SOBRE EL PLACER DE NARRAR

Mientras esto escribo me atormentan las dudas más espantosas, pues no sé si debería contar todo cuanto sigue. ¿No sería mejor que me lo guardara para mí, al igual que se lo han reservado para sí todos aquellos que hasta ahora han tenido conocimiento del caso? Y sin embargo, ¿no es acaso el silencio la más cruel de las mentiras? ¿No es cierto que el callar contribuye incluso a sembrar el error por el camino que conduce al conocimiento de la verdad? Incapaz de soportar ese saber, que hasta se le mantiene oculto de por vida al cristiano auténtico, ya que se le esconde siempre, amparándolo en el refugio del testimonio de la fe, he sopesado durante largos años todos los pros y los contras, hasta que se impuso en mí el placer de contar esta historia, tal como yo mismo llegué a enterarme de ella, en circunstancias harto notables.

Me gustan los monasterios, un impulso inexplicable me conduce a esos lugares retirados y apartados del mundo, los cuales, dicho sea de paso, están ubicados en los parajes más hermosos de la tierra. Me gustan los monasterios, porque en ellos parece que el tiempo haya quedado detenido, disfruto con ese aroma mórbido que envuelve sus edificaciones ramificadas, con esa mezcla odorífera de legajos que rezuman eternidad, de galerías húmedas por el tanto fregar y de incienso volatilizado. Y por encima de todas las cosas me gustan los jardines de los monasterios, ocultos en su mayoría a la mirada del resto de los mortales, no sé en verdad a cuento de qué, pues son realmente ventanas abiertas por las que atisbamos los rincones del paraíso terrenal.

Tras esta aclaración preliminar quisiera explicar ahora por qué entré en ese paraíso del monasterio benedictino, en aquel día otoñal, espléndido y luminoso, como sólo el cielo del Mediterráneo sabe crear como por encanto. Después de una visita a la iglesia, la cripta y la biblioteca, logré escabullirme del grupo de turistas y encontré mi camino a través de un pequeño portal lateral, detrás del cual, y conforme al proyecto arquitectónico de san Benito, podía intuir que se encontraba el jardín del monasterio.

El jardincillo era inusitadamente pequeño, muchísimo más pequeño de lo que uno hubiese podido esperar de un monasterio de tales dimensiones, a lo que he de añadir que esa impresión de pequeñez se veía acentuada por el hecho de que el sol, ya acercándose a su ocaso, dividía diagonalmente ese cuadrilátero paradisíaco en dos mitades, una de las cuales estaba alegremente iluminada, mientras que la otra quedaba sumida en sombras profundas. Tras la fría y angustiosa humedad que se esparcía por los recintos en el interior del monasterio, era gozo inefable sentir el calor del sol. Las flores tardías del verano, las fluorensias y las dalias, con sus pesados ramilletes floridos, se mostraban en toda su magnificencia; los lirios, los gladiolos y los altramuces introducían en esa sinfonía cromática sus acentos verticales, y todo tipo de plantas aromáticas se apretujaban, creciendo profusamente como las malas hierbas, en angostos bancales, separados unos de otros por rústicas tablas de madera. No, en verdad que ese jardincillo nada tenía en común con esas aglomeraciones botánicas, similares a parques, que encontramos en otros monasterios benedictinos, custodiadas por sus cuatro costados por las falanges aguerridas de edificaciones pretenciosas, enclaustradas en un pórtico que las circunda, tratando así de competir con sus gemelas profanas, bien sea de un Versalles o de un Schönbrunn. Ese jardincillo había ido creciendo con el tiempo, luego se hizo de él una terraza en la ladera meridional del monasterio, sostenida por un alto muro de piedra caliza, que tal era el material que prodigaba esa región. Hacia el sur la vista quedaba libre, y en los días claros y despejados podía divisarse en el horizonte la cadena montañosa de los Alpes. En uno de sus lados, allí donde crecían las hierbas aromáticas, murmuraba el agua que manaba de una cañería oxidada para ir a caer a un aljibe de piedra, junto a una de esas casetas que se estilan en los huertos, pero destartalada, más bien una choza de tablas mal ensambladas, en la que habrían probado fortuna diversos constructores con bastante torpeza. De la lluvia protegía un tejado de cartón alquitranado, y el viejo marco de un ventanuco carcomido, dispuesto horizontalmente, era el único tragaluz.

Aunque de un modo inusitado, el conjunto irradiaba en verdad alegría, quizá porque esa edificación recordase de alguna forma aquellas cabañas de tablas que nos construíamos de niños durante las vacaciones de verano.

Surgiendo de las sombras, retumbó de repente una voz:

—¿Cómo me has encontrado, hijo mío?

Alcé entonces mi diestra a la altura de mis cejas, manteniéndola como visera sobre los ojos para protegerlos de los rayos del sol y poder así orientarme mejor en la penumbra. Lo que vi me paralizó durante unos instantes: sentado en una silla de ruedas, con la espalda erguida, se encontraba un monje de poblada barba blanca como la nieve, majestuosa y digna de un profeta. Vestía un hábito de color grisáceo, que se diferenciaba ostensiblemente de ese negro aristocrático que distingue al de los frailes benedictinos, y mientras me contemplaba con ojos penetrantes, movía la cabeza de un lado a otro, sin dejar por eso de mirarme, como un títere de madera.

Pese a que había entendido perfectamente su pregunta, con el fin de ganar tiempo inquirí a mi vez:

—¿Qué quiere decir?

—¿Cómo me has encontrado, hijo mío? —insistió aquel extraño monje, repitiendo su pregunta mientras ejecutaba los mismos movimientos con la cabeza, y creí advertir entonces una expresión de vacío en su mirada.

Mi respuesta fue anodina y no carente de cierta descortesía, tal como tenía que ser, pues no sabía en modo alguno cómo reaccionar ante aquel encuentro tan extraño, ni qué responder a aquella pregunta igualmente extraña.

—No le he buscado —dije—, he estado visitando el monasterio y tan sólo pretendía echar un vistazo al jardín, así que discúlpeme.

Pues sí, me disponía a despedirme con una inclinación de cabeza, cuando el anciano echó de repente hacia atrás las manos, que había mantenido hasta ese momento inmóviles y apoyadas en los brazos de la silla de ruedas, imprimiendo a éstas un impulso tan violento que salió disparado hacia mí como si hubiese sido lanzado por una catapulta.

Aquel anciano parecía tener la fuerza de un toro. Se detuvo en seco con la misma rapidez con la que se me había acercado, y cuando lo tuve casi pegado a mí, esta vez expuesto a los rayos del sol, pude advertir, tras los desgreñados y abundantes pelos de su melena y su barba, un rostro enjuto y macilento, pero de aspecto mucho más juvenil de lo que había creído en un principio. Aquella compañía inesperada comenzaba a intranquilizarme.

—¿Has oído hablar del profeta Jeremías? —preguntó el monje a bocajarro, mientras yo titubeaba unos instantes, pensando si no sería mejor, simple y llanamente, salir corriendo, pero su mirada penetrante y la asombrosa dignidad que irradiaba aquel hombre me obligaron a quedarme.

—Sí —contesté—, he oído hablar del profeta Jeremías, así como también de Isaías, Baruc, Ezequiel, Daniel, Amos, Jonás, Zacarías y Malaquías.

Con lo que había enumerado los nombres de aquellos profetas que se me habían quedado grabados en la memoria desde mi época de estudiante interno en un monasterio.

Mi respuesta dejó perplejo al monje y hasta pareció agradarle, pues de repente se disipó la rigidez en su rostro, y sus movimientos perdieron el carácter compulsivo que los hacía parecer como los de un títere movido por invisibles hilos.

—«En aquel tiempo, dijo Jeremías, sacarán de sus sepulcros los huesos de los reyes de Judá, los de sus príncipes y sacerdotes, los de los profetas y los de los habitantes de Jerusalén, y los esparcirán al sol, a la luna y a toda la milicia celestial, que ellos amaron y a la que sirvieron, tras de la cual se fueron, y que consultaron y adoraron; nadie los recogerá ni sepultará; serán como estiércol sobre la superficie de la tierra. Cuantos restos de esta mala generación sobrevivan preferirán la muerte a la vida en todos los lugares a que los arrojé».

Contemplé al monje con expresión de asombro; éste, al advertir el desconcierto en mi mirada, dijo:

—Jeremías ocho, uno al tres.

Hice un gesto de asentimiento.

El monje irguió tanto la cabeza, que su barba casi adquirió una posición horizontal, se la alisó por debajo, pasando cuidadosamente los dorsos de sus manos por el espeso pelambre, al tiempo que afirmaba:

—Yo soy Jeremías.

Y en el tono de su voz se apreciaba una cierta vanidad, característica ésta completamente impropia de un monje.

—Todos me llaman el hermano Jeremías. Pero esto es una historia muy larga de contar.

—¿Es usted benedictino?

El monje hizo un gesto con la mano en señal de negación antes de proseguir:

—Me han encerrado en este monasterio, porque piensan que aquí el daño que pueda ocasionar será el menor. Y así es como vivo según las reglas del Ordo Sancti Benedicti[1], alejado del influjo y las molestias; de las necesidades mundanas, sin dignidad alguna en mi condición de converso. ¡Si pudiera, huiría!

—¿No lleva mucho tiempo en el monasterio?

—Semanas. Meses. Quizá sean ya años. ¡Qué importancia puede tener esto!

Las lamentaciones del hermano Jeremías comenzaron a despertar mi interés, y con la prudencia necesaria le hice algunas preguntas sobre su vida anterior.

Se quedó entonces callado el enigmático monje, hundió la barbilla en su pecho y agachó la mirada, contemplándose las piernas paralíticas, y me di cuenta de que había ido demasiado lejos con mis preguntas.

Pero antes de que pudiese pronunciar una palabra de disculpa, Jeremías comenzó a hablar:

—¿Qué sabes tú, hijo mío, de Miguel Ángel…?

Habló atropelladamente, sin dirigirme la mirada; podía advertirse que reflexionaba sobre cada palabra antes de pronunciarla, y, sin embargo, cuanto decía me parecía confuso e incoherente. Ya no recuerdo más cada uno de los detalles de su discurso, debido sobre todo a que se atascaba y se enredaba continuamente en sus explicaciones, corrigiéndose a sí mismo y comenzando sus frases de nuevo; pero sí me quedó en la memoria que detrás de los muros del Vaticano se ventilaban ciertas cosas de las que el cristiano creyente no tiene la menor idea y que —y esto fue algo que me espantó— la Iglesia era una casta meretrix[2], una puta púdica. Y al particular utilizaba tantos términos eruditos y hacía gala de tal profusión de expresiones, como teología de la controversia, teología moral y teología dogmática, que las dudas que yo podía haber abrigado sobre si el hermano Jeremías se encontraba en su sano juicio se desvanecieron mucho antes de que me las hubiese formulado. Se refería a los concilios por sus nombres y sus fechas, los diferenciaba según hubiesen sido particulares, ecuménicos o provinciales y enumeraba las ventajas y los inconvenientes de la institución del episcopado, hasta que de repente se detuvo de forma abrupta y me preguntó:

—¿Tú también me tendrás por loco?

—Pues sí —dijo también, y esto fue algo que me sorprendió.

Era evidente que en ese monasterio se consideraba al hermano Jeremías como un perturbado mental y que se le tenía apartado como a un hereje inoportuno y molesto, pero no sabría decir en estos momentos qué respuesta di entonces al monje; tan sólo puedo recordar que se redobló en mí el interés por ese hombre. Así que volví a mis preguntas del principio y le rogué que me contase cómo había ido a parar a ese monasterio. Pero Jeremías volvió su rostro hacia el sol y permaneció en silencio con los ojos cerrados, y mientras lo contemplaba en esa postura observé que su barba comenzaba a temblar; sus movimientos, apenas perceptibles al principio, fueron haciéndose cada vez más violentos, hasta que de pronto entró en convulsión la parte superior de su cuerpo, por encima de la cintura, mientras que sus labios se estremecían como si la fiebre lo atormentase. ¿Qué acontecimiento tan horrible estaría reproduciéndose en silencio ante los ojos cerrados de aquel hombre?

En la torre de la iglesia del monasterio sonó la campana, llamando al rezo en común, y el hermano Jeremías se incorporó, como si despertase de un sueño.

—No hables con nadie de nuestro encuentro —me dijo precipitadamente—, lo mejor es que te ocultes en la casilla del jardín.

Durante las vísperas podrás abandonar el monasterio sin que te vean. ¡Ven mañana a la misma hora! ¡Aquí estaré!

Seguí las instrucciones del monje y me oculté en la caseta de madera; inmediatamente después escuché ruido de pasos. Atisbé a través del ventanuco medio cegado y vi cómo un fraile benedictino empujaba a Jeremías en su silla de ruedas hacia la iglesia. Los dos hombres no intercambiaron palabra alguna. Parecía como si ninguno de los dos hiciese caso del otro, como si el uno obedeciese a la ejecución de un mecanismo inalterable, al que el otro se sometía pasivamente con la mayor apatía.

Poco después percibí los acordes de un canto gregoriano que me llegaba desde la iglesia y salí al exterior, sin embargo, me mantuve a la sombra de la caseta del jardín, con el fin de no ser descubierto desde alguna de las ventanas de los edificios adyacentes del monasterio, pues quería volver a ver a toda costa al hermano Jeremías. Por el alto muro de contención, una empinada escalera de piedra conducía hacia abajo.

Una puerta de hierro, que cortaba el paso, fue fácil de salvar.

De ese modo salí del monasterio, dejando atrás su jardín paradisíaco, y por el mismo camino volví a entrar a ese lugar al día siguiente. No tuve que esperar mucho tiempo, pues en seguida apareció un fraile, silencioso como el día anterior, empujando la silla de ruedas para introducir a Jeremías en el jardín.

—Desde que estoy aquí nadie se ha interesado por mi vida anterior —dijo el monje, comenzando así la conversación sin ningún preámbulo—, sino todo lo contrario, ya que se han esforzado por olvidarla, por mantenerme apartado del mundo, y es así que pretenden hacerme creer que he perdido el juicio, como si fuese un espiritualista degenerado y corrompido, un vil sicario de la secta islámica de los asesinos; aunque bien es posible que a este monasterio no haya llegado toda la verdad sobre mi persona, pero aun cuando la proclamase y jurase por ella mil veces, nadie me creería. No otra cosa tuvo que haber sentido Galileo.

Le aseguré que yo sí daba crédito a sus palabras, y me di cuenta de que era para él una necesidad el poder sincerarse con alguien.

—Pero mi historia no te hará más feliz —objetó el hermano Jeremías, y le aseveré entonces que sabría soportarla.

Acto seguido ese monje solitario inició su relato, hablando en tono reposado, a veces hasta con distanciamiento, y en ese primer día no pudo menos de asombrarme el hecho de que él mismo no apareciese en su propia historia. Al segundo día fui dándome cuenta poco a poco de que parecía hablar de sí mismo en tercera persona, como si él no fuese más que un observador imparcial de los hechos; y entonces no me cupo la menor duda de que una de esas personas de las que me hablaba, como si se tratase de figuras perdidas en un pasado remoto, tenía que ser él mismo, el hermano Jeremías.

Nos encontramos durante cinco días seguidos en aquel jardincillo paradisíaco del monasterio, ocultándonos detrás de un seto de rosales silvestres, a veces también dentro de la destartalada caseta. Jeremías hablaba, daba nombres, enumeraba hechos, y pese a que su historia parecía a ratos fantástica, no dudé en ningún momento de que no fuese cierta. Mientras hablaba, el hermano Jeremías solamente me miraba muy de cuando en cuando; por regla general mantenía su mirada clavada en un punto imaginario en la lejanía, como si estuviese leyendo lo que decía en una pizarra. No me atreví a interrumpirlo ni una sola vez, no osé plantearle ninguna pregunta, por temor a que fuese a perder el hilo y porque su narración me fascinaba. Evité también tomar apuntes, que podían haber perturbado quizá el libre fluir de su discurso, de modo que lo que sigue lo transcribo de memoria, pero creo que se aproximará con cierta fidelidad a las propias palabras del hermano Jeremías.