9

—¡Vaya mierda! El caos y el amor son lo mismo, pero no lo son. Neferet aún tiene sus poderes, pero ya no escucha a Nyx. ¡Ah!, y está tratando de despertar algo peligroso. ¿Qué significa eso? ¿Se trata de un despertar abstracto, como despertar el peligro así, en general, en forma de guerra contra los humanos, o está tratando de despertar literalmente alguna cosa horrible y escalofriante que podría tragarnos a todos? Algo como, por ejemplo, esa cosa espeluznante que me arañó antes, sobre la que no he tenido tiempo ni de preguntarle. ¡Vaya mierda! —musité, mientras Aphrodite y yo salíamos corriendo de la residencia de las chicas.

Por desgracia, parecía que íbamos a llegar tarde a la reunión del Consejo.

—A mí no me mires. Yo ya tengo suficientes misterios que resolver por mi cuenta. Soy humana, pero no lo soy. ¿Qué significa eso? ¿Y cómo puede mi humanidad ser tan grande y sin embargo a la vez tan mala que ni siquiera me gustan los humanos? —dijo Aphrodite, que suspiró y jugueteó con su pelo—. ¡Mierda, tengo el pelo hecho un asco! —exclamó, girándose hacia mí—. ¿Se nota que he estado llorando?

—Por última vez: no. Estás bien.

—¡Mierda! ¡Lo sabía! Estoy horrible.

—Aphrodite, acabo de decirte que estás bien.

—Sí, bueno. «Bien» será bueno para la mayoría de la gente, pero para mí quiere decir horrible.

—Nuestra diosa, la inmortal Nyx, acaba de manifestársenos y de hablarnos, ¿y tú solo piensas en tu aspecto? —pregunté yo sin dejar de sacudir la cabeza.

Era un comportamiento increíblemente superficial. Incluso para Aphrodite.

—Sí, ha sido increíble. Nyx es increíble. Yo jamás he dicho que no lo fuera. Pero bueno, ¿y qué?, ¿qué quieres decir?

—Quiero decir que después de una experiencia como la visita de la diosa, deberías… no sé, preocuparte por cosas más importantes que tu pelo, ya de por sí perfecto —dije yo, desesperada por completo.

¿Era esta la chica junto a la que se suponía que debía combatir un peligro que iba a sacudir al mundo entero? ¡Jopé, los caminos de Nyx eran absoluta, completamente inescrutables! No cabía duda.

—Nyx sabe perfectamente cómo soy, y me ama. Yo soy así —declaró Aphrodite, moviendo la mano de arriba abajo como si estuviera mostrándose a sí misma—. Entonces, ¿de verdad piensas que mi pelo es perfecto?

—Es tan perfecto como tu coñazo de actitud superficial —contesté yo.

—Ah, vale. Bueno, ya me siento mucho mejor.

Yo fruncí el ceño, pero no dije nada más. Subíamos corriendo las escaleras en dirección a la sala de juntas del Consejo, que estaba frente a la biblioteca. Yo no había estado en esa sala nunca antes, pero a menudo había asomado la cabeza. La puerta raramente estaba cerrada cuando la sala estaba vacía, y jamás había podido resistirme a la tentación de echar un vistazo cada vez que iba o volvía de la biblioteca. Siempre me quedaba boquiabierta ante la preciosa mesa redonda que ocupaba toda la sala. En serio; incluso le había preguntado a Damien si no sería la tabla redonda del rey Arturo de Camelot. Él me había contestado que no lo creía, pero que tampoco estaba seguro.

Aquel día la sala del Consejo no era la extraña sala vacía de siempre. Estaba repleta de vampiros, Hijos de Érebo y, por supuesto, los pocos iniciados que pertenecían al Consejo de Prefectos. Por suerte, Aphrodite y yo nos colamos justo antes de que Darius cerrara la puerta y se quedara dentro, de pie, de guardia. Aphrodite lo saludó con una enorme y seductora sonrisa, y yo reprimí un suspiro al ver cómo los ojos de Darius lanzaban un destello. Ella trató de quedarse a charlar con él, pero yo la agarré del brazo y prácticamente la arrastré hacia las dos sillas vacías que quedaban junto a Damien.

—Gracias por guardarnos el sitio —le susurré a Damien.

—De nada —contestó él con otro susurro y una de sus sonrisas de siempre.

Eso me ayudó a sentirme mejor y a relajar en parte los nervios.

Miré a los que estaban sentados en la mesa. Aphrodite y yo estábamos a la derecha de Damien. Junto a Aphrodite estaba Lenobia, la profesora de equitación. Hablaba con Dragon y Anastasia Lankford, que estaban a continuación. A la izquierda de Damien estaban las gemelas. Las dos inclinaron la cabeza al mismo tiempo al verme, tratando de aparentar naturalidad. Sin embargo yo noté lo nerviosas que estaban, y comprendí que se sentían tan fuera de lugar como yo. Yo sabía que el Consejo lo formaban los profesores más poderosos de la escuela, pero aunque conocía a muchos de ellos, algunos otros no tenía ni idea de quienes eran porque jamás había asistido a sus clases. Y además de los profesores había una importante representación de los más poderosos miembros de los Hijos de Érebo, incluyendo a un tipo enorme que estaba sentado junto a la puerta. Era la persona más grande que yo hubiera visto jamás, ya fuera humana o vampiro. Estaba tratando de no quedarme mirándolo mientras me planteaba si preguntarle a Damien, el rey de las reglas, si les estaba permitido a los guerreros asistir a las reuniones del Consejo, cuando Aphrodite se inclinó sobre mí y me susurró al oído:

—Ese es Ate, el líder de los Hijos de Érebo. Darius me dijo que iba a asistir hoy. Es un tipo enorme, ¿verdad?

Antes de que pudiera responder que más bien se trataba de varios pedazos de muchos tipos enormes pegados juntos, la puerta de atrás se abrió y Neferet entró en la sala.

Comprendí que algo andaba mal antes incluso de ver a la mujer que entró en la sala detrás de ella. Por lo general, Neferet ofrecía al público un semblante imperturbable de perfección: personificaba la calma, la elegancia, el autocontrol. Pero la Neferet que entró ese día en la sala estaba temblando. De algún modo sus bellos rasgos estaban tirantes, como si estuviera tratando de controlarse y ese esfuerzo supusiera una enorme tensión para ella. Entró en la sala, dio un par de pasos e inmediatamente se echó a un lado para que pudiéramos ver a la persona que había entrado detrás de ella.

Nada más verla, el asombro de todos los vampiros allí presentes fue inmediato y patente. Los Hijos de Érebo fueron los primeros en ponerse en pie, pero el Consejo entero los imitó al instante. Y después todos los demás: Damien, las gemelas, Aphrodite y yo también nos pusimos en pie automáticamente y ejecutamos el respetuoso saludo con el puño apretado sobre el pecho y la cabeza inclinada.

Vale, es cierto: tengo que admitir que yo alcé un poco la cabeza durante el saludo para ver a la nueva vampira. Era alta y delgada. Tenía la piel del color de la madera: oscura, intensa, viva y brillante y, al igual que la caoba, lisa y sin tacha, excepto por el intrincado tatuaje de color zafiro con el increíble y sinuoso perfil de la doble figura de la diosa que todos los profesores vampiros llevan bordado en el bolsillo del pecho. Las figuras femeninas eran el reflejo idéntico la una de la otra, y sus cuerpos se extendían por los pómulos y a lo largo del rostro. Tenían los brazos levantados, con la parte interior hacia fuera, y alzaban las manos como si quisieran abrazar la luna creciente tatuada en el centro de la frente. La nueva vampira llevaba el pelo increíblemente largo. Le caía pesadamente más allá de la cintura, como la seda, y era de un negro brillante. Tenía unos enormes ojos oscuros de forma almendrada, una nariz larga y recta y labios sensuales. Se mantenía erguida como una reina, con la barbilla bien alta y la mirada serena, observándonos a todos en la sala. Sentí su fuerza cuando su mirada se detuvo brevemente en mí, y entonces me di cuenta de que aquella mujer era distinta del resto de vampiros que conocía: era mayor. Y no es que estuviera llena de arrugas, como lo estaría un humano. Tenía aspecto de tener unos cuarenta años, cosa que, para un vampiro, es ser un anciano. Pero no eran ni las arrugas ni la piel no tan tersa lo que la hacía parecer mayor, sino su sentido de la madurez y de la dignidad: algo que portaba como la más exquisita pieza de joyería, y que decoraba su cuerpo.

—Feliz encuentro.

Tenía un acento que yo no supe ubicar. Parecía del Medio Este, pero no lo era. Británico, pero tampoco. Más que nada ese acento hacía que su voz sonara tan intensa como aterciopelada era su piel. Resonaba en toda la sala.

—Feliz encuentro —respondimos todos automáticamente.

Ella sonrió, y de pronto yo noté un parecido entre ella y Nyx, que acababa de sonreírme instantes antes. La semejanza me resultó tan perturbadora que me produjo temblores en las rodillas, así que me sentí muy aliviada cuando nos hizo un gesto para que nos sentáramos.

—Me recuerda a Nyx —me susurró Aphrodite.

Yo asentí, aliviada al ver que no eran imaginaciones mías. Pero no hubo tiempo para hablar más, porque Neferet recuperó en parte la calma y comenzó a hablar.

—Me siento, exactamente igual que vosotros ahora, según veo, sorprendida y honrada ante la inesperada visita de Shekinah, tan poco habitual, a la Casa de la Noche.

Oí que Damien inspiraba con fuerza y le dirigí una mirada inquisitiva. Como era habitual en mi amigo el señor Estudioso, tenía papel y dos lápices bien afilados y a punto para tomar apuntes. Rápidamente escribió unas pocas palabras y con mucha discreción torció la hoja de modo que yo pudiera leer: «Shekinah = alta sacerdotisa de todos los vampiros».

¡Ohdiosmío! No era de extrañar que Neferet estuviese como un flan.

Shekinah sonrió tranquilamente mientras le indicaba a Neferet que tomara asiento. Esta inclinó la cabeza con un gesto que pretendía aparentar respeto, estoy convencida, pero que, para mi gusto, resultó rígido y forzado. Neferet se sentó, pero se mantuvo tensa. Shekinah se quedó de pie y comenzó a hablar.

—De haber sido esta una visita normal, por supuesto os la habría anunciado para permitiros hacer todos los preparativos correspondientes. Pero esta visita está muy lejos de ser una visita normal, lo cual es natural, teniendo en cuenta que esta reunión del Consejo tampoco es habitual. Tan lejos está de lo habitual que incluye a los Hijos de Érebo, aunque, según tengo entendido, su presencia aquí es necesaria en estos tiempos de tumulto y de peligro. Pero más extraña aún es la presencia de estos iniciados.

—Están aquí porque…

Shekinah alzó una mano, interrumpiendo al instante con el gesto la explicación de Neferet.

Yo no supe qué me asustaba más: si la poderosa presencia de Shekinah, semejante a una diosa, o el hecho de que fuera capaz de hacer callar a Neferet con tanta facilidad.

Los oscuros ojos de Shekinah se fijaron entonces sucesivamente en las gemelas, Damien, Aphrodite y, por fin, se posaron en mí.

—Tú eres Zoey Redbird —dijo ella.

Yo me aclaré la garganta y traté de permanecer serena bajo su atenta mirada.

—Sí, señora.

—Y estos cuatro chicos que están contigo deben de ser los iniciados a los que se ha otorgado las afinidades del aire, el fuego, el agua y la tierra.

—Sí, señora, lo son —volví a contestar yo.

Ella asintió.

—Bien, ahora comprendo por qué has sido convocada a esta reunión —dijo Shekinah, ladeando la cabeza para atravesar a Neferet con la mirada—. Querías utilizar sus poderes.

Yo me puse tan tensa como Neferet, aunque por una razón completamente distinta. ¿Acaso Shekinah sabía lo que yo solo había comenzado a sospechar, que Neferet estaba abusando de su poder e instigando una guerra entre humanos y vampiros?

Neferet contestó de mal humor, dejando a un lado toda pretensión de cordialidad:

—Quería utilizar todas las ventajas que la diosa nos ha concedido para mantener a salvo a nuestra gente.

El resto de los vampiros del Consejo se revolvieron nerviosos e incómodos en sus asientos ante la evidente falta de respeto de Neferet al hablar.

—¡Ah!, y por eso precisamente estoy yo aquí —contestó Shekinah, absolutamente imperturbable ante la actitud de Neferet. Dirigió la vista hacia el resto del Consejo y añadió—: Estaba, por casualidad, haciendo una visita personal que no había anunciado públicamente en la Casa de la Noche de Chicago, cuando tuve noticia de todas vuestras tragedias. De haber estado en casa, en Venecia, sin duda las noticias me habrían llegado demasiado tarde como para reaccionar, y no habría podido prevenir las muertes.

—¿Prevenir, sacerdotisa? —preguntó Lenobia.

Yo la miré y vi que la profesora de equitación estaba mucho más relajada que Neferet. Su tono de voz era amistoso, aunque también era innegablemente respetuoso.

—Lenobia, querida. Estoy encantada de volver a verte —dijo Shekinah con familiaridad.

—Siempre es una gran alegría saludarte, sacerdotisa —contestó Lenobia al tiempo que inclinaba la cabeza, de modo que su pelo rubio plateado, nada corriente, revoloteó alrededor de su rostro como un delicado velo—. Creo, sin embargo, que hablo por todo el Consejo al decir que estamos confusos. Patricia Nolan y Loren Blake están muertos. Si a lo que te refieres es a prevenir sus asesinatos, me temo que ya es demasiado tarde.

—Lo es, verdaderamente —confirmó Shekinah—, y sus muertes me pesan en el corazón, pero no es tarde para prevenir otras muertes —dijo Shekinah, que hizo una pausa y, con voz alta y clara, proclamó—: No habrá guerra entre los humanos y los vampiros.

Entonces Neferet se puso en pie de golpe, tirando casi la silla al suelo.

—¿Dices que no habrá guerra? Y entonces, ¿debemos dejar que nuestros asesinos escapen impunes de sus atroces crímenes contra nosotros?

Más que verla, sentí la tensión que vibró entre los Hijos de Érebo, cuya actitud era el vivo reflejo de la de Neferet.

—¿Has llamado a la policía, Neferet?

Shekinah hizo la pregunta en el tono amable de una conversación normal, pero yo sentí el poder de su voz rozar mi piel y remover algo en mi interior.

—¿Llamar a la policía humana para pedirles que atrapen a unos asesinos humanos y los lleven ante un tribunal humano? No, no los he llamado.

—Estás tan convencida de que no vas a encontrar justicia entre los humanos que estás ansiosa por comenzar una guerra.

Neferet entrecerró los ojos y miró airadamente a Shekinah, pero no dijo nada. En medio de aquel horrible silencio yo me acordé del detective Marx, el poli que me había ayudado cuando los escalofriantes chicos muertos no muertos secuestraron a Heath. El detective Marx había estado increíble. Él sabía que me había inventado la historia de que era un mendigo de la calle quien había secuestrado a Heath y matado a los otros dos chicos humanos, y sin embargo había confiado en mí y me había creído cuando le había dicho que el peligro había pasado, y me había cubierto las espaldas en todo momento. Incluso me había explicado que tenía una hermana gemela que había superado felizmente el cambio, que él siempre se había sentido muy unido a ella y que por eso jamás había odiado a los vampiros. Era un detective veterano experto en homicidios, y yo sabía que siempre estaría dispuesto a hacer todo cuanto estuviera en su mano para encontrar al asesino de los vampiros. Pero no podía ser el único detective honesto y dispuesto a trabajar de todo Tulsa.

—Zoey Redbird, ¿qué sabes tú de eso?

La pregunta de Shekinah me sobresaltó. Pero igual que si me hubieran dado cuerda para que arrancara a hablar, yo solté:

—Yo conozco a un poli humano honesto.

Shekinah esbozó otra vez esa sonrisa idéntica a la de Nyx, y mis alterados nervios se calmaron un poco.

—Creo que todos nosotros conocemos a alguno o, al menos, todos conocíamos a uno… hasta que tuvimos noticia de esa declaración de guerra, formulada sin el menor esfuerzo previo por permitir a los humanos que vigilen antes a los suyos.

—¿Pero es que no te das cuenta de lo imposible que es eso? —preguntó Neferet con sus ojos de color musgo echando chispas—. Vigilar a los suyos, ¡como si fueran a hacerlo!

—Lo han hecho, muchas veces, durante décadas. Y tú lo sabes, Neferet —contestó Shekinah, cuyas serenas palabras contrastaban brutalmente con la ira y la pasión de las de Neferet.

—¡La asesinaron, y luego asesinaron a Loren! —gritó Neferet, cuya voz sonó esa vez casi como un siseo.

Shekinah rozó suavemente el brazo de Neferet y dijo:

—Todo esto te toca demasiado de cerca. No piensas con claridad.

Neferet sacudió el hombro para apartarse de ella.

—¡Yo soy la única aquí que piensa con claridad! Los humanos llevan demasiado tiempo saliendo impunes de sus viles crímenes.

—Neferet, ha transcurrido muy poco tiempo desde que ocurrieron esos crímenes, y ni siquiera les has dado una oportunidad a los humanos para buscar y castigar a los suyos. En lugar de ello, te apresuras a juzgarlos a todos en general como deshonestos. Pero no todos los humanos son deshonestos, a pesar de tu historia personal.

Mientras Shekinah hablaba yo me acordé de que, en una ocasión, Neferet me había contado que para ella el tatuaje había sido su salvación. Su padre había abusado de ella durante años. Hacía ya casi un siglo que había sido marcada. Loren había sido asesinado hacía dos días. Y la profesora Nolan solo un día antes que él. Resultaba evidente, al menos para mí, que esos dos crímenes no eran las únicas acciones viles de las que hablaba Neferet. Y, según parecía, Shekinah había llegado a idéntica conclusión.

—Alta sacerdotisa Neferet, mi conclusión es que tu juicio en el asunto de estas muertes está distorsionado. Tu amor por nuestros hermanos caídos y el deseo de un justo castigo han nublado tu mente. Tu declaración de guerra contra los humanos queda rechazada por el Consejo de Nyx.

—¡Y ya está! —exclamó Neferet, que había pasado del apasionado enfado a apretar los labios como si fueran de acero.

Yo me alegré muchísimo de que Shekinah fuera el blanco de toda esa ira, porque Neferet me resultaba sencillamente aterradora.

—Si pensaras con claridad, te darías cuenta de que el Consejo de Nyx jamás toma decisiones apresuradas. Sopesaron cuidadosamente la situación, a pesar de que la noticia de tu declaración de guerra no provino de ti, como debería haber sido —recalcó Shekinah—. Tú sabes, hermana mía, que un asunto de esta magnitud se debe de presentar ante el Consejo de Nyx para su deliberación.

—No había tiempo —soltó Neferet.

—¡Siempre hay tiempo para actuar con sabiduría! —contestó Shekinah con un destello en los ojos.

Tuve que luchar para no encogerme de miedo en la silla. ¿Pensaba que Neferet era aterradora? Al lado de Shekinah no era sino una mocosa. Shekinah cerró los ojos brevemente y respiró hondo; se serenó y continuó hablando en un tono de voz comprensivo y suave:

—El Consejo de Nyx y yo no discutimos en absoluto el hecho de que el asesinato de los nuestros no sea digno de condena, pero la guerra es impensable. Hemos vivido en paz con los humanos durante más de dos siglos. Y no romperemos esa paz a causa de las obscenas acciones de unos pocos fanáticos religiosos.

—Si ignoramos lo que está sucediendo hoy aquí en Tulsa, volverán de nuevo los tiempos de la quema. Acordaos de que las atrocidades de Salem también comenzaron por los actos de lo que podríamos llamar unos pocos fanáticos religiosos —advirtió Neferet.

—Me acuerdo bien. Yo nací apenas un siglo después de esos oscuros días. Pero ahora somos mucho más poderosos que en el siglo diecisiete. Y el mundo ha cambiado, Neferet. La ciencia ha sustituido a la superstición. Los humanos son mucho más razonables ahora —sentenció Shekinah.

—¿Qué haría falta para que tú y el todopoderoso Consejo de Nyx comprendierais que no tenemos otra alternativa que luchar?

—Haría falta un cambio en la forma de pensar del mundo, y ruego a Nyx para que eso no ocurra —contestó Shekinah con solemnidad.

La mirada de Neferet se disparó a un lado y a otro de la mesa, hasta que por fin dio con el líder de los Hijos de Érebo.

—¿Vais a quedaros ahí sentados tú y los Hijos, viendo cómo los humanos nos van abatiendo uno a uno?

Su voz había sonado como un frío desafío.

—Yo vivo para proteger, y ningún Hijo de Érebo permitiría jamás que hirieran a nadie que esté a su cargo. Os protegeremos a ti y a la escuela. Pero, Neferet, no nos posicionaremos en contra del juicio del Consejo —declaró Ate solemnemente, con voz profunda.

—Lo que le estás sugiriendo a Ate, sacerdotisa, que siga tus deseos en lugar de obedecer la decisión del Consejo, es injusto por tu parte —afirmó entonces Shekinah con un tono severo que no tenía nada que ver con el cariz amable y comprensivo de su voz hasta ese momento.

Shekinah tenía la mirada fija en Neferet, y entrecerraba los ojos.

Neferet se quedó callada un momento, y luego todo su cuerpo se estremeció. Dejó caer los hombros, y repentinamente pareció envejecer ante mi mirada.

—Perdóname —dijo por fin en voz baja—. Shekinah, tienes razón. Este asunto me toca demasiado de cerca. Quería mucho a Patricia y a Loren. No pienso con claridad. Debo… necesito… por favor, discúlpame —logró decir Neferet al final.

Y entonces, con un aspecto verdaderamente trastornado, salió corriendo de la sala del Consejo.