En la corte del rey Lac

Erec no quiere esperar más; manda a su mujer que se prepare, cuando tuvo el permiso del rey: también ha recibido en su cortejo sesenta caballeros ataviados con veros y petigrís. Una vez que estuvo dispuesto el viaje no esperó mucho tiempo en la corte. Le pide permiso a la reina, y encomienda los caballeros a Dios. La reina se despide de él. Cuando suena la hora de prima salen del palacio real; a la vista de todos monta a caballo y su mujer, que la trajo de su país, ha montado después; luego montó la mesnada; eran unos ciento cuarenta los que se pusieron en camino, entre criados y caballeros. Atraviesan colinas y precipicios, bosques, llanuras y montañas durante cuatro días enteros: al quinto llegan a Carnant, donde el rey Lac estaba descansando en un castillo muy agradable, que nunca se vio otro mejor emplazado. El castillo estaba bien provisto de bosque, praderas, viñas y cultivos, damas y caballeros, riberas y vergeles, criados esforzados y vigorosos, gentiles clérigos bien adecentados que gastaban sus rentas, damas bellas y gentiles, y burgueses bien establecidos.

Antes de que Erec llegue al castillo, envía por delante a dos mensajeros para que se lo cuenten al rey. Entonces el rey, al oír la noticia, hace montar a clérigos, caballeros y doncellas, y ordena que toquen los cuernos y que las calles sean alfombradas con tapices y telas de seda para recibir a su hijo con gran alegría. Luego, él montó a su vez. Había allí ochenta clérigos y hombres gentiles y honorables, más de quinientos caballeros sobre caballos bayos, alazanes y píos, y tantas damas y burgueses que nadie podía contarlos.

Galoparon y se apresuraron tanto, que los dos se vieron y conocieron, el rey a su hijo y su hijo al rey. Ambos descienden, se besan y saludan. En buen rato no se apartaron de allí donde se encontraron: uno a otro se saludaron. Gran alegría tuvo el rey por Erec. Por fin le deja a un lado y se vuelve hacia Enid. Gran dulzura hubo por ambas partes. Abraza y besa a los dos y no sabe cuál de ellos le place más.

Se dirigen ahora al castillo. A su llegada tocan a vuelo las campanas. De juncos, menta y plantas están alfombradas las calles y, por encima, colgaduras de cortinas y tapices, de telas de seda y de jamete. Allí tuvo lugar una gran alegría, todas las gentes se han reunido para ver a su nuevo señor y nadie vio nunca que jóvenes y ancianos hicieran alegría mayor. Primero van a la iglesia, allí fueron recibidos devotamente en procesión. Erec se dispone a orar ante el altar del Crucifijo: ofreció cincuenta marcos de plata, muy bien empleados, y una cruz, toda de oro puro, que había pertenecido al rey Constantino. Tenía parte de la Vera Cruz, donde Nuestro Señor Dios fue crucificado y atormentado por nosotros, librándonos de la prisión en la que estábamos encerrados por el pecado que antaño cometiera Adán por el consejo del Enemigo.

Había mucho que apreciar en la cruz: tenía piedras preciosas que eran muy virtuosas, en el centro y en cada uno de los brazos había un escarbunclo de oro, que estaban allí por maravilla, nadie vio nunca nada semejante. Por la noche lanzaban tal claridad como si fuera de día cuando brilla el sol, por la mañana. Tal claridad producía por la noche, que en la iglesia no era necesario que ardiera ni lámpara, ni cirio, ni candelabro.

Dos nobles acompañaron a su mujer ante el altar de Nuestra Señora. Con buena devoción rogó a Jesús y a la Virgen María que en su vida les diese descendiente que heredara después de ellos. Luego ofreció sobre el altar un paño de tela de seda verde, nadie vio uno igual, y una gran casulla labrada. Estaba bordada toda de oro puro y era verdadera prueba de que la obra la hizo el hada Morgana en el Valle Peligroso donde habitaba. Gran cuidado había puesto en ello. Era de seda de oro de Almería. El hada no la había hecho como casulla para cantar, sino que se la dio a su amigo para que se hiciera rica vestimenta, pues era de mucha calidad. Ginebra, la mujer de Artús, el poderoso rey, la obtuvo con muy gran astucia por el emperador Gassa. Con ella hizo una casulla y la tuvo muchos días en su capilla porque era buena y bella. Cuando Enid volvió de allí, le dio aquella casulla. A decir verdad, valía más de cien marcos de plata.

Cuando Enid hubo hecho su ofrenda, se retiró un poco y se persignó con la diestra como mujer bien enseñada. Con esto, salen de la iglesia y regresan a la casa. Allí comenzó una gran alegría. Erec tuvo aquel día muchos presentes de caballeros y burgueses: de uno, un palafrén noruego y de otro, una copa de oro; éste le regala un azor mudado y aquél, un perro de caza; ese otro, un lebrel y aquél un gavilán; uno, un caballo destrero de España y otro, un escudo; aquél, una enseña, ése, una espada y otro, un yelmo. Nunca ningún rey en su reino fue visto con más alegría ni recibido con mayor fiesta. Todos se esforzaron en servirle, pero mucha más fiesta hicieron por Enid que por él, debido a la gran belleza que en ella veían y más aún por su franqueza.

Estaba sentada en una cámara sobre una colcha de seda, llegada de Tesalia. Alrededor de ella había muchas damas, pero igual qué la clara gema reluce sobre la piedra gris y la rosa sobre la amapola, así aparece Enid más bella que dama o doncella alguna que pudiera encontrar aquel que la buscara en el mundo por todas partes: tan gentil y honorable era, de sabias palabras y amable, de buen carácter y buena acogida. Nadie pudo nunca ver en ella locura ni maldad ni villanía, por muy sagaz que fuera. Se sabe comportar tan bien, que supera a todas las damas en bondad, generosidad y saber. Todos la amaron por su franqueza y quien podía hacerle servicio, más se tenía por querido y apreciado. Nadie hablaba mal de ella, pues nadie podía decir nada malo. Ni en el reino ni en el imperio hubo dama de tan buenas costumbres. Y con tanto amor la amó Erec, que no preocupó más de armas y dejó de ir a los torneos. Ya no le importaban los torneos: festejaba a su mujer y la hizo su amiga y amante. Y tiene puesto todo su empeño en abrazarla y besarla, y no busca otro deleite. Sus compañeros lo sentían mucho. Con frecuencia se lamentaban entre ellos de que la amara demasiado. Muchas veces había pasado mediodía, antes de que él se levantara de su lado. Le agradaba, pese a quien pese. Muy poco se alejaba de ella, pero no por ello dejaba de dar a sus caballeros armas, ropa y dinero. No había torneo en ningún sitio donde no los enviara muy ricamente dispuestos y ataviados. Para torneos y justas les daba caballos muy frescos que le costaban caros. Toda la nobleza decía que era gran dolor y pena que no quisiera llevar armas, tan valeroso como era. Tan vituperado fue por todas las gentes, por caballeros y servidores, que Enid oyó decir que su señor estaba hastiado de armas y caballería: mucho había cambiado su vida. A ella le pesó esto, pero no se atrevió a manifestarlo, para que su señor no lo tomara a mal tan pronto como se lo dijera. Lo ocultó hasta una mañana en que estaban en el lecho después de haber tenido ya deleite: yacían abrazados boca a boca como los que mucho se aman.

Él dormía y ella velaba. Se acordó de las palabras que decían de su señor la mayoría en el país. Cuando le vienen a la memoria no puede contener el llanto. Sintió tal dolor y tal pesadumbre, que le sucedió la desgracia de decir una palabra por la que luego se tendría por necia, aunque no pretendía mal alguno. Comenzó a mirar tanto a su señor de arriba a abajo, vio su cuerpo bello y el rostro claro, y lloró con tanta aflicción que al llorar, las lágrimas le caían sobre el pecho de Erec.

—Desdichada de mí —dijo—, ¡en mala hora nací! ¿Qué he venido a buscar aquí de mi país? Bien me debería tragar la fierra, pues el mejor de todos los caballeros, el más valiente, y el más fiero que nunca hubo entre condes ni reyes, el más leal, el más cortés, ha abandonado toda caballería por mí. Bien cierto es que lo he deshonrado, por nada del mundo quisiera haberlo hecho.

Entonces le dice: «¡Amigo, en mala hora naciste!». Y se calló y no dijo más. Y aquel que no dormía profundamente, oyó la voz mientras dormía. Sus palabras le despertaron y mucho se admiró al verla llorar tan hondamente. Luego le pregunta y dice:

—Dime, dulce amiga, ¿por qué lloráis de tal manera? ¿Por qué tenéis tristeza o dolor? Lo sabré porque es mi voluntad. Decídmelo, mi dulce amiga, no os guardéis, ni me escondáis nada, ¿por qué habéis dicho que en mala hora nací? Por mí lo decíais, no por otro, he comprendido bien las palabras.

Entonces Enid se turbó mucho, tuvo gran miedo y gran inquietud:

—Señor —dijo—, no sé nada de cuanto me decís.

—Señora, ¿por qué lo negáis? De nada os valdrá ocultarlo: habéis llorado, eso lo veo bien, nunca lloráis por nada y cuando llorabais, he oído las palabras que dijisteis.

—¡Ay! buen señor, esto no lo habéis oído nunca, pues creo que fue sueño.

—Ahora lo que me decís son mentiras. Abiertamente os oigo mentir. Más tarde os arrepentiréis, si no me reconocéis la verdad.

—Señor, si tanto me apremiáis, os diré la verdad, no os la ocultaré más, pero temo que os enoje. Todos en esta tierra, rubios, morenos y pelirrojos, dicen que es gran lástima que hayáis renunciado a las armas. Mucho ha descendido vuestra fama. Antes solían decir que en todo el mundo no se conocía mejor caballero ni más valeroso; no teníais par en ningún sitio. Ahora todos se burlan de vos, jóvenes y ancianos, pequeños y grandes. Todos os llaman cobarde. ¿Pensáis que no me enoja oír cosas tan despreciables de vos? Mucho me pesa todo lo que se dice y aún me pesa más, porque me echan la culpa a mí.

Vituperada soy, eso me pesa, y todos dicen que os he atado y apresado de tal modo, que perdéis vuestro mérito y no os ocupáis de otra cosa. Ahora tenéis que tomar una decisión para que podáis apagar este vituperio y recuperar vuestra anterior fama, pues he oído que os criticaban mucho. Nunca me he atrevido a manifestároslo, pero muchas veces, cuando me acuerdo, lloro de angustia. Y tanta angustia he sentido ahora que he tenido poca precaución y os he dicho que en mala hora nacisteis.

—Señora —dijo él—, teníais razón y los que me vituperan también la tienen. Disponeos ahora mismo, preparaos para cabalgar; levantaos de aquí y vestíos con vuestra ropa más bella y haced ensillar vuestro mejor palafrén.

Muy agitada está ahora Enid. Se levanta muy triste y pensativa, y se debate y pregunta a sí misma por la locura que ha dicho: tanto se rasca la cabra que al final se hiere.

—¡Ay! —dice— necia desgraciada, ahora estaba yo demasiado a gusto y no me faltaba nada. ¡Ay! desgraciada, ¿por qué fui tan atrevida que osé decir tal insensatez? ¡Dios! ¿pues no me amaba demasiado mi señor? A fe mía, desdichada, demasiado me amaba. Ahora me hace ir al destierro y no puedo tener mayor dolor, no veré a mi señor que me amaba tanto, que a nada tenía mayor cariño. El que nunca fue mejor nacido, se había aficionado tanto a mí que nada más le importaba. Nada me faltaba, muy buena era mi suerte, pero mucho creció mi orgullo, pues dije tan gran ultraje. Gran pena me traerá mi orgullo y muy justo será lo que sufra: quien el mal no prueba, no sabe qué es el bien.

Mientras la dama se lamenta, se atavía con sus mejores ropas. No hay nada que le plazca, sino que todo le enoja. Luego hace que una doncella llame a su escudero y le ordena que ensille su rico palafrén noruego. Ni conde ni rey tuvo nunca uno mejor. En cuanto ella lo ordena, el otro no se toma demora: ensilló el palafrén roano.

Erec llamó a otro y le ordena que le traiga las armas para armarse. Luego sube a sus estancias y hace que extiendan en el suelo una alfombra de Limoges delante de él. Aquél corrió a buscar las armas como le habían ordenado y dicho, y se las dejó sobre la alfombra. Erec se sentó enfrente de ellas sobre una imagen de leopardo que estaba representada en el tapiz. Se dispone y prepara para armarse primero se, hace enlazar unas calzas de blanco acero, viste después una cara loriga cuyas mallas no se pueden desgarrar; muy rica era la loriga, tanto por delante como por detrás; tenía tanto hierro como una aguja y no podía coger herrumbre pues estaba hecha toda de plata con anillos entrelazados. Estaba trabajada con tanta sutileza que os puedo decir ciertamente que nadie que la hubiera vestido se habría cansado o dolido más que si se hubiera puesto sobre su camisa una cota de seda. Todo esto les parece extraño al servidor y al caballero que le arman, pero ninguno se atreve a preguntar. Cuando le hubieron armado con la loriga, un criado le enlaza en la cabeza un yelmo adornado con un cerco de oro que relucía más claro que un cristal. Toma luego la espada y se la ciñe. Entonces ordena que le traigan ensillado el bayo de Gascuña. Después ha llamado a un criado:

—Criado —dijo—, ve enseguida y corre a la cámara junto a la torre donde está mi mujer. Ve y dile que me hace esperar demasiado. Mucho tarda en ataviarse, dile que venga de inmediato para montar, que la espero.

Y éste va allí. La encuentra dispuesta, entregada a su lloro y a su dolor, y entonces le dice:

—¿Señora, por qué os demoráis tanto? Mi señor os espera fuera, armado con todas sus armas. Hace mucho rato que hubiera montado, si vos hubierais estado preparada.

Mucho se admira Enid de que su señor tenga tal ánimo, pero procede como sensata y cuando llegó delante de él, aparentó la mayor alegría que pudo. Llegó ante él, en el centro del patio, y el rey Lac corrió detrás. Los caballeros se apresuraron a cual más: no hay joven ni viejo que no vaya a saber y a preguntar si no querrá llevarse a alguno de ellos. Todos se ofrecen y presentan, pero él les jura y promete que no se llevará a ningún compañero, sino tan sólo a su mujer. Así dice que irán solos. Mucho se angustia el rey:

—Buen hijo, ¿qué quieres hacer? Dime de qué asunto se trata, nada me debes esconder. Dime adonde quieres ir, pues por nada que te diga quieres que en tu compañía vaya escudero ni caballero. Si has emprendido batalla singular contra un caballero, no debes de dejar por eso de llevarte, para distracción y compañía, a una buena parte de tus caballeros. Hijo de rey no debe ir solo. Buen hijo, haz cargar las acémilas y llévate treinta o cuarenta de tus caballeros o más aún. Haz cargar oro y plata y cuanto conviene a hombre noble.

Finalmente Erec responde y se lo cuenta todo y explica cómo ha decidido emprender el viaje:

—Señor —dijo—, no puede ser de otra forma. No me llevaré por las riendas otro caballo; para nada necesito ni oro ni plata, ni pido escudero, ni sirviente, ni compañía, a excepción tan sólo de mi mujer. Pero os ruego que, si ocurre que yo muero y ella vuelve, la améis y la estiméis por mi amor y por mis ruegos, y que le otorguéis para toda su vida, sin batalla y sin guerra, la mitad de vuestra tierra libre.

El rey oye lo que su hijo le ruega y dice:

—Buen hijo, yo lo otorgo, pero gran dolor tengo al ver que te vas sin compañía. Por mi voluntad, no lo haríais.

—Señor, no puede ser de otro modo. Me voy. A Dios os encomiendo, pero ocupaos de mis compañeros, dadles caballos y armas y cuanto necesita un caballero.

El rey no puede aguantar el llanto, cuando ve la marcha de su hijo. Y a su vez, las gentes también lloran. Damas y caballeros lloraban, gran duelo hacían por él. No hay uno solo que no se duela. Muchos se desmayan allí mismo. Llorando, le besan y abrazan y por poco no enferman del dolor. No creo que hiciesen mayor duelo, si herido de muerte lo viesen. Y él les dice como consuelo:

—Señores, ¿por qué lloráis tanto? No he sido apresado ni tullido. Con este dolor nada ganaréis. Si me voy, ya volveré cuando Dios quiera y yo pueda. A todos y a todas os encomiendo a Dios, y dadme ya licencia, que mucho me hacéis entretener, y mucho mal y gran enojo me produce veros llorar.

A Dios los encomienda y ellos a él. Se separan con gran pena.

Erec se va, lleva con él a su mujer, no sabe a dónde, sino a la aventura.