El rey Artús, la reina y los mejores de sus nobles habían ido allí aquel día. El rey quería quedarse en el bosque tres o cuatro días para disfrutar y distraerse. Ordenó traer tiendas y pabellones. En la tienda del rey entró mi señor Galván que estaba muy cansado, pues había cabalgado bastante. Ante su tienda había un carpe de cuya rama colgaba por la correa un escudo con sus armas y su lanza de fresno y allí estaba atado su caballo Gringalet con la silla puesta y embridada.
El caballo estuvo tanto tiempo allí que el senescal Keu se dirigió hacia él. Fue allí con gran prisa; por gastar una broma, cogió el caballo y montó encima. Nadie le dijo nada. Después cogió el escudo y la lanza que estaban en el árbol.
Keu se fue galopando con el caballo por un valle y por ventura se encontró con Erec. Erec reconoció al senescal, las armas y el caballo. Pero Keu no le reconoció, pues en sus armas no aparecía ninguna señal que lo permitiera: había recibido tantos golpes de espada y lanza en su escudo, que se le había caído toda la pintura. Y la dama por disimulo, pues no quería que la conociera ni viera, se tapó la cara con el velo como si lo hiciera por el calor o por el polvo. Keu se adelantó rápidamente y cogió el caballo de Erec por las bridas sin saludar. Antes de dejar que se moviera, le preguntó con orgullo:
—Caballero, quiero saber quién sois y de dónde venís.
—Cometéis una locura al retenerme —respondió Erec. Hoy no lo sabréis.
Y éste le contesta:
—No os enojéis, pues lo pregunto por vuestro bien. Veo y sé con certeza que estáis herido y magullado. Aceptad mi hospedaje por esta noche. Si queréis venir conmigo, os haré estimar mucho, honrar y complacer, pues necesitáis reposar. El rey Artús y la reina están en el bosque cerca de aquí alojados en tiendas. Con buena fe os ofrezco que vengáis conmigo a ver a la reina y al rey, que tendrán gran honor.
Erec responde:
—Decís bien, no iré por nada. No sabéis mis necesidades, tengo que ir todavía muy lejos. Dejadme ir, pues ya me demoro demasiado, aún queda mucho día.
Keu le contesta:
—Gran locura decís, al rechazar venir conmigo. Espero que os arrepintáis, pues pienso que vendréis los dos, vos y vuestra mujer, del mismo modo que con gusto o a la fuerza va el cura al sínodo. Esta noche seréis mejor servidos. Venid en seguida, pues así os lo pido.
Mucho despecho tuvo Erec por esto.
—Vasallo —dijo—, cometéis locura al quererme arrastrar por la fuerza. Me habéis sorprendido sin desafiarme. Digo que habéis procedido mal, pues pensaba estar seguro y no me he guardado de vos.
Entonces empuña la espada y dice:
—Vasallo, ¡soltad mi freno!, ¡marchaos! Os tengo por muy orgulloso y presuntuoso. Si me arrastráis detrás de vos, os heriré, bien lo sabéis. ¡Dejadme ir!
Y éste le deja. Se aleja del campo más de un arpende, luego vuelve y le desafía como un hombre lleno de traición. Se lanzan uno contra otro, pero Erec se comporta noblemente, porque aquél va desarmado. Coloca la punta de la lanza detrás y la contera delante. Sin embargo, le da tal golpe en lo ancho del escudo que le hace golpearse en la sien y le oprime el brazo contra el pecho. Lo derriba al suelo cuan largo era. Luego va hacia su caballo destrero y se lo coge. Se lo entrega a Enid por el freno. Se lo quiere llevar, pero aquel que mucho sabía de adulación, le ruega que por franqueza se lo devuelva. Le alaba y adula muy bien.
—Vasallo —le dijo—, si Dios me protege, nada me pertenece de este caballo destrero, sino que es del caballero en el que abunda la mayor proeza del mundo. Es de mi señor Galván el atrevido. Por eso os digo de su parte que le enviéis el caballo, por lo cual seréis honrado. Os comportaréis como noble y prudente, y yo seré vuestro mensajero.
Erec responde:
—Vasallo, tomad el caballo y devolvédselo. Si es de mi señor Galván, no es justo que me lo lleve.
Keu coge el caballo y monta. Acude a la tienda del rey y le cuenta la verdad, nada le oculta. Y el rey llamó a Galván.
—Buen sobrino Galván —le dice el rey—, si alguna vez fuisteis noble y cortés, id rápidamente, preguntadle con amabilidad quién es y qué hace y si lo podéis convencer de tal modo que os lo podáis traer con vos, procurad hacerlo.
Galván monta en su caballo y detrás de él le siguen dos vasallos. Ya se han reunido con Erec, pero no le conocen. Galván le saluda y Erec a él. Ambos se han saludado. Después mi señor Galván, que estaba lleno de gran nobleza, le dice:
—Señor, a vos me envía por este camino el rey Artús. La reina y el rey os saludan y os ruegan y ordenan que vayáis a acompañarles en sus distracciones. Os quieren ayudar, no intentan haceros ningún daño y no están muy lejos de aquí.
Erec le contesta:
—Mucho se lo agradezco al rey y a la reina y a vos que sois, según me parece, de buenas maneras y bien enseñado. No me encuentro nada bien, pues estoy herido en todo el cuerpo y no obstante, no dejaré mi camino para recibir albergue. No os conviene esperar más. Con vuestra merced, ya podéis regresar.
Galván era muy sensato. Retrocede y ordena a uno de sus criados al oído, que vaya en seguida a decir al rey que lo disponga todo para que desmonten las tiendas y las levanten en medio del camino delante de ellos a tres o cuatro leguas. Allí tendría que pasar la noche el rey, si quería conocer y hospedar al mejor caballero que en verdad nunca hubiera visto, pues éste por nada quería abandonar su camino para hospedarse.
Aquél se va, transmite su mensaje. El rey hizo desmontar sin tardanza las tiendas. Las desmontan. Cargan las acémilas y se van. El rey montó su caballo, la reina montó después sobre su blanco palafrén noruego.
Mi señor Galván no deja de entretener a Erec y éste le dice:
—Mucho más me hice ayer de lo que haré hoy. Señor, me estáis enojando. Dejadme ir, mucho me entorpecéis la jornada.
Y mi señor Galván le responde:
—Quiero marchar un rato junto a vos, no os enojéis. Aún queda mucho trecho hasta la noche.
Tanto han estado hablando que se montaron todas las tiendas delante de ellos y Erec las vio. Hospedado estaba, bien se dio cuenta.
—¡Ay! —dijo— ¡ay, Galván! Me ha sorprendido vuestra gran amabilidad. Con ella me habéis retenido. Ya que ha ocurrido así, os diré ahora mi nombre, de nada me servirá ya intentar ocultarlo. Soy Erec, el que antaño fue vuestro compañero y amigo.
Al oír esto, Galván va a abrazarle. Le levantó el yelmo y le desenlazó la ventana. Le abraza de alegría y Erec a él. En esto, Galván se separa de él y dice:
—Señor, muy bella será esta noticia para el rey. Mucho se alegrarán mi dama y mi señor, y se lo iré a decir antes que nada. Pero ahora quiero abrazar, saludar y recibir a mi señora Enid, vuestra mujer. Mi señora la reina tendrá grandes deseos de verla, aún ayer la oí hablar de ello.
Entonces Galván se dirige hacia Enid y le pregunta qué hace, si está bien y en buen estado de salud. Ella le responde como bien enseñada:
—Señor, no tendría ningún mal ni dolor, si no temiera mucho por mi señor, pero me inquieta que no tenga ningún miembro sin heridas.
Galván responde:
—Mucho me pesa. Se nota en su rostro que está pálido y sin color. Habría llorado mucho al verlo tan pálido y oscurecido, pero la alegría apaga el dolor, pues tal alegría tuve por él que no me acordé de ningún dolor. Ahora venid a paso lento. Yo iré delante a toda prisa a decir a la reina y al rey que venís detrás de mí. Sé que ambos tendrán gran alegría, cuando lo sepan.
Entonces se va y llega a la tienda del rey.
—Señor —dijo—, mostrad gran alegría, vos y mi señora, pues aquí viene Erec con su mujer.
El rey saltó en pie de alegría.
—Ciertamente —exclamó—, estoy muy contento. No puedo oír ninguna noticia que me regocije tanto.
En esto sale el rey de su tienda. Muy cerca encuentra a Erec. Cuando Erec ve venir al rey, desmonta, y Enid permanece en pie. El rey los abraza y saluda, y la reina les besa dulcemente y también los abraza. No hay nadie que no muestre alegría. Allí mismo le quitan las armas, y cuando hubieron visto sus heridas, su alegría se vuelve tristeza, la del rey y la de todo su imperio. Luego hace que traigan un ungüento que había hecho Morgana su hermana, se lo había dado a Artús, y tenía tal virtud, que la herida que con él se untara, ya fuera en nervio o articulación, sanaba completamente en una semana, siempre que se pusiera ungüento una vez al día. Trajeron el ungüento al rey y mucho le reconfortó a Erec. Después de lavarle las heridas, pusieron el ungüento encima, y las vendaron, y luego, el rey se lo lleva a él y a Enid, y los conduce a su cámara y dice que por su amor quiere que permanezcan en el bosque quince días completos hasta que todo esté curado y haya sanado.
Erec se lo agradece y dice:
—Señor, no tengo ninguna herida que me duela tanto como para abandonar mi camino. Nadie podría retenerme. Mañana, sin más tardar, quisiera irme temprano, en cuanto vea amanecer.
El rey ha levantado la cabeza y dice:
—Es una gran desgracia que no queráis permanecer aquí. Sé bien que os doléis mucho. Quedaos, os comportaríais sensatamente, pues será una gran pena si morís en este bosque. Buen dulce amigo, permaneced aquí hasta que os hayáis repuesto.
Erec responde:
—Ya es suficiente. He emprendido esto y no me quedaré aquí de ningún modo.
[El rey oye que de ninguna forma se va a quedar a pesar de sus ruegos y entonces deja de insistirle y ordena que preparen de inmediato la cena y que pongan las mesas. Los servidores se ocupan de ello.]
Era un sábado por la noche; comieron pescado y fruta, lucio y perca, salmón y trucha, y luego, peras crudas y cocidas. Después de cenar, apenas se demoran. Ordenan retirar los manteles. El rey tenía a Erec en gran estima. Le hizo acostar solo en un lecho, no quiso que nadie se acostara con él para no tocar sus heridas. Aquella noche estuvo bien hospedado. En una cámara vecina, Enid y la reina durmieron con gran paz sobre una colcha de armiño hasta que amaneció. Al día siguiente, tan pronto como se hace de día, Erec se levanta y prepara. Ordena ensillar sus caballos y hace que le traigan las armas. Los criados corren y se las traen. Todavía el rey y todos los caballeros le ruegan que se quede, pero sobran los ruegos, pues por nada quiere permanecer allí. Entonces los veríais llorar y hacer duelo tan grande como si ya lo viesen muerto.
Erec se arma, Enid se levanta. Todos sienten gran tristeza por la separación, pues piensan que no los volverán a ver nunca más. Poco después salen de las tiendas, y hacen ir por sus caballos para acompañarles y escoltarlos.
Erec les dice:
—No os pese, pero no daréis un paso a mi lado. Os lo agradezco, pero permaneced aquí.
Le trajeron los caballos y monta sin demorarse. Ha cogido el escudo y la lanza. Encomienda a todos a Dios y ellos a él; Enid monta y se van.