Erec se despide de su huésped, pues le urgía volver a la corte del rey. Se alegra de su fortuna; está muy contento de ésta, pues tenía una amiga extraordinariamente bella, discreta, cortés y de buena presencia. No puede dejar de mirarla: cuanto más la mira, más le place; no puede esperar a besarla. De buen grado se pone cerca de ella, al mirarla se reconforta; admira mucho su cabeza rubia, sus ojos sonrientes y su frente clara, la nariz, la cara y la boca, cuya gran dulzura le llega al corazón. Le contempla la cintura, la barbilla, el blanco cuello, el torso y el talle, los brazos y las manos. Pero no menos mira la doncella al vasallo, con buen deseo y corazón leal, de modo que lo hacía con agrado. No renunciarían a mirarse ni a cambio de un rescate. Eran muy parecidos e iguales en cortesía y belleza y también en gran bondad. Eran de tal manera de ser, de actuar y de tales costumbres, que nunca, quien quisiera decir la verdad, podría decidir cuál de los dos era el más bello, o el más discreto. Eran los dos de gran coraje y juntos se llevaban muy bien, el uno al otro le ha robado el corazón; nunca dos imágenes tan bellas fueron juntadas ni por ley ni por matrimonio. Han cabalgado tanto que a mediodía llegan al castillo de Caradigán, donde se les espera a ambos. Para mirar si los veían se habían subido a las ventanas los mejores nobles de la corte. La reina Ginebra corrió hacia allí y también el mismo rey, Keu y Perceval el Galés, luego mi señor Galván y Cort, el hijo del rey Arés; Lucano el botellero también estuvo; había muy buenos caballeros. Han distinguido a Erec que llegaba y a su amiga. De tan lejos como lo ven lo han reconocido. La reina muestra gran alegría, toda la corte está llena de gozo por su llegada, pues todos le estiman por igual. Cuando llega ante la sala, el rey baja a su encuentro y luego la reina; todos le dicen que Dios le guarde y festejan a su doncella, apreciando y elogiando su belleza; y el rey mismo la ha cogido de la mano y la ha llevado hacia arriba a la gran sala pavimentada. Luego Erec y la reina suben cogidos también de la mano. Y él le dijo:
—Señora, os encomiendo a mi doncella y amiga; vestida de pobres ropas, tal como me fue entregada, así os la he traído. Es hija de un pobre valvasor, la pobreza envilece a muchos hombres; su padre es franco y cortés, pero tiene muy poca fortuna; y su madre es una dama muy gentil, y tiene un hermano que es conde. No deseo esposar a la doncella en matrimonio ni por su belleza ni por su linaje. La pobreza le ha hecho llevar esta blanca saya hasta que las mangas se han roto en los lados. Y no obstante, si yo hubiera querido, habría tenido buenas ropas pues una doncella, prima suya, le hubiera dado ropa de armiño, de seda, de vero o petigrís; pero de ningún modo acepté que vistiera otra ropa hasta que vos la hubieseis visto. Mi dulce señora, ocupaos de ella, pues necesita, miradla bien, un vestido hermoso y adecuado.
Entonces la reina le responde:
—Habéis hecho muy bien: es justo que se vista con mis ropas, yo le daré ahora mismo ropa buena y bella, reciente y nueva.
La reina le conduce enseguida a su habitación, y manda que se le lleve rápidamente un brial nuevo y el manto purpura de otro tejido de cruz pequeña que había sido hecho a su medida. Aquel a quien ha mandado ha traído el manto y el brial que estaba forrado de armiño blanco hasta las mangas; en los puños y en el cuello había, sin duda alguna, más de doscientos marcos en pan de oro, y piedras preciosas de grandes virtudes, índigas y verdes, nuiles y pardas, que estaban engastadas encima del oro por toda la túnica. Muy rico es el brial, pero, en verdad, que el manto no valía menos. Aún no les habían puesto ninguna hebilla pues eran totalmente nuevos y recientes, tanto el brial como el manto. El manto era bueno y fino: en el cuello tenía dos cebellinas con cintas que tenían más de una onza de oro, por un lado un jacinto y en el otro un rubí que brillaba más que un escarbunclo que arde. El forro era de armiño blanco, nunca se vio ni se encontró más bello ni más fino. La tela púrpura estaba muy bien trabajada, con crucecitas diferentes, índigas, bermejas y añiles, blancas y verdes, azules y amarillas. La reina ha pedido unas cintas de cinco varas de hilo dorado de seda; le han entregado las cintas, bonitas y bien trabajadas; las hace poner enseguida en el manto a un hombre que era un buen maestro en el oficio. Cuando no hubo más que hacer con el manto, la noble dama de buen origen abraza a la doncella de la saya blanca y le dice con francas palabras:
—Doncella mía, os quiero pedir que cambiéis la saya por este brial que vale más de cien marcos de plata, y que os abrochéis este manto encima; otro día os daré más.
Ella lo acepta de buen grado, coge la ropa y se lo agradece. A una habitación aparte la han llevado dos doncellas; entonces le han quitado su saya [que no valía ni una brizna de hierba, y ha rogado y encomendado que sea dada por el amor de Dios] en cuanto llegó a la habitación; luego, viste su brial y se lo ajusta y se lo ciñe con un brocado muy rico; luego se ata el manto. Ya no tiene la cara triste, pues la ropa le sienta tan bien que parece bastante más bella que antes. Las dos doncellas le han adornado el pelo por encima con un hilo de oro, pero brillaba mucho más el pelo que el hilo de oro que era muy puro. Las doncellas le colocan en la cabeza una diadema de oro trabajada con flores de muchos y diversos colores; éstas se aplican lo mejor que pueden para engalanarla, hasta que no queda nada más para disponer. Una doncella le ha puesto en el cuello dos broches de oro trabajados con un topacio engastado, de forma que estuvo tan bella y hermosa que no creo que en ninguna tierra, por mucho que se la buscara y mirara, se pudiera encontrar su pareja, tan bien la había formado la Naturaleza. Luego salió de la habitación y fue ante la reina, que la acoge de buen grado; la estimó y le agradó mucho ya que estaba tan bella y bien engalanada. Las dos se toman de la mano y van delante del rey; cuando el rey las ve, se levanta hacia ellas. Había tantos caballeros, cuando ellas entraron en la sala, y que se levantaron ante ellas que yo no sabría decir el nombre de la décima, ni de la, treceava, ni de la quinceava parte. Pero sí os puedo decir los nombres de todos aquellos de la Tabla Redonda, que fueron los mejores del mundo. Ante todos los buenos caballeros el primero debe ser Galván, el segundo Erec, el hijo de Lac, y el tercero Lanzarote del Lago, el cuarto Gonemán de Goort y el quinto el Bello Cobarde, el sexto el Feo Valiente, el séptimo Melián de las Lizas, el octavo Maldito el Sabio, el noveno Daudín el Salvaje y el décimo Galdeluz, en el que había muchas bondades. Los demás no los numeraré pues la cantidad me lo impide: Ivain el valeroso se sentaba más allá, y el siguiente Ivain el bastardo y Tristán el que nunca rió se sentaba al lado de Blioberís, después estaba Caradue Rompebrazos, caballero de agradable conversación, y Caverón de Roberdic y el hijo del rey de Quenedic y el criado de Quintarel, e Ydier del Monte Doloroso, Galeriete y Keu de Estraus, Amalguín y Galete el Calvo, Girflete, hijo de Do, y Tablante, que nunca estuvo cansado para empuñar las armas, y era un vasallo de gran fuerza, Loholt, hijo del rey Artús, y Sagremor el Impetuoso, éste no debe ser olvidado, ni Bedoier el condestable, que sabía mucho de ajedrez y de tablas, ni Bravaín, ni el rey Lot, ni Galegantín el Galés. Cuando la hermosa doncella extranjera vio a todos los caballeros en círculo, que la miraban continuamente, bajó la cabeza; tuvo vergüenza y no debe extrañar que se le ruborizara el rostro; pero la vergüenza le sirvió para que embelleciera mucho más. Cuando el rey la vio ruborizarse no quiso apartarse de ella; la ha cogido de la mano dulcemente y la ha sentado a su derecha, a la izquierda se ha sentado la reina que ha dicho al rey:
—Señor, tal como pienso y creo, bien es que venga a la corte del rey quien por sus armas puede conquistar tan bella dama en otra tierra. Bien hizo Erec esperando; ahora podéis tomar el beso de la más bella de la corte, creo que nadie se enfadará ni dirá que miento si ésta no es la más gentil de las doncellas que están aquí sentadas y de todas las del mundo.
El rey responde:
—No es mentira: si nadie me lo reprocha, le concederé el honor del Ciervo Blanco.
Luego dijo a los caballeros:
—Señores, ¿qué decís?, ¿qué os parece? ¿Es ésta de cuerpo, y también de rostro, y de cuanto necesita una doncella, la más gentil y la más hermosa desde aquí hasta donde el cielo y la tierra se juntan? Digo que es justo que ahora mismo tenga el honor del Ciervo Blanco. Y vos, señores, ¿qué queréis decir?, ¿queréis discutirlo? Si alguien quiere poner alguna objeción, que diga ahora mismo lo que piensa. Yo soy el rey, y no debo mentir, ni consentir villanía ni falsedad ni desmesura; debo guardar la razón y la justicia que pertenecen al rey leal, que debe mantener la ley, la verdad, la fe y la justicia. No querría, de ningún modo, cometer deslealtad ni errar, ni perjudicar más al débil que al fuerte; no es justo que nadie se lamente de mí. Quiero que perdure la costumbre y el uso que mantuvo mi linaje. Os debería pesar si os quisiera enseñar otras costumbres y otras leyes que las que tuvo mi padre el rey. Quiero guardar y mantener, ocurra lo que ocurra, la costumbre de Pandragón, mi padre, que era rey y emperador. Ahora decidme todos vuestro deseo, nadie deje de decir la verdad: si ésta es de mi casa, debe tener el beso del Ciervo Blanco; quiero saber la verdad.
Todos exclaman a una voz:
—Por Dios, señor, y por la cruz, bien podéis sentenciar con justicia que ésta es la más bella; en ella hay bastante más belleza que claridad hay en el sol, la podéis besar tranquilamente, nosotros lo concedemos de común acuerdo.
Una vez que el rey oye que a todos place, no ha de dejar de besarla; [hacia ella se vuelve y la abraza. La doncella no era loca, y bien quiso que el rey la besara. Villana sería si le pesara]. La ha besado de manera cortés, a vista de todos los nobles, y éste le dijo:
—Mi dulce amiga, os doy sin villanía mi amor, sin maldad y sin locura, os amaré de buen corazón.
El rey, por tal aventura rindió la costumbre y el derecho que su corte debía al Ciervo Blanco. Aquí terminan los primeros versos.