Pronto se ha extendido la noticia, no hay nada tan veloz. La noticia ha llegado a Guivrete, a quien se le contó que un caballero había muerto, herido por arma, y que había sido hallado en el bosque, y que con él había una dama tan hermosa que sus ojos parecían chispas y que mostraba un dolor digno de admiración. A ambos los había encontrado el orgulloso [Oringles] conde de Limors, que había hecho transportar el cuerpo y deseaba esposar a la dama; pero ella se oponía.
Cuando Guivrete oyó la noticia, no se alegró en absoluto, pues de inmediato se acordó de Erec; en el corazón y en el pensamiento se le metió el ir en busca de la dama y que enterraran el cuerpo con gran honor, si podía ser. Reunió mil servidores y caballeros para tomar el castillo; si el conde no les quería entregar de buen grado el cuerpo y la dama, lo darían todo al fuego y a las llamas. A la luz de la luna, que clara brillaba, conducía a sus gentes hacia Limors, con los yelmos enlazados, las lorigas vestidas y los escudos colgados del cuello; todos iban armados.
Cerca era ya de la medianoche cuando Erec los vio; piensa haber sido traicionado y se da por muerto o por prisionero, sin salvación. Ha hecho descabalgar a Enid junto a un seto; no debe extrañar si se aflige:
—Quedaos aquí, señora —le dice—, en este ribazo, hasta que pasen esas gentes: temo que nos vean, pues no sé quiénes son, ni qué buscan. No podemos tener ninguna esperanza en ellos, pero no veo ningún lugar donde nos podríamos esconder si quisieran perjudicarnos en algo. No sé si recibiré algún mal: por miedo no dejaré de ir a su encuentro y si alguno me ataca, no se quedará sin justar. Estoy muy afligido y cansado; no debe extrañar si siento dolor. Voy a marchar derecho a su encuentro; quedaos aquí en silencio hasta que se hayan alejado y procurad que no os vea ninguno de ellos.
En tanto, he aquí que Guivrete baja la lanza, pues a lo lejos lo había visto; no se han reconocido porque la sombra de una oscura nube ha ocultado a la luna. Erec estaba débil y agotado, apenas se había repuesto de sus heridas y golpes. Con demasiada fuerza golpeará ahora a Erec si no se da a conocer de inmediato. Junto al seto se pone y Guivrete espolea contra él; no le dice nada y Erec nada le responde; quería hacer más de lo que puede; debería retirarse o descansar. Uno contra otro justan; pero la justa no fue pareja, pues uno era débil y el otro fuerte. Guivrete le golpea con tal fuerza que por encima de la grupa del caballo lo derriba al suelo, cuesta abajo. Enid, que estaba de pie, cuando ve a su señor en el suelo, piensa estar muerta y en mala situación: ha salido fuera del seto y corre a ayudar a su señor. Corre contra Guivrete, le sujeta la rienda y le dice:
—Caballero, maldito seas, pues has atacado con tan poca razón que no puedes decir por qué lo has hecho, a un hombre que iba solo y sin fuerza, enfermo y casi herido de muerte. Si hubieras estado solo tú, sin ayuda, al atacarle no estaríais más sano que mi señor. Sé ahora franco y noble y deja estar —por tu generosidad— esta batalla que has emprendido; poco aumentará tu mérito si matas o haces prisionero a un caballero que no se puede levantar, como podéis ver, pues ha recibido tantos golpes de armas que está lleno de heridas.
Él le responde:
—Señora, no temáis. Veo bien que amáis lealmente a vuestro señor y os lo alabo; no os preocupéis mucho ni poco por mí o por mi compañía. Decidme, no me lo ocultéis, cómo se llama vuestro señor, pues a partir de ahora sólo os beneficiará; quienquiera que sea, si me lo decís, luego podrá irse libre y a salvo; no debéis temer ni vos, ni él, que ambos estáis a salvo.
Cuando Enid oye las garantías, le responde brevemente con unas palabras:
—Se llama Erec, no debo mentir, pues os veo noble y de buen aire.
Guivrete descabalga, muy contento, y cae a los pies de Erec, allí donde yacía:
—Señor, os iba a buscar —dice— derecho a Limors, pues pensaba encontraros muerto. Como cierto me habían dicho y contado que el conde Oringles había llevado a \ Limors a un caballero muerto por las armas y que quería esposar a una dama que había encontrado con él, pero que ella no le hizo caso. Yo iba con prisa a ayudarle y a liberarla y, si el conde no me hubiera querido entregar a la dama y a vos sin discusión, en poco me tendría yo si le hubiera dejado un pie de tierra. Tened por seguro que si no os amara mucho, no me hubiera entrometido. Soy Guivrete, vuestro amigo, pero me he portado mal con vos porque no os reconocí, me debéis perdonar.
A estas palabras se incorporó Erec hasta sentarse, que no pudo más y dice:
—Amigo, quedad libre de esta mala acción, pues no me reconocisteis.
Guivrete se levanta y Erec le cuenta cómo ha matado al conde cuando estaba sentado a la mesa, cómo ante un establo había recuperado a su caballo, cómo servidores y caballeros, huyendo, gritaban por todas partes: «¡Huid, huid!, ¡el muerto nos persigue!», cómo cayó en una trampa y cómo escapó.
Después le dice Guivrete:
—Señor, tengo un castillo cerca de aquí, que está muy bien y en hermoso lugar. Para que estéis a gusto y a vuestro placer, a él os llevaré mañana; os haremos curar las heridas: tengo dos hermanas, gentiles y simpáticas, que saben mucho de sanar heridas; os curarán bien y pronto. Esta noche haremos que se detenga nuestra hueste aquí, en medio de este campo, hasta mañana, pues creo que os irá bien un poco de reposo. Aconsejo que nos detengamos aquí.
Erec le responde:
—Estoy de acuerdo.
Allí se quedaron y se detuvieron y no se preocuparon por el alojamiento, pues hallaron poca cosa y eran muchos; entre los matorrales se meten. Guivrete hizo montar su pabellón y ordena encender una antorcha para iluminar y que dé claridad; hace sacar cirios de los cofres y los encienden dentro de la tienda. Ya no sufre Enid, pues han tenido suerte. Desarma y desviste a su señor; le ha lavado las heridas, se las ha limpiado y vendado, pues no permitió que otro tocara. Erec no le puede reprochar nada, mucho la ha puesto a prueba: le tiene gran amor. Guivrete los acogió muy bien: con colchas bordadas que tenía mandó que hicieran una cama alta y larga, con bastante hierba y juncos; han acostado en ella a Erec y lo han tapado. Después han abierto un cofre y han sacado tres pasteles:
—Amigo —le dice—, probad un poco de estos pasteles fríos; beberéis vino con agua; tengo siete barriles llenos de buen vino, pero puro no os sentaría bien, pues estáis herido y con llagas. Buen dulce amigo, intentad comer ahora, que os sentará bien; mi señora también comerá, vuestra mujer, que mucho ha padecido hoy por vos, pero bien os habéis vengado. Os habéis escapado, comed ahora, y yo comeré, bello amigo.
Al lado de Guivrete se han sentado Erec y Enid, a la que le agradaba mucho todo cuanto hacía Guivrete; los dos le incitan a comer; le dan agua y vino para que beba, pues el vino puro era demasiado fuerte para él. Erec comió como enfermo y bebió poco, que no se atrevió a más; pero con mucho gusto descansó y durmió toda la noche, que nadie le molestó ni hicieron ruido.
Se despertaron al amanecer; todos se preparan para montar y cabalgar. Erec quería mucho a su caballo, en ningún otro quería montar. A Enid le dan una mula, pues había perdido su palafrén; no sintió gran miedo ni le pasó por la mente; tenía una hermosa mula, tranquila, que la llevó cómodamente; le reconfortaba mucho el que Erec no se afligiera por nada y que el mismo Erec decía que se curaría bien. Antes de la hora de tercia llegaron a Pointure, fuerte castillo, bien asentado y hermoso. Allí estuvieron con las dos hermanas de Guivrete, pues era muy bello el lugar. Guivrete llevó a Erec a una habitación agradable, alejada del ruido, bien aireada; las dos hermanas, a las que les suplicó, se han esforzado mucho en sanarlo.
Erec se confió a ellas, pues le tranquilizaban mucho. Primero le quitaron la carne muerta, después le pusieron ungüentos y vendas; han puesto gran atención en curarle y aquellas, que sabían mucho de sanar, le lavaban a menudo las heridas y volvían a ponerle ungüento. Cada día le hacían comer y beber cuatro veces o más, pero le evitaban el ajo y la pimienta; siempre, entrara o saliera quien fuera, siempre estaba delante Enid, que era la que más se preocupaba. Frecuentemente acudía Guivrete para preguntar y saber si necesitaba algo. Fue bien cuidado y bien servido, pues nunca le llevó con desagrado nada de lo que necesitaba, antes bien, lo llevaba alegre y contento.
Las doncellas se ocuparon mucho de sanarlo: antes de los quince días no sentía ya ni daño ni dolor. Entonces, para que le volviera el color, empezaron a bañarlo: no tuvieron que enseñarles, pues bien sabían hacerlo. Cuando pudo ir y venir, Guivrete ordenó que le hicieran dos mantos, uno de armiño y el otro de veros, y dos telas distintas de seda: una era de seda persa y la otra de seda rayada que le ha enviado como presente, de Escocia, una prima suya. A Enid le dio el manto de armiño y la tela de seda persa, que valía mucho; a Erec, el manto de veros y de seda rayada que no valía menos.
Ya estaba Erec fuerte y sano, de nuevo, ya estaba curado y repuesto; ya estaba Enid bastante alegre, [ya le vuelve su gran belleza, pues estaba muy pálida y con mal color, porque la gran tristeza le había perjudicado. Ya era abrazada y besada, ya tenía todos los bienes a su gusto, ya tenía gozo y deleite]. Juntos gozaron en una cama, se abrazan y besan: no hay nada que les agrade tanto. Han tenido tantos males y aflicciones —él por ella y ella por él— que ya han cumplido la penitencia. El uno busca cómo darle placer al otro: del resto, me debo callar. Ya han olvidado su dolor y han afirmado su gran amor, qué poco recuerdan los males.
Ahora ya deben marchar, le han pedido permiso a Guivrete, del que se han hecho muy amigos, pues le sirvió y honró con todas las cosas que pudo. Erec le dijo al despedirse:
—Señor, no puedo esperar más para ir a mi tierra; haced que preparen y aparejen todo lo necesario: al amanecer quiero ponerme en marcha, en cuanto se haga de día. He estado tanto con vos, que ya me siento fuerte y sano. Que Dios, si quiere, me conceda vivir lo suficiente como para volver a veros y pueda serviros y honraros. Espero no detenerme en ningún lugar —a no ser que me apresen o retengan— hasta llegar a la corte del rey Artús, pues lo quiero ver, en Carroic o en Caraduel.
Guivrete le responde saliéndole al paso:
—Señor, no os iréis solo, pues me iré con vos y así estaremos juntos con nuestros compañeros, si os apetece.
Erec está de acuerdo y dice que su deseo es que emprendan la marcha. Por la noche hace aparejar todo, pues no querían entretenerse; todos se aprestan y se preparan.
A la madrugada, cuando despiertan, ya están ensillados los caballos. Erec va a la habitación a despedirse de las doncellas antes de marchar y Enid acude detrás de él, muy contenta y alegre de que la marcha estuviera dispuesta.
Se han despedido de las doncellas: Erec, que estaba bien enseñado, al despedirse les agradece por la salud y la vida y les promete, reiteradamente, su servicio; después, toma a una por la mano, a la que estaba más cercana a él; Enid ha tomado a la otra; han salido de la habitación, todos cogidos de la mano, y suben a la gran sala. Guivrete les aconseja montar ya, sin más tardanza. A Enid ya no le preocupa ver la hora en que estén a caballo. Junto a un escalón le han llevado un palafrén muy bueno, de suave caminar, tranquilo y hermoso; el palafrén era bello y bueno y no valía menos que el suyo, que se había quedado en Limors. Aquél era negro y éste es alazán, pero la cabeza era diferente: estaba dividida de forma que una mejilla la tenía completamente blanca, mientras que la otra era negra como una chova; entre ambas mejillas, tenía una raya más verde que el pámpano, y que separaba el blanco y el negro. Os puedo decir la verdad acerca de la cincha y del petral y de la silla, cuya labor era buena y hermosa: el petral y la cincha estaban llenos de esmeraldas; la silla era distinta, estaba llena de cara púrpura; los arzones eran de marfil y en ella tenía tallada la historia de cómo Eneas llegó de Troya, cómo en Cartago lo recibió en su lecho con gran alegría Dido, cómo Eneas la engañó y cómo ella se dio muerte por él, cómo Eneas conquistó después Laurente y toda Lombardía, de la que fue rey el resto de su vida.
Hábil fue el trabajo, y bien tallado, adornado por entero con oro puro. Un escultor bretón que lo hizo, empleó más de siete años en tallarlo, sin entretenerse con ninguna otra obra; no sé a quién se la vendió, pero debió hacerle un gran servicio.
Bien ha compensado a Enid la pérdida de su palafrén, al honrarla con éste. Le entregaron el palafrén, aparejado con tal riqueza, y ella monta con alegría; después, rápidamente, montan todos los demás, señores y escuderos. Muchos halcones y muchos gavilanes y muchos azores mudados y grulleros, muchos perros de caza y muchos lebreles hizo Guivrete que llevaran para entretenerse y distraerse.