Cuando Erec hubo escuchado todo cuanto su huésped le contó, le pide que le diga quiénes eran todos aquellos caballeros que habían llegado al castillo, en el que no había calle, por pobre que fuera, ni hostal por ruin o pequeño que fuese, que no estuvieran llenos de caballeros, damas y escuderos. Y el valvasor le dijo:
—Buen amigo, éstos son los nobles de este país y de sus alrededores: todos, jóvenes y viejos, han venido a una fiesta que tendrá lugar mañana en este castillo: por eso los alojamientos están llenos. Mucho ruido habrá mañana cuando se reúnan, pues ante toda la gente, sobre una percha de plata estará colocado un gavilán de cinco o seis mudas, el mejor que se conozca. Aquel que quiera conseguir el gavilán, necesitará tener amiga hermosa y discreta, sin villanía; si hay caballero tan osado que quiera obtener la recompensa hará que su amiga coja el gavilán de la percha, si ningún otro se atreve a disputárselo. Por esta costumbre vienen aquí ahora y cada año.
Luego Erec le dice y le ruega:
—Buen huésped, no os enojéis en absoluto, pero decidme, si lo sabéis, ¿quién es un caballero armado con armas de azur y oro, que acaba de pasar por aquí delante, al lado de una elegante doncella que iba a su lado y precedidos por un enano jorobado?
Entonces el huésped respondió:
—Este es el que conseguirá el gavilán sin que se lo dispute caballero alguno; no recibirá golpe ni herida: ni pienso que nadie se atreva; ya hace dos años que lo consigue y nunca le ha sido reclamado; si vuelve a obtenerlo, lo tendrá para siempre: nada impedirá que lo obtenga sin batalla ni pleito.
Erec responde de esta manera:
—Este caballero no me gusta nada. Sabed que si tuviese armas le disputaría el gavilán. Buen huésped, por vuestra nobleza, como servicio y recompensa, os ruego que me aconsejéis cómo conseguir armas, viejas o nuevas, feas o bellas, no me importa.
Éste le responde sinceramente:
—En mala hora os preocupáis: tengo armas buenas y bellas y de buen grado os las prestaré. Aquí dentro está la loriga de anillos, que fue escogida entre quinientas, y las calzas hermosas, [claras], y caras, buenas, frescas y ligeras; el yelmo se conserva bien y bello, el escudo está en buen estado y nuevo. El caballo, la espada y la lanza, todo os lo he de prestar, no lo dudéis, que no hay nada más que hablar.
—Os lo agradezco, dulce y amable señor, pero no quiero mejor espada que la que he traído, ni ningún otro caballo que el mío, del que bien me he de servir. Si vos me queréis prestar lo que me falta, me parece que será gran bondad por vuestra parte; pero aún os quiero pedir un don, del que os recompensaré si Dios me otorga que consiga el honor de la batalla.
Y éste le responde francamente:
—Pedid, con seguridad, a vuestro placer, pedid lo que sea: nada que yo tenga os ha de faltar.
Entonces dice Erec que quiere obtener el gavilán mediante su hija, pues en verdad no habrá doncella que sea ni una centésima parte de lo hermosa que ella es; y si la lleva consigo ciertamente estará en su derecho de mostrar y probar que ella debe quedarse con el gavilán. Luego añadió:
—Señor, vos no sabéis qué huésped habéis albergado, de qué costumbre ni de qué gente. Soy hijo de un rico y poderoso rey: mi padre se llama el rey Lac, y a mí los bretones me llaman Erec; pertenezco a la corte del rey Artús, y he estado en ella durante tres años. No sé si a este lugar llegó alguna vez la fama de mi padre o la mía, pero yo os prometo y otorgo, que si vos me proporcionáis las armas y me entregáis a vuestra hija para conseguir el gavilán mañana, la llevaré a mi tierra, si Dios me da la victoria. Allá haré que la coronen y será reina de diez ciudades.
—Ah, buen señor, ¿de verdad, sois Erec hijo de Lac?
—Ése es mi nombre —dijo Erec decididamente.
El huésped se alegró mucho y dijo:
—Bien hemos oído hablar de vos en este país. Ahora os aprecio y os estimo mucho más, pues sois muy valeroso y atrevido; de mí no os podréis quejar, pongo mi hija a vuestra disposición.
Entonces la cogió de la mano:
—Tened, os la concedo.
Erec la recibió gozoso; ya tiene lo que le faltaba. Gran alegría hicieron allí dentro. El padre estaba muy contento, la madre llora de alegría y la muchacha está completamente callada. Pero está muy alegre y contenta de que haya sido otorgada a aquél, que era noble y cortés, y no dudaba de que él sería rey y ella misma sería honrada romo rica reina con corona. Aquella noche velaron hasta muy tarde; fueron dispuestas las camas con sábanas blancas y mullidos colchones. Cuando escasearon las palabras lodos se van a acostar. Erec durmió poco aquella noche. Al día siguiente, tan pronto como quebró el alba, rápidamente y temprano se levanta y su huésped con él; ambos van a la iglesia a orar e hicieron cantar la misa del Espíritu Santo a un ermitaño; no olvidan la ofrenda. Después de oír misa, ambos se inclinan ante el altar y vuelven a la cusa. Erec desea intensamente la batalla: pide las armas y se las entregan; la misma doncella lo arma; no hizo ni magia ni sortilegio, le enlaza las calzas de hierro y las sujeta con correas de piel de ciervo; le pone la loriga de buenas mallas y también le enlaza la ventana, le pone el yelmo bruñido y lo arma completamente de pies a cabeza. Le ciñe la espada al costado y luego pide que le traigan el caballo, se lo llevan y él salta encima, desde el suelo. La muchacha lleva el escudo y la lanza que era fuerte; le entrega el escudo, y él lo coge, y se lo cuelga por el tiracol al cuello; le lleva la lanza cogida con la mano, éste la toma por la contera. Luego le dice al gentil valvasor:
—Buen señor, si os place, haced preparad a vuestra hija, pues la quiero llevar en busca del gavilán, tal como me habéis prometido.
Ahora el valvasor hace ensillar un palafrén bayo, no se demora. Del arnés no es necesario hablar, pues no lo permite la gran pobreza del valvasor. Fueron colocados la silla y el freno; la doncella monta desnuda y desabrochada, por su propia cuenta, pues en nada se hizo rogar. Erec no quiere esperar más: ya va hacía allí, consigo, a su lado, lleva a la hija del huésped; después les siguen los dos, el señor y la dama.
Erec cabalga con la lanza recta, y a su lado la doncella de buena presencia. Por las calles todos los miran, los grandes y los pequeños. Todo el pueblo se admira; se dicen y preguntan:
—¿Quién es? ¿Quién es este caballero? Muy valiente y fiero debe ser, pues lleva tan hermosa doncella; bien empleará su esfuerzo, bien debe reclamar, con razón, que ésta es la más bella.
Todos se dicen:
—En verdad, ésta debe conseguir el gavilán.
Unos alaban a la doncella y también hubo muchos que decían:
—Dios, ¿quién puede ser este caballero que guía a la hermosa doncella?
—No sé, no sé —se contestan—, pero le sienta muy bien ese yelmo bruñido, la loriga, el escudo y la cortante espada; va muy apuesto sobre el caballo, bien parece un vasallo valiente; está muy bien formado y bien proporcionado de brazos, piernas y pies.
Todos desean mirarlos y ellos, caballero y doncella, no se entretienen hasta que llegan al gavilán. Allí se quedaron a un lado esperando al otro caballero. He aquí que le vieron venir con el enano y la doncella a su lado. Ya había oído la noticia de que había venido un caballero, que quería conseguir el gavilán; pero no pensaba que en el mundo hubiese caballero tan valiente que osase combatir contra él; bien pensaba derribarle y vencerle. Todo el mundo le conocía, todos le saludan y acompañan; tras él hubo gran tumulto de gente; caballeros, criados y damas corren detrás y las doncellas a los lados. El caballero va delante de todos, a su lado la doncella y el enano; muy orgullosamente cabalga hacia el gavilán con rapidez, pero alrededor había tan gran muchedumbre de gente ruda y villana que no podía acercarse a un tiro de ballesta.
El conde ha llegado a la plaza, va hacia los villanos y les amenaza; lleva una vara en la mano: los villanos se echan hacia atrás. El caballero avanza y dice tranquilamente a su doncella:
—Doncella mía, esta ave tan bella y que ya ha mudado, con justicia, ha de ser vuestra, pues sois muy hermosa y gentil, y así será mientras yo viva. Avanzad, mi dulce amiga, a coger el gavilán de la percha.
La doncella se dispone a tender la mano cuando Erec corre a impedírselo, pues no aprecia nada su pretensión:
—Doncella —dijo—, ¡marchaos!, iros por otra ave pues no tenéis derecho a ésta, sin que haya de haber enojo; este gavilán ya no será vuestro, pues alguien mejor, mucho más bella y más cortés que vos os lo reclama.
Al otro caballero le pesa, pero a Erec no le importa mucho. Hace avanzar a la doncella:
—Bella —dijo—, avanzad, tomad el ave de la percha pues es justo que la tengáis. Doncella, avanzad. Me enorgullezco mucho de hacer justicia; que nadie ose avanzar, pues nadie se os puede comparar, ni en bondad ni en valor, ni en franqueza ni en honor, porque sois como el sol frente a la luna. El otro no puede aguantar más, cuando oyó que se ofrecía para la batalla con tal fuerza:
—¿Cómo? —exclamó— vasallo, ¿quién eres tú que me disputas el gavilán?
Erec valientemente le dice:
—Soy un caballero de otra tierra. He venido a buscar este gavilán y es justo, aunque le siente mal a quien sea, que esta doncella lo obtenga.
—¡Huye! —dijo el otro— esto no será así; la locura te ha traído aquí. Si quieres tener el gavilán lo habrás de comprar muy caro.
—¿Comprar, vasallo, y por qué?
—Tendrás que combatir conmigo si no me lo cedes.
—Ahora habéis hablado con locura —dijo Erec—, a mi parecer; esto son vanas amenazas, pues muy poco os temo.
—Así te desafío, sapo, pues esto no puede quedar sin batalla.
Erec responde:
—Que Dios me valga ahora, pues no quise tanto ninguna otra cosa.
De ahora en adelante oiréis los golpes. La plaza estaba vacía y era grande, la gente huyó por todas partes, éstos se alejan más de un arpende, espolean para enfrentar los caballos, se buscan con las puntas de las lanzas, se golpean con tan gran fuerza que los escudos se despedazan y se rompen, y las lanzas se astillan y quiebran; destrozan el arzón por detrás, y no les queda otro remedio que soltar los estribos; ambos ruedan al suelo, los caballos huyen por el campo. Rápidamente se levantan, una vez puestos en pie ya no tuvieron ninguna necesidad de las lanzas, sacan las espadas de las vainas. Intercambian grandes tajos y se dan grandes golpes; golpean los yelmos y resuenan. Terribles son los cintarazos de las espadas, continuamente intercambian grandes tajos que de ningún modo yerran; rompen todo aquello que tienen a su alcance, trizan escudos, falsan las lorigas; el hierro enrojece por la sangre bermeja. La pelea dura bastante tiempo; tanto se golpean sin descanso que se fatigan y se desaniman mucho. Las dos doncellas lloraban: cada uno ve llorar a la suya, extender las manos a Dios y orar para que le dé el honor de la batalla a aquel que por ella se bate.
—Vasallo —dice el caballero—, retrocedamos un poco y tomemos un poco de tiempo de reposo, pues damos golpes demasiado débiles; nos conviene atacar con mejores golpes, pues ya empieza a atardecer. Es gran vergüenza y gran ultraje que esta batalla dure tanto; y nosotros debemos esforzarnos de nuevo con las espadas de acero, por nuestras amigas.
Erec responde:
—Bien habéis hablado.
Entonces reposan un poco. Erec mira hacia su amiga que ruega por él muy dulcemente: al verla le crece la fuerza; por su amor y por su belleza recobra muy gran fiereza; se acuerda de la reina, de lo que le había dicho en el bosque: que vengaría su vergüenza o la acrecentaría.
—¡Ay!, malvado —exclamó Erec—, ¿a qué espero? Aún no he vengado la afrenta que este vasallo permitió cuando su enano me hirió en el bosque.
Se le renueva la cólera, con ira llama al caballero:
—Vasallo —dijo—, otra vez os reclamo a la batalla: demasiado tiempo hemos reposado; comencemos de nuevo nuestro combate.
Éste le responde:
—Esto no me resulta grave. Se enfrentan de nuevo. Ambos se enzarzaron en combate: en este primer encuentro, si Erec no se hubiera cubierto bien, el caballero lo hubiera herido; tanto le ha golpeado el caballero a descubierto por encima del escudo, que le rompe un trozo de yelmo rozando la cofia blanca; la espada desciende y le hiende el escudo hasta el blocal y le ha abierto la loriga más de un palmo por un lado. Muy magullado debía estar Erec; el frío acero le ha llegado a la carne por encima de la cadera. Esta vez Dios le protegió: si el hierro no se hubiera salido (y el cuerpo no lo hubiese expulsado), le habría cortado el cuerpo por la mitad. Pero Erec no se atemoriza por nada: donde las dan las toman: le ataca muy valientemente, le golpea a lo largo del hombro; le ha dado tal tajo que el escudo no ha resistido, ni la loriga puede impedir que la espada llegue hasta el hueso; ha hecho correr la sangre de arriba a abajo hasta los calzones. Ambos vasallos son muy fieros y combaten tan por igual que no pueden conquistarse un pie de tierra. Tienen las lorigas muy desmalladas y los escudos tan destrozados que, verdaderamente, no tienen de ellos un trozo entero con el que se puedan proteger, entonces se golpean al descubierto: cada uno pierde gran cantidad de sangre, ambos se debilitan mucho. Aquél golpea a Erec y éste a él: le da tales golpes a diestro y siniestro, encima del yelmo, que lo aturde completamente; le golpea y le vuelve a golpear a voluntad, tres golpes le da violentamente, le cuartea el yelmo por completo y la cofia debajo hasta la cabeza, la espada no se detiene y le rompe un hueso de la cabeza pero no le toca el cerebro. Aquél se inclina y se tambalea; cuando se está tambaleando, Erec le empuja y cae sobre su lado derecho, Erec le agarra el yelmo y con fuerza se lo arranca de la cabeza y la cara. Cuando Erec recuerda el ultraje que su enano le hizo en el bosque, le hubiera golpeado la cabeza a no ser porque le clamó gracia:
—¡Ah! vasallo —dijo— me has vencido. ¡Piedad! No me mates. Ya que me has vencido y hecho prisionero, no obtendrás fama ni aprecio si me matases, pues cometerías una gran villanía. Coge mi espada; yo la entrego.
Pero Erec no se la coge sino que dice:
—De acuerdo, no te mato.
—¡Ah! gentil caballero, ¡gracias! ¿Por qué razón o por qué falta me odias a muerte? Que yo sepa nunca antes te vi, nunca te he causado perjuicio ni desgracia ni vergüenza.
Erec responde:
—Sí lo habéis hecho.
—¡Ay! señor, decidlo pues, nunca jamás os he visto, que yo sepa, y si algún mal os he causado, estaré a vuestra merced.
Entonces dice Erec:
—Vasallo, soy aquel que estaba en el bosque ayer con la reina Ginebra, cuando permitiste que tu indigno enano golpeara a la doncella de mi señora; gran villanía es golpear a una mujer. Y luego también me golpeó a mí. Entonces me tratasteis muy vilmente: habéis cometido un ultraje demasiado grande, pues al ver la afrenta, la permitisteis y os gustó que tal aborto y tal sapo nos hiriera a la doncella y a mí. Por esta mala acción te debo odiar, pues me hicisteis un desprecio demasiado grande. Es necesario que juréis ser mi prisionero, y sin ninguna demora, ahora mismo, irás derecho a mi señora, pues sin duda la encontrarás en Caradigán si allí vas; llegarás esta noche: creo que no hay ni siete leguas. Tú, tu doncella y tu enano os pondréis a disposición de mi señora para cumplir lo que ella ordene y dile también que yo regresaré mañana con alegría y llevaré a una doncella, tan hermosa, tan discreta y tan noble que no tiene igual en ningún lugar; ahora verdaderamente se lo podrás decir. Y ahora quiero saber tu nombre.
Entonces éste se lo dice, a su pesar:
—Señor, me llamo Ydier, hijo de Nut; esta mañana no hubiera pensado, en modo alguno, que un solo hombre por caballería me pudiera vencer; ahora he encontrado uno mejor que yo y lo he comprobado: sois muy valeroso, caballero. Tened mi fe, os lo juro, que ahora mismo sin más tardanza iré a la reina para ponerme bajo sus órdenes. Pero, decidme, no me lo ocultéis, ¿cómo os llamáis?, ¿quién diré que me envía? Estoy dispuesto a ponerme en camino.
Y Erec responde:
—Te lo diré, no te ocultaré mi nombre: me llamo Erec; ve y dile que yo te he enviado a ella.
—Me voy, os obedezco; mi enano, mi doncella y yo mismo nos pondremos completamente a su disposición, no temáis pues llevaré las nuevas de vos y de vuestra doncella.
Entonces Erec le ha tomado la fe, todos han llegado a la despedida, el conde y la gente del séquito, las doncellas y los nobles. Hubo contentos y descontentos: a uno le pesa, a otro le agradó. La mayoría se alegra por la doncella de la saya blanca, que tenía el corazón gentil y noble, que era hija del valvasor; otros estaban dolidos por Ydier y su amiga a la que amaban. Ydier no quiere esperar más, quiere cumplir su fe, entonces monta a caballo. ¿Y por qué habría de prolongar más este cuento? Lleva consigo al enano y a la doncella, atraviesan el bosque y la llanura, tomaron el camino más recto, hasta que llegaron a Caradigán. En las logias de la sala, fuera, estaba mi señor Galván y con él Keu el senescal; me parece que también había gran cantidad de nobles con ellos. Bien han visto a aquellos que llegan; el senescal los ha visto el primero y le dice a mi señor Galván:
—Señor, mi corazón adivina que aquel vasallo que va por allí es el mismo que, según la reina, le dio ayer tan grande disgusto. Me parece que son tres; veo al enano y a la doncella.
—Es verdad —dijo mi señor Galván—, son una doncella y un enano los que vienen con el caballero; y vienen directamente hacia nosotros. El caballero está completamente armado, pero su escudo no está entero; si la reina lo viera, creo que lo reconocería. ¡Eh! senescal, ¡id a llamarla!
Mientras tanto, el senescal ha ido y la ha encontrado en una habitación:
—Señora —dijo—, ¿os acordáis del enano que ayer os afligió al golpear a vuestra doncella?
—Sí, me acuerdo perfectamente, senescal, ¿sabéis alguna cosa?, ¿por qué lo habéis recordado?
—Señora, porque he visto venir a un caballero errante, armado, con su destrero de color gris, y, si mis ojos no me han engañado, una doncella va con él, y me parece que con ellos viene el enano que llevaba el látigo, del que Erec recibió el golpe en el cuello.
Entonces la reina se levantó y dijo:
—Vamos allá, senescal, a ver si es el vasallo. Si lo es, sabed que os lo diré con certeza tan pronto como lo vea.
Y Keu dijo:
—Os acompañaré hasta allí, ahora vamos a las logias, arriba, allá donde están [vuestros caballeros], compañeros nuestros; desde allí mismo le hemos visto venir, y mi señor Galván en persona también os espera. Señora, vamos allá, que ya nos hemos demorado demasiado aquí.
Entonces la reina se pone en camino y llega hasta las ventanas, a su lado estaba mi señor Galván; la reina reconoció al caballero:
—¡Ay! —dijo la reina—, es él. Ha estado en un gran peligro; ha combatido, no sé si Erec ha vengado su afrenta o si éste ha vencido a Erec, pero éste tiene muchos golpes en su escudo; su loriga está cubierta de sangre, hay más rojo que blanco.
—Es verdad —dijo mi señor Galván—; señora, estoy seguro que no mentís: la loriga está ensangrentada, y está completamente abollada y golpeada; bien parece que ha combatido; podemos saber, sin duda alguna, que la batalla ha sido fiera. Ya le oiremos decir tales cosas por las que tendremos alegría o tristeza: o Erec nos lo envía aquí como prisionero bajo vuestra merced, o viene a envanecerse osadamente entre nosotros de que ha vencido o ha matado a Erec. No creo que traiga otras noticias.
—Así lo creo —dijo la reina.
—Bien puede ser —afirman todos.
Mientras tanto Ydier entra por la puerta, les trae la noticia. Todos han bajado de las almenas y han ido a su encuentro. Ydier llega al pie de la escalera. Allí descabalga de su caballo y Galván sujeta a la doncella y la baja del caballo; el enano desciende por otro lado; había allá más de cien caballeros. Cuando los tres hubieron descabalgado, los conducen delante del rey. Ydier no se detiene hasta que se postra a los pies de la reina allí donde la ve; saludó en primer lugar al rey y a todos sus caballeros y dijo:
—Señora, a vuestra prisión me envía aquí un hombre gentil, un caballero valiente y noble, aquel a quien mi enano le hizo sentir ayer los nudos del látigo en la cara. Me ha vencido y conquistado por las armas. Señora, aquí os traigo al enano y a mi doncella a vuestra merced, para hacer aquello que os plazca.
La reina no puede callar por más tiempo y le pregunta por Erec:
—Ahora decidme, señor —preguntó—, ¿sabéis cuándo vendrá Erec?
—Señora, vendrá mañana y traerá consigo una doncella tan bella como nunca se ha conocido.
Cuando hubo transmitido el mensaje, la reina, que era discreta y noble, cortésmente le dijo:
—Amigo, ya que estáis en mi prisión, muy ligero ha de ser vuestro cautiverio; no tengo intención de haceros ningún mal, pero ahora decidme, así os ayude Dios, ¿cómo os llamáis?
Y él le respondió:
—Señora, me llamo Ydier y soy hijo de Nut.
Ya saben la verdad. Entonces la reina se ha levantado y ha ido ante el rey y le ha dicho:
—Señor, ahora habéis visto y habéis oído noticias de Erec, el valeroso caballero. Muy buen consejo os di ayer cuando os recomendé esperarlo: por ello es necesario tomar una buena decisión.
Entonces dijo el rey:
—No es mentira, en modo alguno, lo que habéis dicho; es verdad que quien sigue consejo no es loco; en buena hora creímos ayer vuestro consejo. Pero si en algo me amáis, liberad a este caballero de su prisión de forma que desde ahora permanezca en mi casa entre mi mesnada y mi corte, y si no lo hace que sea para su mal.
Una vez hubo hablado el rey, la reina libra al caballero sin más tardanza; éste ha accedido a residir allí, y luego formó parte de la corte y la mesnada. No hacía mucho tiempo que estaba allí cuando los criados dispuestos para tal trabajo corrieron a desarmarlo.