—¡Por supuesto que no se están comiendo a nadie! —exclamó Stevie Rae, poniendo en la voz la cantidad justa de sobresalto requerida.
Tanto fue así que la toca de la hermana Mary Angela se alzó por encima de la pantalla del ordenador para mirarnos con el ceño fruncido.
Las dos alzamos una mano con un juguete de gato, la sacudimos y sonreímos. Ella nos dedicó una larga mirada, pero enseguida la expresión de su rostro se suavizó y sonrió con amabilidad para volver la atención poco después hacia la pantalla del ordenador.
—Stevie Rae, ¿qué es lo que está pasando realmente con esos chicos? —pregunté yo con un susurro mientras inventariaba más monstruosidades moradas con plumas.
Ella se encogió de hombros con demasiada naturalidad.
—Solo que tienen bastante hambre. Nada más. Ya sabes cómo son los chicos; siempre están muertos de hambre.
—¿Lo cual significa que consiguen la cena de…?
—En general, de los chicos que reparten pizza —contestó ella.
—¿Se comen a los chicos que reparten pizza? —susurré yo, medio histérica.
—¡No! Llamamos por el móvil y damos la dirección de uno de los edificios del centro de la ciudad que están cerca de la estación y de nuestra entrada a los túneles. Por lo general, solemos decir que estamos haciendo horas extras en el Comité de Acción Política o que vivimos en uno de los lofts del edificio Tribune Lofts, y luego esperamos a que llegue el chico del reparto.
Stevie Rae vaciló.
—¿Y? —pregunté yo con impaciencia.
—Y entonces nos encontramos con el chico del reparto de camino al edificio, nos llevamos las pizzas, yo le hago olvidar que nos ha visto y él sigue con lo suyo. Y nos comemos las pizzas, pero no al chico —explicó Stevie Rae a todo correr.
—¿Estáis robando pizzas?
—Sí, bueno, pero es mejor que comerse al chico de los recados, ¿no?
—¡Desde luego! —dije yo, poniendo los ojos en blanco—. ¿Y además estáis robando sangre del banco de sangre del centro de la ciudad?
—Te lo repito: mejor eso que comernos al chico del reparto.
—¿Lo ves? No son sino más razones para que salgáis a la luz.
—¿Solo porque estamos robando pizza y sangre? ¿En serio tenemos que contárselo a los vampiros? Quiero decir que ya tenemos bastantes problemas a los que enfrentarnos sin tener que mencionarles esas indiscreciones de menor importancia.
—No, no porque estéis robando, sino porque no tenéis un modo legal de sobrevivir —dije yo, mirándola severamente.
—¡Ojalá Aphrodite volviera conmigo! ¡Ella sí que tenía dinero y más de una tarjeta oro de crédito! —musitó Stevie Rae.
—Pero entonces tendrías que soportarla —alegué yo.
Stevie Rae frunció el ceño.
—Desearía poder meterme en su cabeza como hago con los repartidores de pizza. Le metería una buena dosis de «chica amable», y todos seríamos felices para siempre.
—Stevie Rae, en serio, no puedes seguir viviendo en esos túneles.
—¡Me gustan los túneles! —insistió ella con cabezonería.
—Son asquerosos, están húmedos y sucios —dije yo.
—Ahora están mucho mejor que la última vez que tú los viste, y podrían estar mejor aún si los arregláramos otro poco más.
Yo me quedé mirándola.
—Bueno, vale, quizá habría que arreglarlos bastante todavía.
—Eso da igual: lo importante es que necesitas el dinero, el poder, la protección y el respaldo de la escuela.
Stevie Rae me miró a los ojos fijamente, y de pronto me pareció más mayor y más madura de lo que me había parecido jamás.
—El dinero, el poder, la protección y el respaldo de la escuela no les sirvieron de nada ni a la profesora Nolan, ni a Loren Blake. Ni siquiera a ese chico, Stark.
Yo no supe qué decir. Ella tenía razón, pero en lo más hondo de mi ser seguía teniendo el presentimiento de que la gente, y en concreto los vampiros, tenían que saber que existían ella y los iniciados rojos. Suspiré.
—De acuerdo, ya sé que no es un plan perfecto al cien por cien pero, sinceramente, creo que la gente tiene que saber que existís.
—¿Con eso de «sinceramente» te refieres a que es uno de esos presentimientos con los que Nyx te hace saber lo que tienes que hacer?
—Sí —contesté yo.
El suspiro que Stevie Rae soltó entonces fue mucho más profundo que el mío, y estaba cargado con mucha más preocupación y estrés. (Jolines, ¿quién lo hubiera dicho?).
—Vale, está bien. Nos veremos allí mañana. Cuento contigo para que todo salga bien, Zoey.
—Saldrá bien.
Entonces yo le mandé una escueta plegaria en silencio a Nyx: Cuento contigo igual que ella cuenta conmigo para…
Stevie Rae y yo terminamos el inventario de juguetes para gatos, aparentemente infinito, más o menos cuando alcé la vista hacia el reloj y me di cuenta de que llegaríamos tarde a la escuela si no corríamos como locos. Y, por supuesto, Stevie Rae tenía que volver con su grupo de iniciados antes de que cometieran algo más que un robo de pizzas. Así que nos despedimos a toda prisa y yo le repetí que nos veríamos al día siguiente para su aparición pública. Ella estaba un poco pálida, pero me dio un abrazo y me prometió que estaría allí. Entonces yo asomé la cabeza en el despacho de la hermana Mary Angela.
—Disculpe, señora.
No sabía muy bien cómo debe uno dirigirse a una monja cuando quiere ser extremadamente respetuoso pero necesita que le preste toda su atención en un momento en el que la monja está concentrada en un mensaje instantáneo en el ordenador.
Lo de «señora» pareció funcionar, porque ella alzó la vista con una amable sonrisa.
—¿Has terminado el inventario, Zoey?
—Sí, y tenemos que volver a la escuela.
La hermana Mary Angela alzó la vista hacia el reloj y abrió los ojos enormemente, sorprendida.
—¡Dios mío! No tenía ni idea de que fuera tan tarde. Y además había olvidado que vuestros días están del revés.
Yo asentí.
—Sí, a ustedes les debe de parecer que tenemos unos horarios muy raros.
—Bueno, solo pienso que sois noctámbulos; igual que nuestros encantadores gatitos. Ya sabes que ellos también prefieren la noche. Lo cual me recuerda, ¿qué te parece si ampliamos el horario los sábados por la noche, de modo que sea ese vuestro día de trabajo voluntario?
—Me parece estupendo. Se lo diré a mi sacerdotisa para asegurarme, y luego la llamaré a usted. ¡Ah!, y, otra cosa: ¿quiere que siga adelante con la idea del mercadillo?
—Sí. He llamado a los directores del Consejo de la Iglesia, y después de una pequeña discusión, están de acuerdo en que la idea es buena.
Yo noté que su voz sonaba más dura y que su espalda, ya antes recta, estaba aún más rígida.
—No todos están conformes con el voluntariado de los iniciados, ¿eh? —pregunté yo.
La fría mirada de la monja se suavizó.
—Tú no tienes porqué preocuparte por eso, Zoey. A menudo he tenido que inventar mi propio camino, así que estoy acostumbrada a usar el machete para cortar las malas hierbas y derribar otras barreras inoportunas.
Noté que se me abrían los ojos como platos, y no dudé ni por un instante de que esa dura monja no estaba hablando solo en sentido figurado. Y entonces, debido a lo que ella misma había dicho, tuve que preguntar:
—Cuando dice que ha tenido que consultarlo con los directores del Consejo de la Iglesia, ¿se refiere a su iglesia, o a otras iglesias?
—No son de nuestro convento, que no constituye propiamente una iglesia porque nuestra congregación está formada solo por las hermanas benedictinas. El Consejo de la Iglesia con el que he hablado está constituido por muchos de los líderes de las iglesias locales.
—¿Incluyendo a las Gentes de Fe?
La monja frunció el ceño antes de contestar:
—Sí. Las Gentes de Fe tienen una gran representación en el Consejo, que refleja el tamaño de su congregación.
—Apuesto a que esas eran las malas hierbas que tenía que cortar —musité yo.
—¿Cómo dices, Zoey? No te he oído bien —contestó la monja, que entreabrió los ojos con un gesto pícaro, tratando en vano de disimular una sonrisa.
—No, nada. Solo estaba pensando en voz alta.
—Esa es una mala costumbre, y te puede traer graves problemas como no tengas cuidado —dijo la monja, sonriendo ya abiertamente.
—Como si no lo supiera. Entonces, ¿seguro que podemos hacer lo del mercadillo? Porque si es mucho follón, podemos pensar en alguna otra forma de…
La hermana Mary Angela alzó una mano para hacerme callar y dijo:
—Habla con tu alta sacerdotisa a ver qué día del mes que viene le parece bien para montar el mercadillo. Nosotros nos amoldaremos a la fecha que vosotros elijáis.
—Vale, bien —dije yo. Me sentía orgullosa de lo bien que estaba saliendo mi idea de serle útil a la comunidad—. Ahora me voy a buscar a Aphrodite para marcharnos. Tenemos que volver a la escuela, porque solo estábamos dispensadas de faltar a las primeras clases.
—Creo que tus amigos terminaron la tarea hace ya rato, pero me parece que han estado bastante… distraídos —terminó la monja tras una breve pausa casi al final de la frase, con un brillo peculiar en los ojos.
—¿Sí?
Yo estaba un tanto sorprendida. Era guay que la hermana Mary Angela no se asustara con los iniciados ni los vampiros en general, pero que encima la divirtiera la grosera forma de ligar de Aphrodite con Darius era ya demasiado liberal incluso para mí.
Sin duda la monja debió de adivinar lo que pensaba por la cara que puse, porque se echó a reír, me agarró por los hombros, me hizo darme la vuelta y, con un empujoncito en dirección a la sala donde convivían los gatos, me sacó del despacho, diciendo:
—Ve, y verás a lo que me refiero.
Confusa, recorrí el corto pasillo hasta la sala en la que estaban los gatos listos para la adopción. No quedaba ninguna monja por allí, pero Aphrodite y Darius estaban sentados en el rincón reservado para los juegos de los gatos, acurrucaditos los dos como amantes de espaldas a mí. Hacían algo (¡aj!) con las manos. De hecho, parecía como si estuvieran haciendo muchas cosas con las manos (¡doble aj!). Yo carraspeé con exageración. Pero en lugar de pegar un salto llenos de culpabilidad como deberían, Darius me miró por encima del hombro y sonrió, y Aphrodite (la muy…) ni siquiera se dio la vuelta para ver quién había entrado. ¡Jolín!, bien podía haber sido yo una monja o la madre de alguien.
—Eh… detesto tener que interrumpir esta escena tan íntima, pero tenemos que marcharnos —dije yo con sarcasmo.
Aphrodite soltó un enorme suspiro y por fin se dio la vuelta.
—Bien, vámonos. Pero me la llevo conmigo.
Entonces yo vi lo que ellos dos habían estado haciendo con las manos.
—¡Es un gato! —exclamé yo.
Aphrodite giró los ojos en sus órbitas.
—¿No?, ¿en serio? ¡Figúrate… hay un gato en Street Cats!
—Es un gato muy feo —añadí yo.
—¡No digas eso! —exclamó Aphrodite, poniéndose inmediatamente a la defensiva y tratando de levantarse sin soltar a la enorme gata blanca que llevaba abrazada. Darius la sujetó del codo para evitar que se cayera hacia atrás, de culo—. No es fea. Es única, y estoy segura de que es muy cara.
—Es de Street Cats —alegué yo—, así que no creo que cueste más que la cuota de adopción, igual que el resto de gatos de aquí.
Aphrodite acarició a la gata con la mente ausente, y esta cerró los ojitos con un semblante angelical y comenzó a ronronear. Soltaba hipos de vez en cuando, lo cual significaba que debía de tener el estómago lleno de bolas de pelo. Pero Aphrodite no hizo caso de los hipos y sonrió. Contemplaba la cara de torta de la gata con adoración.
—Evidentemente, Maléfica es una gata persa de pura raza que ha acabado aquí, en estas terribles circunstancias, porque resultó ser la única superviviente de una tragedia horrible —aseguró Aphrodite, que arrugó su perfecta nariz y después miró altivamente hacia el resto de jaulas limpias, llenas de gatos de distintos tamaños y pelajes—. Está claro que este sitio es demasiado ordinario para ella.
—¿Has dicho Maléfica? ¿No es ese el nombre de la bruja mala de La Bella Durmiente?
—Sí, pero desde luego era un personaje mucho más interesante que esa empalagosa princesa Aurora. Además, a mí me gusta el nombre. Es poderoso.
Yo alargué la mano vacilante para acariciar a la enorme gata, que no era sino un bola gigante de pelo blanco. Maléfica abrió los ojos un poco, formando dos ranuras, y me gruñó amenazadoramente.
—La raíz de la palabra «maléfica» es «malevolencia» —dije yo al mismo tiempo que apartaba rápidamente la mano del alcance de la garra de la gata.
—Sí, y «malevolencia» es una palabra poderosa —insistió Aphrodite, soltando sonoros besos al aire en dirección a la gata.
—¿Le han cortado las uñas? —pregunté yo.
—No —contestó Aphrodite contenta—. Podría sacarte un ojo con esas uñas suyas.
—Encantadora —añadí yo.
—Yo creo que es tan única y bella como su nueva ama —dijo Darius.
Yo noté que cuando él acariciaba a Maléfica, la gata entrecerraba los ojos y no le gruñía.
—Pues yo lo que creo es que tu juicio está trastornado. Pero da igual. Nos vamos. Me muero de hambre. No he desayunado nada, y ya nos hemos perdido también la comida, así que tendremos que pillar cualquier cosa por el camino de vuelta a la escuela.
—Iré a por las cosas de Maléfica —se ofreció Darius, que se dirigió a un lado de la misma sala, en donde había un montón de preciosas bolsitas con un encantador letrero escrito a mano en el que decía: «Para tu nuevo gatito».
—¿La has pagado? —pregunté yo.
—Por supuesto que sí —dijo entonces la hermana Mary Angela desde el umbral de la puerta. Yo noté que daba la vuelta a la sala a distancia y que se mantenía bien lejos del alcance de las garras de Maléfica—. Es maravilloso que las dos, ama y gata, se hayan encontrado de este modo.
—¿Quiere decir que la gata no dejaba que nadie la tocara? —pregunté yo.
—Ni una sola persona —contestó la hermana Mary Angela con una enorme sonrisa—. Al menos hasta que la encantadora Aphrodite ha traspasado las puertas de esta sala. La hermana Bianca y la hermana Fátima dicen que ha sido una especie de milagro cómo Maléfica ha adoptado a Aphrodite de inmediato.
La sonrisa de Aphrodite era auténtica al cien por cien, y eso la hacía parecer más joven y arrebatadoramente guapa.
—Me estaba esperando —dijo Aphrodite.
—Sí, desde luego que te estaba esperando. Hacéis una buena pareja —corroboró la monja. Entonces nos miró a mí y a Darius, y nos incluyó a todos en sus siguientes palabras—. Y creo que Street Cats y la Casa de la Noche también hacen una buena pareja. Presiento grandes cosas para todos nosotros en el futuro. Y ahora marchaos bajo la atenta mirada de nuestra Madre Bendita.
Los tres le dimos las gracias a la hermana Mary Angela. Yo tuve el extraño impulso de abrazarla, pero entre la toca y la túnica/vestido negro, lo del abrazo no parecía muy oportuno. Así que en lugar de ello sonreí mucho durante un largo rato y me despedí con la mano mientras abandonábamos el edificio.
—Sonreías y te despedías como una tonta —me dijo Aphrodite mientras esperaba a que Darius le abriera la puerta delantera del Lexus y la ayudara a subir con la gata de cara de torta y cola inquieta en los brazos.
—Solo pretendía ser amable. Además, esa monja me gusta —contesté yo mientras abría la puerta trasera del coche.
Subí al asiento de atrás y, después de abrocharme el cinturón, alcé la vista y vi los brillantes ojos de Maléfica, que se estiraba por encima del pecho de Aphrodite y sobre su hombro, de modo que colgaba por encima del asiento y me miraba a mí.
—¡Eh!… Aphrodite, ¿no deberías de llevar a la gata en una bolsa especial de transporte o algo así?
—¡Dios mío! ¿Pero es que eres mala y odiosa, o qué? Por supuesto que no le hace falta ninguna bolsa de viaje.
Aphrodite acarició a la bestia, que comenzó a soltar pelo blanco. El coche parecía una desagradable ducha de pelusa blanca.
—Bueno, no importa. Te lo decía por la seguridad del gato —mentí yo.
En realidad estaba pensando en mi propia seguridad. Maléfica parecía más que dispuesta a darme un buen bocado para cenar. Lo cual me recordó a otra cosa.
—¡Eh, tengo hambre! —exclamé en dirección a Darius, que en ese momento arrancaba el coche—. Tenemos que parar en cualquier sitio de comida rápida para que pueda tomar algo.
—Por mí bien. ¿Dónde quieres parar? —preguntó él.
Miré la hora en el reloj del salpicadero del coche. Parecía increíble, pero pasaban de las once de la noche.
—Bueno, con la hora que es quedarán pocos lugares abiertos —dije yo.
Le oí a Aphrodite susurrarle a Maléfica algo acerca de lo estúpidos que eran los humanos, que se iban a la cama tan pronto. Pero no hice caso. Miré a mi alrededor, tratando de recordar qué sitios de comida rápida decente quedaban cerca (es decir, si había por allí un Taco Bueno o un Arby’s, no un McDonald’s o un Wendy). Y entonces, por las rendijas de las ventanillas del Lexus, me llegó un aroma encantador que me resultó muy familiar. Mi boca había comenzado ya a hacerse agua cuando vi por fin el enorme cartel amarillo y rojo junto a la puerta.
—¡Oh, uau! ¡Vamos al Charlie’s Chicken!
—Es asquerosamente grasiento —dijo Aphrodite.
—Esa es una de las razones por las que es tan delicioso. Heath y yo solíamos ir a comer allí continuamente. Tiene todos los grupos alimenticios importantes: grasas, puré de patatas y refrescos de cola.
—Eres asquerosa —dijo Aphrodite.
—Yo pago —anuncié yo.
—Entonces trato hecho —dijo ella.