Erec no deja de cabalgar durante todo el camino a galope tendido hasta donde le esperaba Enid, pues tuvo gran inquietud, por si ella pensaba que la había abandonado del todo. Y mucho temía que alguien la hubiera convencido y se la hubiera llevado. Así, mucho se apresura en regresar. Pero hacía tanto calor aquel día y las armas le pesaban tanto, que sus heridas se abrieron y se rompieron todas las vendas. Sus heridas no dejaron de sangrar hasta que llegó al lugar donde Enid le esperaba.
Ésta le vio y tuvo gran alegría, pero no vio ni supo el dolor que le aquejaba, pues todo su cuerpo estaba bañado en sangre y el corazón le iba a fallar. Cuando estaba descendiendo una colina, cayó de golpe sobre el cuello del caballo. Al intentar enderezarse, vació la silla y los arzones y cayó desmayado como si estuviera muerto. Cuando Enid lo vio caído, comenzó un duelo muy grande. Mucho le pesa al verlo y corre hacia él sin ocultar su dolor. Grita muy alto y retuerce sus manos. No queda ropa sobre el pecho que no desgarre. Empieza a arrancarse los cabellos y a arañar su tierna cara.
—¡Ay, Dios! —exclama. Buen dulce señor, ¿por qué me dejas vivir tanto? Muerte, apresúrate en matarme.
Con estas palabras se desmaya sobre el cuerpo. Al volver en sí, se vitupera:
—¡Ay!, doliente Enid, soy la homicida de mi señor. Lo he matado con mi locura. Aún estaría vivo mi señor si yo, como ultrajante y loca, no hubiera dicho las palabras por las que mi señor se puso en marcha. El buen callar no perjudicó nunca a nadie, mis palabras han hecho daño muchas veces. En muchas ocasiones lo he comprobado y se me ha demostrado.
Se sienta ante su señor y pone sobre sus rodillas la cabeza. Su duelo comienza de nuevo:
—¡Ay!, señor, ¡maldita fuera la hora! Ninguno se te podía comparar pues Belleza se contemplaba en ti, Valor se ejercitaba, Sabiduría te había dado su corazón, Generosidad te había coronado; sin ellas nadie vale gran cosa. Pero qué he dicho, soy despreciable por haber pronunciado la palabra por la que ha recibido la muerte mi señor, la mortal palabra envenenada que se me debe reprochar: reconozco y admito que nadie, sino yo, tiene la culpa; yo sola debo ser afrentada.
Entonces vuelve a caer a tierra, desmayada y cuando se incorpora, exclama más y más:
—¡Dios! ¿Qué voy a hacer? ¿Por qué vivo tanto tiempo? La muerte que tarda, ¿a qué espera para tomarme sin ninguna demora? Mucho me desprecia la muerte que no se digna en matarme; yo misma tomaré venganza de mi mala acción: así moriré a pesar de la muerte que no quiere ayudarme. Si no puedo morir deseándolo y de nada me vale lamentarme, la espada que mi señor lleva ceñida debe vengar su muerte, como es razonable; ya nunca más estaré en peligro, ni seré codiciada ni deseada.
Ha desenvainado la espada, comienza a contemplarla; Dios, lleno de misericordia, hizo que se entretuviera un poco. Mientras que recuerda su dolor y desgracia, llega al galope un conde, con gran compañía de caballeros, que desde muy lejos había oído a la dama gritando a voces. Dios no quiso olvidarla, pues al punto se hubiera dado muerte si aquéllos no la hubieran sorprendido: le han quitado la espada y la han vuelto a envainar; después descabalgó el conde y comenzó a preguntarle por el caballero, que le diga si ella era su mujer o amiga.
—Ambas cosas —le contesta—, señor; tengo tal aflicción que no sé qué deciros, pero siento no estar muerta.
Y el conde la reconforta mucho:
—Señora —le dice—, por Dios os ruego que tengáis compasión de vos misma; hay motivos para que la tengáis; no desmayéis por nada, pues aún podéis alcanzar gran valer. No decaigáis; reconfortaos, eso tendrá sentido; con el tiempo Dios os dará alegría. Vuestra belleza, que es tan pura, os depara buen porvenir, yo os tomaré por mujer, de vos haré condesa y dama: eso os debe reconfortar mucho. Haré que se lleven el cuerpo y que lo entierren con gran honor. Abandonad la aflicción que, enloquecida, mantenéis.
Ella le responde:
—Señor, ¡huid!; dejadme estar, por la gracia de Dios; aquí no podéis conseguir nada; nada que se pueda decir o hacer me devolvería el gozo.
Entonces se retira el conde y dice:
—Hagamos pronto unas parihuelas, sobre las que portaremos el cuerpo; y junto con la dama nos lo llevaremos al castillo de Limors; allí será enterrado el cuerpo, después me casaré con la dama, aunque le pese, pues nunca vi una tan bella, ni deseé tanto a ninguna otra: muy alegre estoy de haberla encontrado. Hagamos de inmediato y sin tardar unas parihuelas para que las lleven los caballos; que no nos aflija ni nos dé pereza.
Desenvainan las espadas; cortan dos ramas y les colocan palos atravesados; encima han puesto a Erec, boca abajo, y han enganchado dos caballos. A su lado cabalga Enid, que no termina de mostrar su aflicción; con frecuencia se desmaya y cae frecuentemente; los caballeros que la llevaban, la sujetaban con los brazos. La sostienen y reconfortan; a Limors han llevado el cuerpo, al palacio del conde. Tras ellos sube todo el pueblo, damas, caballeros y burgueses; en medio de la gran sala, sobre una mesa, han colocado y extendido el cuerpo, junto a él, la lanza y el escudo. Se llena la sala, grande es el tumulto; todos se precipitan a preguntar qué duelo es aquél, y qué maravilla.
Mientras tanto, el conde se aconseja en secreto con sus nobles:
—Señores —les dice—, rápidamente quiero recibir a esta dama; nos damos cuenta por lo hermosa y discreta que es, que pertenece a un linaje muy gentil; su belleza y su generosidad muestran que le sentaría bien el honor de un reino o de un imperio. Por ella no iré a peor, antes bien creo que mejoraré mucho de situación. Llamad a mi capellán e id a buscar a la dama; la mitad de mi tierra la daré como dote, si quiere hacer mi voluntad.
Entonces han llamado al capellán, tal como encargó el conde y le han traído a la dama; a la fuerza se la entregan, pues ella lo rechaza; a pesar de todo la esposó el conde porque así le plugo; cuando la hubo esposado, el condestable hizo que pusieran las mesas en el gran salón, y que prepararan la comida, pues ya era hora de cenar.
Era un día de mayo después de vísperas, Enid estaba muy afligida. Su duelo no cesaba y el conde le pedía, con ruegos y amenazas, que se apaciguara y se alegrara; han hecho que se siente en una silla, contra su voluntad. Lo quisiera o no, la han sentado y la han puesto ante la mesa. Al otro lado se ha sentado el conde, que a punto está de encolerizarse ya que no puede reconfortarla:
—Señora —le dice— debéis dejar y olvidar esa aflicción: podéis confiar en mí para obtener honor y riqueza. Tened por cierto que ningún muerto resucita por lamentos, nadie vio que sucediera jamás tal cosa. Acordaos que de gran pobreza habéis subido a gran riqueza: erais pobre, ahora sois rica; ¿no ha sido generosa Fortuna con vos al concederos la honra de que seáis llamada condesa? Es cierto que ha muerto vuestro señor; de que tengáis pena y tristeza, ¿creéis que me maravillo? No. Pero os aconsejo lo mejor que sé: al haberos esposado yo, muy contenta debíais estar; guardaos de irritarme: comed cuanto os ofrezco.
—Señor —le responde ella—, ni me preocupa. Señor, tanto como viva no comeré ni beberé, si no veo comer antes a mi señor, que yace sobre esa mesa.
—Señora, eso no puede suceder. Por loca os han de tener, pues tales locuras decís; grandes males os habréis merecido si hacéis que me encolerice.
Aquélla no le responde una palabra, pues en nada preciaba su amenaza. El conde la golpea en la cara; ella grita y los nobles de alrededor censuran al conde:
—¡Parad!, señor —le dicen al conde. Os debía dar vergüenza haber golpeado a esa dama porque no comía: habéis cometido una gran villanía. Si está entristecida por su señor, al que ve muerto, nadie debe decir que carece de razón.
—¡Callaos todos! —exclama el conde— la dama es mía y yo soy suyo y haré de ella lo que me plazca.
Entonces ella no puede callarse y jura que no será suya; el conde levanta la mano y vuelve a golpearla; ella exclama en voz alta:
—¡Ay!, poco me importa lo que digas o hagas: no temo tus golpes ni tus amenazas. Pégame bastante, golpéame bastante; no te encontraré suficientemente fiero como para hacer por ti más o menos aunque me sacaras con tus propias manos los ojos o me despedazaras viva.
En estos dichos y discusiones, volvió Erec del desmayo, como quien se despierta. No debe sorprender que se admirara de las gentes que vio a su alrededor; pero siente gran dolor y gran enojo al oír la voz de su mujer. Bajó de la mesa al suelo y rápidamente desenvaina la espada; cólera le da atrevimiento, y el amor que le tenía a su mujer. Corre hacia donde la ve y golpea en medio de la cabeza al conde, de forma que le abre el cráneo y le parte la frente, sin haberlo desafiado, sin palabras; la sangre y los sesos han volado. Los caballeros se levantan de las mesas; piensan todos que es diablo que se ha metido allí, entre ellos. No se queda ninguno, joven o viejo, pues gran miedo tuvieron todos; unos ante otros han huido como pueden, muy lejos; pronto dejaron vacío el gran salón, a la vez que gritaban, tanto débiles como fuertes:
—¡Huid, huid! ¡He aquí al muerto!
Mucho tumulto hay a la salida, cada cual se ocupa de huir pronto: unos a otros se empujan y derriban; el que estaba al final de todos, quisiera estar el primero, delante; así escapan huyendo, sin que uno ose esperar al otro.
Erec corrió a tomar el escudo, con la correa se lo cuelga al cuello; Enid coge la lanza y marchan por medio del patio. No hay nadie tan atrevido que se lo impida, pues no pensaban que fuera hombre el que les había hecho huir, sino diablo o demonio que se hubiera metido en su cuerpo. Todos escapan; Erec los persigue. Había un muchacho en medio del lugar que llevaba su caballo a abrevar, con freno y silla. Fue buena suerte: Erec se lanza hacia el caballo y el muchacho lo abandona al punto, pues tuvo gran miedo. Erec monta entre los arzones y después Enid se sujeta al estribo y salta sobre el cuello del animal, tal como le ordenó y le dijo Erec, que hizo que montara.
A los dos los lleva el caballo; se encuentran la puerta abierta y marchan sin que nadie les detenga. En el castillo había gran desolación porque el conde había muerto; pero no hubo nadie, por muy importante que fuera, que los persiguiera para vengarlo. Murió el conde en la comida.
Y Erec, que lleva a su mujer, la abraza y la besa y la reconforta; entre los brazos la aprieta contra el corazón y dice:
—Mi dulce hermana, mucho os he puesto a prueba. No os aflijáis más, pues ahora os amo más que antes y vuelvo a estar seguro de vuestro amor y estoy convencido de que me amáis sin defecto. A partir de ahora, quiero estar como antes, siempre a vuestro servicio; y si en algo me mentisteis, os lo perdono y absuelvo de vuestras palabras o hechos.
Entonces la vuelve a besar y a abrazar. Ahora no está a disgusto Enid, pues su señor la abraza y besa y le confirma su amor. Rápido cabalgan durante la noche y les resulta dulce, pues clara brillaba la luna.