Bajo la vigilante mirada y con la aprobación de la abuela, invoqué de nuevo al viento y le ordené azotar todo el campus, pero sobre todo los dos edificios de las residencias. Escuchamos con atención por si oíamos chillar a los demonios, pero solo oímos el reconfortante silbido del viento. Entonces, agotada, me puse el pijama y finalmente me fui a la cama. La abuela encendió una vela lunar protectora para nosotras y yo me acurruqué con Nala. Me gustaba oír los ruidos que hacía mi abuela al cepillarse el largo cabello plateado mientras realizaba uno a uno todos los rituales habituales de antes de acostarse.
Estaba a punto de caer dormida cuando oí su voz, hablándome en voz baja:
—U-we-tsi-a-ge-ya, quiero que me prometas una cosa.
—Vale, abuela —contesté yo medio dormida.
—Pase lo que pase, quiero que me prometas que te acordarás de que Kalona no debe alzarse. Nada ni nadie es más importante que eso.
Una ligera inquietud me hizo despertarme del todo.
—¿Qué quieres decir?
—Exactamente lo que he dicho. No dejes que nada te distraiga de tu propósito.
—Hablas como si tú no fueras a estar ahí para guiarme —dije yo, que sentí una nueva conmoción en el pecho, producto del pánico.
La abuela se acercó a mí y se sentó al borde de la cama.
—Espero estar contigo durante una buena temporada, cariño, tú ya lo sabes. Pero a pesar de todo quiero que me lo prometas. Tómatelo como si así ayudaras a una vieja a conciliar mejor el sueño.
Yo fruncí el ceño.
—Tú no eres una vieja.
—Prométemelo —insistió ella.
—Te lo prometo. Y ahora prométeme tú a mí que no dejarás que te pase nada —dije yo.
—Haré todo lo que pueda, te lo prometo —contestó ella con una sonrisa—. Gira la cabeza, y te cepillaré el pelo mientras te duermes. Así tendrás mejores sueños.
Suspiré y rodé por la cama para ponerme de lado. Caí dormida con las adorables caricias de mi abuela, que me tarareaba una nana cheroqui en voz baja.
Al principio creí que las voces amortiguadas provenían de la cámara oculta, y aunque ni siquiera estaba del todo despierta, me incorporé en la cama, me senté, y cogí el monitor de la mesilla. Contuve el aliento, le di al botón que encendía el vídeo y solté un enorme suspiro de alivio cuando apareció en pantalla la solitaria camilla con su ocupante inmóvil, envuelto en una sábana. Entonces apagué el vídeo y eché un vistazo en dirección a la cama de mi abuela, vacía y perfectamente hecha. Sonreí, mirando apenas a mi alrededor. De hecho, la abuela había estado recogiendo un poco antes de marcharse de compras y a comer fuera. Bajé la vista hacia Nala, que parpadeó en mi dirección, somnolienta.
—Lo siento. Ha debido de ser mi imaginación que está sobreexcitada, y me hace oír cosas.
La vela lunar seguía ardiendo, aunque por supuesto estaba mucho más pequeña que en el momento de quedarme dormida. Miré el reloj y sonreí. Eran solo las dos de la tarde. Tenía unas cuantas horas por delante antes de que llegara la hora de despertarme. Me recosté de nuevo y tiré del edredón hasta el cuello.
Entonces oí voces amortiguadas otra vez, en esa ocasión acompañadas de varios golpes suaves en la puerta que, definitivamente, no eran producto de mi imaginación. Nala refunfuñó con unos cuantos «miauff» somnolientos, con los cuales yo no pude evitar estar de acuerdo.
—Como sean las gemelas, que quieren escaparse para ir a las rebajas de zapatos, voy a estrangularlas —le dije a mi gata, que pareció alegrarse ante la perspectiva. Entonces me aclaré la garganta y grité—: ¡Sí, pasa!
Al abrirse la puerta, me sorprendió ver a Shekinah ahí de pie, junto con Aphrodite y Neferet. Aphrodite estaba llorando. Me incorporé de un brinco y me aparté el pelo revuelto de la cara.
—¿Qué ocurre?
Las tres entraron en mi habitación. Aphrodite se acercó a mí y se sentó al borde de mi cama. Yo la miré a ella, luego a Shekinah, y finalmente a Neferet. No vi otra cosa más que tristeza en los ojos de cada una de ellas, pero me quedé mirando a Neferet, deseando poder ver detrás de esa cuidada fachada; deseando que todo el mundo pudiera penetrarla.
—¿Qué ocurre? —repetí yo.
—Niña —comenzó a decir Shekinah con una voz amable y triste—, es tu abuela.
—¡La abuela! ¿Dónde está? —pregunté yo. Se me hizo un nudo en el estómago al ver que nadie me contestaba. Agarré la mano de Aphrodite—. ¡Dímelo!
—Ha tenido un accidente de coche. Grave. Perdió el control cuando iba por Main Street porque… porque un pájaro negro grande se le metió volando por la ventana. Se salió de la carretera hacia la izquierda, y se dio contra una farola de frente —explicó Aphrodite con voz firme, pero con lágrimas en los ojos—. Está en el hospital de St. John, en cuidados intensivos.
Durante unos segundos no pude pronunciar palabra. Simplemente me quedé mirando la cama vacía de la abuela y el cojín relleno de lavanda que había colocado encima. La abuela siempre se rodeaba de esencia de lavanda.
—Iba a ir a comer al Chalkboard. Me lo dijo anoche justo antes de… —dije yo.
De pronto me interrumpí. Recordaba que la abuela y yo habíamos estado hablando de que ella iba a ir al Chalkboard a comer justo antes de que yo abriera las cortinas y me encontrara con el horrible cuervo del escarnio. El pájaro había estado escuchándonos, así que sabía exactamente adónde se dirigiría mi abuela. Por eso estaba allí, esperándola para sacarla de la carretera y provocarle el accidente.
—¿Justo antes de qué?
Para un observador mal informado, la pregunta y la voz de Neferet habrían sonado simplemente preocupadas; igual que podría sonar la de una amiga y una mentora. Cuando yo alcé la vista hacia sus ojos de color esmeralda, sin embargo, vi en ellos el frío cálculo de un enemigo.
—Justo antes de irnos a la cama —dije yo. Trataba por todos los medios de no demostrar el desagrado que me producía Neferet; de no delatar lo verdaderamente vil y retorcida que sabía que era—. Por eso sé porqué iba por esa calle. Me contó lo que iba a hacer durante el día de hoy mientras yo dormía —añadí yo, que enseguida aparté la vista de Neferet y me dirigí a Shekinah—. Tengo que ir a verla.
—Por supuesto, niña —dijo Shekinah—. Darius te está esperando con un coche.
—¿Puedo ir con ella? —preguntó Aphrodite.
—Ya te perdiste ayer todas las clases, y no creo que…
—¡Por favor! —rogué yo, interrumpiendo a Neferet y apelando directamente a Shekinah—. No quiero estar sola.
—¿No estás de acuerdo en que la familia es más importante que lo académico? —le preguntó entonces Shekinah a Neferet.
Neferet vaciló solo un segundo antes de contestar:
—Sí, por supuesto que estoy de acuerdo. Es que me preocupa que Aphrodite se quede retrasada en los estudios.
—Me llevaré las tareas al hospital. No me quedaré retrasada —dijo Aphrodite, esbozando una enorme y confiada sonrisa tan falsa en dirección a Neferet, como las tetas de Pamela Anderson.
—Entonces está decidido. Aphrodite acompañará a Zoey al hospital, y Darius cuidará de las dos. Tómate el tiempo que necesites, Zoey. Y no dudes en decírmelo si la escuela puede hacer algo por tu abuela —añadió Shekinah amablemente.
—Gracias.
Apenas miré a Neferet en el momento en el que las dos abandonaron mi habitación.
—¡Jodida zorra! —exclamó Aphrodite, que se quedó mirando la puerta cerrada—. ¡Como si le hubiera preocupado nunca que yo me quedara retrasada en algo! ¡Detesta que seamos amigas!
Vale… cierto. Tenía que pensar. Tenía que ir a ver a la abuela, pero primero tenía que pensar y asegurarme de que todo quedaba atado y bien atado en la escuela. Y tenía que recordar la promesa que le había hecho a mi abuela.
Me enjugué las lágrimas de la cara con el dorso de la mano y corrí al armario. Saqué unos vaqueros y una sudadera.
—Neferet detesta que seamos amigas porque no puede meterse en nuestras mentes. Pero puede meterse en las mentes de Damien, Jack y las gemelas, y estoy convencida de que hoy se va a dedicar a husmear por allí.
—Tenemos que avisarlos —dijo Aphrodite.
Yo asentí.
—Sí, les avisaremos. La cámara oculta no tendrá alcance durante todo el trayecto hasta el hospital de St. John, ¿verdad?
—Probablemente no. Creo que tiene un alcance de solo unos pocos cientos de metros.
—Entonces llévasela a las gemelas mientras yo me visto. Cuéntales lo que ha pasado, y diles también que adviertan a Damien y a Jack acerca de Neferet —decidí yo. Después respiré hondo y añadí—: Anoche había un cuervo del escarnio colgando de mi ventana.
—¡Oh, Dios!
—Fue horrible —dije con un escalofrío—. La abuela le lanzó polvo de turquesa machacada, y yo invoqué al viento para que le ayudara a llevarla volando. Eso lo hizo desaparecer, pero no sé durante cuánto tiempo estuvo escuchándonos.
—Eso es lo que ibas a decir antes, cuando Neferet estaba delante: que el cuervo del escarnio sabía que tu abuela iba a ir al Chalkboard.
—Y provocó el accidente —dije yo.
—O él, o Neferet —señaló Aphrodite.
—O los dos juntos —añadí yo. Me dirigí a la mesilla y recogí el monitor de la cámara oculta—. Llévale esto a las gemelas. ¡Espera!
La detuve antes de que saliera por la puerta. Me acerqué a la bolsa de viaje azul de la abuela y rebusqué en el bolsillo pequeño que se abría con una cremallera y que ella había dejado abierto. Tal y como me figuraba, dentro había una bolsita de piel de ciervo. La abrí, comprobé bien lo que contenía y luego, satisfecha, se la tendí a Aphrodite.
—Esto es polvo de turquesa. Dile a las gemelas que se lo repartan entre ellas y Damien y Jack. Diles que es una poderosa protección, pero que no tenemos mucho más.
—Entendido —dijo Aphrodite, asintiendo.
—Date prisa. Estaré lista para marcharnos en cuanto vuelvas.
—Zoey, se pondrá bien. Han dicho que está en cuidados intensivos, pero tenía el cinturón de seguridad puesto, y aún sigue viva.
—Tiene que ponerse bien —le contesté yo a Aphrodite con los ojos otra vez llenos de lágrimas—. No sé qué haría yo sin ella.
Hicimos el corto trayecto hasta el hospital de St. John en silencio. Por supuesto, hacía un detestable día soleado. Por eso, a pesar de que llevábamos gafas de sol y de que el Lexus tenía los cristales tintados, fue muy incómodo para todos. (Bueno, me refiero a Darius y a mí, porque Aphrodite parecía estar pasando un mal rato por no poder sacar la cabeza por la ventanilla para disfrutar del sol). Darius nos dejó en la puerta de entrada de cuidados intensivos y nos dijo que se iba a aparcar y que nos veríamos dentro.
Aunque yo no había pasado nunca demasiado tiempo en un hospital, me pareció reconocer el olor que reinaba allí por un recuerdo innato, y desde luego no era un recuerdo positivo. Realmente detestaba la sensación de que el antiséptico enmascarara la enfermedad. Aphrodite y yo nos paramos en el mostrador de información, y una amable y anciana mujer con una bata de color salmón nos señaló el sala de cuidados intensivos.
Vale, cuidados intensivos era realmente escalofriante. Vacilamos: no sabíamos muy bien si atravesar o no las dobles puertas batientes, decoradas con las letras «Cuidados intensivos» en rojo, atravesadas en diagonal. Entonces yo recordé que mi abuela estaba allí, e inicié la marcha resuelta a través de las tenebrosas puertas para penetrar en Escalofrilandia.
—No mires —me susurró Aphrodite.
Yo había comenzado a tambalearme porque mis ojos se veían atraídos automáticamente hacia los cristales de las habitaciones de los pacientes. En serio. Las paredes de las habitaciones no eran paredes en absoluto. Eran cristales; de ese modo todo el mundo podía quedarse mirando con la boca abierta a los moribundos que usaban orinal y cosas de esas.
—Tú sigue caminando hasta el puesto de enfermeras. Allí nos dirán dónde está tu abuela.
—¿Cómo sabes tanto de estas cosas? —le pregunté yo a ella, también con un susurro.
—Mi padre tuvo dos sobredosis y acabó aquí.
Yo volví la cabeza hacia ella atónita.
—¿En serio?
—¿No te meterías tú una sobredosis si estuvieras casado con mi madre? —preguntó a su vez Aphrodite, tras encogerse de hombros.
Supongo que yo también lo haría, pero me pareció mejor no decirlo. Además, estábamos llegando al puesto de enfermeras.
—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó una rubia con un cuerpo como un armario.
—He venido a ver a mi abuela, Sylvia Redbird.
—¿Y tú te llamas?
—Zoey Redbird.
La enfermera comprobó una lista y luego me sonrió.
—Sí, estás inscrita como el pariente más próximo. Espera un momento. El médico está ahora mismo con ella. Si no te importa esperar en la sala de espera para la familia, al final de ese pasillo, le diré que estás aquí.
—¿Puedo verla?
—Por supuesto, pero primero el médico tiene que terminar el reconocimiento.
—Muy bien, esperaré —contesté yo. Di unos cuantos pasos, pero enseguida me detuve—. No estará sola, ¿verdad?
—No, por eso es por lo que las habitaciones tienen cristales en lugar de paredes. Ninguno de los pacientes de cuidados intensivos está nunca solo.
Sí, pero asomar la cabeza por el cristal no sería suficiente en el caso de la abuela.
—Por favor, me gustaría ver al médico cuanto antes.
—Por supuesto.
Aphrodite y yo nos dirigimos a la sala de espera, que era casi tan estéril y tenebrosa como el resto del ala.
—No me gusta.
No podía sentarme, así que caminé de un lado para otro delante de un sofá de dos plazas con un estampado azul realmente feo.
—Tu abuela necesita más protección que un simple vistazo de la enfermera por el cristal de vez en cuando —dijo Aphrodite.
—Incluso antes de lo que acababa de suceder, los cuervos del escarnio tenían ya la habilidad de enredar con las personas mayores cercanas a la muerte. La abuela es mayor, y ahora está… está… —Me atraganté con las palabras, incapaz de pronunciar la horrible verdad.
—Está herida —dijo Aphrodite con firmeza por mí—. Pero eso es todo. Solo está herida. Aunque tienes razón. Ahora es más vulnerable.
—¿Crees que me dejarían llamar a un curandero?
—¿Conoces a alguno?
—Bueno, más o menos. Conozco a un tipo mayor, John Whitehorse, que ha sido amigo de la abuela durante mucho tiempo. Ella me contó que es un anciano cheroqui. Probablemente mi abuela tenga su número en el móvil. Seguro que él conoce a un curandero.
—No vendría mal traer a uno —dijo Aphrodite.
—¿Cómo está? —preguntó Darius, que en ese momento entró en la sala de espera.
—Aún no lo sabemos. Estamos esperando al médico. Estábamos hablando de la posibilidad de llamar a un amigo de mi abuela para que él traiga a un curandero para que se quede con ella.
—¿Y no sería más fácil pedirle a Neferet que viniera? Ella es nuestra alta sacerdotisa, y también es una gran sanadora.
—¡No! —exclamamos Aphrodite y yo al mismo tiempo.
Darius frunció el ceño, pero entonces el médico entró en la sala de espera y ya no tuvimos que darle explicaciones al guerrero.
—¿Zoey Redbird?
Yo me giré hacia un hombre alto y delgado y alargué la mano.
—Yo soy Zoey.
Nos estrechamos las manos con solemnidad. Él me agarraba con firmeza; sus manos eran fuertes y a la vez suaves.
—Soy el doctor Ruffing, el médico de tu abuela.
—¿Cómo está?
Me sorprendió que mi voz sonara tan normal, porque tenía la garganta completamente obstruida por el miedo.
—Vamos a sentarnos allí —dijo él.
—Prefiero quedarme de pie —dije yo. Entonces intenté esbozar una sonrisa que me sirviera de disculpa—. Estoy demasiado nerviosa como para sentarme.
La sonrisa de él fue más satisfactoria que la mía, y me alegré de encontrar esa amabilidad en su rostro.
—Muy bien. Tu abuela ha tenido un accidente serio. Tiene contusiones en la cabeza, y el brazo roto por tres sitios. El cinturón de seguridad le ha arañado el pecho, y al desplegarse los airbags le han quemado la cara, pero entre los dos le han salvado la vida.
—Entonces, ¿se va a poner bien? —seguí preguntando yo.
Me costaba elevar la voz más allá de un simple murmullo.
—Hay muchas posibilidades, pero dentro de veinticuatro horas lo sabremos con más seguridad —dijo el doctor Ruffing.
—¿Está consciente?
—No. Le he inducido un coma para que…
—¡Un coma!
Sentí que me balanceaba. De pronto estaba ardiendo, sufría una conmoción y veía motitas brillantes en la periferia de la visión. Darius me sostuvo por el codo y me guió hasta un asiento.
—Respira despacio. Concéntrate en recuperar el aliento —dijo el doctor Ruffing, agachado frente a mí, mientras me agarraba de la muñeca para tomarme el pulso.
—Lo siento, lo siento. Estoy bien —dije yo. Me limpié el sudor de la frente—. Es que eso del coma me ha sonado horrible.
—Pues de hecho no es tan malo. Le he inducido el coma para darle a su cerebro una oportunidad para que se recupere por sí solo —explicó el doctor Ruffing—. Esperamos poder controlar la inflamación de ese modo.
—¿Y si no se puede controlar la inflamación?
El médico me dio unos golpecitos en la rodilla antes de ponerse en pie.
—Vayamos paso a paso. Iremos resolviendo cada problema según se vaya presentando.
—¿Puedo verla?
—Sí, pero necesita silencio.
El médico echó a caminar para guiarme hasta la habitación.
—¿Puede venir Aphrodite conmigo?
—Por el momento es mejor que paséis de una en una —dijo él.
—No importa —dijo Aphrodite—. Estaremos aquí, esperándote. Y recuerda: no te asustes. Pase lo que pase, ella sigue siendo tu abuela.
Yo asentí y me mordí el carrillo por dentro para reprimir las lágrimas.
Seguí al doctor Ruffing hacia una habitación de cristal no lejos del puesto de enfermeras. Nos paramos un momento delante de la puerta. El médico me miró.
—Está enganchada a un montón de máquinas y tubos. Parece peor de lo que es.
—¿Respira por sí sola?
—Sí, y su ritmo cardíaco es bueno y regular. ¿Estás preparada?
Yo asentí, y él me abrió la puerta y me cedió el paso. Nada más entrar, oí claramente el aterrador ruido de alas de pájaros.
—¿Ha oído usted eso? —le pregunté al médico con un susurro.
—¿Oír qué?
Alcé la vista hacia sus ojos, completamente inocentes, y supe más allá de toda posible duda que él no había oído el ruido de las alas de los cuervos del escarnio.
—No, nada, lo siento.
Él puso una mano sobre mi hombro.
—Sé que es difícil de asumir, pero tu abuela es una persona saludable y fuerte. Tiene una oportunidad excelente de salir adelante.
Me acerqué despacio al borde de la cama. La abuela tenía un aspecto tan frágil y delicado que no pude evitar que se me saltaran las lágrimas y comenzaran a resbalar por mis mejillas. Tenía la cara terriblemente arañada y quemada; el labio partido y cosido con puntos; la barbilla también llena de puntos; la mayor parte de la cabeza cubierta de vendas y todo el brazo derecho escayolado con un espeso yeso del que sobresalían extraños tornillos metálicos.
—¿Tienes alguna pregunta más a la que pueda responder? —preguntó el doctor Ruffing en voz baja.
—Sí —contesté yo sin dudar y sin apartar la vista del rostro de la abuela—. Mi abuela es cheroqui, y sé que ella se sentiría mejor si yo llamara a un curandero. —Entonces sí que aparté la vista del rostro desencajado de mi abuela para mirar al médico—. No pretendo faltarle al respeto, y tampoco es por un tema médico estrictamente hablando. Más bien es un tema espiritual.
—Bueno, supongo que no hay ningún problema en que lo llames, pero solo después de que haya salido de cuidados intensivos.
Tuve que reprimir el deseo de gritarle que era precisamente mientras permanecía en cuidados intensivos cuando más lo necesitaba.
El doctor Ruffing siguió hablando en voz baja; parecía bastante sincero.
—Tienes que comprender que este es un hospital católico, y aquí solo admitimos a aquellos…
—¿Católico? —lo interrumpí yo, con gran alivio—. Entonces, ¿permitirían que viniera una monja a quedarse con ella?
—Bueno, sí, por supuesto. Las monjas y los curas visitan a nuestros pacientes muy a menudo.
Yo sonreí.
—Excelente. Conozco a la monja perfecta.
—Bien, bueno, ¿quieres hacerme alguna otra pregunta?
—Sí, ¿dónde hay una guía telefónica?