Erec se va muy rápidamente por un camino bordeado de setos. A la salida del cercado, encontraron un puente levadizo delante de una alta torre cerrada por un muro y rodeada por un foso ancho y profundo. Pasaron el puente velozmente, pero no habían avanzado mucho, cuando de lo alto de la torre, los vio aquel que era el señor del lugar. De éste sabría decir que su cuerpo era muy pequeño, pero era valiente, de gran corazón. Cuando vio pasar a Erec, descendió al pie de la torre e hizo que pusieran la silla de leones de oro sobre su caballo destrero alazán. Luego manda que le traigan escudo y lanza resistente y fuerte, espada bruñida y cortante, yelmo claro y reluciente, loriga blanca y calzas de hierro, pues había visto pasar delante de sus lizas a un caballero armado, al que quiere cansar de armas o el otro le cansará a él, hasta que se agote. Cumplen su orden: un escudero le ha traído el caballo con la silla puesta, y embridado, y otro le trae las armas.
El caballero sale por medio de la puerta tan rápidamente como puede, completamente solo pues no había con él ningún compañero. Erec va por una pendiente. El caballero acorta camino colina abajo: va sobre un caballo tan fiero y que se movía con tal ímpetu, que bajo sus pies hacía crujir las piedras con más rapidez que la muela rompe el trigo, y por todos los lados salen claras chispas ardientes, pues parece como si sus cuatro pies estuvieran prendidos de fuego.
Enid oyó el ruido y la resonancia. Por poco no cayó de su palafrén desmayada y extenuada. En todo su cuerpo no hubo vena en la que no se removiera la sangre, y la cara se le puso pálida y blanca como si estuviera muerta. Se desespera mucho y está desconsolada, pues no se atreve a decírselo a su señor que mucho la ha amenazado y ordenado que se calle. Ambas cosas le disgustan y no sabe cuál escoger, si hablar o callar. Se aconseja a sí misma. Muchas veces se dispone a hablar de modo que la lengua se le mueve, pero la voz no le sale, pues de miedo aprieta los dientes y se le quedan dentro las palabras. Se atormenta y se tortura, cierra la boca, aprieta los dientes para que las palabras no salgan fuera. Gran lucha hay en ella y piensa:
—Estoy segura y sé con certeza qué terrible pérdida será si pierdo aquí a mi señor. ¿Se lo diré todo abiertamente? No. ¿Por qué? No me atreveré, pues mi señor se indignará, y si mi señor se indigna, me dejará en esta maleza, sola, desgraciada y perdida. Entonces seré más desdichada. ¿Más desgraciada? ¿Y qué me importa? Ni Dios ni el pesar me faltarán mientras viva, si mi señor no escapa de aquí completamente libre, de modo que no sea herido de muerte. Pero si no se lo cuento en seguida, este caballero que hacia aquí se dirige, lo habrá matado antes de que se ponga en guardia, pues parece lleno de malas intenciones. Desdichada, demasiado he esperado ya. Mucho me lo ha prohibido, pero no lo dejaré por prohibición. Veo bien que mi señor piensa tanto que se olvida de sí mismo. Así, es muy justo que se lo diga.
Ella habla, él la amenaza, pero no tiene intención de hacerle ningún daño, pues se da cuenta y sabe, que ella le ama por encima de todo y él la ama tanto, que más no puede. Se dirige contra el caballero que le incita a la batalla. Se encuentran al final del puente. Se enfrentan y desafían. Ambos se atacan con las puntas de las lanzas. Los escudos que del cuello les cuelgan, no les valen dos cortezas: rompen el cuero y los hienden, y rompen las mallas de la loriga; de tal modo que ambos son ensartados hasta las entrañas y caen de los caballos destreros al suelo. No estaban heridos de muerte, pues los escudos eran muy resistentes. Han tirado las lanzas en el campo, desenvainan las espadas. Se golpean con gran ímpetu. Uno arrastra y hace tambalear al otro, pues no se pueden evitar. Se dan tales golpes en los yelmos que salen ardientes chispas. Hienden los escudos y los despedazan. En muchos lugares han penetrado las espadas hasta la carne desnuda, de forma que se cansan y debilitan mucho. Y si las espadas durasen mucho tiempo enteras una y otra, no se hubieran retirado de la batalla y ésta no habría terminado sin que uno de ellos muriera.
Enid, que les estaba mirando, por poco no enloquece de dolor. Quien la vea hacer tan gran duelo, retorcer las manos, tirarse de los cabellos y caerle las lágrimas de los ojos, vería a leal dama, y muy cruel sería quien lo viera y no se apiadara de ella.
Grandes golpes se dan uno a otro. Desde tercia hasta cerca de nona duró la batalla, tan fiera que ningún hombre podría haber apreciado de ninguna manera cuál era el mejor de ellos. Erec se esfuerza y se anima. Su espada ha penetrado en el yelmo del otro hasta la capucha y le hace tambalear, pero se sostuvo bien y no cayó. Y éste ataca a Erec y le ha golpeado tan duramente en el cerco de su escudo, que al sacarla ha roto la hoja que era muy buena y de gran valor. Cuando éste ve su espada rota, tira con ira al suelo la parte que le queda de empuñadura, tan lejos como puede. Tuvo miedo, retrocedió, pues caballero al que le falta espada, no puede hacer gran esfuerzo ni en batalla ni en ataque. Erec le persigue y éste le ruega por Dios que no lo mate.
—¡Merced! —dijo— noble caballero, no seáis cruel ni fiero conmigo. Ya que me ha fallado mi espada, tenéis la fuerza y el poder de matarme o de cogerme vivo, pues no me puedo defender.
Erec responde:
—Ya que me suplicas, quiero que digas que has sido vencido y conquistado absolutamente. Luego, nada te requeriré si te has puesto en mi poder.
Y éste vacila en decirlo. Cuando Erec lo ve vacilar, le ataca para inquietarle más. Le ataca con la espada desenvainada y éste, que se atemorizó, dijo:
—¡Merced! señor, me habéis vencido, pues de otro modo no puede ser.
—No os iréis libre de aquí, si antes no me decís quién sois y vuestro nombre y yo a mi vez diré el mío.
—Señor —contestó él—, decís muy bien. Soy rey de esta tierra, mis hombres ligios son irlandeses y no hay nadie aquí que no me deba censo. Me llamo Guivrete el Pequeño, soy muy rico y poderoso, de modo que en esta tierra no hay noble de cualquier sangre que lindando conmigo salga de mi poder y no haga todo lo que me complace. No tengo vecino que no me tema, aunque se haga el orgulloso y fiero. Me gustaría mucho ser vuestro familiar y vuestro amigo de ahora en adelante.
A esto contesta Erec:
—Me envanezco de ser un hombre gentil. Me llamo Erec, hijo del rey Lac. Mi padre es rey de Estre-Gales y tiene ricas ciudades, bellas salas y resistentes castillos, más que ningún rey ni emperador, a excepción del rey Artús. A éste en verdad lo exceptúo, pues no hay nadie que pueda compararse con él.
Cuando Guivrete lo oyó, mucho se maravilla y dice:
—Señor, gran maravilla oigo. Nunca nada me ha alegrado tanto como conoceros. Podéis estar seguro de que mientras permanezcáis en mis tierras y en mis posesiones, no dejaré de honraros. En ningún momento dejaréis de ser mi señor por encima de mí. Ambos necesitamos un médico. Tengo cerca de aquí un refugio, hasta allí no hay ni siquiera seis o siete leguas. Quiero llevaros conmigo y haremos que curen nuestras heridas.
Erec responde:
—Al oír lo que decís reconozco vuestra buena intención. Con vuestra merced, no iré, pero os ruego solamente que si tuviera alguna necesidad y la noticia llegara a vos de que tengo menester de ayuda, que no me olvidéis.
—Señor —contestó él—, os juro que mientras viva no tendréis menester de mi socorro, sin que yo o cualquiera a quien pueda enviar, no acuda de inmediato.
—Nada más os quiero pedir —dijo Erec—, mucho me habéis prometido. Sois mi señor y mi amigo, si obráis tal como decís.
Los dos se besan y se abrazan. Nunca después de tan dura batalla, hubo tan dulce separación pues por amor y por franqueza, cada uno cortó largas y anchas bandas de las faldas de sus camisas para vendarse las heridas.
Cuando se han vendado, se encomiendan a Dios. De este modo se separan. Solo se marcha Guivrete. Erec regresa a su camino y gran menester habría tenido de ungüento para medicar sus heridas. No dejaron de caminar hasta que llegaron a una llanura junto a un alto bosque lleno de ciervos, de corzos y de gamos, de cabras y de bestias y demás animales salvajes.