29

No sé cuántas horas pasaron. Mandé a Darius y a Aphrodite de vuelta a la escuela, a pesar de sus protestas. Aphrodite y yo sabíamos que, si queríamos estar seguras de que todo salía bien, ella tenía que estar allí. Era el único modo de que yo pudiera estar tranquila mientras me quedaba con la abuela, y ella lo sabía. Fue el único argumento que la convenció para marcharse. Además le prometí a Darius que no me iría del hospital sin avisarle primero para que viniera a buscarme, y eso a pesar de que la escuela estaba a menos de kilómetro y medio en la misma calle, y nada habría sido más fácil para mí que volver caminando.

El tiempo pasaba de un modo muy extraño en cuidados intensivos. No había ventanas al exterior y, a excepción de los ruidos rítmicos y futuristas de las máquinas del hospital, las habitaciones estaban a oscuras y en silencio. Me imaginé que aquel lugar era una especie de sala de espera de la muerte, lo cual me aterrorizó. Pero no podía dejar a la abuela. Y no la abandonaría, a menos que viniera alguien dispuesto a luchar contra los demonios en mi lugar. Así que me senté y esperé y vigilé su cuerpo adormilado mientras luchaba por curarse.

Y ahí estaba sentada, agarrándola de la mano y cantándole en voz baja una de las nanas cheroquis que a ella le gustaba cantarme a mí al irme a la cama, cuando por fin la hermana Mary Angela entró en la habitación.

Me miró, miró a mi abuela y por último abrió los brazos. Yo me lancé a ellos y reprimí el llanto, apretando la cara contra la suave tela de su hábito.

—¡Shhh!, basta ya. Bueno, ya está, niña. Ahora tu abuela está en manos de nuestra Señora —murmuró ella mientras me daba palmaditas en la espalda.

Cuando por fin pude hablar y alcé la vista hacia ella, pensé que jamás me había alegrado tanto en mi vida de ver a nadie.

—Muchas gracias por venir, hermana.

—Para mí es un honor que me hayas llamado, y lamento haber tardado tanto en llegar. Tenía muchos fuegos que apagar antes de salir del convento —contestó la hermana que, con un brazo alrededor de mis hombros, se acercó a la cama de la abuela.

—No importa. Me alegro de que esté aquí. Hermana Mary Angela, esta es mi abuela, Sylvia Redbird —dije yo con voz estrangulada—. Ella ha sido mi madre y mi padre, y yo la quiero mucho.

—Debe de ser una persona muy especial cuando se ha ganado la devoción de semejante nieta.

Yo alcé la vista rápidamente hacia la hermana Mary Angela.

—Aquí en el hospital nadie sabe que soy una iniciada.

—Ni a nadie debería importarle lo que seas —aseguró la monja con firmeza—. Si tú o tu familia necesitáis socorro o cuidados, su obligación es dároslos.

—Las cosas no siempre funcionan así —dije yo.

Sus ojos sabios me examinaron por unos segundos antes de contestar:

—Por desgracia, tengo que estar de acuerdo contigo.

—Entonces, ¿me ayudará y no les dirá quién soy?

—Lo haré —dijo ella.

—Bien, porque la abuela y yo necesitamos su ayuda.

—¿Qué puedo hacer por vosotras?

Yo desvié la vista hacia la abuela. Parecía descansar con la misma tranquilidad con la estaba desde el momento de llegar yo al hospital para sentarme a su lado. Yo no había vuelto a oír más aleteos de pájaros, ni tampoco presentía ningún mal. Y sin embargo sí me sentía reacia a dejarla sola, aunque no fuera más que por unos minutos.

—¿Zoey?

Miré en el interior de los ojos sabios y amables de aquella increíble monja, y le dije toda la verdad:

—Tengo que hablar con usted, pero no quiero hacerlo aquí, donde podrían oírnos o interrumpirnos, aunque por otro lado me da miedo dejar a la abuela sola y desprotegida.

Ella me observó con calma. No parecía en absoluto extrañada ante lo que le estaba diciendo. Entonces se metió la mano en uno de los bolsillos delanteros del voluminoso hábito negro y sacó una estatuilla pequeña pero muy detallada y muy bonita de la virgen María.

—¿Te tranquilizaría el hecho de saber que nuestra Señora se queda aquí con tu abuela mientras tú y yo salimos a hablar?

Yo asentí.

—Creo que sí, hermana.

Traté de no analizar porqué me sentía más segura con el icono de la madre de la cristiandad de una monja. Simplemente agradecí que mis entrañas me dijeran que podía confiar en la monja y en la «magia» que ella había traído consigo.

La hermana Mary Angela dejó la estatuilla de María sobre la mesilla de la abuela. Luego inclinó la cabeza y juntó ambas manos. Vi que movía los labios, pero pronunció las palabras con una voz tan baja, que no pude oír lo que decía. La hermana se santiguó, se besó los dedos y tocó muy levemente la estatua, y solo después de todo eso ella y yo abandonamos la habitación.

—¿Sigue siendo de día? —pregunté yo.

Ella me miró con sorpresa.

—Hace horas que ha anochecido, Zoey. Son las diez pasadas.

Yo me restregué la cara. Estaba completamente agotada.

—¿Le importa si paseamos un rato por aquí fuera? Tengo que contarle unas cuantas cosas un poco complicadas, y me será más fácil si puedo sentir el aire de la noche a mi alrededor.

—Hace una noche estupenda, me encanta la idea de pasear contigo.

Serpenteamos por el laberinto de edificios del St. John y finalmente salimos por el lado oeste a la calle Utica, justo delante de la preciosa fuente en la que el agua cae en cascada, en la esquina de la calle Veintiuno y Utica.

—¿Quiere que nos acerquemos andando hasta la fuente? —pregunté yo.

—Adonde tú quieras, Zoey, guíame tú —contestó la hermana Mary Angela con una sonrisa.

No hablamos mientras íbamos de camino. Yo miraba a nuestro alrededor: buscaba siluetas de pájaros retorcidos, ocultos en las sombras, e iba atenta a ver si oía el ruido de los cuervos del escarnio haciéndose pasar por cuervos normales. Pero no vi nada. Solo noté como si hubiera algo a nuestro alrededor esperando, pero no pude adivinar si era bueno o malo.

Había un banco cerca de la fuente. Estaba colocado frente a la estatua de mármol blanco de María, rodeada de corderos y de pastorcillos, que decoraba la esquina sudoeste del hospital. Había también otra estatua de María realmente bonita, a todo color, con su famoso chal azul, nada más entrar por la puerta de cuidados intensivos. Era extraño que nunca antes me hubiera dado cuenta de la cantidad de estatuas de María que había por los alrededores.

Llevábamos un rato sentadas en el banco, descansando en medio del fresco silencio de la noche, cuando yo respiré hondo y me giré para mirar a la hermana Mary Angela a la cara.

—Hermana, ¿cree en los demonios?

Había decidido ir al grano. No tenía sentido dar vueltas. Además, yo no tenía ni tiempo, ni paciencia.

Ella alzó ambas cejas.

—¿Los demonios? Bueno, sí, sí creo. El tema de los demonios tiene una larga y turbulenta historia dentro de la Iglesia católica.

La hermana se quedó mirándome con toda tranquilidad, esperando a que yo hablara como si fuera mi turno. Esa es una de las cosas que más me gustan de la hermana Mary Angela. No es uno de esos adultos que siente la necesidad de terminar las frases por ti. Ni tampoco es de esos que no pueden soportar quedarse callados mientras esperan a que el chico aclare sus ideas.

—¿Ha conocido alguna vez a alguno personalmente?

—No, a ninguno real. Me han avisado varias veces para que vaya de visita por esa razón, pero al final resultaron ser o bien gente muy morbosa, o bien gente poco honesta.

—¿Y ángeles?

—¿Me preguntas si creo en ellos, o si conozco a alguno?

—Las dos cosas —dije yo.

—Sí y no, por ese orden. Aunque, si pudiera elegir, preferiría conocer a un ángel que a un demonio, claro.

—No esté tan segura.

—¿Y eso, Zoey?

—¿Le suena la palabra «nefilim»?

—Sí, aparece en el Antiguo Testamento. Algunos teólogos suponen que o bien Goliat era un nefilim, o bien era hijo de uno.

—Pero ese Goliat no era bueno, ¿no?

—No, según el Antiguo Testamento.

—Bien, vale, pues tengo que contarle una historia sobre otro nefilim que tampoco era un buen tipo. Es una historia que proviene del pueblo de mi abuela.

—¿El pueblo de tu abuela?

—Ella es cheroqui.

—¡Ah!, bien, Zoey. Me gustan los cuentos de los nativos americanos.

—Bien, pues agárrese fuerte, porque este no es un cuento de los de antes de irse a dormir.

Entonces me lancé a contarle la versión abreviada que me había contado a mí la abuela acerca de Kalona, la tsi sgili y los cuervos del escarnio.

Terminé la historia relatándole cómo Kalona había sido hecho prisionero y cómo se había perdido la canción de los cuervos del escarnio en la que se profetizaba que algún día su padre retornaría. La hermana Mary Angela se quedó callada durante unos pocos minutos. Cuando por fin habló, me extrañó que su primera reacción ante la leyenda fuera idéntica a la mía.

—¿Dices que las mujeres fabricaron una muñeca de barro que cobró vida?

Yo sonreí.

—Eso fue exactamente lo que yo le dije a mi abuela cuando ella me contó la historia.

—¿Y qué te respondió tu abuela?

Pude comprobar por la expresión serena de su rostro que esperaba que yo me echara a reír y le dijera que la abuela me había dicho que no se trataba más que de un cuento o una alegoría religiosa. Pero en lugar de eso le dije la verdad.

—La abuela me recordó que la magia es real. Y que sus antepasados, que en realidad eran también mis antepasados, no eran ni más ni menos dignos de crédito que una chica que puede invocar y dar órdenes a los cinco elementos.

—¿Quieres decir que tienes ese don y que por eso eres importante y te escolta un guerrero hasta Street Cats? —preguntó la hermana Mary Angela.

Pude ver en sus ojos que no quería llamarme mentirosa ni romper nuestra amistad tan recientemente creada, pero tampoco me creía. Así que me puse en pie y me alejé un paso del banco para salir de la zona directamente iluminada por la farola. Cerré los ojos y respiré hondo el aire fresco de la noche. No tuve que pensar mucho para averiguar dónde estaba el este. Lo adiviné de forma natural. Me coloqué frente al St. John, al otro lado de la calle y al este desde mi posición. Abrí los ojos, sonreí y dije:

—Viento, estos últimos días has acudido a mis llamadas. Te honro por tu lealtad y te pido que acudas a mí una vez más. ¡Ven a mí, viento!

Esa noche no había siquiera brisa, pero en el momento en el que yo invoqué al elemento un suave y refrescante aire comenzó a soplar a mi alrededor. La hermana Mary Angela estaba lo suficientemente cerca de mí como para sentirlo. Incluso tuvo que sujetarse la toca con una mano para que no se le volara de la cabeza. Yo alcé las cejas ante su mirada atónita. Entonces me giré hacia la derecha, de cara al sur.

—Fuego, la noche es fresca y, como siempre, necesitamos de tu calor protector. ¡Ven a mí, fuego!

El aire frío de pronto se hizo cálido e incluso caliente. Pude oír los crujidos de una chimenea, echando chispas a mi alrededor, y sentí como si la hermana Mary Angela y yo estuviéramos a punto de asar unas salchichas en una agradable noche de verano.

—¡Dios mío! —gritó ella sofocadamente.

Yo sonreí y me giré de nuevo hacia la derecha.

—Agua, necesitamos que nos laves y nos refresques del calor del fuego. ¡Ven a mí, agua!

Sentí algo más que un ligero alivio cuando el calor cesó instantáneamente, sofocado por la fragancia y el contacto de la lluvia primaveral. No me mojé en absoluto aunque debería haberme calado, porque era como si hubiera caído en medio de una tormenta y me sintiera limpia, fresca y renovada.

La hermana Mary Angela alzó la cabeza al cielo y abrió la boca, como si creyera que de verdad iba a caerle agua de lluvia.

Yo me giré una vez más a mi derecha.

—Tierra, siempre me he sentido cerca de ti. Tú nos alimentas y nos proteges. ¡Ven a mí, tierra!

La lluvia primaveral se metamorfoseó en un campo de heno recién cortado en verano. La brisa que la lluvia había refrescado en ese momento era densa, con la alfalfa y el sol y los alegres sonidos de los niños jugando.

Bajé la vista hacia la monja. Seguía sentada en el banco, pero se había retirado la toca de modo que el corto pelo gris volaba alrededor de su rostro. Se reía y respiraba profundamente la brisa veraniega, lo cual la hacía parecer de nuevo una preciosa niña.

Ella sintió que yo la miraba y me miró a los ojos. Yo alcé los brazos por encima de la cabeza.

—Es el espíritu lo que nos une, y el espíritu lo que nos hace únicos. ¡Ven a mí, espíritu!

Como siempre, la sensación dulce y ya familiar de notar cómo se elevaba mi espíritu me sorprendió y me hizo sentirme pletórica al ver que el espíritu acudía a mi llamada.

—¡Oh! —exclamó la hermana Mary Angela.

No parecía ni asustada, ni enfadada. Más bien parecía asombrada. Yo la observé inclinar la cabeza y apretar las cuentas del rosario que llevaba colgado del cuello contra el corazón.

—Gracias espíritu, tierra, agua, fuego y viento. Ya os podéis marchar con mi agradecimiento. ¡Os quiero! —grité yo, estirando los brazos y abriéndolos mientras los elementos revoloteaban juguetones a mi alrededor y después se disipaban en la noche.

Lentamente volví al banco y me senté junto a la hermana Mary Angela, que se alisaba el pelo y se reajustaba la toca. Por último me miró.

—Hacía mucho tiempo que lo sospechaba.

Eso no era lo que yo esperaba que dijera.

—¿Sospechaba que yo podía controlar a los elementos?

Ella se echó a reír.

—No, niña. Hacía mucho que sospechaba que el mundo está lleno de poderes que no podemos ver.

—No se ofenda, pero resulta raro que una monja diga eso.

—¿En serio? A mí no me parece tan raro, teniendo en cuenta que yo estoy casada con algo que, en esencia, es espíritu —dijo ella que, por un momento, vaciló, y luego añadió—: Y he sentido los indicios de esos poderes…

—Elementos —la interrumpí yo—. Son cinco elementos.

—De acuerdo, elementos. A menudo he sentido los indicios de esos elementos en el convento. Según la leyenda, está construido sobre un lugar de poder desde antaño. Así que ya ves, Zoey Redbird, sacerdotisa iniciada: lo que me has mostrado esta noche me sirve para dar validez a algo que sospechaba, y no es para mí ninguna sorpresa.

—Ah, bueno, me alegro de oírlo.

—Bien, me estabas explicando que las mujeres ghigua fabricaron una doncella de arcilla que atrapó al ángel caído, y que luego los cuervos del escarnio cantaron una canción sobre su regreso y se convirtieron en espíritus, ¿no era eso? Y luego, ¿qué pasó?

Yo sonreí ante su forma de contarlo, como si se tratara de lo más natural del mundo. Pero luego me puse seria.

—Según parece, no pasó gran cosa durante un montón de años; como unos mil años o así. Y entonces, hace solo unos días, yo comencé a oír lo que creí que eran cuervos, graznando odiosamente durante la noche.

—¿Es que no crees que fueran cuervos?

—Sé que no lo eran. Para empezar, en realidad no grajeaban: graznaban.

Ella asintió.

—Sí, lo que hacen los cuervos se llama graznar. Son las cornejas las que grajean.

—Eso me han dicho —asentí yo—. En segundo lugar, no solo me han atacado dos de ellos, sino que anoche además vi a uno. Estaba en la ventana de mi habitación, escuchando, cuando mi abuela me contó adónde iba a ir hoy mientras yo dormía. Y ha sido mientras conducía cuando ha tenido este extraño y casi fatal «accidente» —dije yo, haciendo el gesto de las comillas al decir la palabra «accidente»—. Los testigos dicen que lo causó un enorme pájaro negro, que se le metió por la ventanilla dentro del coche.

—¡Madre de Dios! ¿Y por qué los cuervos del escarnio iban a perseguir a tu abuela?

—Creo que la perseguían para llegar hasta mí y para estar seguros de que no nos ayuda ya más.

—¿Ayudarte a ti y a quién más a hacer qué?

—Ayudarme a mí y a mis amigos iniciados. La mayor parte de ellos solo tienen afinidad por un elemento, pero una de mis amigas ve visiones que nos advierten de las cosas horribles que pueden ocurrir. Por lo general, suele tratarse de muertes o destrucción, ya se lo puede imaginar: las típicas visiones.

—¿Te refieres a Aphrodite, la joven encantadora que, por suerte, adoptó ayer a Maléfica?

Yo sonreí.

—Sí, esa es la chica de las visiones. Pero no, ninguno de nosotros está encantado con la adopción de Maléfica —contesté yo. La hermana Mary Angela se echó a reír, y yo continué—. Bueno, el caso es que Aphrodite, en su última visión, vio lo que creemos que es la profecía de los cuervos del escarnio, y tomó nota por escrito.

La hermana Mary Angela se puso pálida.

—¿Y la profecía predice el retorno de Kalona?

—Sí, y parece que va a ser ahora.

—¡Oh, virgen María! —exclamó la monja, santiguándose.

—Por eso es por lo que necesitamos su ayuda —dije yo.

—¿Y cómo puedo yo ayudar a que la profecía no se haga realidad? Sé algo de los nefilim, pero no sé nada de las leyendas de los cheroqui.

—No importa, eso más o menos creo que está solucionado, y esta noche vamos a poner en marcha un asunto que va a obstaculizar seriamente que se cumpla la profecía. Pero la necesito para cuidar de la abuela. Porque, ¿sabe?, los cuervos del escarnio tenían razón. Al hacerle daño a ella, me lo hacen a mí. Y no pienso dejarla sola para que la atormenten. El personal del St. John no me permite llamar a un curandero cheroqui porque no les gustan las creencias paganas. Por eso necesito a alguien espiritualmente poderoso que crea en mí.

—Y ahí es donde entro yo —dijo ella.

—Sí. ¿Me ayudará? ¿Se quedará con mi abuela y la protegerá de los cuervos del escarnio mientras yo intento que la profecía no se cumpla hasta dentro de otros mil años o así?

—Me encantaría —dijo ella, que inmediatamente se puso en pie y echó a caminar decidida hacia el paso de peatones. Entonces volvió la vista atrás hacia mí—. ¿Qué? ¿Creías que ibas a tener que conjurar otra vez al viento para llevarme volando hasta allí arriba?

Yo me eché a reír y crucé la calle con ella. En esa ocasión, cuando ella hizo una pausa ante la estatua de la virgen María del vestíbulo para inclinar la cabeza y susurrar una breve plegaria, yo esperé con paciencia. En esa ocasión contemplé la estatua de la virgen durante un buen rato y, por primera vez, noté lo amable que era su rostro y lo sabios que eran sus ojos. Y mientras la hermana Mary Angela se postraba ante ella, yo susurré:

—Fuego, te necesito.

Nada más sentir el calor a mi alrededor, lo agarré con una mano y lo lancé con los dedos hacia una de las velas votivas apagadas que había al pie de la estatua. Se encendió de golpe, junto con otra media docena más que había a su alrededor.

—Gracias, fuego. Ahora puedes irte a jugar —le susurré yo.

La hermana Mary Angela no dijo nada. Simplemente cogió una de las velas votivas apagadas y me miró expectante. Al ver que yo no decía nada, me preguntó:

—¿Tienes un cuarto de dólar?

—Sí, creo que sí.

Rebusqué por el bolsillo de los vaqueros y saqué el cambio que me había devuelto la máquina de refrescos poco antes. Tenía dos monedas de veinticinco centavos, dos de diez y una de cinco. No sabía qué quería la monja que hiciera con ese cambio, así que lo sostuve en la palma de la mano para que ella cogiera lo que quisiera.

Ella sonrió y dijo:

—Bien, déjalo todo ahí a cambio de esta vela, y subamos ya las escaleras.

Hice lo que me dijo, y volvimos a la habitación de la abuela. Ella tapó la temblorosa llama de la vela votiva con la palma de la mano durante todo el trayecto.

Al entrar en la habitación de la abuela no nos saludó ningún ruido de aleteo de alas. Tampoco vi sombras oscuras, revoloteando repentinamente por la periferia de mi visión. La hermana Mary Angela se acercó a la figurita de la virgen María y dejó la vela votiva delante, tomó asiento en la silla en la que había estado yo sentada todo el día y se quitó el rosario del cuello. Sin mirarme siquiera, me dijo:

—¿No tenías que marcharte, niña? Tienes que ganarle una batalla al mal.

—Sí, así es.

Me apresuré a acercarme al borde de la cama de mi abuela. No se había movido, pero yo quise creer que tenía un poquito mejor color y que su respiración sonaba algo más saludable. La besé en la frente y le susurré:

—Te quiero, abuela. Volveré pronto. Hasta entonces, la hermana Mary Angela se quedará contigo. Ella no permitirá que los cuervos del escarnio te lleven consigo.

Entonces me giré hacia la monja, cuyo aspecto era tan sereno que parecía de otro mundo: sentada en una silla de hospital, pasando las cuentas del rosario ante la vibrante llama de la vela, que producía sombras que bailaban sobre su rostro y sobre la figura de su diosa. Abrí la boca para darle las gracias, pero ella se me adelantó.

—No hace falta que me des las gracias. Es mi trabajo.

—¿Su trabajo es sentarse al lado de una enferma?

—Mi trabajo es ayudar al bien a mantener alejado al mal.

—Pues me alegro de que se le de tan bien —dije yo.

—Lo mismo digo.

Me incliné y la besé con un suave roce en la mejilla, y ella sonrió. Pero tenía que decirle una cosa más antes de irme.

—Hermana, si no lo consigo… Si mis amigos y yo no conseguimos parar a Kalona y él vuelve, las cosas se van a poner feas para la gente de aquí, y especialmente para las mujeres. Tendrá que esconderse en algún lugar bajo tierra. ¿Tiene algún sitio, como un sótano o incluso una cueva a la que pueda acceder fácilmente para ponerse a salvo y permanecer allí?

Ella asintió.

—Debajo del convento hay un enorme sótano que se ha utilizado para muchas cosas. Incluso para esconder alcohol ilegal durante los años veinte, si es que es cierta la leyenda.

—Bueno, pues es allí adonde debe ir. Y llévese a las otras monjas. ¡Jolín!, llévese a todo Street Cats. Bajo tierra. Kalona detesta la tierra, y no les seguirá allí.

—Comprendo, pero sé que tú saldrás victoriosa.

—Espero que tengas razón, pero prométeme que te esconderás allí si no es así y que te llevarás a mi abuela contigo.

Yo la miré a los ojos. Esperaba que me dijera que sacar a una anciana enferma de cuidados intensivos para llevarla al sótano de un convento no era tarea fácil, pero en lugar de ello sonrió con serenidad y contestó:

—Tienes mi palabra.

Yo parpadeé sorprendida.

—¿Acaso creías que tú eres la única que puede hacer magia? —preguntó la monja, alzando ambas cejas—. La gente raramente cuestiona los actos de una monja.

—¡Vaya! Bueno, bien. Entonces estupendo. Tengo el número de su móvil. Guárdelo cerca. La llamaré en cuanto pueda.

—No te preocupes ni por tu abuela, ni por mí. Las mujeres viejas sabemos cuidar de nosotras mismas.

Yo volví a besarla en la mejilla.

—Hermana, es usted igualita que mi abuela. Ninguna de las dos será vieja jamás.