Coronación de Erec

Unos se van, otros se vuelven. Erec y Guivrete no se quedan, sino que emprendieron con alegría el camino, hasta que llegaron al castillo donde les indicaron que estaba el rey. La víspera estaba el rey orando: con él, en privado en sus habitaciones, sólo había quinientos nobles de su casa; nunca fue encontrado el rey tan solo; estaba muy preocupado porque no tenía gente en la corte. En esto llega un mensajero que aquéllos habían mandado por delante para anunciar al rey su llegada: va de inmediato ante la compañía y encuentra al rey y a toda su gente, los saluda como prudente y dice: «Señor, soy mensajero de Erec y Guivrete el Pequeño». Después le ha contado y dicho que venían a la corte a verle. El rey le contesta: «Sean bienvenidos, como nobles valientes y esforzados: no conozco en ningún lugar a nadie mejor que ellos dos; con ellos mejorará mucho mi corte». Entonces ha enviado a buscar a la reina y le ha dicho las nuevas. Los demás hacen ensillar, para ir al encuentro de los nobles; no se calzaron espuelas, tanto se apresuraron en montar.

Brevemente os quiero decir y contar que ya había llegado al burgo el cortejo de la gente menuda, criados, cocineros y botelleros, para preparar el alojamiento; la gran compañía venía detrás. Se han acercado tanto que ya han entrado en la ciudad; ahora se encuentran todos, se saludan y se besan. Llegan a los alojamientos, se acomodan, se desvisten y se preparan y se ponen sus hermosas vestiduras; cuando ya estuvieron dispuestos, acudieron a la corte. Llegan a la corte, el rey los ve, y también la reina, que se hace a una lado para abrazar a Erec y a Enid: saltaba como un pájaro de lo contenta que estaba. Todos se esfuerzan en regocijarse con ellos y el rey manda imponer tranquilidad; después, le pregunta a Erec y le pide que cuente las nuevas de sus aventuras.

Cuando se apaciguó el murmullo, Erec comienza su cuento: narra sus aventuras, sin olvidarse de ninguna. ¿Queréis que os diga qué acogida le depararon? No, pues bien sabéis la verdad de eso y de otras cosas, tal como yo os las he expuesto: contarlas me sería pesado, pues el cuento no es breve y habría que volver a empezar y poner las palabras tal como él las contó y dijo: de los tres caballeros a los que venció, después de los cinco, y después, el conde que quiso hacerle tan gran deshonra, después habló de los gigantes; todo por orden, poco a poco, les contó sus aventuras hasta que le partió la frente al conde que estaba sentado para comer y cómo recobró su caballo destrero.

—Erec —dice el rey—, buen amigo, quedaos en esta tierra, en mi corte, tanto como deseéis.

—Señor, ya que vos lo queréis, me quedaré con mucho gusto dos o tres años completos, pero rogadle también a Guivrete que se quede, os lo ruego.

El rey le pide que se quede y éste se lo concede. Así se quedan ambos: el rey los retiene consigo y los trata con mucho afecto y honra.

Erec estuvo en la corte, con Guivrete y Enid, hasta que murió su padre el rey, que era viejo y de mucha edad. Al punto se pusieron en marcha los mensajeros; los nobles que fueron a buscarle, los más altos hombres de su tierra, tanto preguntaron por él y lo buscaron, que lo encontraron en Tintangel, ocho días antes de Navidad. Le dijeron la verdad, qué le había pasado a su padre, viejo anciano, que había muerto y fallecido. A Erec le pesó mucho más de lo que con el rostro mostró a las gentes, pero el dolor de rey no es hermoso, ni conviene a rey mostrar aflicción. En Tintangel, donde estaba, hizo que cantaran vigilias y misas, prometió y cumplió promesas, tal como las había prometido, con casas de Dios y con iglesias. Muy bien hizo lo que tenía que hacer: buscó más de ciento sesenta y nueve pobres desamparados y los hizo vestir completamente de nuevo; a pobres clérigos y sacerdotes les dio —justicia fue— capas negras y cálidas pellizas para debajo. Por Dios hizo gran bien a todos: a los que tenían necesidad, les dio más de un sextero de dineros.

Cuando hubo repartido sus bienes, después obró con sabiduría, pues del rey volvió a tomar su tierra; después le rogó y pidió que lo coronara en su corte. El rey le respondió que se dispusiera pronto, pues serían coronados los dos, él y su mujer con él, la Navidad que llegaba, y dijo: «Debemos ir de aquí a Nantes, en Bretaña; allí llevarán la enseña real, la corona de oro y el cetro en el puño: os otorgo este don y este honor». Erec le dio las gracias al rey y dijo que le había dado mucho. Al llegar la Navidad, el rey reúne a todos sus nobles; ordena venir a uno por uno y hace que vengan las damas: a todos se lo ordenó, no faltó ninguno; y Erec hizo venir a muchos: hizo venir a muchos y acudieron más de los que él pensaba, por servirle y honrarle. No sé deciros ni contaros quién fue cada uno, ni sus nombres, pero viniera quien viniera, Erec no olvidó ni al padre ni a la madre de mi señora Enid. A él lo llamó el primero y acudió a la corte con mucha riqueza, con ricos nobles y señores de castillos, no tenía acompañamiento de capellanes, ni de gente loca o necia, sino de buenos caballeros y de gente muy bien dispuesta. Cada día hacen una gran jornada; cabalgaron tanto cada día que con gran gozo y con gran honor llegaron la víspera de Navidad a la ciudad de Nantes.

No se detuvieron en ningún sitio, entraron en la sala alta; Erec y Enid los ven, van a su encuentro, no esperan, los saludan y abrazan, les hablan con mucha dulzura y muestran alegría, tal como debían. Cuando se hubieron regocijado, se cogieron las manos los cuatro y fueron ante el rey; lo saludan y también a la reina que estaba sentada al lado suyo. Erec tenía por la mano a su huésped y dijo:

—Señor, he aquí a mi buen huésped y a mi buen amigo, que me honró tanto que me hizo señor de su casa: antes de que me conociera de nada, me dio alojamiento muy bueno, me entregó todo lo que tenía, incluso me dio a su propia hija, sin recompensa y sin tomar consejo de nadie.

—Y ¿quién es la dama que hay a su lado, amigo? —pregunta el rey.

Erec no le oculta nada:

—Señor —le responde—, de esa dama os digo que es madre de mi mujer.

—¿Es su madre?

—Sí, señor.

Ciertamente, puedo decir bien que debe ser muy gentil y bella la flor que sale de tan hermosa planta, y aún mejores de lo que se podría pensar sus frutos, pues lo bueno, bien huele. Es bella Enid y bella debe ser, por razón y justicia, pues su madre es una dama muy hermosa y buen caballero tiene en su padre: en nada les ha mentido, pues mucho se parece a ambos en muchas cosas.

Aquí se calla el rey y descansa; les ordena que se siente; no desoyen su orden: al punto se han sentado todos. Ahora tiene Enid una gran alegría, pues ve a su padre y a su madre, a quienes hacía mucho tiempo que no había visto. Mucho le ha aumentado el gozo, le resultaba agradable y le plugo mucho y mostró cuanta alegría pudo; pero no pudo mostrar tal alegría que aún no la tuviera mucho mayor; yo no quiero decir nada más por ahora, pues el corazón me lleva hacia la gente que estaba allí reunida de muy variadas tierras.

Hubo allí bastantes condes y reyes, normandos, bretones, escoceses, ingleses de Inglaterra y de Cornualles; hubo allí muy rica nobleza, pues de Gales hasta Anjou, en Alemania o en Poitou, no hubo caballero de gran valor, ni gentil dama de buen aire que no estuviera en la corte de Nantes, por lo menos los mejores y más gentiles, pues el rey los ha convocado a todos.

Escuchad ahora, si así lo deseáis: cuando toda la corte estuvo reunida, antes de que sonara la hora de tercia, el rey Artús armó caballeros a cuatrocientos y aún a más; todos eran hijos de condes y de reyes: a cada uno le dio tres caballos y tres pares de vestidos, para que su corte resplandeciera más. El rey fue muy espléndido y generoso: no dio mantos de sergas, ni de conejo, ni de ligera lana, sino de jamete y de armiño, de veros y de buena seda, con listas de orifrés, gruesas y abultadas. Alejandro, que tanto conquistó, que dominó a todo el mundo, que fue tan generoso y rico, fue, con respecto al rey, pobre y tacaño; César, el emperador de Roma, y todos los reyes que se os nombran, en los dichos y en los cantares de gesta, no dieron tanto en una fiesta como el rey Artús dio el día que coronó a Erec; ni se atrevieron a gastar tanto César y Alejandro como éste gastó en la corte. Se extendieron los manteles, sin obstáculo, por todas las salas; se sacó todo de las arcas y quien quiso tomó sin límite.

En medio de la corte, había, sobre un tapiz, treinta modios de esterlinas blancas, pues desde tiempos de Merlín hasta entonces corrían por toda Bretaña las esterlinas.

Allí tomaron recompensa todos: aquella noche se llevó cada uno a su alojamiento tanto como quiso.

A la hora de tercia, el día de Navidad, se reunieron todos allí; Erec tenía el corazón lleno por la gran alegría que se le acercaba. No podrían contar, lengua ni boca de nadie —por mucho que supiera de arte— un tercio, ni un cuarto ni una quinta parte del lujo que hubo en su coronación. Gran locura voy a emprender intentando describíroslo; y ya que me es necesario hacerlo, y es cosa que se puede hacer, no dejaré de decir al menos una parte, según mi entendimiento.

En la sala había dos tronos de marfil, blancos, hermosos y nuevos, iguales, del mismo tamaño. El que los hizo, sin duda, era diestro e ingenioso, pues los hizo tan parecidos en altura, anchura y aspecto que por más que mirarais alrededor para distinguirlos, no encontraríais nada en uno que no estuviera en el otro. Y no había en ellos nada de madera, sino que todo era de oro y de puro marfil; estaban muy bien labrados, pues las dos patas de un lado parecían leopardos y las otras dos, cocodrilos. Un caballero, Bruián de las Islas, los había regalado y ofrecido al rey Artús y a la reina.

El rey Artús se sentó en uno, en el otro hizo que se sentara Erec, que iba vestido con un mujayar. Leyendo, hemos encontrado en la historia la descripción del vestido: se aduce como testimonio a Macrobio que se ocupó de la historia y que la había oído, yo no miento. Macrobio me enseña a describir, tal como la he encontrado en el libro, la labor del tejido y su aspecto. Lo habían hecho cuatro hadas con gran conocimiento y habilidad. La primera representó a Geometría, tal como observa y mide, con el cielo y la dura tierra, de forma que no faltó nada; y cómo calcula después el bajo y el alto, el ancho y el largo; y luego, observa el mar, cómo era de grande y profundo, y cómo mide el resto del mundo; esta labor puso la primera de las hadas. La segunda se esforzó en representar a Aritmética y se esforzó en hacerlo muy bien: cómo numera, según el sentido, los días y las horas y las aguas del mar gota a gota y después toda la arena y las estrellas, por completo; bien sabe decir la verdad al respecto, y cuántas hojas hay en un bosque; en ningún número se equivocó, ni mentirá en nada, pues sabe mucho de ello: tal era la obra de Aritmética. La tercera labor era de Música, con la que se emparejan todos los entretenimientos: canto y discanto, [y sonido de cuerda] de arpa, de rota y de viola; esta labor era buena y hermosa, pues delante estaban todos los instrumentos y cosas agradables. La cuarta, que trabajó después, llevó a cabo un trabajo muy bueno, porque representó a la mejor de las artes: se ocupó de la Astronomía, que hace tantas maravillas y que se aconseja con las estrellas, con la luna y con el sol. No toma consejo de ninguna otra cosa que haya en cualquier lugar; aquéllas le dan buen consejo de cuantas cosas les pregunta, de cuanto fue y de cuanto será, a la fuerza lo tienen que saber, sin mentir ni engañar.

Esta obra estaba representada, en la tela de la que estaba hecho el vestido de Erec, trabajada y tejida con hilo de oro. La piel, que lo forraba, era de unos extraños animales, de cabeza rubia y cuerpo negro como mora, de lomo rojo por encima y panza negra y cola de color índigo; tales animales nacen en India y se llaman bestezuelas, sólo comen pescado, canela y clavo fresco. ¿Qué os diré del manto? Era muy rico, bueno y hermoso; cuatro piedras tenía en el broche: en un lado, dos crisolitas y en el otro, dos amatistas, que estaban engastadas en oro.

Enid no había llegado aún al gran salón: cuando el rey ve que se retrasa, le ordena a Galván que vaya a buscarla, para llevarla a la gran sala. Galván corre en su busca, no fue lento, con el rey Garoduán y el generoso rey de Gavoie; Guivrete el Pequeño le acompaña y detrás va. Ydier, el hijo de Nut; también acudieron allí otros nobles, escoltando a las damas, con los que se podría destruir un ejército, pues había más de un millar.

La reina se esforzó en embellecer a Enid lo más que pudo. La han llevado a la gran sala, a un lado Galván el cortés y al otro, el generoso rey de Gavoie, que la quería mucho por Erec, que era sobrino suyo. Cuando llegaron a la gran sala, acude a recibirlos corriendo el rey Artús y con nobleza ha sentado a Enid junto a Erec, pues quería hacerle una honra muy grande. Luego, ordenó sacar de su tesoro dos coronas, macizas y de oro puro. Apenas lo había ordenado y dicho, le trajeron las coronas sin más tardanza, adornadas con carbunclos, que había cuatro en cada una. Nada es la claridad de la luna comparada con la claridad que podía dar el más pequeño de los carbunclos: por la luz que arrojaban, todos los que había en la gran sala, se espantaron mucho, pues de pronto no veían nada; incluso el rey se espantó y, no obstante, se alegró mucho al ver aquellas coronas tan brillantes y bellas. Hizo que una la tomaran entre dos doncellas y la otra dos nobles. Después ordenó que avanzaran los obispos y priores y los religiosos abades, para ungir al nuevo rey, según la ley cristiana.

Ya han avanzado todos los prelados, jóvenes y viejos, porque en la corte había bastantes clérigos, obispos y abades. El propio obispo de Nantes, que era hombre muy justo y santo, consagró al rey novel, con mucha santidad y de forma muy hermosa y bella, y le puso la corona en la cabeza. El rey Artús hizo que trajeran un cetro que era muy estimado; oíd cómo era el cetro: era más transparente que el cristal, hecho con una sola esmeralda, y tenía de grueso el tamaño de un puño. Me atrevo a deciros la verdad, pues en el mundo no hay ninguna clase de pez, animal salvaje, hombre o pájaro volador, que —según su propia imagen— no estuviera representado allí y tallado.

El cetro fue entregado al rey, que lo contempló admirado y, sin tardar más, el rey Erec se lo puso en la mano derecha: ya era rey tal como debía ser; después han coronado a Enid. Habían tocado a misa, van a la iglesia mayor a oír misa y el oficio religioso; después van al obispado a rezar. De gozo veríais llorar al padre y a la madre de Enid, que se llamaba Tarsenesida; tal nombre tenía, en verdad, su madre y su padre se llamaba Licorante: ambos estaban muy contentos.

Cuando llegaron al obispado, salieron a buscarlos con reliquias y tesoros, con la cruz, con las Escrituras, con incensarios, todos los monjes del monasterio y con santos cuerpos, pues en la iglesia tenían muchos: todo lo sacaron al encuentro y hubo bastantes cantos. Nunca vio nadie tantos reyes, condes, duques y nobles en una misa; la muchedumbre era grande y abundante, pues la iglesia se llenó: no pudieron entrar villanos, sólo damas y caballeros.

A la puerta de la iglesia quedaron bastantes, tal cantidad se había reunido, que no pudieron entrar en el templo. Después de oír toda la misa, regresan al castillo. Todo estaba dispuesto, colocadas las mesas y tendidos los manteles: hubo quinientas mesas, y aún más; no os quiero obligar a que lo creáis, puede parecer mentira que en una sala fueran puestas en fila todas las mesas; no digo eso. Hubo cinco salones llenos, de forma que, con dificultad, había sitio para pasar entre las mesas.

En cada mesa había, en verdad, o rey, o duque, o conde, y cien caballeros contados tenían asiento en cada mesa. Mil caballeros servían el pan, mil el vino, mil la comida, todos vestidos con túnicas de armiño nuevas. De los diversos manjares que fueron servidos aunque no os lo diga, sabría daros razón; pero tengo que comprobarlos. [Para qué contar la comida; tuvieron en abundancia, sin peligro, con gran alegría y en cantidad fueron servidos según el deseo de cada uno.

Cuando terminó la fiesta, el rey clausuró la reunión de reyes, duques y condes, de los que era grande la suma, y de otras gentes y de gentes menudas, que acudieron a la fiesta. Les ha dado generosamente caballos, armas y dinero, tejidos y sedas de muchas clases, porque era muy generoso y por Erec, al que amaba tanto.

Aquí acaba el cuento.

FIN DEL ROMAN DE EREC Y ENID