Erec y la hija del valvasor

Ahora volvamos a hablar de Erec, que aún estaba en la plaza donde tuvo lugar la batalla. Nunca, creo yo, hubo tal alegría, ni siquiera cuando Tristán mató al [fiero] Morhot, venciéndole en la isla de San Sansón, como la que se le hizo aquí a Erec. Le alaban mucho, pequeños y grandes, gordos y delgados; todos aprecian su caballería y no hay caballero que no exclame:

—Dios, ¡qué vasallo, bajo el cielo no hay otro igual!

Luego se va a su alojamiento. Mucho lo alaban y hablan de él, y el mismo conde lo abraza, festejándole más que otros; y dijo:

—Señor, si os place deberíais albergaros, y es justo, en mi casa, ya que sois hijo de Lac; si tomarais mi consejo, me haríais gran honor, pues os tengo por mi señor. Buen señor, os ruego que permanezcáis conmigo por vuestra merced.

Erec responde:

—No os enojéis, no dejaré a mi huésped por esta noche ya que me ha mostrado gran honor, pues me ha dado a su hija. Y ¿qué decís, señor?, ¿acaso no es bueno y rico este don?

—Sí, buen señor —respondió el conde—, este don es bello y bueno; la doncella es muy hermosa y discreta, y también es de alto linaje: en verdad estoy muy contento pues os dignasteis tomar a mi sobrina: sabed que su madre es mi hermana. Por una vez más os ruego que os alberguéis conmigo.

Erec responde:

—Dejadme en paz, no lo haría de ningún modo.

Aquél ve que es inútil rogar y dice:

—Señor, como queráis, ahora bien podemos callar, pero yo y todos mis caballeros estaremos esta noche con vosotros para entretenimiento y compañía.

Cuando Erec lo oyó, se lo agradece. Entonces fue Erec a casa de su huésped, y el conde le acompaña; había allí damas y caballeros. El valvasor se alegró mucho. Así que Erec llegó, más de veinte sirvientes corrieron a desarmarle muy rápidamente. Quien estuviera en aquella casa podía ver una gran alegría. Erec fue a sentarse el primero, luego se sentaron todos por las bancadas, sobre las camas, las sillas y los bancos; junto a Erec se sentó el conde, y han colocado en medio a la hermosa doncella [de clara mirada], que tenía tal alegría por su señor que nunca doncella la tuvo mayor. Erec llama al valvasor y le habla buena y llanamente, y empieza a decirle:

—Buen amigo, buen huésped, buen señor, gran honra me habéis hecho y os será bien recompensada: mañana vuestra hija vendrá conmigo a la corte del rey; allá la tomaré por mujer, y si queréis esperar un poco, en seguida os enviaré a buscar. Os haré conducir a mi tierra, que es de mi padre y será mía después; está lejos de aquí, no muy cerca. Allí os daré dos castillos muy buenos, muy ricos y bellos; seréis señor de Roadán que existe desde tiempos de Adán, y luego otro castillo que vale mucho más que un junco; la gente lo llama Montrevel, mi padre no tiene castillo mejor. Antes de que pasen tres días os habré enviado oro y plata, veros y petigrís, y telas de seda y de caro precio, para vestiros, a vos y a vuestra mujer, que es mi cara y dulce señora. Mañana, en cuanto salga el alba del día, me llevaré a vuestra hija a la corte, vestida tal como está; quiero que mi señora la reina la atavíe con su propia ropa, que es de seda teñida en grana.

Había allí una doncella muy noble, discreta y valerosa, sentada en un banco al lado de la doncella de la saya blanca, y era prima hermana suya, y sobrina del mismo conde.

[Al oír que Erec quería conducir a su prima a la corte de la reina vestida tan pobremente] le ha dicho al conde:

—Señor, una gran vergüenza recibiréis, más que nadie, si este señor lleva consigo a vuestra sobrina tan pobremente vestida.

Y el conde responde:

—Os ruego, dulce sobrina, que le deis de vuestros vestidos el que os parezca mejor, de entre todos los que tenéis.

Erec ha oído la conversación:

—Señor, no habléis más. Bien habéis de saber una cosa: yo no querría por nada del mundo que ella tuviese otro vestido, más que el que le dé la reina.

Cuando la doncella lo oyó, le responde y dice:

—¡Ay! buen señor, ya que queréis llevar a mi prima de tal forma, con la blanca saya y la camisa, le daré otro regalo. Ya que no queréis que tenga ninguno de mis vestidos, tengo tres palafrenes muy buenos, nunca tuvo mejores rey ni conde, uno alazán, uno gris y otro bayo. De verdad, allá donde hay cien no hay ninguno mejor que el gris: los pájaros que vuelan por el aire no van más rápidos que el palafrén; nunca hombre alguno lo vio revuelto, lo puede cabalgar un niño, es tal como debe ser para una doncella, pues no es asustadizo ni cerril, ni muerde, ni cocea ni se encabrita. El que busca uno mejor no sabe lo que quiere; quien lo cabalga no siente dolor, sino que va más cómodo y reposado que si fuera en una nave.

Entonces dice Erec:

—Mi dulce amiga, no rehúso este don si ella lo acepta; antes bien, me place, y no quiero que ella lo deje.

Mientras tanto la doncella llama a un criado, y le dice:

—Buen amigo id a ensillar mi palafrén gris y traedlo rápidamente.

Y éste cumplió lo ordenado: ensilla y pone el freno al caballo, se esfuerza en aparejarlo bien; luego, monta el palafrén de larga crin. He aquí que ha llegado el caballo. Cuando Erec vio al palafrén no lo alabó poco, pues lo vio bello y gentil; luego manda a un sirviente que fuera a atar el palafrén al lado de su destrero, en el establo. Mientras tanto, todos se divirtieron, e hicieron gran alegría aquella noche. El conde se marchó a su casa, Erec durmió tranquilo en casa del valvasor y éste dice que le acompañará por la mañana cuando se vaya. Duermen durante toda la noche. Por la mañana cuando el alba se ha aclarado, Erec se prepara para marchar, manda que ensillen los caballos y despierta a su bella amiga: aquélla se prepara y atavía.

El valvasor y su mujer se levantan, no queda caballero ni dama que no se disponga a despedir a la doncella y al caballero. Todos han montado, y el conde también monta. Erec cabalga junto a él y, a su lado, su bella amiga que no olvidó el gavilán: con el gavilán se distrae; no lleva otra riqueza. Gran alegría hacen en la despedida. El noble conde quiere enviar una parte de su mesnada a Erec para que le honren y le acompañen, pero Erec dijo que no se llevaría a nadie, ni quería compañía excepto la de su amiga.

Luego les dijo:

—A Dios os encomiendo.

Durante largo trecho les acompañaron; el conde besa a Erec y a su sobrina y les encomienda al piadoso Dios. Asimismo el padre y la madre la besan a menudo y frecuentemente; no pueden dejar de llorar al partir: al separarse lloran la madre, la doncella y el padre. Tal es el amor, tal es la naturaleza, tal es la piedad de crianza: la gran piedad, la dulzura y la amistad que le tenían a su hija les hacía llorar; pero bien sabían, no obstante, que su hija iba a tal lugar del que gran honor les vendría. Lloraban de amor y de piedad al separarse de su hija; no lloraban por ninguna otra cosa: bien sabían que, al fin, ellos también serían honrados. En la despedida se lloró mucho; llorando se encomiendan a Dios entre sí; ya se van, no esperan más.