Aventura del conde vanidoso

Erec se levanta por la mañana y se ponen en camino, olla delante y él detrás. Hacia mediodía se acerca a ellos un escudero desde un valle; con él iban dos criados que llevaban pan, vino y cinco quesos cremosos.

El escudero se dirige hacia ellos con amabilidad. Cuando vio a Erec y a su amiga que venían del bosque, comprendió bien que habían pasado la noche allí y que no habían comido ni bebido, pues en toda una jornada en derredor no había ni castillo, ni ciudad, ni torre, ni fortaleza, ni abadía, ni albergue, ni hospedaje. Luego, actuó con gran franqueza. Emprende el camino hacia ellos y les saluda como a nobles y dice:

—Señor, creo y pienso que hoy os habéis esforzado mucho y que esta dama ha velado mucho tiempo y yacido en este bosque. Os ofrezco esta torta blanca de trigo por si os place comer un poco. No os lo digo para adularos. La torta es de buen trigo y nada os pido. Tengo buen vino y queso graso, un mantel blanco y hermosas copas. Si os place almorzar, no es necesario que sigáis adelante. Desarmaos de vuestras armas y reposad un poco a la sombra de estos carpes. Desmontad, os lo aconsejo.

Erec pone pie en tierra y le responde:

—Dulce y buen amigo, comeré, os lo agradezco. No seguiré adelante antes de hacerlo.

El servidor cumplió bien su servicio. Baja a la dama del caballo, y los criados que iban con el escudero sujetan los animales. Luego se van a sentar a la sombra. El escudero le quita el yelmo a Erec y le desenlaza la ventana que le cubre la cara. Luego ha extendido delante de ellos el mantel sobre la florida hierba, les ofrece la torta y el vino, les prepara un queso y se lo corta. Aquéllos comieron, pues tenían hambre, y bebieron con gusto el vino. El escudero se aplica en servirles. Cuando hubieron comido y bebido, Erec fue cortés y generoso:

—Amigo —dijo—, como recompensa os regalo uno de mis caballos. Coged el que mejor os parezca y os ruego que si no os resulta gravoso, regreséis de nuevo al castillo y me preparéis un rico albergue.

Aquél le responde que hará con gusto cuanto le plazca. Luego se acerca a los caballos, los desata, coge el negro y se lo agradece, pues le ha parecido que es el mejor. Monta en él por el estribo izquierdo. Deja a los dos allí, llega al castillo a todo galope y escoge un albergue bien dispuesto. Regresa de nuevo junto a ellos y dice:

—Ahora señor, montad, que tenéis buen y hermoso albergue.

Erec monta, la dama después. El castillo estaba cerca, en seguida llegaron al albergue. Allí fueron recibidos con alegría. El posadero les recibió muy bien e hizo preparar con gran abundancia, contento y con buena voluntad, todo cuanto les fue necesario. Cuando el escudero les hubo hecho tanto honor como podía hacerles, se dirige a su caballo y monta. Lleva a guardar el caballo por delante de las estancias del conde. Éste se había ido a apoyar allí junto con otros tres vasallos. Cuando el conde vio a su escudero que iba sobre el destrero negro, le preguntó de quién era, y éste le respondió que suyo. Mucho se maravilló el conde:

—¿Cómo lo has obtenido?

—Me lo ha dado un caballero, señor —dijo él—, al que estimo mucho y al que he acompañado hasta este castillo, alojándolo en casa de un burgués. El caballero es muy cortés, nunca había visto antes a un hombre tan hermoso, y aunque lo hubiera jurado y prometido, no podría explicaros ni la mitad de su belleza.

El conde responde:

—Pienso y creo que no es más hermoso que yo.

—A fe mía señor —dijo el sirviente—, vos sois muy hermoso y gentil, no hay caballero en este país nacido de la tierra que sea más hermoso que vos, pero os digo con corteza que éste lo sería mucho más, si no estuviera fatigado por la loriga, ni magullado ni golpeado. Ha combatido sólo en el bosque contra ocho caballeros y se ha llevado sus caballos destreros. Y con él va una dama tan bella que ninguna mujer tuvo nunca ni la mitad de su belleza.

Cuando el conde oyó aquella noticia, le entraron deseos de ir a ver si era verdad o mentira.

—Nunca oí —dijo— nada semejante. Condúceme hasta su posada, pues ciertamente quiero saber si me dices mentira o verdad.

Aquél le responde:

—Señor, con mucho gusto. Aquí está el camino y el sendero, y hasta allí no hay mucho trecho.

—Mucho me tarda ya en verlos —dijo el conde; y entonces baja.

El otro desmonta del caballo y hace montar al conde. Corrió delante a contar a Erec que el conde iba a verles. Erec estaba muy ricamente alojado, pues estaba muy bien acostumbrado. Allí había muchos cirios encendidos y gran abundancia de candelas.

El conde llegó sólo con tres compañeros y no llevaba a nadie más. Erec, que estaba muy bien enseñado, se levantó ante él y le dijo:

—Señor, bienvenido.

Y el conde le saludó a su vez. Ambos se sentaron sobre una colcha blanca y blanda. Se dieron a conocer por palabra. El conde le propone y ruega que le consienta pagar sus gastos. Pero Erec no le deja que se encargue, sino que dice que tiene mucho para dispendiar y no necesita coger nada de su riqueza. Hablaron de muchas cosas, pero el conde no deja ni un momento de mirar hacia otro lado. Piensa en la dama, todo su pensamiento estaba en ella por la gran belleza que tenía. La miró tanto como pudo, la codició tanto y tanto le plugo, que su belleza le encendió de amores. Pidió licencia a Erec muy disimuladamente para hablar con ella:

—Señor —le dijo—, os pido licencia, pero que eso no os enoje: por cortesía y deleite quiero sentarme junto a esa dama. He venido a veros a los dos por bien, y nada malo debéis notar en ello. Sólo quiero presentar mi servicio a la dama. Haré todo su placer por amor a vos, sabedlo bien.

Erec no tuvo celos, pues no pensó en ningún engaño.

—Señor —respondió—, nada me pesa. Os está permitido entreteneros y hablar. No temáis que eso me pese, con gusto os doy licencia para ello.

La dama estaba sentada tan lejos de él como dos lanzas tienen de largo, y el conde se sentó junto a ella sobre un bajo escabel. Hacia él se giró la dama que era muy discreta y cortés.

—¡Ay! —dijo el conde— cuánto me pesa veros en medio de tanta bajeza. Siento gran dolor y gran pesadumbre, pero si quisierais creerme, tendríais honor y dignidad y recibiríais muchos y grandes bienes. A vuestra belleza convendría gran honor y gran señorío. Si os agradara, haría de vos mi amiga. Vos seríais mi amiga querida y señora de toda mi tierra. Ya que me atrevo a requerir vuestros amores, no me debéis rechazar. Bien veo y sé que vuestro señor no os ama ni os estima. Con buen señor estaríais, si os quedarais conmigo.

—Señor, os esforzáis en vano —contestó Enid—, eso no puede ser. ¡Ay! Antes preferiría no haber nacido o arder en un fuego de espinos y que la ceniza fuera esparcida, que haber faltado contra mi señor o haber pensado felonía o traición. Muy mal os habéis comportado al requerirme tal como lo habéis hecho. No lo haría de ningún modo.

El conde empieza a encolerizarse:

—¿No os dignaréis en amarme, señora? —insiste—, muy orgullosa sois. ¿Ni por alabanza ni por ruegos haríais nada de lo que yo quiero? Muy cierto es que la mujer se enorgullece cuanto más se la quiere y alaba; pero quien la humilla y maltrata, ése la encuentra mejor más veces.

Os advierto que si no cumplís mis deseos, se desenvainarán espadas. Ahora mismo haré matar, con justicia o sin ella, a vuestro señor delante de vuestros ojos.

—Señor, lo podéis hacer mejor de lo que decís —contestó Enid. Muy felón y traidor seríais si lo mataseis aquí mismo. Buen señor, apaciguaos, pues haré lo que gustéis. Podéis apoderaros de mí: soy vuestra y quiero serlo. No es por orgullo por lo que no os he dicho nada, sino para saber y probar, si podría encontrar en vos a quien me amase de buen corazón, pero de ningún modo me gustaría que cometieseis traición. Mi señor no se guarda de vos. Si vos lo mataseis aquí, obraríais muy mal y yo sería vituperada. Todos dirían por la región que se había hecho por mi culpa. Reposad hasta mañana, cuando mi señor se levante. Entonces podréis atacar mejor, sin vituperio ni reproche.

Aquél piensa para sus adentros y no dice palabra.

—Señor —continuó ella—, creedme y no os impacientéis, pero mañana enviad aquí a vuestros caballeros y sirvientes y haced que me cojan por la fuerza. Mi señor querrá defenderme, pues es muy valiente y fiero. Y ya sea por las buenas o por las malas, haced que lo prendan y encierren o que le corten la cabeza. Demasiado he llevado esta vida, para nada quiero la compañía de mi señor, ya no quiero mentir. Cierto es que me gustaría sentiros en un lecho cuerpo desnudo junto a cuerpo desnudo. Cuando hayamos llevado a cabo esto, estad seguro de mi amor.

El conde responde:

—Buena suerte. Señora, en buena hora nacisteis, con gran honor seréis guardada.

—Señor —respondió ella—, bien lo creo, pero quiero tener vuestra promesa de que me tendréis en estima. De otro modo no os creeré.

El conde responde alegre y gozoso:

—Tenéis mi promesa. Os prometo lealmente como conde, señora, que siempre procuraré todo vuestro bien. No os aflijáis por eso, nunca querré nada que vos no queráis.

Entonces le tomó la promesa, pero en poco la apreció y poco le importó: todo fue para librar a su señor. Bien supo con palabras confundir al loco, desde que puso empeño en ello. Mejor es que le mienta a que su señor sea despedazado. El conde se levanta de su lado y la encomienda a Dios cien veces, pero poco le valdrá la fidelidad que le había jurado. Erec nada sabía de que estuvieran acordando su muerte, pero bien le podrá ayudar Dios y yo creo que así lo hará. Ahora se encuentra Erec en un gran peligro y no está advertido. El conde está muy en contra de él, pues piensa quitarle a su mujer y matarle sin defensa. Se despide de él como fiel:

—A Dios os encomiendo —dijo el conde.

Erec responde:

—Señor, y yo a vos.

Y así se separan. Ya había transcurrido gran parte de la noche. Se hicieron dos lechos en el suelo de una cámara retirada. Erec va a acostarse en uno, en otro se acostó Enid muy dolida y humillada, y en toda la noche no pudo conciliar el sueño. Estuvo en vela por su señor, pues sabía que el conde estaba lleno de felonía, porque lo había conocido y visto bien. Sabe que si el conde puede caer sobre su señor, éste saldrá malparado; seguro puede estar de la muerte. No sabe cómo ayudarle. Tuvo que velar toda la noche; al amanecer, si puede y su señor la quiere escuchar, habrán dispuesto el viaje, y el conde no podrá vencer y ella no será suya ni él de ella.

Erec durmió mucho, y tranquilo, durante toda la noche, de tal modo que ya comenzaba a amanecer. Entonces Enid comprendió y sospechó que no podía esperar demasiado.

Como buena y leal dama tuvo el corazón tierno para con su señor. Su corazón no fue ruin ni falso. Se viste y se atavía, se dirige a su señor y le despierta.

—¡Ay!, señor —dijo ella—, ¡gracias! Levantaos, rápidamente de aquí, pues habéis sido completamente traicionado sin causa y sin haber hecho nada condenable. El conde es traidor probado. Si os encuentra aquí, ya no escaparéis pues hará que os despedacen. Quiere tenerme, por eso os odia. Pero si place a Dios que todo lo sabe, no seréis muerto ni apresado. Os habría matado desde ayer tarde si no le hubiera jurado que sería su amiga y su mujer. Ya le veréis venir hacia aquí. Quiere apresarme y que me quede con él y mataros a vos si os encuentra.

Entonces vio Erec que su mujer se mostraba muy leal con él.

—Señora —le dijo—, haced que ensillen en seguida nuestros caballos y haced levantar al posadero y decidle que venga aquí. La traición ya ha empezado.

Han ensillado los caballos y la dama ha llamado al posadero. Erec se ha vestido con rapidez y el posadero ha acudido junto a él.

—Señor —dijo—, ¿qué prisa tenéis que os levantáis a estas horas, antes de que amanezca ni salga el sol?

Erec responde que tiene que recorrer mucho trecho y una larga jornada; por eso ha dispuesto el viaje que mucho le preocupa, y dice:

—Señor, nada habéis contado de mis gastos. Me habéis hecho honor y bondad, y a ello corresponde gran recompensa. Consideraos pagado con siete caballos destreros. Con nada más puedo aumentar mi don, ni siquiera con la montura de un cabestro.

El burgués estuvo contento con aquel don y se inclinó hasta los pies. Mucho se lo agradeció. Entonces monta Erec y se despide, se ponen en marcha y durante todo el camino va advirtiendo a Enid que si ve algo, no sea tan atrevida de ponerlo en su conocimiento.

Mientras tanto, llegan a la casa cien caballeros equipados con armas. Muy engañados se sintieron, pues allí no encontraron a Erec. Entonces el conde comprendió bien que la dama le había engañado. Ha visto los clavos de los caballos y todos se disponen a seguir su rastro. El conde, amenazando a Erec, dice que si le puede alcanzar, nada le impedirá cortarle la cabeza.

—¡En mala hora haya nacido quien deje de picar espuelas en seguida! —dijo—. Bien me habrá servido quien me entregue la cabeza del caballero a quien tanto odio.

Le persiguen con ímpetu, airados y encolerizados, sin volverse. Erec cabalga. Lo ven antes que entre en el bosque. Entonces uno se adelanta al resto y todos se lo permiten de buen grado. Enid oyó la resonancia y ruido de sus armas y de sus caballos, y vio que el valle estaba lleno. En cuanto los vio venir, no pudo contener las palabras.

—¡Ay, señor! —dijo—, ¡ay! ¡Contra vos marcha el conde, pues por vos ha traído tal hueste! Señor, cabalgad más deprisa hasta que estemos en ese bosque. Hay esperanza de escapar, pues están todavía muy lejos. Si vamos a este paso, no podréis escapar de aquí, pues no estáis a la par.

Erec responde:

—En poco me apreciáis, al despreciar mi palabra. Ya no sé cómo rogaros para que aceptéis mi decisión. Pero si Dios tiene misericordia de mí y puedo escapar de aquí, esto os costará muy caro, si el valor no me abandona.

Ahora se vuelve y ve venir al senescal sobre un caballo fuerte y veloz. Se ha alejado de delante de los otros cuatro tiros de ballesta. No había prestado sus armas, pues iba muy bien equipado. Erec contó a los caballeros y vio que allí había unos cien. Piensa que debe detener a aquel que lo va persiguiendo. Se enfrenta y se golpean en los escudos con las dos puntas cortantes y afiladas. Erec le introduce su fuerte lanza de acero en el cuerpo y ni el escudo ni la loriga le sirvieron más que un cendal persa. En esto carga contra el conde. Según cuenta la historia, era un caballero fuerte y valiente: esto hizo que el conde sólo llevara escudo y lanza, pues confió tanto en su fuerza que no quiso armarse de otra forma; mostró un gran atrevimiento, ya que se adelantó más de nueve arpendes ante toda su gente. Cuando Erec lo vio fuera de la tropa, se lanzó sobre él. Éste no le teme, se enfrenta con fiereza. El conde le golpea primero con tal fuerza en el pecho que los estribos habrían cedido, si no hubiera estado bien sujeto. Hizo crujir la madera del escudo de tal modo que la punta de la lanza lo traspasó. Pero la loriga era muy rica y le protegió de la muerte, sin que se rompiera ninguna malla. El conde resistió, su lanza se quebró. Erec le golpea con tal ímpetu en el escudo, que estaba pintado de amarillo, que le mete en la cabeza por el costado más de un palmo. Lo derriba desmayado del caballo destrero. Después de esto, se vuelve, no permanece en el lugar y se va recto hacia el bosque a galope tendido.

Erec ya ha entrado en el bosque; mientras, los otros se detienen sobre los que yacían en medio del campo. Se aseguran y juran que lo perseguirán picando espuelas dos o tres días hasta que lo cojan y lo maten. Y el conde, muy herido en el costado, oye lo que dicen. Se endereza un poco y entreabre los ojos. Se da cuenta de que había empezado a hacer una mala obra. Hace retirar a los caballeros.

—Señores —dijo el conde—, a todos os digo que no haya aquí ni uno solo tan intrépido, tan fuerte o débil, alto o bajo, que se atreva a dar un paso adelante. Regresad todos en seguida. Me he comportado con villanía y me pesa. Muy virtuosa, sabia y cortés es la dama que me ha engañado. Su belleza me encendió. Porque la deseaba quería matar a su señor y retenerla por la fuerza. Bien me deben acontecer males y me sobrevendrán, pues he sido felón y desleal, traidor y loco. Nunca nadie nació de madre mejor caballero que éste. Nunca más tendrá enojos por mí, allí donde se los pueda evitar. Ahora os ordeno que regreséis.

Éstos se van muy desconsolados. Se llevan al senescal y colocan al conde en su escudo, pues ha sobrevivido lo suficiente aunque estaba malherido. Así se libró Erec de ellos.