El ¡graz!, ¡graz!, graznido de un estúpido cuervo me mantuvo despierta toda la noche. (Bueno, más bien todo el día, porque ya sabéis que soy una vampira iniciada, y tenemos todo el asunto ese del día y la noche del revés). Sea como sea, no dormí nada anoche. Pero la chorrada esa de no dormir es lo de menos, porque la vida es realmente un asco cuando tus amigos se cabrean contigo. ¡Y mira que lo sabía! Soy Zoey Redbird, y ahora mismo soy, sin la menor discusión, la reina de Cabreolandia.
Perséfone, la enorme yegua alazana que puedo considerar mía mientras siga viviendo en la Casa de la Noche, estiró el cuello y rozó el hocico contra mi mejilla. Yo la besé muy suavemente y seguí cepillando su esbelto cuello. Acicalar a Perséfone siempre me ha ayudado a reflexionar y me ha hecho sentirme mejor. Y, sin lugar a dudas, ahora mismo necesito las dos cosas.
—Vale, me las he apañado para evitar la gran confrontación durante estos dos días, pero la cosa no puede seguir así —le dije yo a mi yegua—. Sí, ya sé que ahora mismo están todos juntitos en la cafetería, en plan compis, y que se han olvidado por completo de mí.
Perséfone soltó un bufido y siguió masticando heno.
—Sí, yo también pienso que se comportan como unos estúpidos. Desde luego es cierto que les mentí, pero en realidad fue más que nada por omisión. Sí, no les conté algunas cosas. Pero fue por su propio bien —continué yo que, acto seguido, suspiré.
Bueno, lo de no contarles que Stevie Rae estaba no muerta fue por su bien, pero el asuntillo de que yo estaba enrollada con Loren Blake, vampiro, poeta laureado y profesor de la Casa de la Noche, eso… es cierto, eso fue por mi propio bien.
—Pero aun así —seguí diciendo—; son demasiado duros conmigo.
Perséfone volvió a bufar. Y yo a suspirar. ¡Mierda! No podía seguir evitando a mis amigos por más tiempo.
Tras darle a la cariñosa yegua un último golpecito en el lomo, salí perezosamente del box hacia el almacén donde se guardan las guarniciones de los caballos para dejar la colección de cepillos que había estado utilizando durante una hora entera. Inhalé profundamente el olor a cuero y a caballo y dejé que la mezcla, tan tranquilizadora para mi gusto, me relajara los nervios. Al ver mi reflejo en el cristal de la ventana del almacén de guarniciones, automáticamente me pasé los dedos por el pelo. Parecía como si acabara de levantarme de la cama. Llevo marcada poco más de dos meses y desde entonces vivo en la Casa de la Noche como vampira iniciada, pero ya tengo mucha más cantidad de pelo y me ha crecido bastante más de lo normal. Y este espectacular pelo no es más que una de las transformaciones que tienen lugar en mi cuerpo. Algunas de esas transformaciones son invisibles, como el hecho de que tenga afinidad por los cinco elementos. Otras, en cambio, son pero que muy visibles. Por ejemplo, los tatuajes de color zafiro que enmarcan mi rostro con exóticas e intrincadas espirales y que luego, a diferencia de los del resto de iniciados y de vampiros adultos, se extienden por el cuello y los hombros, a lo largo de toda la espina dorsal y, desde hace muy poco también, alrededor de la cintura. Aunque eso último lo sabemos solo mi gata Nala, nuestra diosa Nyx y yo.
Porque, ¿a quién más podría enseñárselo?
—Bueno, antes tenías no uno, sino tres novios —me dije a mí misma en voz alta, mientras contemplaba el reflejo de mi oscura mirada y de mi cínica sonrisa en el cristal—, pero de eso ya te has encargado tú, ¿verdad? Ahora no solo no te queda ningún novio, sino que además nadie volverá jamás a confiar en ti por lo menos en un millón de años, calculo yo.
Vale, excepto Aphrodite, que se murió de miedo y salió pitando de la escuela hace dos días porque puede que, de repente, se haya vuelto otra vez humana; y Stevie Rae, que se fue corriendo detrás de ella porque es muy posible que fuera la causante de la rehumanización de Aphrodite el día en que yo invoqué el círculo y la transformé de espeluznante chica muerta no muerta en la chica de siempre pero, además, con un extraño tatuaje rojo.
—Sea como sea —continué diciendo yo en voz alta—, te las has arreglado para cabrear a todos los que se han cruzado en tu vida. ¡Bien hecho!
En realidad el labio había comenzado a temblarme y sentía el ardor de las lágrimas a punto de salir. Pero no. Berrear hasta ponerme los ojos rojos no serviría de nada. Quiero decir que, en serio: de haber servido verdaderamente para algo, mis amigos y yo nos habríamos dado un beso y habríamos hecho las paces hace ya días. (Vale, lo del beso no va en sentido literal). Pero bueno, al final tendría que enfrentarme a ellos y tratar de enderezar las cosas.
Aquella noche de finales de diciembre era fría y estaba ligeramente nublada. Las farolas de gas alineadas a lo largo de la acera desde el establo y la residencia de estudiantes hasta el edificio principal de la escuela brillaban con un precioso halo de luz amarilla de aspecto antiguo. De hecho, todo el campus de la Casa de la Noche estaba espléndido: siempre me daba la impresión de que todo aquello pertenecía al mundo de la leyenda del rey Arturo más que al siglo veintiuno. Y a mí siempre me había encantado estar allí, me recordé a mí misma. Era mi hogar, el lugar al que sentía que pertenecía. Arreglaría las cosas con mis amigos y todo volvería a ser como antes.
Me estaba mordiendo el labio, pensando en exactamente cómo iba a encarrilar las cosas con los míos, cuando de repente un extraño ruido interrumpió el hilo de mi pensamiento. Era un ruido extraño: tenía algo que me produjo un escalofrío en toda la espalda. Alcé la vista. No vi nada cerca, aparte de la oscuridad, el cielo y las ramas desnudas de los enormes robles a lo largo de la acera. Por un instante me estremecí y sentí un frío de ultratumba; era como si la dulce y nublada noche se hubiera transformado en una noche negra y malévola.
Un momento: ¿«negra y malévola»? ¡Pero eso era una estupidez! Lo que había oído no podía ser más siniestro que el soplo del viento entre los árboles. ¡Jolines, sí que se me iba la olla!
Hice un gesto en silencio para mí misma y seguí caminando, pero no había dado ni dos pasos cuando volvió a ocurrir. El extraño ruido que se produjo justo encima de mí, de hecho, sacudió de tal modo el aire que sentí una especie de golpe de viento en la piel. El aire que me había azotado parecía estar diez grados más frío que el resto. Alcé automáticamente la mano creyendo que sería un murciélago, una araña o cualquier cosa escalofriante de esas.
No toqué nada en absoluto y, sin embargo, fue una nada gélida que me cortó y me hizo daño. Muerta de miedo, grité y me llevé la mano al pecho. Por un momento no supe qué hacer; tenía el cuerpo entumecido de puro terror. El ruido era cada vez más alto y el frío cada vez más intenso, pero por fin conseguí moverme. Agaché la cabeza e hice lo único que se me ocurrió: correr hasta la puerta de entrada a la escuela más próxima.
Entré, cerré deprisa y, sin dejar de jadear, me di la vuelta para mirar por la ventana arqueada que había en el centro de la gruesa puerta de madera. La noche se transformaba y giraba ante mi vista como pintura negra que goteara de una página oscura. Aun así, en mi interior quedaba un terrible sentimiento de miedo y de frío. ¿Qué estaba ocurriendo? Casi sin darme cuenta de lo que hacía, susurré:
—¡Fuego, ven a mí! ¡Necesito tu calor!
El elemento respondió al instante. Calentó el aire a mi alrededor con el sereno ardor del corazón del fuego. Yo seguía mirando por la ventana y apretando las palmas de las manos contra la madera áspera de la puerta.
—Ahí fuera —murmuré—. ¡Envía tu calor ahí fuera también!
Con un silbido, el calor pasó de mí, a través de la puerta, hacia fuera. Entonces se produjo una especie de siseo: como si se levantara vapor de agua del hielo seco. La niebla giró, espesa y turbia, y me produjo un mareo y un vértigo que me dio náuseas, pero por fin la extraña oscuridad comenzó a evaporarse. El calor venció al frío y, con la misma rapidez con la que todo había comenzado, la noche volvió a tornarse tranquila y silenciosa.
¿Qué había ocurrido?
Me picaba la mano, así que bajé la vista desde la ventana. Observé el dorso: lo tenía todo lleno de cortes, como si alguien hubiera estado arañándome con unas garras o unas zarpas. Me rasqué con furia las marcas rojas, que me picaban igual que si me hubieran marcado al fuego.
Entonces tuve un fuerte y sobrecogedor presentimiento, y supe con el sexto sentido que me había otorgado la diosa que no debía estar allí sola. El frío que había teñido la noche, la cosa fantasmal que me había perseguido hasta el interior de la escuela y que me había arañado la mano inundaba mi alma en ese momento con un terrible presagio, y por primera vez en mucho tiempo estaba verdadera y completamente aterrada. No por mis amigos. Ni por mi abuela o por mi ex novio humano. Ni siquiera por mi madre, que seguía tan alejada de mí. Por quien tenía miedo era por mí. No solo deseaba la compañía de mis amigos: la necesitaba.
Así que, sin dejar de restregarme la mano, obligué a mis piernas a moverse. Porque en aquel momento supe, sin ningún género de duda, que prefería enfrentarme al dolor y a la desilusión que pudieran provocarme mis amigos que a cualquier cosa negra que pudiera esperarme al amparo de la noche.
Por un segundo vacilé junto a las puertas abiertas del comedor (también llamado «cafetería»), repleto en ese momento; me quedé contemplando lo felices que parecían todos allí charlando, y me sentí casi abrumada por el deseo repentino de ser un simple iniciado cualquiera como ellos, de no tener mis extraordinarias habilidades ni las responsabilidades que conllevan. Por un segundo deseé con tal intensidad ser normal que me costó respirar.
Pero entonces sentí el suave roce del viento sobre la piel, que pareció calentarme con el fuego de una llama invisible. Capté un soplo del océano, aunque sin lugar a dudas no hay ningún mar cerca de Tulsa, Oklahoma. Oí el canto de un pájaro y la fragancia de la hierba recién cortada. Y mi espíritu tembló con silencioso júbilo interior al reconocer el poderoso don de la afinidad con cada uno de los elementos que me había otorgado la diosa: el don de la afinidad con el aire, el fuego, el agua, la tierra y el espíritu.
Yo no era normal. No era como los demás, ya fueran iniciados o vampiros, y era un error desear ser otra cosa. Y mi ser no normal me ordenaba que entrara en el comedor y tratara de hacer las paces con mis amigos. Estiré la espalda y los busqué con la mirada por la cafetería, con los ojos libres de cualquier expresión de autocompasión. Enseguida encontré a mi grupo de amigos íntimos, sentados en nuestro banco de siempre.
Respiré hondo y atravesé a toda prisa el sitio. Asentí y sonreí en dirección a los chicos que me saludaban al verme pasar. Noté que todo el mundo reaccionaba ante mi presencia con la mezcla de respeto y temor de siempre, lo cual significaba que mis amigos no habían estado hablando mal de mí por ahí. Y significaba también que Neferet no se había lanzado a un ataque frontal y abierto contra mí. Todavía.
Cogí una ensalada y un refresco de cola y, aferrándome a la bandeja con tales nervios que se me pusieron los nudillos blancos, me dirigí directamente a nuestra mesa y tomé asiento en mi sitio de siempre, al lado de Damien.
Al principio nadie me miró, pero la charla que mantenían perdió toda su espontaneidad al instante, que es una cosa que yo detesto. Quiero decir que, ¿qué puede haber más horrible que acercarte a los que supuestamente son tus amigos y ver que se callan de repente de manera que queda claro que estaban hablando de ti? ¡Aj!
—Hola —dije yo en lugar de salir corriendo o romper a llorar, que es lo que había querido hacer.
Nadie respondió.
—Bueno, ¿qué pasa? —pregunté, mirando a Damien.
Por supuesto, yo sabía que mi amigo era el punto más débil de la cadena de silencio que habían pactado para no dirigirme la palabra.
Desgraciadamente, fueron las gemelas las que contestaron, y no mi amigo Damien que, al ser homosexual, es más atento y sensible.
—Ni una mierda, ¿no es eso, gemela? —dijo Shaunee.
—Exacto, gemela, no pasa ni una mierda. Porque no se nos puede contar ni una mierda —respondió Erin—. Gemela, ¿sabías que no somos de fiar?
—No lo he sabido hasta hace muy poco, gemela. ¿Y tú? —preguntó Shaunee.
—Yo tampoco lo he sabido hasta hace nada —terminó Erin.
Bueno, la verdad es que las gemelas no son exactamente gemelas. Shaunee Cole es de origen jamaicano, con la piel del color del caramelo, y creció en la Costa Este. Erin Bates es una preciosa rubia nacida en Tulsa. Se conocieron después de ser marcadas y mudarse a la Casa de la Noche exactamente el mismo día. Y conectaron al instante: es como si la genética y la geografía jamás hubieran tenido la menor importancia. Literalmente hablando, la una termina la frase de la otra. Y en ese momento ambas me miraban con idéntica expresión enfurruñada y suspicaz.
¡Demonios!, esa actitud ya me estaba cansando.
Me ponía enferma. Cierto, me había guardado secretos que no les había contado. Y sí, les había mentido. Pero era porque me había visto obligada a hacerlo. Bueno, en su mayor parte. Pero su actitud de santurronas me estaba poniendo de los nervios.
—Gracias por ese comentario tan encantador, pero en realidad se lo preguntaba a alguien que no necesita contestar en versión estéreo, al estilo de la odiosa Blair de Gossip Girl —respondí yo. Aparté la vista de ellas y la dirigí directamente a Damien, a pesar de que podía oírlas aspirar el aire y contener el aliento, dispuestas a soltar algo que esperaba que lamentaran algún día—. Bueno, en realidad lo que quería preguntarte es si has notado algo raro últimamente por ahí fuera; algo aterrador, como un fantasma o una especie de sacudida extraña. ¿Qué?, ¿has notado algo, o no?
Damien es un chico alto y mono de verdad, con un cuerpo estupendo y unos ojos marrones cálidos y expresivos que, en ese momento, sin embargo, demostraban desconfianza y mucha frialdad.
—¿Una especie de sacudida fantasmal? —repitió él—. Lo siento, pero no tengo ni idea de qué estás hablando.
El corazón se me encogió en un puño ante su tono de voz helado, pero me dije que al menos había contestado a mi pregunta.
—Algo me ha atacado, por decirlo de algún modo, de camino aquí desde los establos. En realidad no he visto nada, pero estaba frío y me ha hecho un enorme corte en la mano.
Alcé la mano para enseñarle el corte, pero no quedaba nada.
Genial.
Shaunee y Erin soltaron cada una un bufido al mismo tiempo. Damien esbozó una expresión muy, muy triste. Yo abrí la boca para explicarles que solo unos segundos antes tenía un corte en la mano, pero entonces Jack llegó corriendo.
—¡Eh, hola! Siento llegar tarde, pero al ir a ponerme la camisa me he encontrado con una mancha gigantesca. ¿Os lo podéis creer? —dijo Jack a toda prisa y con la bandeja de la comida en la mano, mientras se sentaba en su sitio, al otro lado de Damien.
—¿Una mancha? ¿No será en la preciosa camisa azul de manga larga de Armani que te regalé por Navidad, verdad? —preguntó Damien al tiempo que se echaba a un lado para hacerle sitio a su novio.
—¡Ohdiosmío, no! Jamás me he manchado esa camisa con nada. La adoro, y no… —continuó Jack, que comenzó a tartamudear y finalmente se interrumpió al desviar la vista de Damien a mí. Luego tragó y por último añadió—: Eh… ah… hola, Zoey.
—Hola, Jack —contesté yo con una sonrisa.
Jack y Damien salen juntos. Sí, son gais. Pero a mis amigos y a mí, y a cualquiera que no sea ni estrecho de miras ni esté lleno de prejuicios, nos parece bien.
—No esperaba verte —continuó Jack balbuceando—. Creía que aún estabas… eh… bueno…
La voz de Jack se desvaneció. Parecía sentirse muy incómodo, y se puso muy colorado.
—¿Creías que aún seguía escondida en mi dormitorio? —dije yo, terminando la frase por él.
Jack asintió.
—Pues no —negué yo con firmeza—. Eso ya se acabó.
—Bueno, pues… —comenzó a decir Erin.
Pero antes de que Shaunee pudiera entrar en escena para coincidir con ella, como era habitual, se oyó una risa sexi y descarada a nuestra espalda, procedente del pasillo, y todo el mundo se giró y se quedó mirando en esa dirección con la boca abierta.
Aphrodite entró en la cafetería, riéndose nerviosamente y coqueteando con Darius, un guerrero de los Hijos de Érebo más jóvenes y sexis que custodiaban la Casa de la Noche. Al ver que todos la miraban, nos ofreció el espectáculo de una de sus excelentes sacudidas de melena. Siempre se le había dado bien hacer varias cosas al mismo tiempo, pero yo me quedé absolutamente impresionada ante lo natural, lo molona y lo tranquila que parecía. Dos días antes casi se había muerto y había salido disparada, completamente aterrada, porque la luna creciente de color zafiro que aparece en la frente de todos los iniciados para señalar el comienzo de la transformación que acabará convirtiéndolos en vampiros o matándolos había desaparecido.
Lo cual significaba que, de algún modo, Aphrodite volvía a ser humana.