado, yendo de aquí para allá entre el bien y el mal, y que trata de plasmar en su obra, unas veces de buen talante, otras de malo, algo que apenas revela forma alguna. Admiro humildemente la fe inconmovible de vuestra excelencia y el lema por el que se guía en sus actos, que tuvo la bondad de traducir tan acertadamente para este pobre inculto, ese omnia sunt possibilia credenti[39], según el cual, no hace falta más que creer en una cosa para que ésta suceda. Y es así que me consideraréis, sin remedio alguno, un palurdo incrédulo y os preguntaréis, agobiada por la preocupación, cómo es posible que hayan anidado en mi pecho las dudas acerca del espíritu de la creación y el juicio final. Pero las dudas de las que os hablo no se encuentran ocultas entre los negros nubarrones del ancho cielo, pues son incertidumbres que emergen de la alocada vorágine de una vida entera. Lejos de mí la intención de explicaros todo esto, aun cuando estaría dispuesto a hacer por vuestra excelencia mucho más de lo que sería capaz de realizar por persona alguna en este mundo. Vuestra excelencia conoce el proverbio que dice amore non vuol maestro[40], pues no necesita de acicate alguno el corazón de un amante. Pero es que estoy condenado a llevar conmigo ese secreto hasta la tumba y ni siquiera a vos podría revelar la más mínima parte, pues de hacerlo, por no hablar ya de perpetrar un crimen atroz y de ofrecer un infierno anticipado, sería como volcar veneno en vuestra persona y emponzoñaros el alma, al menos sería esto lo que os parecería, a vos, que habéis mandado construir un convento de monjas en una de las laderas del monte Cavallo, allí donde otrora contemplase Nerón desde las alturas la ciudad incendiada por sus cuatro costados, a vos, que hicisteis tal cosa para que los pasos de piadosas mujeres fuesen borrando las huellas que dejaron entonces las fuerzas del mal. Tan sólo puedo deciros lo siguiente: tal como habéis adivinado desde hace mucho tiempo, todo mi saber se encuentra eternizado en los frescos de la Capilla Sixtina, y resulta doloroso reconocer, aun cuando con esto se fortalezcan también las bases de mi incredulidad, el escaso conocimiento que tienen de la doctrina de la fe precisamente aquellos que se ocupan de la difusión de la misma. Siete papas han estado elevando hasta ahora sus miradas al cielo, día tras día, en la sagrada capilla, pero ninguna de esas mentes educadas en el arte ha advertido la existencia del terrible legado; ofuscados por su propio boato, han mantenido graciosamente erguidas sus tozudas testas, en vez de alzar la barbilla, encoger el cogote y contemplar para poder aprender. Pero con esto ya he dicho prácticamente demasiado como para no intranquilizaros.

¿Serán acaso menos favorecidos por la gracia

los que con humildad mil pecados perpetraron

que aquellos que, orgullosos de sus hechos,

en abundancia buenas obras realizaron?

El seguro servidor de vuestra excelencia,

Michelangelo Buonarroti, en Roma.»

El cardenal plegó precipitadamente el crujiente pergamino, lo colocó sobre el montón de los otros escritos y puso de nuevo el paquete dentro de la caja de caudales, en el mismo sitio de donde lo había sacado. ¿Quién podría llegar a entender jamás a ese Miguel Ángel? ¿Qué habría escondido el artista florentino en el techo de la bóveda de la Capilla Sixtina? ¿Y cómo podría él, cardenal y teólogo, descubrir ese secreto, cuando ya habían transcurrido más de cuatrocientos años?

Jellinek cerró la caja de caudales, empuñó la lámpara y se encaminó hacia la puerta. La golpeó repetidas veces con la palma de la mano, sumido en la impaciencia, hasta que percibió en la cerradura el ruido que hacía la llave del custodio. El cardenal abrió la puerta de par en par, echó a un lado de un empujón al adormilado guardián y se precipitó hacia la escalera, mientras el oratoriano cerraba apresuradamente la puerta. La luz de la lámpara arrojaba sombras en el recinto. Ante los ojos del cardenal danzaban figuras extravagantes, entre ellas sibilas —algunas hermosas, otras ancianas—, y profetas barbudos, y un Adán fuerte y musculoso, junto a una Eva excitante y provocadora, a la que amaba, como el estudiante prendado de la diva de opereta, a quien contempla cantando en el escenario, sin esperanzas y desde lejos.

Y Noé saltó al corro, rodeado de Sem, Cam y Jafet, y le siguió Judit, ocultando el rostro entre sus velos, y también David, blandiendo en lo alto una espada, orgulloso y seguro de sí mismo. ¡Santa Virgen María! ¿Qué habría escrito en sus frescos, con tinta invisible, aquel Miguel Ángel, genio y demonio al mismo tiempo? ¿Estaría al acecho el anticristo detrás de aquellas figuras alegóricas? ¿Qué significaba aquella A en el pergamino que estaba descifrando el profeta Joel, que tanto se parecía al arquitecto Bramante? ¿Qué significado tendría adjudicado aquel ángel que le encendía la lamparita de aceite a la sibila eritrea, la que predijo al parecer el Juicio Final? Con aire soñador, hermosa y ricamente ataviada, se encuentra hojeando su libro, al igual que la sibila de Cumas, la que es vieja y huesuda, pero que resulta, sin embargo, más impresionante que todas las demás y que también busca la verdad en las páginas verdosas de su infolio. ¿Y qué secreto ocultarán la L y la U en el rollo de pergamino que sostiene entre sus manos el profeta Ezequiel, con aquel turbante en la cabeza? ¿O estará escondido el conocimiento divino en aquel texto que tanto ocupa al profeta Daniel? ¿Qué bello sueño se amadriga tras la sibila de Delfos, hacia dónde dirige su mirada temerosa?

El cardenal dirigió sus pasos hacia la Capilla Sixtina, a través de galerías parcamente iluminadas, hasta que encontró finalmente ante sus ojos al profeta Jeremías, el de la melancólica y trágica figura, al que Miguel Ángel había dado, sin duda alguna, los rasgos de su propia y áspera fisonomía, esas cejas negras y angulosas, esa larga nariz cartilaginosa, con la barbilla y la boca hundidas en la diestra de su brazo acodado…, un profeta atormentado por la tristeza profunda del sabio. Sí, no cabía duda, allá arriba en las alturas, por encima del Juicio Final, tendría que encontrarse la clave del misterio. El cardenal aceleró sus pasos.

Allá arriba se encontraba sentado Jeremías, prematuramente envejecido, reflexionando sobre la incongruencia de lo que veía, cubriendo con sus anchas espaldas a dos genios estrafalarios, avejentado el que tenía a su izquierda, con la cabeza vuelta y la mirada desviada en un gesto de dolor y de un parecido sorprendente con la sibila délfica, como si ésta se hubiese aviejado de un golpe en una generación, joven y rebosante en fuerzas el de su derecha, con la capucha y el perfil del monje Savonarola. ¿Una alusión acaso? ¿De qué tipo?

Respirando con dificultad bajó precipitadamente el cardenal los peldaños de la angosta escalera y empujó el batiente derecho de la puerta que conducía a la sagrada capilla, abriéndolo cuidadosamente, como si se tratase de no perturbar a la mismísima creación. La difusa luz invernal penetraba por las altas ventanas, iluminando la geometría del artístico suelo. La Creación de Miguel Ángel estaba envuelta en una dulce oscuridad, y tan sólo en algunos puntos dispersos se destacaban algunos escorzos entre las tinieblas, ora un brazo extendido, ora un rostro irreconocible. No se atrevía el cardenal a rozar siquiera el interruptor de la luz, vacilaba en iluminar silenciosamente aquellos colores con los focos que, situados entre las ventanas, estaban dirigidos al suelo, desde donde la luz eléctrica era reflejada al techo, siguiendo así el mismo rodeo que tenía que efectuar también la luz del día.

La iluminación de los focos se asemejaba al acto de creación del génesis en el primer libro del Pentateuco, cuando dijo Dios: «Haya luz, y hubo luz, y vio Dios ser buena la luz, y la separó de las tinieblas».

Ante la reja que separaba la nave del altar, el cardenal alzó la mirada en un acto involuntario, para contemplar la Creación mil veces contemplada, al profeta Jonás, símbolo de la resurrección del Santo Redentor, la luz, en el momento de separarse de las tinieblas, a Dios, creador del firmamento y de la vida de las plantas, la separación entre la tierra y las aguas y el índice extendido del Sumo Hacedor, otorgando a Adán alma inmortal, a Eva detrás suyo, despertada a la vida, y finalmente a la pareja seducida por el demonio de la serpiente. Los músculos del cuello se le agarrotaron, produciéndole un vivo dolor mientras estaba sumido en la contemplación, y el cardenal retrocedió lentamente algunos pasos, pero no bajó la cabeza ni apartó la mirada de la bóveda, y por su mente pasó la frase de la carta de Miguel Ángel, de que siete papas, ofuscados por su propio boato, habían mantenido graciosamente erguidas sus tozudas testas, en vez de alzar la barbilla, encoger el cogote y contemplar para poder aprender. Y de repente se introdujo a la fuerza Noé en su campo visual, practicando el sacrificio, después de haber sobrevivido al diluvio universal, y luego, finalmente, el diluvio, con un templo flotante en las aguas, con ambiciosos y egoístas en una isla superpoblada, que no ofrecía posibilidad de supervivencia alguna ni siquiera a los nobles de espíritu y a los inspirados en el amor.

El cardenal se detuvo en seco, petrificado. ¿Cuántas veces no habría escudriñado con su mirada esa Creación, cuántas veces la contempló admirado, interpretando cada una de sus partes?, pero nunca se había dado cuenta de que allí arriba la cronología estaba trastocada. ¿Por qué había colocado Miguel Ángel el sacrificio antes del diluvio?

Génesis, 8,20: «Alzó Noé un altar a Jahvé, y tomando de todos los animales puros y de todas las aves puras, ofreció sobre el altar un holocausto.» Y Génesis, 7,7, por el contrario: «Y para librarse de las aguas del diluvio entró en el arca con sus hijos, su mujer y las mujeres de sus hijos.» De forma abrupta terminaba aquel escenario con la borrachera de Noé: completamente embriagado, duerme desnudo en medio de su tienda, escarnecido por su hijo Cam, mientras que Sem y Jafet cubren, sin verla, la desnudez del padre, de espaldas y con los rostros vueltos.

Se dice que Miguel Ángel comenzó en esa parte su ciclo, en sentido contrario al decurso de la Creación, y parece como si ahí hubiese cometido errores intencionadamente. El artista florentino estaba familiarizado con el Antiguo Testamento, mientras que mantenía una inexplicable actitud de reserva con respecto al Nuevo, por el que parecía sentir hasta profundo rechazo. Y el observador atento de los frescos de la Capilla Sixtina advirtió con amargura que Miguel Ángel había dejado el Nuevo Testamento para las paredes de los demás: para el Perugino, en El bautizo de Cristo; para Domenico Ghirlandaio, en La comunión de los apóstoles; para Cosimo Roselli, en La última cena y El sermón de la montaña, o para Sandro Botticelli, en La tentación de Cristo, pero era completamente cierto que Miguel Ángel había ignorado a Jesucristo, ¡que Dios se apiadase de su alma!

Debida a la mano de Miguel Ángel tan sólo había una representación de Cristo en la bóveda de la Capilla Sixtina, la del Hijo del Hombre en El Juicio Final. Humildemente se acercó el cardenal a la alta pared del altar, cuyo azul celeste actuaba sobre cualquier observador como una corriente de aire, como un torbellino que absorbía en su movimiento rotatorio a todo aquel que se aproximase al apocalipsis, haciéndolo girar por los aires, obligándolo a flotar y a desplomarse, imprimiéndole un miedo creciente, que tanto más pavoroso era cuanto más largo fuese el tiempo que uno estuviese soportando esa visión desde la lejanía. Y mientras se aproximaba el cardenal, con cada paso que daba, menor era la intranquilidad que le embargaba, al igual que las figuras de Miguel Ángel iban perdiendo su angustia apasionada en la medida en que se iban acercando al iracundo juez de los muertos. ¿Era acaso el Redentor resucitado ese titán musculoso, cuya diestra alzada podría haber derribado de un golpe a cualquier gigante como Goliat, era aquél el Cristo de las enseñanzas y predicaciones de la Iglesia? ¿Era ese héroe homérico la imagen y semejanza de aquel hombre que en el sermón de la Montaña supo encontrar las siguientes palabras de consuelo?: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.»

Muchos siglos antes de Miguel Ángel y muchas generaciones después, Nuestro Señor Jesucristo había sido representado en la dulzura y la clemencia, con una figura excelsa, intemporal, de aspecto venerable, barbudo y santo. Pero ni siquiera la sedosa luz artificial podía otorgar a ese Cristo —el cardenal se detuvo ante el primer peldaño de la escalerilla que conducía al altar— la más lejana apariencia de un Dios misericordioso, sino todo lo contrario, pues aquel ser miraba con expresión iracunda desde las alturas, con gesto severo, al tiempo que rehuía los ojos de todo aquel que alzase la vista hacia él, presentándosele en toda su pujante majestuosidad, rebosante en poderosos músculos, desnudo y hermoso como una deidad griega. Tan sólo su bello aspecto exterior revelaba la divinidad, denotaba la presencia de un Júpiter Tonante, de un Hércules omnipotente, de un Apolo sutil y zalamero…, ¿de un Apolo? ¿No presentaba acaso ese Jesucristo un parecido sorprendente con el Apolo de Belvedere, con aquella divinidad de la antigüedad, esculpida en mármol, que otrora, fundida en bronce, había animado con su augusta presencia el ágora ateniense, y que después, por sendas aún desconocidas, encontró el camino para llegar a Roma, antes de que el papa Julio II mandase emplazar la estatua en el patio del pabellón de Belvedere? ¿Jesús convertido en Apolo? ¿Qué clase de travesura impía había puesto en escena Michelangelo Buonarroti?

El cardenal abandonó la capilla retrocediendo sobre sus propios pasos. Subió a toda prisa las escaleras, con tanta precipitación que hasta sintió vértigo y mareos. En realidad conocía aquel camino con los ojos cerrados, pero nunca se le había antojado tan largo, tan tortuoso y complicado, tan extraño y misterioso. En su cerebro retumbaba un clangor ensordecedor, como si dentro de él tocasen mil trompeteros y cada uno de ellos tratase de acallar a todos los demás. Y en contra de su voluntad, como si una voz desconocida se introdujese por la fuerza en su pecho, escuchó las palabras de la mística y esotérica revelación:

—Vi otro ángel poderoso que descendía del cielo envuelto en una nube; tenía sobre la cabeza el arco iris, y su rostro era como el sol, y sus pies, como columnas de fuego, y en su mano tenía un librito abierto. Y poniendo su pie derecho sobre el mar y el izquierdo sobre la tierra, gritó con poderosa voz como león que ruge. Cuando gritó, hablaron los siete truenos con sus propias voces. Cuando hubieron hablado los siete truenos, iba yo a escribir; pero oí una voz del cielo que me decía: ¡Sella las cosas que han hablado los siete truenos y no las escribas!

Y mientras escuchaba atentamente dentro de sí mismo, en la esperanza de que la voz continuase hablando, el cardenal llegó hasta la puerta negra del archivo. Estaba cerrada, y el prelado golpeó la madera de la hoja con sus dos codos, hasta desollárselos, ocasionándose gran dolor. Finalmente se detuvo agotado y aguzó el oído. Y allí resonaba de nuevo la voz del Apocalipsis de san Juan, clara e irrealmente inhumana.

La voz dijo:

—Ve, toma el libro abierto de manos del ángel que está sobre el mar y sobre la tierra.

Y el ángel dijo entonces:

—Toma y cómelo, y amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel.

Nada más escuchó el cardenal.

El capataz de una cuadrilla de mozos de la limpieza encontró al cardenal Jellinek por la madrugada, a eso de las cuatro y media, tumbado ante la puerta del Archivo Secreto Vaticano. Aún respiraba.