Han cabalgado desde el amanecer hasta la caída de la tarde, siguiendo el camino, durante más de treinta leguas galesas, hasta llegar a la atalaya de un fuerte castillo, rico y hermoso, encerrado en una muralla reciente; alrededor, lo rodeaba un río tan profundo, tumultuoso y bravo como una tempestad. Erec se detiene a contemplarlo para preguntar y saber si alguien le podía decir la verdad de quién era el señor del castillo:
—Amigo, ¿me sabríais decir —le pregunta a su buen compañero— cómo se llama este castillo y de quién es? Decidme si es de conde o de rey; ya que me habéis traído aquí, decídmelo, si lo sabéis.
—Señor —le responde—, lo sé muy bien y os diré la verdad al respecto: el castillo se llama Brandigán y es tan bueno y hermoso que no puede ser dote ni de rey ni emperador. Si Francia, [Inglaterra] y todo el poder real y todos los que hay hasta Lieja, estuvieran alrededor asediándolo, no lo conseguirían tomar en su vida, pues la isla en la que se asienta el castillo tiene más de quince leguas y en su campo crece todo cuanto es necesario para un rico castillo: frutas, trigo, vino se dan allí, y no faltan ni bosque ni ribera; no temen ser asaltados por ningún sitio y nada podría hacerles pasar hambre. Lo hizo amurallar el rey Evraín, que lo tuvo todos los días de su vida y lo tendrá el tiempo que le queda; pero no lo hizo amurallar porque temiera a nadie, sino porque el castillo sería así más bello: si no tuviera muros o torres, y sólo el río que corre alrededor, sería tan seguro que no temería a nadie.
—¡Dios! —exclama Erec—, ¡qué gran riqueza! Vayamos a ver la fortaleza y haremos que nos alojen en el castillo, pues quiero descabalgar allí.
—Señor —le responde aquel a quien mucho le pesaba—, si no os enoja, no descabalgaremos allí: pasar por el castillo es muy malo.
—¿Malo? —pregunta Erec—, ¿lo sabéis? Sea lo que sea, decídnoslo, pues con mucho gusto lo sabría.
—Señor —le responde—, temo que sufrierais algún daño. Sé que tenéis en el corazón tal valentía y bondad que en cuanto yo os haya contado lo que sé de la aventura, que es muy peligrosa y arriesgada, vos querríais ir allí. He oído decir a menudo, que desde hace por lo menos siete años no ha vuelto nadie del castillo que hubiera ido a él en busca de la aventura; a él han acudido caballeros bravos y valerosos de muchas tierras. Señor, no lo tengáis por juego; por mí no lo sabréis, y prometedme, por el amor que me habéis jurado, que no me vais a preguntar por la aventura de la que nadie vuelve sin recibir afrenta y muerte.
Ahora oye Erec algo que le apetece. Le ruega a Guivrete que no le parezca mal y le dice:
—¡Ay!, buen dulce amigo, permitid que nos alojemos en el castillo, que no os moleste: ya es hora de tomar alojamiento, por eso quiero que no os pese y que si en algo me crece la honra, deberíais tenéroslo por muy bueno. Sólo os pido que me digáis el nombre de la aventura, del resto quedáis libre.
—Señor —le contesta—, no puedo callar sin deciros lo que queréis. El nombre es muy hermoso de nombrar, pero difícil de llevar a cabo, pues nadie puede escapar con vida. La aventura se llama —eso os agradará— la Alegría de la Corte.
—¡Dios! En alegría sólo hay bien —exclama Erec; eso busco. No intentéis retenerme, buen amigo, en esto ni en ninguna otra cosa; alojémonos allí, pues podemos alcanzar con ello un gran bien. Nada me podría retener e impedir que fuera en busca de la Alegría.
—Señor —le responde—, que Dios os escuche y que podáis encontrar alegría y volver sin dificultades: veo que vais a ir. Ya que no puede ser de otra manera, vayamos: nos alojaremos allí; pues ningún caballero de alto mérito —según he oído contar y decir— puede entrar en el castillo, si quiere albergarse en él, sin que el rey Evraín no lo acoja; tan gentil y franco es el rey que ha hecho proclamar con bando entre sus burgueses, por lo más querido que cada uno tenga, que no alojen en sus casas a ningún noble hombre que venga de fuera, para que él mismo pueda así honrar a todos los hombres nobles que quieran alojarse allí.
Así van hacia el castillo, pasan las barreras y el puente, hasta superar los límites, y las gentes que se han aglomerado por las calles en gran tropel, ven a Erec, que es tan hermoso, que piensan y creen que todos los demás son parecidos a él. Admirados lo contemplan todos; la ciudad toda se ha estremecido y temblado de lo que murmuran y hablan; incluso las doncellas que bailan con sus propios cantos, lo han dejado y han cesado; todas a la vez lo miran y se persignan por su gran belleza; de forma admirable se lamentan por él:
—¡Ay! ¡Dios! —dice una a otra—, ¡desdichada! Este caballero que pasa por aquí va a la Alegría de la Corte. Triste estará antes de que pueda volverse: nadie vino de otra tierra en busca de la Alegría de la Corte sin que recibiera por ello afrenta y daño y sin que dejara la cabeza en prenda.
Después, para que lo oiga, dicen en voz alta:
—¡Dios te proteja, caballero, de cualquier desgracia!; eres muy hermoso y tu belleza es muy de lamentar, pues mañana la veremos extinguirse: mañana te llegará la muerte; mañana morirás sin remisión, si Dios no te protege y defiende.
Erec lo oye sin dificultad y ha escuchado lo que de él decían en toda la ciudad: se lamentaban por él más de siete mil, pero nada puede hacer que se inquiete. Sigue su camino sin entretenerse, saludando con amabilidad a todos y a todas; y todos y todas lo saludan. La mayoría sudan de miedo, pues temen que no logre sino su muerte o su deshonra. Sólo de ver su aspecto, su gran belleza y su aire, ha conseguido los corazones de todos, de forma que temen su desgracia, todos, caballeros, damas y doncellas.
El rey Evraín ha oído la noticia de que a la corte llegaban gentes con gran cortejo y que por el arnés, parecía que su señor fuera conde o rey. El rey Evraín sale a su encuentro en medio de la calle, y los saluda:
—¡Sea bienvenido este cortejo, su señor y toda su gente!, ¡sed bienvenidos —les dice—, descabalgad!
Han desmontado; les tomaron y cogieron, varios, los caballos. El rey Evraín no se sintió molesto cuando vio avanzar a Enid; la saluda al punto y corrió a ayudarla a descabalgar; por la mano, que era hermosa y tierna, la sube al gran salón, y con nobleza la invita; la honra en todo lo que puede, pues sabía hacerlo bien y con buenas formas, sin necedades y sin malos pensamientos; hizo que perfumaran una habitación con incienso, mirra y áloe: al entrar, le han alabado al rey Evraín la buena acogida. Entran en la habitación juntos, tal como les llevaba el rey, que sentía gran gozo por ellos.
Pero, ¿por qué contaros [las pinturas], los bordados de las telas de seda que embellecían la habitación? Neciamente perdería el tiempo y no lo quiero gastar; sin embargo, quiero detenerme un poco, porque quien siempre sigue el camino recto, a veces se desvía: por eso quiero pararme. El rey mandó preparar la cena, cuando fue momento y a su hora. Aquí no quiero retrasarme, si puedo encontrar camino más recto: todo cuanto corazón y boca pueden desear, lo tuvieron en abundancia aquella noche: aves y caza, fruta y vino de varias clases; pero pronto pasó la buena cara, que es lo más dulce de todo, la buena cara y el buen deseo. Fueron servidos con mucha alegría, hasta que Erec, de repente, dejó de comer y beber, y comenzó a acordarse de lo que más tenía en el corazón: se acordaba de la Alegría y ha puesto en marcha las palabras; el rey Evraín las ha retenido.
—Señor —le dice—, ya es tiempo de que os diga lo que pienso y por qué he venido. Me he abstenido de decirlo durante mucho rato, ya no lo puedo ocultar: pregunto por la Alegría de la Corte, pues nada deseo tanto. Concedédmela, sea lo que sea, si podéis hacerlo.
—Ciertamente —le contestaba el rey— buen amigo, de forma alocada os oigo hablar. Es ésta una cosa muy dolorosa, pues desgraciados ha hecho a muchos nobles caballeros. Vos mismo, a fin de cuentas, seréis muerto y puesto en mala situación si no queréis creer mi consejo. Pero si queréis creerme, os aconsejaría que renunciarais a preguntar cosa tan grave, que no vais a conseguir llevar a término; no habléis más de ello, callaos; no usaríais el buen sentido si no creéis mi consejo. No me admira que busquéis honor y mérito; pero si os viera preso o empeorado en cuanto a vuestro cuerpo, mucho se me entristecería el corazón. Tened por seguro que he visto a muchos nobles caballeros, y los he recibido, que venían en busca de está Alegría: no sacaron ningún provecho de ello, antes bien, todos murieron y perecieron, antes de que el día siguiente hubiera anochecido y podéis esperarlo vos también, si emprendéis la aventura de la Alegría; lo mismo os ocurrirá, aunque os pese. Por eso os aconsejo que os arrepintáis y renunciéis, si es que deseáis alcanzar provecho. Os traicionaría y mentiría —ya os lo digo— si no os contara toda la verdad.
Erec escucha y acepta que el rey le aconseja con razón; pero cuanto mayor es la maravilla y más difícil la aventura, más la desea y más se esfuerza por emprenderla, y dice:
—Señor, os digo que os encuentro noble y leal; nada os puedo reprochar con respecto a lo que yo quiero hacer. Dejémoslo estar desde ahora, concluyamos este asunto, pues por nada, una vez emprendida la aventura, cometeré la cobardía de no utilizar todo mi poder antes de huir de la liza.
—Ya lo sabía —dice el rey—; os enfrentaréis, en contra de mi voluntad, con la Alegría que requerís, mucho lo lamento y temo mucho vuestra desgracia. A partir de ahora tendréis todo lo que deseéis: si lo lleváis a cabo felizmente, habréis conquistado un honor tal como nunca nadie consiguió uno mayor; que Dios —así lo deseo— os conceda salir felizmente.
Toda la noche hablaron de esto, hasta que se fueron a acostar, cuando las camas ya estaban preparadas. Por la mañana, cuando amaneció, Erec se despertó y ve el alba clara y el sol; y se levanta de inmediato y se prepara. Enid vuelve a enfadarse y está triste y afligida; mucho le ha aumentado con la noche el temor y el miedo que tenía por su señor, que quiere exponerse a tal peligro. Mientras tanto, él se prepara, nada puede hacerle desistir. El rey, para que se adorne el cuerpo, le envió al amanecer armas que empleó muy bien; Erec no las ha rechazado, pues las suyas estaban estropeadas, gastadas y en malas condiciones: ha cogido con gusto las armas, se hace armar en la sala. Cuando estuvo armado, desciende las escaleras abajo y encuentra su caballo ya ensillado y al rey, que estaba montado.
Todos se disponían a montar, los de la corte y los de la hueste: no queda en el castillo nadie, que pudiera andar, sin ir. Cuando se ponen en marcha se produce mucho estruendo y ruido por las calles; porque grandes y menudos, todos decían:
—¡Ay!, ¡ay! Caballero, Alegría te ha traicionado, la misma a la que tú pensabas conquistar, pero vas en busca de tu muerte y de tu propio daño.
Y no hay uno solo que no diga:
—¡Dios la maldiga a esta Alegría por la que han muerto tantos buenos caballeros. Hoy hará con éste cosas peores de las que nunca hizo, sin duda!
Erec oye y escucha la mayor parte de lo que decían las gentes, pues todos exclamaban:
—¡En mala hora naciste, hermoso caballero, gentil y diestro! En verdad no es justo que tu vida acabe tan pronto, ni que te venga ninguna desgracia por la que seáis herido o afeado.
Bien oye las palabras y lo que dicen, pero pasa de largo: no iba cabizbajo, ni tenía cara de cobarde; al parecer, mucho le tarda en ver, saber y conocer de qué tienen todos tal angustia, tal miedo y tal pena. El rey lo saca fuera del castillo, a un vergel que había cerca y todas las gentes les siguen, rogando que Dios le permita salir con alegría de este asunto.
Pero no se debe pasar, aunque la lengua se canse y se fatigue, sin que os cuente por extenso la historia verdadera de aquel vergel. El vergel no tenía alrededor ni muralla, ni empalizada, a no ser de aire; de aire está cerrado por todas partes —por nigromancia— aquel jardín, de forma que nada podía entrar en él si no entraba por un lugar determinado, como si todo estuviera cercado con hierro. Durante todo el verano y todo el invierno había allí flores y fruta madura; y la fruta tenia tal condición, que se dejaba comer allí dentro, pero era difícil sacarla fuera, pues cuando alguien quería llevársela, no lo podía hacer sin que a la salida la fruta volviera a su lugar. No hay pájaro que vuele bajo el cielo, cuyo canto agrade, entretenga y alegre al hombre, del que no se pudieran oír allí varios de cada clase. Y la tierra, en toda su extensión, no tiene especia o planta medicinal, equivalente a cualquier medicina, que allí no estuviera plantada y de la que no hubiera gran abundancia.
Allí entró la multitud por una estrecha entrada, siguiendo al rey y a todos los demás. Erec iba con la lanza en el fieltro del arzón, cabalgando por medio del vergel, y se deleitaba mucho con el canto de los pájaros que cantaban allí dentro, presentándole así la Alegría, que era la cosa que él más deseaba: pero ve una gran maravilla que podría aterrorizar al más valeroso combatiente, ya fuera Tiebaut el Esclavo, o cualquiera de los que ahora conocemos, u Opinel, o Ferragut, pues ante ellos, sobre agudas picas, había yelmos brillantes y claros, y ve expuestas bajo los cercos de los yelmos las cabezas de cada uno; pero en la última pica se ve un yelmo que aún no tenía nada, sino un cuerno de caza. No sabe qué significa aquello, pero por nada se espanta, sino que preguntó qué era aquello al rey que estaba a su lado, a la derecha. El rey le responde y le cuenta:
—Amigo, ¿sabéis qué quiere decir lo que ahí veis? Mucho os vais a espantar, si amáis vuestro cuerpo; pues la única pica que hay fuera, en la que podéis ver el cuerno colgado, ha esperado durante largo tiempo a un caballero; no sabemos a quién, si os espera a vos o a algún otro. Cuida de tu cabeza, que no sea puesta en ella, pues la pica muestra esa intención: ya os advertí antes de que vinierais aquí. No creo que salgáis jamás, a no ser muerto y despedazado. A partir de ahora sabéis que la pica espera vuestra cabeza; si llega a ser colocada en ella, como cosa que le ha sido prometida desde que la clavaron y pusieron, otra pica se fijará después de ésta y esperará hasta que venga no sé quién. Del cuerno no os diré más que nunca lo pudo sonar nadie; pero quien pueda tocarlo, alcanzará mérito y honor ante todos los de mi país; habrá hallado tal honor, que todos acudirán a honrarle y lo tendrán por el mejor de ellos. No hay nada más sobre este asunto: haced que se vuelvan vuestras gentes, pues la Alegría llegará pronto, y os hará sufrir, según pienso.
Con esto lo deja el rey Evraín; Erec se vuelve hacia Enid, que a su lado mostraba gran dolor, aunque se mantenía callada, pues dolor que se expresa por la boca, de nada vale si al corazón no toca. Y él, que conoce bien su corazón, le ha dicho:
—Bella dulce hermana, gentil dama leal y prudente, bien conozco vuestro corazón: tenéis gran miedo, ya lo veo y aún no sabéis por qué. Pero por nada os aflijáis, hasta que veáis que mi escudo está despedazado y yo, herido en mi cuerpo, y que veáis las mallas de mi loriga blanca cubiertas de sangre, y mi yelmo partido y roto, y yo, cansado y fatigado, sin poderme defender, sino que me sea necesario esperar piedad y suplicar más allá de mi voluntad. Entonces podréis mostrar vuestra aflicción, que habéis comenzado demasiado pronto. Dulce dama, aún no sabéis qué va a ser, y yo tampoco lo sé: por nada os afligís, pues podéis estar segura de que, aunque en mí no hubiera más valor que el que me da vuestro amor, yo no temería en combate cuerpo a cuerpo a ningún hombre vivo.
Cometo locura, al vanagloriarme así, pero no lo digo por orgullo sino sólo por reconfortaros: reconfortaos, dejadlo estar. No puedo entretenerme más aquí, ni vos seguiréis más junto a mí, pues no os debo llevar más adelante, según ha mandado el rey.
Entonces la besa y la encomienda a Dios y ella hace lo mismo; pero le entristece mucho que ella no lo siguiera y lo acompañara hasta saber y ver qué aventura será, y cómo se va a desarrollar; pero tenía que quedarse, pues no lo podía seguir más adelante: ella se queda triste y desconsolada. Avanza por una senda, solo, sin acompañamiento de gente, hasta que halló un lecho de plata cubierto por una sábana bordada de oro, a la sombra de un sicómoro, y en la cama estaba sentada una doncella gentil de cuerpo y hermosa de rostro, con todas las bellezas. No quiero contar nada más de ella, pero quien supiera explicar su elegancia y belleza, podría decir en verdad que Lavinia de Laurente, que fue tan hermosa y gentil, no tuvo ni la cuarta parte de su belleza.
Erec se acerca hacia allí, pues quería verla más de cerca; junto a ella fue a sentarse Erec. En esto, ve venir un caballero, bajo los árboles, por el vergel, armado con armas bermejas, extraordinariamente grande, y si no fuera porque es demasiado grande, no habría bajo el cielo uno más bello que él, pero —según el testimonio de todas las gentes— era un pie mayor que cualquier caballero conocido. Antes de que Erec lo hubiera visto, le gritó:
—¡Vasallo! ¡Vasallo! Estáis loco —así me salve yo—, pues vais hacia mi doncella. A mi juicio, no valéis tanto como para acercaros a ella. Muy cara pagaréis vuestra locura, por mi cabeza. ¡Retroceded!
Se detiene, lo mira y se calla: no se movió el uno hacia el otro, hasta que Erec le contestó cuando le plugo:
—Amigo —le contesta—, lo mismo se puede decir locura que buen sentido. Amenazad tanto como os plazca, que yo soy el que se callará porque no sabe nada de amenazas. ¿Sabéis por qué? Hay quien piensa tener la partida jugada y después la pierde; por eso, huye abiertamente el que pretende mucho y el que mucho amenaza. Y si hay quien huye, también hay quien persigue; no os temo tanto como para huir: pero permitidme que me defienda, si es que queréis luchar, que a la fuerza lo haría si no pudiera solucionarlo de otra forma.
—No —le contesta—, así me salve Dios. No os va a faltar combate, pues yo os requiero y desafío.
Sabed aquí todo, de forma cierta: no se sujetaron más las riendas; no hubo lanzas pequeñas, sino que fueron gruesas, alisadas y bien terminadas, eran rectas y fuertes. Se golpean con tal vigor en los escudos, con los cortantes hierros, que por medio de los brillantes escudos pasaron las lanzas más de una toise; pero no se alcanzan la carne, ni han quebrado la lanza. Cada cual, lo antes que puede saca la lanza y vuelven a chocar y retornan a la justa. Luchan el uno contra el otro y se golpean con tal ímpetu que ambos quiebran las lanzas y los caballos caen bajo ellos. Y aquellos, que siguen sentados sobre las sillas, no se tienen por impedidos: rápidamente se levantan, pues eran valientes y ligeros. A pie están en medio del vergel; de nuevo se atacan con las buenas hojas de acero de Vienne; se dan grandes y dañinos golpes sobre los escudos claros y brillantes, los hacen pedazos y les salen chispas de los ojos; y no pueden hacerlo mejor para romperlos y estropearlos de lo que lo hacen y de cómo se esfuerzan. Con fiereza se golpean con el filo y la hoja de las espadas. Tanto se han dado en los dientes, en las mejillas y en la nariz, los puños, los brazos, y bastante más, en las sienes y la nuca y el cuerpo, que les duelen todos los huesos. Están doloridos y muy cansados; no por eso se acobardan, antes bien, se esfuerzan cada vez más. El sudor y la sangre que gotea mezclada, les nublan los ojos de manera que, por poco, no ven nada y, muy a menudo, perdían los golpes, como quien no ve por dónde lleva la espada; y apenas podía dañar uno más al otro y, sin embargo, no creáis que no utilizan toda su fuerza. Por eso se les nublan los ojos, de forma que pierden la vista y dejan caer los escudos y se atacan con gran ira; se golpean e hieren hasta que se derriban de rodillas; así se combaten largo tiempo, hasta que pasa la hora de nona y el gran caballero se cansa, de forma que le falta el aliento.