Aventura de los tres caballeros ladrones

—Marchad —dijo Erec—, a paso rápido y guardaos de ser tan osada de, si veis alguna cosa, decírmelo. Absteneos de hablarme, si yo no me dirijo antes a vos. Id por delante a paso rápido y cabalgad con toda seguridad.

—Señor —dijo Enid—, sea para bien.

Se pone delante y se calla. No se dicen palabra uno a otro, pero Enid estuvo muy dolida. Se lamenta mucho en voz baja para que no la oiga:

¡Ay desdichada de mí!, en gran gloria me había puesto y elevado Dios y ahora me ha hecho descender. Fortuna que me había atraído, ha retirado en seguida su mano. ¡Desdichada! poco me importaría eso, si me atreviera a hablar a mi señor, pero muerta y despreciada estoy, porque mi señor me odia. Odio me tiene, bien lo veo, puesto que no quiere hablar conmigo y no tengo valor ni para mirarlo.

Mientras ella se lamenta así, un caballero que vivía del robo, sale del bosque. Con él había dos compañeros y los tres iban armados. Mucho codició el palafrén que Enid cabalgaba…

—¿Sabéis señores qué os espera? —dijo a sus dos compañeros— si no ganamos aquí, avergonzados y cobardes seremos y muy poco afortunados. Por aquí va una dama muy hermosa. No sé si es dama o doncella, pero va vestida muy ricamente. Su palafrén y la gualdrapa, el petral y correas valen al menos veinte marcos de plata. Para mí quiero el palafrén y vosotros os podéis quedar con lo demás, pues ésa será mi parte. Nada podrá hacer el caballero con la dama, si Dios me asiste. Pienso atacarle de tal forma, os lo digo con certeza, que lo pagará muy caro. Por eso es justo que vaya a hacer la primera batalla.

Ellos se lo otorgan y éste ataca derecho y con el escudo se cubre. Los otros dos se quedan arriba. Entonces era costumbre y uso que en un combate no debían cargar contra uno solo dos caballeros, y si así atacaban, se entendía que habían hecho traición.

Enid vio a los ladrones. Un gran temor se apodera de ella.

—Dios —dijo—, ¿qué podría decir? Ya yace muerto o herido mi señor, pues ellos son tres y él está solo. No es justo, pues no es juego igualado el de un caballero contra tres. Éste lo herirá ahora mismo y mi señor no está en guardia. ¡Dios! ¿seré tan cobarde que no me atreva a decírselo? No seré tan cobarde, se lo diré, no lo dejaré.

Vuelve sus pasos hacia él y dice:

—Buen señor, ¿en qué pensáis? Tres caballeros que mucho os persiguen, vienen cargando detrás de vos. Tengo miedo de que os hagan mal.

—¿Qué? —dijo Erec— ¿qué habéis dicho? En muy poco me estimáis. Habéis tenido mucho atrevimiento al no cumplir mi orden ni mi prohibición. Por esta vez os perdono, pero si ocurre otra vez, no seréis perdonada.

Entonces prepara el escudo y la lanza y se precipita contra el caballero. Éste le ve venir y grita. Cuando Erec lo oyó, le desafía. Ambos cargan y se enfrentan con las lanzas extendidas. Pero éste no acierta a Erec y Erec lo deja a él malparado, pues bien supo atacarle. Le golpea de tal modo en el escudo que lo hiende de parte a parte, y le destroza la loriga, se la rasga y rompe en medio del pecho y le introduce pie y medio de lanza en el cuerpo. Al retirarla, hace fuerza sobre el arma hacia un lado y aquél cae. Tenía que morir, pues la lanza le había alcanzado el corazón. Uno de los otros dos se precipita contra él y deja atrás a su compañero. Espolea hacia Erec y le amenaza. Erec embraza el escudo colgado al cuello y le ataca como valiente. Aquél se pone el escudo ante el pecho y se golpean en los blasones. La lanza del caballero adversario vuela en trozos. Erec hizo penetrar un cuarto de la lanza en el cuerpo de aquél. Hoy ya no habrá de cansarle más: lo derriba desvanecido bajo el caballo destrero. Luego se dirige de lado contra el otro. Cuando éste lo vio venir hacia él, empezó a huir. Tuvo miedo y no se atrevió a esperarle. Corre a buscar refugio en el bosque, pero de nada le vale el bosque. Erec le persigue y grita muy alto:

—¡Vasallo, vasallo! ¡Volveos, preparaos para defenderos o yo os atacaré por la espalda. De nada vale vuestra huida!

Pero éste no piensa en regresar y se va huyendo a toda prisa. Erec lo persigue y lo alcanza. Le golpea por la derecha sobre el escudo pintado y por la otra parte lo derriba. Ya no tiene por qué preocuparse por ninguno de los tres: ha matado a uno, ha herido a otro y se ha librado del tercero, dejándolo humillado debajo del Cabul lo destrero. Coge los tres caballos y los ata por el freno. Se distinguen uno de otro por el pelo: el primero era blanco como la leche, el segundo, negro, no era feo, y el tercero, era todo roano.

Ha vuelto al camino donde le esperaba Enid. Le ordena que lleve y guíe delante de él los tres caballos y mucho le recomienda con amenazas que no se atreva a pronunciar una sola palabra con la boca, si él no le da licencia. Ella responde:

—No lo volveré a hacer, buen señor, si así os place. Entonces se van y ella se calla.